miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXVII) HISTORICISMO, FENOMENOLO­GÍA, VITA­­LISMO Y EXISTENCIALISMO

1. A vueltas con la razón
Simplificando un tanto las cosas podemos cla­si­fi­car todos los planteamientos filosóficos desa­rro­lla­dos a partir de finales del siglo XIX en tres gran­des gru­pos, atendiendo a su posición ante la racio­nali­dad y la ciencia (o, lo que es lo mismo, aten­dien­do a la distribu­ción de papeles entre ciencia y filo­so­fía).
(1) Por un lado, aquellos que asumen la concepción moderna de la razón (que iden­tifican con el proceder lógico-matemático), con la que tratan de explicar la realidad. Esta pos­tura dará origen a toda la filosofía analítica y gran par­te de la filosofía de la ciencia desarrolladas en el siglo XX, con pensadores de la talla de Russell, Wittgenstein, Carnap, Popper, etc.
(2) Por otra parte está la actitud de quienes siguen identificando la razón con la concepción moderna de esta (como proceder lógico-matemático), pero ponen como centro del interés filosófico a los fenómenos vitales e históricos. Fenómenos que no se dejan aprehender con ese modelo de racionalidad. Lo que les lleva a incurrir en con­cepciones más o menos irracionalistas. (Digamos que su razonamiento de fondo viene a ser el siguiente: si la razón no puede dar cuenta de la vida peor para la razón.) Aquí po­demos incluir a Schopen­hauer, Nietzsche, algu­nos vitalismos (Bergson), algunos existencialismos (Una­muno), etcétera.
(3) En tercer lugar, está la postura de quie­nes pretenden establecer nuevos criterios de ra­cio­na­lidad (li­mitando la ra­zón lógico-matemática a convertirse en un tipo restringi­do de ra­cio­na­lidad). Aquí  podríamos incluir a Dilthey, Hu­sserl, Ortega y Gasset, algunos existencialistas, Hei­de­gger, la Es­cue­la de Frankfurt, etcétera.
Dedicaremos esta entrada a la exposición de la obra de cuatro de los filósofos señalados, representativos de algunas de las corrientes de pensamiento más interesantes de las desarrolladas entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX.
Estos son: Dilthey, fundador del historicismo, Husserl, fundador de la fenomenología, Bergson, destacado representante del vitalismo (que tiene como precursor a Nietzsche), y Sartre, el más destacado representante del existencialismo (que tiene como precursor a Kierkegaard, y como otros destacados representantes a Unamuno, Marcel, Jaspers, y, según algunos, también a Heidegger).
Pese a la diversidad de planteamientos podemos encontrar entre ellos algunos rasgos comunes, tales como: (1) Mantener una actitud crítica frente a la racionalidad cartesia­na, frente al positivismo -muy influyente en la segunda mitad del siglo XIX-, y a la iden­tifica­ción de las ciencias de la naturaleza con la ciencia sin más. (2) Dar un interés prioritario a los fenómenos de tipo vital e histórico y desarrollar un nuevo concepto de experiencia y una nueva manera de entender la conciencia.

2. Dilthey y el historicismo
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Guillermo Dilthey nació en Biebrich del Rin, en 1833. Fue profesor en Berlín, donde co­no­ció a los gran­des historiadores alemanes de la época: Mommsen, Burkhardt, Zeller. Mu­rió en 1911.
Entre sus obras destacan: Introducción a las ciencias del espíritu (de 1883). Ideas para una psi­colo­gía descriptiva y ana­lítica (de 1894). Estudios sobre los fundamentos de las cien­cias del espíritu (de 1905). La esencia de la filosofía (de 1907). La construcción del mun­do his­tórico (de 1910). Los tipos de in­tui­ción del mundo (de 1911).
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Recordemos que la ciencia moderna, que nace con Galileo, se carac­te­riza por el intento de describir el mundo en términos cuantitativos, matemáti­cos, identificando la racionalidad con la racionali­dad lógico-matemáti­ca. Este pro­ceso lleva a concebir al ser humano, ante todo, como un entendi­mien­to (como una con­cien­­cia, como un sujeto) que construye teorías (que concep­tua­li­za) y a reducir la experiencia a experimento.
