miércoles, 30 de marzo de 2016

(V) PLATÓN: EL SEÑOR DE LAS IDEAS

1. ¿Quién es Platón?

Platón es un filósofo griego, natural de Atenas, cuya vida transcurre entre los siglos V y IV a. C.

Para cuando Platón alcanza su madurez, la filosofía tiene ya dos siglos de historia. No obstante, se puede decir que con Platón surge un modo distinto de hacer filosofía, la filosofía convertida en objeto de reflexión para sí misma, la filosofía consciente de sí misma, que tiene que determinar cuál es su propio papel. (De hecho es Platón el primero que emplea el término filosofía para designar a este nuevo saber).

Platón es, además, el primer filósofo del que se conservan obras completas. Sus antecesores, o bien no escribieron nada (como su maestro Sócrates) o bien son autores de escritos que se han perdido total o parcialmente (como sucede con la obra de Anaximandro, Heráclito, Parménides, Protágoras, etc., de la que solo se conservan fragmentos).

Más aún, creemos que se conservan todas las obras de contenido filosófico escritas por Platón. Esto nos permite tener, y no tener, una idea clara de su doctrina.

Nos permite tener una idea clara de su doctrina en la medida en que tenemos todo lo que él consideró que merecía la pena dar a conocer de su pensamiento.

Pero, al mismo tiempo, nos impide tener una idea clara de su doctrina el hecho de que entre Platón y nosotros median veinticinco siglos de historia, con todo lo que eso significa. Y, entre otras cosas, eso significa que el proyecto de humanidad en el que estaba instalado Platón, su mundo, no es el nuestro (o no es enteramente el nuestro) por lo que nos vemos obligados a interpretar su obra para entenderla. También nos impide tener una idea clara de su doctrina el hecho de que, propiamente hablando, no haya una doctrina platónica, sino una reflexión que evoluciona a lo largo de su vida, y en permanente autocrítica.

Sus obras están escritas en forma de diálogo. Con ello pretendía Platón introducir la viveza del pensamiento en la «letra muerta» de la escritura.

En sus Diálogos Platón recoge la reflexión de toda la tradición filosófica anterior. Por ello en sus obras hay alusiones directas o veladas a problemas planteados por Heráclito, Parménides, los pitagóricos, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito, muchos de los sofistas más relevantes (como Protágoras, Hipias o Gorgias), Sócrates, etc.

Y hay reflexiones nacidas de sus propias indagaciones, y que tratan de los más variados temas: la justicia, el bien, la educación, la naturaleza de la realidad, del conocimiento, la naturaleza del lenguaje, del poder, etc.

Tocó tal cantidad de temas, y dejó su sello en tal cantidad de problemas, que un célebre matemático y filósofo inglés del siglo XX, Alfred N. Whitehead, llegó a decir que la historia de la filosofía occidental no es más que un conjunto de anotaciones en los márgenes de los Diálogos platónicos.

 

2. Algunos datos biográficos

Platón tuvo una larga y accidentada vida. Nació en Atenas, en el 428 o 427 a. C., en el seno de una familia perteneciente a la alta aristocracia.

De joven fue seguidor de Crátilo, quien se decía discípulo de Heráclito (Crátilo defendía una vulgarización de la doctrina heracliteana según la cual todo está en permanente devenir). En esta época compuso poesías y tragedias, que no se conservan.

Cuando tenía en torno a veinte años conoció a Sócrates, del que se hizo un entusiasta seguidor. Platón lo describe como el hombre más sabio y justo de su tiempo.

Parece ser que participó en la fase final de la Guerra del Peloponeso, formando parte de la caballería ateniense. Guerra que se salda, finalmente, con la derrota de Atenas a manos de Esparta (en el 404 a. C.). La consecuencia más inmediata de esta derrota es que la demokratía (la democracia, según la traducción más habitual) es abolida y se impone, con el apoyo espartano, el régimen de los Treinta Tiranos. Entre los Treinta había amigos y familiares de Platón, que le invitan a participar en el nuevo gobierno. Pero las tropelías de los nuevos dirigentes le hicieron desistir.

En el 403 se reinstaura la democracia, pero también le resultará decepcionante. (Bajo el régimen democrático se produce, entre otras cosas, la condena a muerte de Sócrates).

El desencanto con la política real espoleó, sin embargo, la reflexión política de Platón, que aparece recogida en algunos de sus escritos más importantes (especialmente en Critón, República y Leyes).

Tras la muerte de Sócrates (en el 399 a. C., condenado por un tribunal popular), Platón realizó una serie de viajes que, según algunos biógrafos, le llevaron a Megara, Cirene y Egipto (aunque existen dudas acerca de si realmente estuvo en estos dos últimos destinos).

Cuando tenía en torno a cuarenta años viaja al sur de Italia y a Sicilia.

En el sur de Italia conoce a las comunidades pitagóricas (especialmente la de Tarento, donde gobernaba Arquitas, que también era un filósofo pitagórico) y contacta con los filósofos eléatas.

En Sicilia traba amistad con Dion (que era cuñado de Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa), al que convirtió en discípulo suyo, y del que, al parecer, fue amante.

Dion quedó impresionado por el ideal político-filosófico de Platón y trató de ponerlo en práctica, proponiéndole a su cuñado una serie de reformas políticas que este no veía con buenos ojos. Se dice que esta fue la causa de que las relaciones de Dionisio el Viejo con Platón se agriaran, y que, por ello, este acabó siendo vendido como esclavo en Egina.

Tras ser rescatado, Platón vuelve a Atenas y funda una comunidad de estudio: la Academia, denominada así por encontrarse cerca de un santuario dedicado a Academo, un legendario héroe griego. (La Academia perdurará como centro de estudios hasta el año 529 d. C., en que fue cerrada por orden del emperador bizantino Justiniano I).

A la muerte de Dionisio el Viejo, le sucede su hijo Dionisio el Joven. Dion convence a Platón para que vuelva a Siracusa, y entre ambos tratan, nuevamente, de poner en práctica las reformas políticas siguiendo el ideal platónico. Pero Dionisio, que es un personaje caprichoso, destierra a su tío y maltrata al propio Platón.

Unos años más tarde, encontrándose Dion todavía desterrado en Atenas, Dio­nisio le pide a Platón que re­grese a Siracusa. Ante la petición de Dionisio y los ruegos del propio Dion (que esperaba usar la influencia de Platón ante el tirano para que revocase su des­tie­rro), Platón inicia el tercer viaje a Sicilia, pero la expe­rien­cia fue desastrosa. Dionisio aca­ba­rá reteniendo a Platón como pri­sionero, y esta vez solo le dejará mar­char cuando Arquitas de Tarento envía una embajada en su busca.

Platón ya no se moverá de Atenas, donde muere en el 347 a. C.

 

3. Obras de Platón

El pensamiento platónico se desarrolla y se transforma a lo largo de toda una larga vida de reflexión. Por ello es normal que sus conclusiones cambien; que lo que en un momento consideró una solución adecuada a ciertos problemas, luego se haya matizado, o se haya mostrado inadecuada.

Podemos diferenciar cuatro etapas en la elaboración de la obra platónica:

En una primera etapa Platón está claramente influido por Sócrates. En los diálogos escritos en esta etapa el propio Sócrates aparece como protagonista, preguntando por el ¿qué es? (¿qué es la justicia? ¿qué es la amistad?) de aquello acerca de lo que se habla. Sócrates tampoco tiene respuestas, por lo que los diálogos suelen limitarse a plantear problemas. Pertenecen a esta etapa: Apología de Sócrates, Critón, Laques, Cármides, Lisis, Eutifrón, Hipias Menor, Ion, Hipias Mayor y Protágoras.

Una segunda etapa corresponde a los diálogos escritos durante su primer viaje a Italia o inmediata­mente a su vuel­ta. En estos diálogos Só­cra­tes sigue apareciendo como el personaje central, pero lo hace exponiendo te­mas de origen pitagórico (in­mor­tali­dad del alma), o de la cosecha propia de Platón (teoría de la reminiscencia, teoría de las ideas). Platón asume la con­cep­ción socrática del conocimien­to, según la cual conocer es «conocer lo universal»; pero mientras que Só­cra­tes se li­mitaba a expresar este co­nocimiento mediante de­fini­cio­nes, Pla­tón concibe el uni­ver­sal como algo que existe en sí mismo, y le llama «idea» o «forma».

A los diálogos escritos en esta etapa se les suele denominar diálogos de madurez. Y son: Gorgias, Menón, Menéxeno, Crátilo, Eutidemo, Fedón, Banquete, Fedro y República. Este último es el diálogo más importante de esta etapa y uno de los diálogos fundamentales para conocer el pensamiento platónico. Su tema central es la jus­ticia, pero trata también de la naturaleza y los grados de conocimiento. Para ilustrarlo recurre al mito de la caverna, y al símil de la línea. Al final del diálogo expone el mito de Er, donde va­lién­do­se de un per­so­naje, Er, explica como al alma le es dado elegir el tipo de cuerpo en el que quiere encarnarse.

Después su segundo viaje a Sicilia Platón escribe una serie de diálogos en los que plantea objeciones a su teo­ría de las «ideas» o «formas», (las expresa valiéndose de otros personajes his­tó­ricos, Só­crates deja de ser el pro­tagonista), y lleva a cabo un re­plan­tea­miento de dicha teoría. Por esa razón los diálogos escritos en esta tercera etapa son conocidos como diálogos críticos. Son: Parménides, Teeteto, Sofista y Político.

Después de su tercer viaje a Sicilia se inicia una cuarta etapa. Los diálogos escritos en esta etapa son conocidos como diálogos de vejez, en los que sigue con los replanteamientos de la teoría de las «ideas». Pertenecen a esta etapa: Filebo, Timeo (en el que intenta explicar la constitu­ción del mundo sensible, para lo cual recurre al mito del Demiurgo), Critias y Leyes. Este último es el más extenso de los diálogos, y en él vuelve a pre­sen­tar los temas que le han preocupado des­de siempre, en especial, la or­ga­niza­ción de un Estado ideal.

 

4. Antecedentes del pensamiento platónico

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Recordemos que a partir del siglo VI a. C. se impone lo que se viene denominando «modo de pensar racional», como alternativa al pensamiento mítico.

El pensamiento racional se caracteriza por suponer que la naturaleza (physis) está sujeta a un orden, que es consustancial a la propia naturaleza, necesario e inteligible. (Digamos que la novedad consiste en que tal forma de pensar se aplica al intento de explicar la totalidad del mundo en el que estamos insertados. Pues, sin duda, los hombres ya razonaban desde el momento en que eran capaces de construir armas o embarcaciones, hacer leyes, desarrollar lucrativos intercambios comerciales, etc.). Con el pensamiento racional nacen la filosofía y la ciencia.

Los primeros filósofos, a los que nosotros conocemos como filósofos presocráticos, tratan de explicar la naturaleza, entendida esta como la totalidad de las cosas que son múltiples y cambiantes. Para ello tratan de reducir esa totalidad múltiple a un principio (arkhé) o unos pocos principios (arkhai), y tratan de descubrir un orden permanente tras lo que cambia.

Algunos presocráticos (Tales, Anaximandro, Heráclito, etc.) conciben ese principio como un substrato, que se transforma en todas las cosas (las cuales a su vez se transforman en ese substrato). Un caso especial es Parménides, que identifica ese substrato con el ser, que permanece siendo uno, simple, eterno, e inmutable, tras los cambios. Otro caso especial es Pitágoras y los pitagóricos, que identifican los arkhai con los números.

Otros (Empédocles, Anaxágoras, los atomistas) conciben esos principios como una variedad de realidades simples o «elementos» (con este término los designó posteriormente Aristóteles), que, al mezclarse y separarse, dan origen a todas las cosas.

Al proceso por el que accedemos al principio o principios que constituyen todas las cosas, le denominan alétheia (des-velamiento, des-cubrimiento, verdad).

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En el siglo V a. C. aparecen en Atenas un conjunto de pensadores conocidos como sofistas, que rompen con lo esencial del pensamiento presocrático.

Los sofistas niegan que se pueda demostrar la existencia de algún principio (algún substrato o elemento) tras la realidad que se nos muestra (no hay, por tanto, alétheia, desvelamiento, porque no hay nada que desvelar). El mundo es como aparece ante nuestros ojos: múltiple y cambiante.

Esto tiene como consecuencia que no se puede fundamentar el conocimiento: si la realidad es como aparece, y lo que aparece está sometido al cambio y la multiplicidad, no se puede establecer un saber seguro. No hay, por lo tanto, verdad; solo cabe opinar. Aunque hay opiniones mejores que otras: aquellas que logran imponerse, que logran convencer a los otros.

Los sofistas diferencian además entre lo natural y lo convencional. Lo natural es lo necesario, es como es, no depende de la voluntad humana. Pero las normas (nomos) y las costumbres (ethos) son establecidas por los hombres mediante acuerdos o imposición, son convencionales. Por ello no se puede decir qué sea lo justo, qué sea lo bueno, etcétera, sino solo lo que, en un determinado grupo y en un determinado momento, se impone como justo, como bueno, etcétera.

La posición sofista conduce, pues, al escepticismo en el terreno del conocimiento, y al relativismo en el terreno ético-político.

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Frente a los sofistas, Sócrates considera que si no existe la verdad, si solo hay opiniones, y solo podemos decidir que una opinión es mejor que otra porque se impone, eso resultaría terrible para el modelo de vida griego. La pretensión de crear sociedades de hombres libres, de ciudadanos, cosa que tenían a gala los griegos, saltaría por los aires. Pues, si solo se trata de hacer triunfar las propias opiniones, estamos invitando a un tirano a que nos someta. Después de todo ¿cuál es la mejor manera de hacer triunfar una opinión? Obviamente, con la espada en la mano.

Por ello, frente a los sofistas, Sócrates pretende dar un fundamento al conocimiento, a la verdad. Pero Sócrates vive instalado en un contexto en el que ya se ha perdido el modo presocrático de enfrentarse con la realidad y el concepto presocrático de verdad (como alétheia, desvelamiento). Por eso, con Sócrates surge algo nuevo, una nueva forma de encararse con la realidad y el conocimiento.

Para empezar, la reflexión socrática está guiada por un interés ético-práctico. Sócrates comienza preguntándose por cosas tales como: ¿qué es la justicia?, ¿qué es la virtud?, ¿qué es un buen gobierno?, etcétera.

Y la respuesta consiste en una definición universal de eso por lo que se pregunta. En esa definición quedaría establecido el ser de la justicia, de la virtud, del buen gobierno, etcétera. O, lo que es lo mismo, quedaría establecida su esencia.

Ahora bien, ¿cómo alcanzamos tales definiciones universales?

Según Sócrates a través de un diálogo. Diálogo en el que se parte de una aceptación de la ignorancia y se invita al interlocutor a dar una definición de eso que ignoramos. Esa definición será contrastada con la experiencia para ver si es aceptable. (Por eso Aristóteles atribuirá a Sócrates la invención del razonamiento inductivo). De lo contrario hay que seguir intentándolo hasta alcanzar la definición buscada.

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Tras su encuentro con Sócrates Platón asume su concepción del conocimiento: conocer es conocer lo universal. Y también asume que el conocimiento ha de ser alcanzado a través de un diálogo.

No obstante, Sócrates no consiguió dar una definición universal satisfactoria de ninguna de esas cosas que le preocupaban (tales como la justicia, la virtud, la belleza, etcétera).