A partir de entonces, las «ciencias natu­ra­les», aque­llas que se ajus­tan al modelo de ciencia descrito, tendrán un protagonis­mo ab­so­lu­to. Has­ta tal punto que incluso la sociología comtiana es definida como una fí­si­ca so­cial, la psicología experimental pre­ten­de des­cri­bir las sen­sacio­nes en términos cuantitativos, y hasta la historiografía, de­sa­rro­lla­da por la llamada «escuela histórica», adopta la me­to­dol­o­gía po­si­ti­vis­ta de inves­tiga­ción (que pretende reducirlo todo a hechos y leyes).
Frente a esa concepción de la ciencia, que convierte en sinónimos «cien­cia» y «ciencias de la naturaleza», la gran aportación de Dilthey consiste en reivindicar para la historia (y para las ciencias del espíritu en ge­ne­ral) una me­todología y una fundamentación científica pro­pias. Pues, de no ha­­cerlo así, se elimina de las ciencias del espíritu aquello que tienen de es­pe­cí­fico.
Dilthey rechaza las diversas formas de explicar la historia, dominantes en su época. Bási­ca­mente este re­cha­zo se puede condensar en los dos puntos si­guientes:
(1) Rechazo de la me­ta­fí­sica idealista (hablamos fun­da­men­talmente del ide­a­lismo alemán), y de toda de su­bor­dinar la his­toria a entidades supra­históricas. Ya sea por­que se crea que la his­toria está guiada hacia un fin último (por ejem­plo el espíritu ab­so­lu­to he­ge­lia­no), o porque se recurra a nociones suprahistóricas (por ejem­plo una «natu­ra­le­za humana» intemporal), para explicarla.
(2) Rechaza, igualmente, la me­to­do­logía positi­vis­ta de la es­cuela histórica, que pretende ate­nerse a los simples he­chos.
En estos dos casos se está reduciendo la historia a algo que no es. En el pri­mer caso se subordina la his­to­ria a algo que está fuera de la historia, gober­nán­dola. En el segundo, se reduce la historia a una acu­mula­ción de datos muer­tos, lo que puede ser válido en las cien­cias físico-matemáticas, pero fal­sea lo específico de la historia.
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La pretensión de Dilthey es, por lo tanto, conseguir una fundamentación de la historia co­mo ciencia sin su­bordinarla a la metafísica ni a los criterios de las ciencias de la naturaleza. Para ello hace las si­guientes aportaciones:
(1) Comienza diferenciando entre «explicar» y «comprender» un fenómeno. Un fe­nó­me­no que­da explicado cuando descu­bri­mos la causa que lo produce o la ley que lo rige. Esto es lo que hacen las cien­cias de la naturaleza. Pero con res­pec­to a los fenómenos que son pro­ducto de la libertad humana (aquellos de que tra­tan las ciencias del espíritu) es nece­sario comprenderlos.
Comprenderlos quie­re decir, descubrir el sentido, la finalidad, con la que fueron hechos. Así, por ejem­plo, ante una pin­tu­ra del siglo XIII po­de­mos explicar la técnica que se em­pleó para elaborarla, los ma­teriales de que está hecha, etcétera, pero habremos aclarado muy poco acer­ca de esa pintura si no somos capaces de des­cubrir su sentido y fi­na­li­dad.
(2) Defiende una nueva manera de entender la «conciencia» y la «ex­pe­rien­cia». Recordemos que hay dos ele­mentos esenciales en la cons­titución de las ciencias de la naturaleza: el en­ten­di­miento y la ex­pe­rien­cia. Estos dos elementos serán también esenciales en la cons­ti­tu­ción de la cien­cia his­tórica, pero en su intento de fundamentar la historia Dilthey ela­bo­rará una nue­va noción de conciencia y de experiencia.
La experiencia que se trata ahora de explicar no es el experimento, ni la con­ciencia es en­tendida como con­ciencia pura (como la res cogitans car­te­sia­na o la conciencia tras­cen­den­tal kantiana).