Pero, tras su contacto con los matemáticos pitagóricos, Platón descubre una nueva forma de enfrentarse con los problemas. Lo que, simultáneamente, le lleva a descubrir cuál habría sido el error, o la insuficiencia, del método socrático: Sócrates no habría conseguido dar soluciones definitivas y satisfactorias a los problemas que se planteaba porque no buscaba la respuesta en el lugar adecuado. Sócrates pretendía fundamentar sus definiciones universales a partir de la experiencia. Pero el mundo de la experiencia está constituido por un número indefinido de cosas singulares, que están compuestas de partes, y son cambiantes (como habían mostrado los seguidores de Parménides y Heráclito, coincidentes en eso). Y no se puede encontrar lo eterno y universal a partir de lo singular, múltiple y cambiante.

Los matemáticos pitagóricos sostenían, sin embargo, que la realidad está gobernada por ciertos principios (arkhai) tales como la «unidad», la «dualidad», lo «par», lo «impar», etcétera, de naturaleza no sensorial.

Esto lleva a Platón a pensar que hay que diferenciar dos tipos de realidad: la realidad inmediata, sensible, que captamos a través de los sentidos (el mundo sensible), y otra realidad no física, no material, similar a esas realidades abstractas de las que hablan los matemáticos pitagóricos, y que captamos a través del entendimiento (el mundo de las ideas o mundo inteligible).

 

5. ¿Qué es el «mundo de las ideas» o «mundo inteligible»?

Nos encontramos, entonces, con que Platón desarrolla una nueva teoría de la realidad, una nueva manera de entender lo que es, una ontología, de carácter dualista: hay dos niveles de realidad irreductibles el uno al otro, el mundo sensible y el mundo inteligible.

El mundo sensible es el mundo que captamos (o, mejor dicho, el mundo tal como lo captamos), a través de los sentidos. El mundo tal como se nos muestra a través del olfato, el gusto, el oído, el tacto y, sobre todo, la vista. Para no complicarnos más, el mundo sensible es la realidad tal como nos la encontramos en nuestra vida cotidiana.

Ahora bien, ¿qué podrá ser el mundo inteligible? ¿Es que acaso hay otro mundo al margen del que nos muestran los sentidos? ¿Hay otro tipo de realidad?

Pues sí, eso pretende Platón, que hay otro tipo de realidad no captada por los sentidos, sino a través del entendimiento (nous).

Para entender qué realidad pueda ser esa, vamos a intentar imaginar un punto, o una línea, o la unidad, o la triangularidad, ese tipo de cosas con las que trabajan los matemáticos.

Tal vez al intentar imaginar un punto hemos pensado en algo como esto: ●, o como esto: x.

Pues bien, estrictamente hablando ninguna de esas cosas es un punto. Nada que se pueda imaginar es un punto, porque un punto no tiene partes, ni tamaño. Pero no podemos imaginar algo sin partes ni tamaño.

Tampoco podemos imaginar la «unidad», ni la «dualidad». (Podemos, eso sí, imaginar «una» cosa -por ejemplo, una manzana, una oveja-, o «dos» cosas -dos manzanas, dos ovejas-; pero no la «unidad», ni la «dualidad»). Y si no podemos imaginar tales cosas, mucho menos podremos olerlas, degustarlas, oírlas, tocarlas o verlas.

¿Quiere decir eso que tales cosas no son?, ¿que no «existen»?

Ciertamente no. Si no fuese algo la «unidad», si no existiese, de algún modo, la «unidad», ¿cómo podríamos decir de una manzana que es «una»? Si no existiese la triangularidad, ¿cómo podríamos decir de algo que tienen forma de triángulo?

Pues bien, Platón diría que la «unidad», la «dualidad», la «triangularidad», etcétera, tienen una realidad formal, no física, no material. Por eso, a este tipo de realidades le denomina «formas» o «ideas». El conjunto de tales formas o ideas constituye el «mundo inteligible».

 

6. ¿Qué tipos de «ideas» hay en el mundo inteligible?

Hemos visto que Platón diferencia entre mundo sensible y mundo inteligible.

 El mundo sensible está formado por las cosas que captamos a través de los sentidos. El mundo inteligible está formado por ciertas entidades formales, no materiales, que podemos captar a través del entendimiento, pero no de los sentidos.

Parece ser que en un primer momento Platón supuso que ciertas entidades matemáticas son las que configuran este mundo. Entidades tales como la «unidad», la «dualidad», la «igualdad», la «triangularidad», etcétera.

Más tarde Platón sostendría que en este mundo encontramos también entidades tales como la «idea de justicia», la «idea de bien, la «idea de belleza», etcétera. Pues ¿cómo podría algo ser justo si no hubiese la «idea de justicia»? ¿Cómo podría algo ser bueno o bello si no hubiese una «idea de bien», o una «idea de belleza»?

Posteriormente Platón incluiría en el mundo de las ideas a entidades tales como la «idea de caballo», la «idea de fuego», etcétera. Pues, ¿cómo podríamos saber que algo es un caballo si no hubiera una «idea de caballo»?

De modo que Platón concluye que cualquier cosa que pueda ser captada, imaginada o pensada, tiene su esencia en el mundo de las ideas. Pues cualquier cosa solo podrá ser algo (ser caballo, ser fuego, ser justa, ser bella, etcétera) si tiene una determinación, una esencia, un ser, que le haga ser ese algo.

Pero ese esencia, ese ser, es independiente de las cosas concretas, visibles y tangibles. Así, la «idea de justicia», la «esencia justicia», es independiente de cualquier acto justo, la «idea de caballo», la «esencia caballo», es independiente de cualquier caballo concreto, etcétera.

Finalmente, Platón concluirá que el mundo sensible, es algo así como una copia (mímesis) material del mundo inteligible. De modo que los diversos actos justos son una especie de plasmación material de la «idea de justicia», o los diversos caballos son reproducciones materiales de la «idea de caballo». Como si este mundo sensible fuese una especie de copia material del inteligible.

No obstante, la relación entre las realidades sensibles e inteligibles es problemática. Lo que llevará al propio Platón a cuestionarla (lo veremos en el apartado 9).

En el Timeo Platón explica esta relación echando mano de un mito: el mundo sensible es producido por un dios artesano (un demiurgo), a partir de la materia (que es en sí misma eterna y caótica) y tomando como modelos a imitar a las ideas o formas.

 

7. Características de las «ideas» o «formas»

Recordemos que las «ideas» son entidades formales, no materiales. Hablamos de cosas tales como la «dualidad», la «triangularidad», la «justicia», etcétera. No de dos manzanas, la forma de una señal de peligro, o lo que pensamos de la nota que me puso el profesor de Filosofía.

Por lo tanto, dado que no hablamos de cosas materiales, tales cosas no pueden nacer ni perecer, hacerse o deshacerse, pudrirse, crecer, cambiar de lugar, etcétera. Esto es ¿cómo podría nacer o morir la «dualidad»? ¿Cómo podría pudrirse, deshacerse, o cambiar de lugar? En consecuencia, una de las características de las «ideas» es que son inmutables. No cambian.

Por la misma razón (o las mismas razones), serán eternas. (Pues ¿qué significaría para la «dualidad», o la «caballidad», nacer o morir?)

Del mismo modo las «ideas» son simples, carentes de partes. Podemos, por ejemplo, descuartizar un caballo para hacer de él filetes para el consumo, pero ¿cómo descuartizaríamos la «caballidad»? O ¿qué partes podríamos separar en la «dualidad»?

Son, además, universales, no hay ideas singulares. Así, podemos diferenciar un caballo concreto, singular, de otro caballo concreto por el color de su pelo, su estatura, su peso, su estampa, o el lugar que ocupa en el espacio. Pero ¿cómo podríamos diferenciar individuos en la «caballidad»? ¿Cómo diferenciar la «caballidad» de la «caballidad»? Una diferencia, en este caso, significaría una clase de cosas, un universal, distinto; una «idea» distinta, igualmente universal.

Las «ideas», finalmente, son inteligibles, no sensibles. Esto quiere decir que las podemos captar (en el caso de que podamos) a través del entendimiento, pero no de los sentidos. (Pues ¿a través de qué sentido podríamos captar la «dualidad» o la «caballidad»? ¿A través del olfato? ¿Del oído? ¿Del gusto?)

 

8. La jerarquía de las «ideas» y la «idea de bien»

El «mundo de las ideas» tiene una estructura, un orden, como corresponde al mundo que es objeto de la razón. Esta estructura es jerárquica, de modo que unas «ideas» participan (methesis) de otras situadas en un plano superior, y unas «ideas» pueden ser determinadas, definidas, frente a otras señalando lo que comparten y en qué se diferencian.

Así, por ejemplo, la «idea de vivíparo» y la «idea de ovíparo» participan de la «idea de animal». O, dicho de otra manera, la «idea de animal» está presente en la «idea de ovíparo» y en la «idea de vivíparo». De modo que, a partir de la «idea de animal», por división, podríamos definir a los vivíparos como animales que no se reproducen por huevos. (El ejemplo es nuestro, no de Platón, y acaso no sea muy riguroso con la ontología platónica, ni con los conocimientos que nos aporta la biología actual, solo pretende ilustrar los tipos de conexiones que se establecen entre las «ideas»).

Vemos como las «ideas» menos generales participan de las más generales, de modo que toda «idea» se determina siempre a partir de la «idea» superior por diferenciación.

Esta estructura jerárquica de las «ideas» nos permite ir ascendiendo a una idea cada vez más general. Pero esta ascensión no puede ser indefinida. Tiene que haber una idea más general a partir de la cual se determinen todas las demás. Porque, de no ser así, todo el mundo de las ideas carecería de determinación, de fundamentación.

Pero Platón sostiene que, efectivamente, hay una idea más general, una idea de la que participan todas las demás sin participar ella de ninguna. A veces parece que esta «idea» se alcanza buscando lo que tienen en común todas las «ideas». De modo que esta «idea» más general será la «idea de ser», pues «ser» es lo común a todo (todo es).

Otras veces, sin embargo, parece que está «idea» más general ha de ser la «idea de la idea», la esencia «idea», la «idea» cuya "determinación" consiste en establecer en qué consiste ser idea. En algunos de los diálogos fundamentales, por ejemplo, en República, Platón denomina a esta idea la «idea de bien». ¿Por qué le da este nombre? Quizá porque, en el mundo griego de la época, por bien o bueno se entiende aquello que es conveniente, adecuado, ordenado. Y en este sentido la «idea de bien» expresa el orden pleno, lo perfectamente adecuado, que es el mundo ordenado de las ideas. De modo que la «idea de bien» expresa el ser pleno (el ser pleno es el orden pleno), por lo que podemos decir que «idea de ser» e «idea de bien» son la misma idea.

 

9. ¿Qué es el mundo sensible?

El mundo sensible es el mundo que nos encontramos en nuestra experiencia inmediata. Es el mundo que captamos a través de los órganos de conocimiento del cuerpo, esto es, de los sentidos.

En el mundo sensible solo hay individuos, no universales. Estos individuos se caracterizan fundamentalmente porque: (1) Están sometidos al permanente devenir; esto es, son realidades cambiantes: nacen, se transforman, perecen o se desvanecen. (2) Están compuestos de partes, que a su vez están compuestas de partes, etcétera.

Por estas dos razones el mundo sensible carece de ser, de esencia. No tiene un ser propio. Así, de algo podemos decir que es, ahora, un caballo, pero pronto será carne para gusanos, materia orgánica, etcétera. Además ese algo es, desde un cierto punto de vista, un caballo, pero, al mismo tiempo, es pelo, carne, vísceras, etcétera.

Lo mismo se puede decir acerca de otras realidades sensibles. Así, de un acto podemos decir que es justo, pero acaso pasado mañana lo califiquemos de injusto. Además, el mismo acto puede ser considerado desde un cierto punto de vista justo, pero desde otro injusto.

Ahora bien, aunque el mundo sensible no tiene un ser propio tampoco se puede decir de él que es una pura nada, un puro caos. Si el mundo sensible fuese una pura nada, un puro caos, no podríamos reconocer en él caballos, triángulos, actos justos, etcétera. No habría en él nada determinado. Y, sin embargo, reconocemos a esto como un caballo, a esa figura pintada sobre la arena como un triángulo, a aquello como un acto justo, etcétera. Por lo tanto, hay que concluir que el mundo sensible tiene un cierto ser, no es puro caos. Platón dirá que es mezcla de ser y no ser.

Pero, si hemos dicho que el mundo sensible no tiene un ser propio ¿de dónde le viene ese ser que, pese a todo, posee?

En el Fedón Platón dirá que el mundo sensible tiene un ser participado (methesis); tiene cierto grado de ser en la medida que participa de las ideas. Su ser consiste en ser un reflejo de las ideas, una copia de las ideas.

 

10. El origen del mundo sensible

De modo que, en la constitución del mundo sensible, encontramos algo caótico (algo que le lleva al cambio y la transformación permanente, algo que introduce la mezcla, la multiplicidad, en el seno de los individuos), y algo que le da un cierto ser, un cierto orden. Pero ¿cómo se produce esa mezcla de caos y orden que configura el mundo sensible?

Para explicar esto, para explicar el origen y la constitución del mundo sensible, Platón echa mano de un mito. (Platón introduce los mitos para explicar aquello que, por su propia naturaleza, no puede ser explicado racionalmente. Y, como había demostrado Zenón de Elea, no se puede explicar racionalmente lo que cambia y es múltiple. En este caso solo cabe establecer ciertas opiniones plausibles. Eso son los mitos).

Pues bien, para explicar el origen y el relativo orden del mundo sensible Platón introduce un elemento mítico: el Demiurgo. De ese modo, se puede explicar la constitución del mundo sensible a partir de tres tipos de elementos: la materia, las «ideas» y el Demiurgo.

La materia, que es eterna, es un principio de indeterminación, puro caos. En tanto que caos es el no-ser, el mal.

Las «ideas» son los modelos o arquetipos en los que se fija el Demiurgo. Dotan de orden, de ser, de bien, a las cosas en la medida en que las cosas puedan reflejar, ser copia, de las «ideas».

El Demiurgo es un dios poderoso, sabio y bueno. Como es bueno quiere que haya la mayor cantidad posible de bien, que Platón identifica con el orden. Como es sabio conoce el bien, el mundo ordenado de las «ideas» y la «idea de bien». Como es poderoso tiene capacidad de obrar sobre la materia. El Demiurgo modela la materia eterna y caótica, que es el mal, el desorden, y la transforma, tomando como modelos a las «ideas». El resultado de su acción es el mundo físico, el mundo sensible, mezcla de ser (el orden procedente de las ideas copiadas) y no ser (la materia primordial).

 

11. El conocimiento: la epistemología platónica

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El eje central de la filosofía platónica es la teoría de las «ideas» o «formas». Toda la filosofía platónica gira en torno al supuesto de que, aparte de la realidad captada a través de nuestros sentidos, existe una realidad de naturaleza formal -no física, no material-, que, por lo tanto, no puede ser vista, ni oída, ni palpada, etcétera.

¿Cómo captamos, entonces, esa realidad? La respuesta de Platón es que poseemos un órgano cuya función es esa: la captación de lo inteligible, de lo formal, de lo no sensible. Pero ese órgano no reside en el cuerpo, como los sentidos, sino en el alma. Este órgano es el nous (entendimiento, inteligencia).

Dado que la auténtica realidad son las «ideas», el conocimiento pleno será el conocimiento de esas «ideas». Pero este es el tipo de conocimiento más difícil de alcanzar para nosotros, atrapados en un mundo sensorial, en un mundo de realidades físicas, compuestas y cambiantes. Por lo que Platón imagina el conocimiento como una ascensión por grados, desde las formas de conocimiento inferiores, menos plenas, hasta la forma superior de conocimiento, el conocimiento pleno.