El problema es que aho­ra no se tra­ta de explicar, sino de comprender. No se trata de elaborar hipótesis ma­te­má­ticas, que puedan ser convertidas en leyes tras previa con­firmación por el ex­perimento. De lo que se trata ahora es de partir de la experiencia to­tal, no de la experiencia controlada y reducida a sus aspectos cuantitati­vos. La expe­rien­cia de la que habla Dilthey, la experiencia total, es la experiencia en su sen­tido in­me­dia­to, son los puros datos inmediatos tal como se dan en la vida con­creta de los individuos.
La fundamentación de las ciencias del espíritu recae, pues, en la con­cien­cia, pero enten­dien­do por con­cien­cia la del individuo concreto en su vida in­me­dia­ta, no una conciencia tras­cendental, no una conciencia redu­cida a enten­di­miento puro, a razón pura.
La relación inmediata que se establece entre la conciencia y la experiencia en­tendidas al modo diltheyano, es lo que llama vivencia (término español que se suele emplear para tra­du­cir el alemán Erlebnis).
El conocimiento histórico descansa, pues, en la vivencia; por ello la his­to­rio­grafía (la cien­cia de la his­to­ria) se fundamenta a partir de la psicología.
(3) Ahora bien, si par­timos de una con­cep­ción positivista de la psicología estamos, una vez más, reduciendo las cien­cias del espíritu a los ras­gos propios de las ciencias de la naturaleza. (Hay que tener en cuenta que en época de Dilthey estaba en auge la llamada psi­co­lo­gía experimental que par­tía de reducir las sensaciones a de­terminacio­nes cuan­tita­ti­vas). Dil­they postula una nue­va psicología que él llama psicolo­gía des­criptiva o compren­siva.
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La psicología descriptiva, al partir del análisis de la conciencia inmediata, que aprehende la experiencia in­mediata, renuncia, no solo a la reducción de los datos de la conciencia a can­tidades, sino también, a cual­quier concepción su­pra­histórica del ser humano.
Si partimos de que existe algo así como una na­tu­ra­leza humana in­temporal, suprahistórica, y pre­ten­de­mos fundamentar en esa na­tu­raleza humana la historia, estamos redu­cien­do la historia a me­tafísica (en el sentido que le da Dilthey a ese término).
Pero ha­blar del hombre del si­glo XIX, de la Edad Media, de la Grecia clásica o del antiguo Egipto como si se tratase siem­pre del mismo tipo humano es hablar de una concepción abstracta del ser humano. Por el contrario, el hombre viene deter­mi­na­do por su situación his­tó­rica. De ahí el doble interés de la historiografía:
(1) Puesto que los fenómenos históricos son producto del propio hombre, este los com­pren­de de un modo más profundo que a los fenómenos de la na­tu­raleza (ya que los vive «des­de dentro»). De ahí que el cono­ci­mien­to histórico pro­porciona un grado mayor de cer­te­za que el que pro­porcionan las matemáti­cas.
(2) Puesto que el ser humano es un producto de la historia, al comprenderla se com­prende a sí mismo de una manera más profunda de como pueda ha­cer­lo estudiando la naturaleza. De ahí el superior interés para el hombre de este tipo de estudios.
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Tenemos, entonces, que Dilthey apela a un nuevo concepto de conciencia (la conciencia viva, la conciencia que experimenta vivencias) para fundamentar las ciencias del espíritu.
Esta conciencia no es una conciencia pura, sino en­car­nada. No está sola, aislada, sino inmersa en la historia, entre las otras con­cien­cias. (La his­toria es la objetivación de las otras con­cien­cias, es el lugar don­de las conciencias se con­vierten en puro hecho. La historia es, en Dil­they, el «espíritu objetivo».) Por eso hay que poner a cada conciencia, a cada uni­dad de vida, en relación con el todo que es la his­to­ria. La conciencia individual solo puede comprenderse a sí misma, auto­po­seerse, comprendiendo a la his­to­ria que la precede y constituye.
Pero comprender es conocer «desde dentro». Por lo que para comprender no podemos atenernos a puros he­chos, sino que, a los «hechos», hay que sacarles su sentido, hay que interpretarlos. De ahí que sea preciso una ciencia o mé­todo de interpretación: la hermenéutica. El método hermenéutico tiene por ob­jetivo poner en re­la­ción a la parte y al todo, al individuo con la historia.