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A la forma de conocimiento más baja le denomina Platón eikasia (conjetura, imaginación). La eikasia consiste en el conocimiento indirecto de los objetos sensibles. Por ejemplo, el conocimiento de mi rostro a través del reflejo en el agua, el conocimiento de acontecimientos pasados a través de narraciones mitológicas o poéticas, etcétera.

Superior al conocimiento indirecto de la realidad sensible es el conocimiento directo de esta realidad, a través de una percepción directa. A este tipo de conocimiento le denomina Platón pistis (creencia, fe).

Tanto la eikasia como la pistis son formas de conocimiento sensible. Pero el conocimiento sensible es siempre conocimiento de lo particular y cambiante, y, por lo tanto, no es auténtico conocimiento, es mera opinión (doxa). Dado que lo sensible cambia, y está compuesto de partes, que están compuestas de partes, etcétera, acerca de tales cosas solo se puede decir lo que, aquí y ahora, parecen ser; lo que, desde cierta perspectiva, parecen ser.

Superior al conocimiento de las realidades sensibles es el conocimiento de las entidades de la geometría y la astronomía. El conocimiento, por ejemplo, de que el cuadrado de la hipotenusa en un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. A este tipo de conocimiento le denomina Platón dianoia (razón discursiva, inteligencia discursiva). Este conocimiento es superior a la mera opinión (eikasia o pistis) porque es conocimiento de lo universal, no de lo particular. Una vez establecido vale para siempre y para todos los casos.

Pero no es todavía la forma superior de conocimiento, la forma plena de conocimiento. Por dos razones: la primera es que para llegar a conclusiones en este tipo de conocimiento necesitamos de representaciones sensibles, de imágenes. Por ejemplo, necesitamos dibujar un triángulo rectángulo (aunque sea en la imaginación), y operar sobre él, para llegar a la conclusión señalada anteriormente. La segunda es que este tipo de conocimiento parte de ciertas verdades establecidas (la noción de triángulo, de ángulo) para sacar conclusiones. Pero no nos muestra de dónde sacamos esas verdades establecidas. Es decir, parte de ciertos supuestos que no ha demostrado previamente y que quedan sin demostrar.

De modo que, para seguir con nuestra pretensión de alcanzar la forma plena de conocimiento, tenemos que seguir ascendiendo.

Una forma de conocimiento superior a la dianoia es la noesis (intuición, inteligencia intuitiva, razón intuitiva). La noesis consiste en la captación directa de las «ideas» o «formas» mediante el nous.

Dado que las «ideas» son universales, tal forma de conocimiento es, también, conocimiento de lo universal. Dianoia y noesis constituyen, pues, dos formas de conocimiento de lo universal, al que Platón denomina conocimiento intelectual (por oposición al conocimiento sensible u opinión).

Las «ideas» o «formas» constituyen la auténtica realidad, la realidad eterna e inmutable, lo que «siempre es». Por eso su conocimiento es verdadero conocimiento, es episteme (ciencia).

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Ahora bien, con la captación de las «ideas» no hemos alcanzado todavía la plenitud del conocimiento. Platón sostiene que las ideas tienen una estructura jerárquica, piramidal. En la base del mundo de las ideas tenemos las ideas de menor generalidad, y conforme vamos ascendiendo nos encontramos con ideas cada vez más generales.

Así, la «idea de caballo» (o caballidad) es una idea menos general (y por lo tanto inferior) a la «idea de mamífero». Esta, a su vez, es una idea de menor generalidad que la de «vertebrado», «animal», «vida», «cuerpo», etcétera.

Dicho de otro modo, el mundo de las ideas está trabado, cada idea se diferencia de las de su mismo nivel, pero mantienen algo en común con estas, que es la idea superior. Para ascender desde las ideas inferiores, que son las más fáciles de captar en una noesis, hasta las superiores, es necesario el empleo del método dialéctico.

El método dialéctico es un procedimiento que consiste en buscar lo común a un grupo de ideas para ascender a una idea de nivel superior. (Así, común a las ideas de «caballo», «perro», «camello», etcétera, es la «idea de mamífero»).

La ascensión culmina cuando alcanzamos la «idea de ser» o «idea de bien», que es la idea común a todas las ideas. Y que constituye, por lo tanto, el fundamento o principio del mundo de las ideas. Una vez alcanzada la «idea de ser» o de «bien», tenemos el principio o fundamento a partir del cual se determinan todas las «ideas».

De modo que una vez alcanza esta «idea», situada en la cúspide de las «ideas», tenemos que comenzar el proceso de descenso que nos permite determinar, o definir, cualquier «idea». A este proceso de descenso le denomina Platón dialéctica descendente (o diáiresis). Y consiste en dividir en dos cada «idea», por un procedimiento puramente racional, lo que permite ir determinando las ideas inferiores a partir de las superiores.

Así, podemos dividir la «idea de ser» en «idea de corpóreo» e «idea de incorpóreo» (pues todo lo que es es corpóreo o incorpóreo). A su vez podemos dividir la «idea de corpóreo» en «idea de vivo» e «idea de inerte» (pues todo lo corpóreo o es vivo o inerte). A continuación podemos dividir todo lo vivo en «fijo al terreno» y «no fijo al terreno» (pues todo lo vivo vive fijo al terreno o se desplaza).

Hecho esto podemos determinar la «idea de vegetal»: un vegetal es un ser corporal, vivo, fijo al terreno. Que aparece trabada con otras ideas tales como la «idea de animal», tanto por lo que comparten como por lo que les diferencia. Con el animal comparte el vegetal el tratarse de un ser, corporal, vivo, pero le diferencia el estar fijo al terreno. (Una vez más, dejemos de lado el hecho de que, desde el punto de vista de la biología actual, la definición conseguida sea inapropiada. Tratamos solamente de poner un ejemplo, fácil de entender, de cómo opera el sistema de determinaciones entre ideas que el empleo de la dialéctica nos descubre).

 

12. Eros y conocimiento: la dialéctica del deseo

En algunos diálogos Platón atribuye un papel fundamental al amor en el conocimiento. Pero amor entendido como eros, como amor-deseo.

Platón sostiene que el deseo es movido por una dialéctica propia, que, en este caso, no trata directamente con el mundo de las «ideas», sino que comienza en lo sensible e inmediato para ir ascendiendo hasta alcanzar la «idea de belleza».

En El banquete Platón describe esta peculiar dialéctica del deseo de la siguiente forma:

El amor-deseo comienza siendo deseo de cuerpos bellos. El que aspira a alcanzar el amor debe comenzar por centrar su amor en un solo cuerpo. Y en él debe engendrar bellos discursos. Pero a continuación debe comprender que la belleza que se encuentra en ese cuerpo es la misma belleza que está en todos los demás. El que está espoleado por este ansía de amor, de belleza, debe amar a todos los cuerpos bellos. Pero este ansia de belleza le llevará, como ascendiendo, del amor a los cuerpos bellos al amor a las almas bellas. Y esto le llevará a descubrir y apreciar la belleza de las acciones de los hombres y de las leyes. De aquí pasará a descubrir la belleza de las ciencias. Y especialmente la belleza de las matemáticas. Finalmente, ascenderá a la contemplación de lo absolutamente bello, de la belleza en sí misma, de la «idea de belleza».

 

13. Alma y cuerpo: el dualismo antropológico

Siguiendo al orfismo y a los pitagóricos, Platón defiende una concepción dualista del ser humano (dualismo antropológico). El hombre es un compuesto de dos tipos de realidades independientes que se encuentran unidas de manera accidental: el cuerpo y el alma.

El cuerpo pertenece al mundo sensible, y como cualquier otra realidad sensible es generable y corruptible, nace y muere, y está compuesto de partes. En el cuerpo residen los sentidos que son los órganos a través de los cuales capta las realidades que forman parte del mundo sensible.

El alma es inmortal, de la misma naturaleza que el mundo inteligible. En el alma reside el nous (entendimiento, inteligencia), que es el órgano a través del cual se puede captar lo universal, las esencias de las cosas; esto es, las «ideas» o «formas», que constituyen el mundo inteligible.

Cuando el cuerpo muere el alma se reencarnará en otro cuerpo.

En el Fedro explica la naturaleza del alma y su relación con el cuerpo a través de una alegoría a la que se conoce como mito del carro alado.

En esta alegoría el alma es equiparada a un carro alado, del que tiran dos caballos dirigidos por un conductor. Este carro alado trata de alcanzar la bóveda celeste desde la que puede contemplar el ser, el mundo inteligible.

Uno de los caballos es bueno y bello, y sigue las instrucciones del auriga. El otro es malo y feo, y desobedece al auriga. A causa de la desobediencia del caballo malo no todos los carros consiguen alcanzar su objetivo y algunos solo a ratos pueden contemplar el ser. Finalmente, el caballo malo hace caer al carro.

El auriga simboliza la razón, que ha de conducir al alma para que esta pueda contemplar el mundo racional de las «ideas» o «formas». El caballo bueno simboliza la parte volitiva o irascible del alma, que obedece a la razón. El caballo malo simboliza la parte apetitiva o concupiscible del alma, que se deja arrastrar por los deseos, desobedeciendo a la razón.

Al desobedecer a la razón el alma deja de contemplar el mundo pleno y racional de las «ideas» y cae al mundo sensible, donde se tiene que encarnar en un cuerpo. Si en algún momento ese alma ha logrado contemplar las «ideas» se encarnará en un cuerpo humano, sino en el de un animal.

Al caer en el mundo sensible y encarnarse en un cuerpo, el alma olvida el conocimiento que tuvo en su vida anterior, el conocimiento de las «ideas». No obstante queda en ella un recuerdo vago, una reminiscencia, de lo visto y conocido. Por ello, contemplar las cosas físicas, y dado que estas son una copia del mundo inteligible, el alma va recordando el original, va recordando las «ideas» que había contemplado anteriormente. Por ello, el conocimiento no es sino recuerdo.

A este respecto Platón dice (en República), que la educación (paideia) no puede consistir en introducir en el alma conocimientos que no se poseen. Sería, dice, como pretender introducir imágenes en unos ojos ciegos. Por el contrario, la educación consiste en enseñar a reorientar la inteligencia (el nous) de modo que en lugar de dirigirse hacia lo sensible se dirija hacia lo inteligible. Pues todo hombre posee en sí mismo el órgano mediante el que conoce, solo necesita aprender a usarlo del modo correcto.

 

14. La virtud

Recordemos que virtud es la traducción castellana del griego areté. Pero esta traducción le hace perder parte de su sentido originario. Pues areté viene a significar excelencia, lo que hace a alguien mejor, más pleno.

En el universo aristocrático antiguo la virtud era patrimonio de la nobleza; los nobles poseerían la areté de modo innato. Y por tal se entendía un conjunto de cualidades físico-anímicas tales como el valor, la capacidad de hablar bien, un cierta inteligencia práctica que les permitía desenvolverse con naturalidad ante los problemas cotidianos, la capacidad de dirigir (liderazgo, diríamos hoy), belleza, sinceridad, etcétera.

Con el triunfo de la democracia se fue imponiendo la tesis de que la virtud es algo que se puede enseñar, y por lo tanto aprender; la virtud se pone al alcance de todos los ciudadanos. Y en este contexto aparecen los sofistas que se presentan como maestros de virtud, enseñando aquel tipo de cualidades aptas para el triunfo político, especialmente retórica y erística.

Sócrates identifica virtud y conocimiento. El conocimiento es lo que permite obrar del modo correcto en cada caso. Así, un zapatero virtuoso será aquel que haga buenos zapatos, pero solo hará buenos zapatos quien conozca la técnica adecuada, quien tenga el saber adecuado. Del mismo modo, será justo quien conozca que es la justicia, bueno el que conozca qué es el bien, y, en general, virtuoso el que conozca qué es la virtud.

En los diálogos platónicos aparecen diversas concepciones de la virtud. En algunos se manifiesta la influencia socrática y la virtud se identifica con el conocimiento. En otros la influencia pitagórica lleva a identificar la virtud con la purificación, que permitiría al alma elevarse sobre lo inmediato sensible para ascender a lo inteligible. Y finalmente aparece la que podemos considerar concepción propiamente platónica de la virtud. En este caso la virtud se asocia a la justicia, que aparece, ya en Platón, como un valor transversal ético y político; de modo que podemos hablar de un alma justa o de una polis justa.

El alma justa es aquella en la que cada parte cumple con la virtud que le es propia. De este modo, la parte racional será sabia y prudente, y se encargará de guiar a las otras partes del alma. La parte irascible, dejándose guiar por la razón, será fuerte y valerosa. Y la parte concupiscible, dejándose guiar por la razón, será moderada en sus apetitos, virtud a la que se denomina templanza. Cuando funciona así, el alma alcanza su plenitud o perfección, en ella reina el orden o armonía, o, lo que es lo mismo, la justicia.

De manera similar, una polis justa será aquella en la que cada estamento cumpla con su virtud específica.

Como vemos tras la concepción platónica se sigue identificando a la virtud con la excelencia, pues el alma justa es el alma que ha alcanzado su perfección, su plenitud. Del mismo modo que la polis justa es aquella que ha alcanzado su perfección o plenitud.

 

15. La política

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Las reflexiones políticas de Platón están centradas en el desarrollo de un modelo de polis justa, de Estado justo.

Pero la justicia es entendida como orden o armonía. En este caso, como orden o armonía entre los diversos estamentos que constituyen la polis.

La concepción organicista de la comunidad, implícita en el pensamiento platónico, le lleva a concebir la estructura de la polis por analogía con la del alma humana. De modo que, al igual que el alma tiene tres partes (racional, irascible y concupiscible), la polis constará de tres estamentos básicos: el de los gobernantes, el de los guerreros o guardianes y el de los productores.

La justicia se alcanzará cuando cada uno de estos estamentos desarrolle la perfección que le es propia; es decir, desarrolle la virtud propia de ese estamento.

Así, los gobernantes, que será los encargados de dirigir al conjunto de la polis, tendrán que ser, por esta razón, sabios y prudentes.

Los guerreros o guardianes, dado que se ocupan de la defensa de la polis contra sus enemigos externos e internos, han de ser fuertes y valerosos.

Los productores, que se encargarán de producir los bienes materiales, las riquezas necesarias para el mantenimiento de la polis, serán moderados en sus ambiciones, esto es, su virtud será la templanza.

Cuando cada estamento cumpla con su perfección o excelencia la polis habrá alcanzado el orden adecuado, será una polis justa.

Para asegurarse de que quienes ocupan los diversos estamentos, en especial quienes ocupan los estamentos dirigentes, gobernantes y guerreros, tienen las virtudes apropiadas, Platón propone que un equipo de expertos examine a los niños que nacen en la polis. Aquellos a los que se le encuentres cualidades para formar parte del estamento de los guerreros serán separados de sus padres y educados por el Estado para tal fin.

A su vez, aquellos guerreros, que en torno a los diecinueve o veinte años, muestren las cualidades adecuadas serán educados para ser gobernantes. La educación de los gobernantes tendrá como eje central la filosofía, es decir, el conocimiento de mundo de las «ideas». Pues solo quien conozca lo que es el bien, la justicia, etcétera (es decir, la «idea de bien», la «idea de justicia», etcétera) será apto para dirigir el Estado.

Cabe señalar que Platón no excluye a las mujeres, como sí sucedía en el mundo griego de la época, de la participación en la vida política o militar, por lo que también estas podrían ser guerreros o gobernantes, en caso de reunir las virtudes necesarias.

El Estado ideal platónico funciona, pues, como una meritocracia; pues la pertenencia a uno u otro estamento no dependerá del nacimiento o la riqueza, ni siquiera del sexo, sino de la capacidad.