2. Husserl y la fenomenología
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Edmund Husserl nació en Prossnitz (Moravia), en 1859. Estudió matemáticas en la Uni­versidad de Vie­na. Fue alumno de Brentano. Posterior­mente fue profesor de filosofía en las universidades de Gotinga y Friburgo.
Su condición de judío le trajo problemas tras el as­cen­so del nacional-socialismo en Alemania. Murió en 1938.
Sus obras más importantes son: Filosofía de la aritmética (de 1891). In­ves­tiga­cio­nes lógicas (escrita entre 1900-1901). La filosofía como ciencia es­tricta (de 1911). Ideas para una fenomenología pura y una filo­sofía feno­me­­nológica (la primera parte fue pu­bli­cada en 1913, las partes segunda y ter­cera fueron publicadas pós­tumamente en 1952). Lec­cio­nes para una feno­me­­nología de la conciencia del tiempo inmanente (de 1929). Lógica formal y lógica trascendental (de 1929). La idea de la fenomenología y Meditacio­nes car­te­sianas (am­bas publicadas en 1950).
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En la Alemania de la época de Husserl habían llegado a im­po­nerse tres grandes corrientes de pensamien­to (interrelaciona­das, con frecuencia, entre sí): el positivismo, el neokantismo y el psicologismo.
El positivismo se caracteriza por su pre­tensión de reducir to­do tipo de rea­lidad a hechos, y en concreto a hechos de la naturaleza (natura­lismo). Co­mo consecuencia consideran que el único conocimiento válido es el que pro­por­cionan las cien­cias de la naturaleza, y el único método el mé­todo experimental. No obs­tante el po­si­ti­vis­mo llegó a imponerse entre amplios grupos de estudiosos de las ciencias his­tóricas (la es­cuela histórica), y entre los defensores de la psicología experi­men­tal.
De entre las aportaciones de la psicología en la Alemania de la época de Hu­sserl cabe des­tacar:
(1) Las de la «psicología experimental», que pretendía con­­vertir la psicología en una ciencia con las carac­te­rís­ti­cas de las ciencias de la naturaleza (siguiendo las acti­tudes positivistas).
(2) La psicología descriptiva o comprensiva de Dilthey, que pre­tendía (por lo menos en sus pri­meras formulaciones) convertirse en fundamen­tación de las ciencias del es­píritu.
(3) Los desarrollos psicológicos de Brentano (un filósofo esco­lás­ti­co nacido en 1838 y muerto en 1917). Brentano había llevado a cabo un análisis de la con­ciencia con interesantes con­clu­sio­nes, la más relevante de las cuales radica en su ca­rac­terización de los hechos psíquicos como inten­cio­na­les: la conciencia es intencional. («En la re­pre­sen­tación hay algo representado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el ape­ti­to, ape­te­cido; etc.»). Es decir, hechos psicológicos, hechos de conciencia, son aque­llos que es­tán «orien­tados a» algo.
Por otro lado, y al mismo tiempo que se desarrollan estas concepciones psicológicas, surge un movi­mien­to que pre­co­niza la «vuelta a Kant» conocido como neokan­tismo (cuyos represen­tan­tes más conocidos son Co­hen y Nartop).
Los neokantianos, influidos por la mentalidad positivista, se centran exclusivamente en los desarrollos epistemológicos y la crítica a la metafísica desarrollados por Kant, descuidando otros aspectos de su obra (la ética, la estética, la filosofía de la religión, la filosofía de la historia). Es decir, reducen la filosofía kantiana a teoría del conocimiento científico.
En tercer lugar, la mezcla de positivismo, naturalismo, el interés por la psicología, y la reducción de la filosofía a epis­temología llevó a numerosos filósofos (entre los que destacan Stuart Mill) a hacer de los pro­ce­sos psicológicos el fundamento de la filosofía.
De la pretensión de fundamentar toda teo­ría del conocimiento en la psicología no se escapa ni la lógica (en­ten­dida como la ciencia que trata de las for­mas correctas de pensar). A esta ac­titud que redu­ce la teoría del conocimiento, y en especial la ló­gica, a psi­co­logía, se le lla­mó psi­co­lo­gismo.