Pero Platón va todavía más allá y sostiene que para evitar la degeneración de la polis será necesario también asegurarse que los estamentos dirigentes estarán volcados en la defensa de los intereses de la polis en su conjunto y no de sus intereses particulares. Y la mejor forma de conseguir tal cosa es que tales estamentos no tengan intereses particulares. Por eso Platón propone que guerreros y gobernantes no podrán tener propiedades privadas, ni siquiera familias propias, y vivirán en régimen comunal, a cargo del Estado.

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La ausencia de una selección adecuada de aquellos que han de formar parte de los estamentos dirigentes hace que las polis reales, las polis históricamente dadas, degeneren continuamente.

Platón cree descubrir que este proceso degenerativo sigue un cierto patrón. (Por lo que se podría decir que Platón desarrolla la primera filosofía de la historia, al explicar la evolución de las polis como un proceso necesario que sigue una especie de ley histórica).

Así, la mejor forma de gobierno, es la aristocracia, aquel gobierno dirigido por los mejores en sabiduría y virtud, que son los gobiernos originales de las polis, los gobiernos fundacionales.

Pero los descendientes de los aristócratas rara vez conservan las virtudes de sus ancestros. Como ya no son los mejores, los virtuosos, corren el riesgo de perder la dirección de la polis que les correspondía por naturaleza, por ello se ven obligados a apoyarse en el ejército para mantener el poder. La aristocracia deja paso así a la timocracia.

La timocracia es el gobierno del honor. Los guerreros que detentan ahora el poder se mueven por el ansia de gloria. Aunque siguen teniendo algunas virtudes aptas para el gobierno: son valerosos, y amantes del orden y la disciplina. Pero sus descendientes irán perdiendo esas cualidades al dejarse seducir por el lujo y las riquezas. La timocracia degenerará entonces en oligarquía.

La oligarquía es el gobierno de los ricos. Pero los ricos ansían siempre más riquezas. Esto creará una fuerte escisión social, pues, los ricos serán cada vez más ricos, pero ello condenará a una buena parte de la población a la pobreza. A los pobres, habituados a contemplar la vida licenciosa de los ricos, su situación se les hará insufrible. Por lo que los conflictos entre clases sociales serán constantes. Finalmente, los pobres, al ser más numerosos, acabarán triunfando, imponiendo la democracia.

La democracia es el reino de la libertad, por lo que puede parecer la más dulce forma de gobierno. Pero al no haber un principio de orden acabará degenerando en un caos. Finalmente, para salir de ese caos, el pueblo encumbrará a un hombre para que ponga orden, dejando en sus manos todo el poder. Se instaura así la tiranía.

Pero el individuo al que se ha encargado acabar con la situación de caos reinante, una vez instalado en el poder no querrá abandonarlo. Para ello buscará hacerse imprescindible, potenciando las rivalidades entre grupos, provocando la guerra con otras polis, etcétera. La tiranía se convierte así en la peor forma de gobierno posible.

 

16. El mito de la caverna

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En sus Diálogos Platón emplea frecuentemente mitos, imágenes, alegorías, etcétera, para hacer más accesible la exposición de su pensamiento.

Emplea también mitos y alegorías para explicar aquellas cosas que no pueden ser objeto del discurso racional, aquellas que tienen que ver con el mundo sensible, no racionalizable por principio.

Una de estas alegorías es la conocida como «mito de la caverna», que aparece en el libro VII de su obra República. Probablemente se trate del fragmento de literatura filosófica más leído de todos los tiempos.

El mito de la caverna describe la existencia de unos hombres encadenados desde su nacimiento en el fondo de una caverna. A la espalda de esos hombres, existe un fuego permanente cuyo fulgor les ilumina e ilumina la pared. Entre el fuego y los prisioneros discurre un camino escarpado, vallado con un muro, por el que pasan hombres y animales porteando objetos que sobresalen sobre el muro. De modo que el fuego proyecta las sombras de esos objetos sobre la pared del fondo de la caverna que contemplan los prisioneros. A veces los hombres que pasan hablan y sus voces resuenan como un eco ante los prisioneros.

Luego se narra cómo se desata a uno de los prisioneros, y se le obliga a levantarse, a mirar al fuego y a los objetos del interior de la caverna iluminados por el fuego. Como se le obliga a ascender por el camino escarpado hasta la salida de la caverna. Y cómo, ya fuera, el prisionero se deslumbra por una luz a la que no está acostumbrado, de modo que, al principio, solo puede centrar la mirada en las sombras de los objetos externos. Luego, paulatinamente, se va acostumbrado a su contemplación. Finalmente será capaz de dirigir la mirada al Sol y descubrir que es su luz la que permite contemplar todas las cosas.

El mito continúa narrando como, tras esta contemplación de la verdadera realidad, el prisionero tiene que volver de nuevo a la caverna. Como, ahora, descubre que lo que antes creía real no son más que sombras. Y cómo se gana la enemistad de sus compañeros de cautiverio cuando trata de convencerlos de que lo que ven no es la auténtica realidad.

Esto es, en síntesis, lo que nos cuenta la alegoría.

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Y esta es la interpretación, en parte ya señalada por el propio Platón en República:

Los prisioneros, en el interior de la caverna, somos nosotros, prisioneros de los sentidos y de los prejuicios.

La contemplación de las sombras reflejadas sobre la pared simboliza la forma inferior de conocimiento, lo que Platón denomina eikasia (imaginación o conjetura). Se trata del conocimiento indirecto de los objetos sensibles; el conocimiento que obtenemos a través del reflejo de las cosas sobre la superficie del agua, a través de las leyendas, las narraciones mitológicas o poéticas, etcétera.

El prisionero que es desatado simboliza el inicio de la ascensión hacia el conocimiento verdadero. La contemplación de los objetos en el interior de la caverna simboliza lo que Platón denomina pistis (fe, creencia). Se trata del conocimiento de los objetos sensibles a través de una percepción directa. El fuego en el interior de la caverna simboliza el Sol, gracias a cuya iluminación podemos ver las cosas físicas, sensibles.

La caverna en su conjunto simboliza el mundo sensible.

La ascensión fuera de la caverna simboliza la ascensión hacia el conocimiento intelectual.

Ya fuera de la caverna, la contemplación de las sombras de las cosas externas simboliza lo que Platón denomina dianoia (razón discursiva, inteligencia discursiva). Que es el conocimiento propio de las matemáticas y artes afines (tales como la astronomía o la música). Pues, los objetos de que trata la matemática constituyen como una sombra del mundo inteligible. (Comparten con el mundo inteligible que proporcionan conocimiento universal, pero carecen de la fundamentación última, parten de hipótesis que no demuestran).

La contemplación directa de los objetos externos simboliza la noesis (intuición, razón intuitiva, inteligencia intuitiva), que consiste en el conocimiento de las «ideas» o «formas», simbolizadas por los objetos externos a la caverna.

Finalmente, el Sol simboliza la «idea de bien». Que es la que da unidad y fundamento al mundo de las «ideas», y que, por eso, al igual que hace el Sol con los objetos físicos, es la que permite conocer las «ideas».

El proceso de ascensión desde el interior de la caverna hasta la contemplación del Sol simboliza la ascensión dialéctica.

Pero el mito no termina aquí. Luego el antiguo prisionero vuelve al interior de la caverna y se enfrenta con sus antiguos compañeros. Esa es la tarea del filósofo, educado por la polis para que preste un servicio a la polis. Aquel que ha sido educado en la contemplación de la verdadera realidad tiene la obligación de poner su conocimiento al servicio de sus conciudadanos.

 

17. Autocrítica

El núcleo del sistema platónico es su teoría de las ideas, que constituye la aportación fundamental de sus diálogos de madurez.

Con el tiempo la teoría de las ideas fue asimilada y discutida por un amplio número de discípulos en el seno de la Academia. Pero entonces comienzan a aparecer ciertos problemas que vuelven discutibles algunos aspectos de dicha teoría.

De estos problemas da cuenta el propio Platón en sus diálogos críticos.

En el Parménides, Platón construye un imaginario diálogo de Parménides y Zenón con Sócrates a través del cual se plantea el problema de qué tipos de «ideas» hay y el de cómo se relacionan las «ideas» con las cosas del mundo sensible.

Con respecto al primer problema, qué tipo de «ideas» hay, Sócrates comienza aceptando que hay «ideas» de cosas tales como la «unidad», la «semejanza», la «belleza», la «justicia», etcétera. Pero se plantea la duda de si hay «ideas» de cosas tales como «hombre», «fuego», «agua», y rechaza que pueda haber «ideas» de cosas tales como «pelo», «barro», «suciedad», etcétera. Parménides le responde, entonces, que es demasiado joven, que está sometido a los prejuicios comunes, y que todavía no ha sido enteramente poseído por la filosofía. Con esto Platón parece querer trasmitirnos que todo lo que es algo, es porque posee una determinación, y por lo tanto, una esencia, una «idea», de la que participa.

Con respecto a qué relación hay entre las «ideas» y las cosas, se plantean varios problemas.

En el Fedón Platón sostiene que las cosas participan (methesis) de las «ideas». Algo es bello porque participa de la «idea de belleza», algo es justo porque participa de la «idea de justicia», etcétera. O, desde otro punto de vista, cada cosa es lo que es porque en ella hay una presencia (parousía) de la «idea» respectiva. Algo es bello porque la idea de belleza está presente en ello, algo es justo porque la idea de justicia está presente en ello, etcétera.

Ahora en el Parménides se muestran las paradojas que plantea este tipo de relación.

De entrada Parménides aclara que si las cosas participan de las ideas esto significa que o bien la totalidad de una idea está íntegramente en las cosas, o bien que hay una parte de la idea en las cosas. Pero si la idea está íntegramente en las cosas entonces la idea está separada de sí misma, ha perdido su mismidad. Si por el contrario hay una parte de la idea en las cosas entonces la idea tiene partes, ha perdido su unidad.

Pero Parménides continúa su argumentación. Si la «idea de grandeza» estuviera repartida en las múltiples cosas grandes, entonces, los diversos trozos de la grandeza repartidos en las cosas tendrían que ser más pequeños que la «idea de grandeza». O sea, la «idea de grandeza» implica la «pequeñez». Y al revés, si la «idea de pequeñez» estuviese repartida en las diversas cosas pequeñas, entonces la «idea de pequeñez» sería más grande que los diversos trozos de la pequeñez. O sea, la «idea de pequeñez» implica la de «grandeza». Conclusiones paradójicas.

Aún continúa Parménides mostrando las paradojas derivadas de las relaciones entre las «ideas» y las cosas.

Decimos de una multitud de cosas diversas que son grandes porque tienen algo en común, la «idea de grandeza». Pero, las diversas cosas grandes también compartirán algo con la «idea de grandeza». De modo que las cosas grandes y la «idea de grandeza» tendrán algo en común, otra «idea de grandeza». Pero las diversas cosas grandes, la «idea de grandeza» y la segunda «idea de grandeza» tendrán algo en común, una tercera «idea de grandeza», etcétera. Podemos continuar este proceso hasta el infinito. Por lo que nos vemos obligados a postular que para cada especie de cosas hay un número infinito de «ideas».

Este argumento volverá a ser retomado por Aristóteles, sustituyendo la «idea de grandeza» por la «idea de hombre», de donde le ha quedado el nombre de argumento del tercer hombre.

Al llegar a este punto del diálogo Sócrates plantea como posible solución a las paradojas con las que nos encontramos que quizás las «ideas» son pensamientos, que solo tienen realidad en el alma. Parménides le contesta que un pensamiento tiene que ser pensamiento de algo. Por lo tanto, de una «idea».

Sócrates plantea entonces la posibilidad de que las cosas sean copias de las «ideas», de modo que la relación entre las cosas y las «ideas» consiste en que las cosas están hechas a imagen de las «ideas». Parménides le contesta que si las cosas se asemejan a las «ideas» las «ideas» se asemejarán a las cosas. Pero si las cosas se asemejan a las «ideas» y estas a las cosas es que comparten algo, y ese algo será una segunda «idea». Y esta segunda «idea» y las cosas y la primera «idea» compartirán algo, una tercera «idea». Etcétera. Con lo que volvemos al argumento del tercer hombre.

Todos estos problemas, nacidos de intentar explicar la relación de las cosas con las ideas, no llevan a Platón a abandonar la teoría de las ideas, porque en ese caso no habría a dónde dirigir el pensamiento. La conclusión del Parménides es que las «ideas» se relacionan consigo mismas, no con las cosas. Y esa relación solo puede ser conocida a través de la dialéctica.

Posteriormente, Aristóteles, el más destacado discípulo de Platón, concluirá que las paradojas nacen de pensar a la «ideas» como si fuesen sustancias; esto es, como si fuesen un tipo de cosas existentes en sí mismas y separadas de las cosas físicas. El problema se resolverá, para Aristóteles, considerando a las «ideas» no como cosas, sino como formas que estructuran la materia, como estructuras insertadas en las cosas.

 

18. Platón en la historia del pensamiento

Platón recoge en su obra muchas de las reflexiones y aportaciones de los presocráticos (especialmente de los pitagóricos y los eléatas) de los sofistas y Sócrates, y construye el primer gran sistema filosófico de la historia. El primer gran sistema conceptual que pretende nombrar, ordenar, e interpretar la realidad, y plantear proyectos de vida para los hombres a partir de la argumentación racional.

Y precisamente por ser el primer gran sistema de ordenación e interpretación de la realidad y de orientación racional para dirigir la vida humana, su influencia será enorme.

Platón será, en primer lugar, maestro de Aristóteles, que elaborará el segundo gran sistema de ordenación e interpretación de la realidad, en el que se incluye la elaboración de proyectos racionales de vida. Y aunque Aristóteles fue un discípulo crítico de Platón, la obra de Aristóteles sería impensable sin la influencia de aquel.

A la influencia de Platón se debe también la aparición de ciertos sistemas filosóficos salvíficos en el mundo romano, como el neoplatonismo, que tiene entre sus más destacados representantes a Amonio Saccas, Plotino, Porfirio, Jámblico y Proclo.

Bajo la influencia de Platón y el neoplatonismo se construyen los primeros intentos de darle un fundamento filosófico a las que serán las grandes religiones de occidente.

Así, Filón echará mano de la filosofía platónica y neoplatónica para darle un fundamento al judaísmo. El primer gran sistema filosófico cristiano con proyección histórica, el elaborado por san Agustín, será construido bajo influencia platónica y neoplatónica. Los primeros sistemas filosóficos islámicos tendrán también una clara influencia platónica.

Y, en fin, los diálogos platónicos serán leídos, releídos y comentados en las escuelas y universidades de occidente y el mundo islámico hasta nuestros días, y traducidos a todas las lenguas cultas del planeta.

 

Bibliografía

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-Martínez Marzoa, Felipe: Historia de la filosofía. Istmo. Madrid, 1980.

-Martínez Marzoa, Felipe: De Grecia y la filosofía. Universidad de Murcia. Murcia, 1990.

-Molina Mejía, Andrés: El pensamiento clásico: Platón y Aristóteles. Ágora. Málaga, 1992.

-Platón: Diálogos. Apología de Sócrates & Critón o del deber & Eutifrón o de la santidad & Laques o del valor & Lysis o de la amistad & Cármides o de la templanza & Ion o de la poesía & Protágoras o de los sofistas & Gorgias o de la retórica & Menón o de la virtud & Hipias Mayor o de lo bello & Crátilo o del lenguaje & Teetetes o de la ciencia & Symposio (banquete) o de la erótica & Fedón o del alma & La república o de lo justo & Fedro o del amor & Timeo o de la naturaleza & Critias o de la Atlántida & El sofista o del ser. Editorial Porrúa, S. A. México, 1984.

-Platón: Parménides. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1987.

-Ross, David: Teoría de las ideas de Platón. Ediciones Cátedra, S. A. Madrid, 1989.
 
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