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Husserl estuvo influido en un principio por el psicologismo, llegando a intentar (en su obra Aná­lisis psicológico del concepto de número) establecer un fundamento de la lógica y de las matemáticas en los he­chos de la conciencia.
Más tarde, sin embargo, las críticas de Frege y la propia evo­lu­ción de su pensamiento le llevaron a re­plantearse la validez de la psicología para fundamentar el saber. Por lo que, el propio Husserl pasó a engrosar las filas de la crítica del psi­co­lo­gis­mo.
La crítica fundamental de Husserl al psicologismo (y al historicismo) consiste en que la ciencia debe partir de un fundamento absoluto, que sea universal y necesario. Pero el psicologismo parte del análisis de los hechos, y nada per­mi­te pasar de un hecho, o de un número «x» de hec­hos, a una ver­dad absoluta.
El apogeo del psicologismo y el historicismo, así como la reducción de las ciencias a cien­cias naturales, es una consecuencia, según Husserl, del enorme influjo del positivismo y de las actitudes positivistas.
El modo positivista de proceder lleva a la pretensión de fun­da­mentar todo a partir de los hechos, de reducir todo a puros hechos (sean hechos físicos o psicológi­cos). Pero a partir de los puros hechos, como ya hemos indi­cado, nunca po­dre­mos alcanzar un saber universal y necesario. Por lo que la actitud positivista conduce en úl­timo extremo al relativismo y al escepticismo.
Junto con el positivismo Husserl rechaza lo que llama naturalismo. Por tal entiende la pre­tensión de redu­cir todo hecho, incluida la conciencia, a hecho natural.
Frente al positivismo y naturalismo Husserl defiende un saber que lo sea de lo uni­ver­sal y necesario (que, como tal, no puede ser in­du­cido a partir de los hechos). Un ejem­plo de verdad absoluta, de saber uni­ver­sal y necesario, es el «principio de no contradic­ción», que no depende de que lo piense alguna conciencia, ni siquiera de que lo piensen todas las con­cien­cias habidas y por haber. El principio de no contradicción, y en general to­das las leyes de la lógica o de las matemáticas, es verdadero al margen de cual­quier con­cien­cia (no es, por lo tanto, un hecho psicológico).
Como vemos, nos encontramos de nuevo, al igual que en Descartes, con las mate­má­ti­cas como modelo del saber. Y, ciertamente, Husserl vuelve a plan­tearse el problema de la filo­sofía en términos cartesianos.
Pero, más allá de Descartes, a Husserl le interesa una fundamentación de las ciencias que no se desin­te­rese por el sentido de la vida. Exige, por lo tanto, una fundamentación ri­gu­rosamente científica, pero que esté radicada en la vida humana.
Veremos, a continuación, cómo consigue armonizar ambos inte­reses, el cien­tífico y el humanístico.
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Que Husserl vuelve a plantearse el problema de la fundamen­ta­ción del saber en tér­mi­nos cartesianos quie­re decir que, de nuevo, se intenta fundamentarlo a partir de una evi­den­cia (que como tal será absoluta); evi­den­cia que será dada en una intuición.
El punto de partida para alcanzar una evidencia consiste, en palabras del propio Husserl, en «volver a las cosas mismas». Es decir, hay que abandonar las especulaciones sin fun­da­men­to en que incurre la filosofía y atenerse a las cosas tal como se dan, sin poner ni quitar nada. Aquello a lo que las cosas se dan (ante lo que «se mues­tran») es la concien­cia. A las cosas tal como se dan a la con­cien­cia le llama, Husserl, fenó­me­nos, y a la ciencia que trata de los fenómenos fenomenología.
Si nos atenemos a las cosas tal como se nos dan en nuestra vida cotidiana, resulta que estas (las cosas, los fenóme­nos), no se nos dan solas, sino acompañadas de nuestros pre­jui­cios (de nuestros temores, espe­ran­zas, deseos, así como de la creencia en su existencia o no existencia, en su realidad o no realidad, etc.)
Por ejemplo, cuando en la vida cotidiana percibo algo rojo, no me limito a una re­pre­sen­ta­ción mental de eso rojo, sin más, sino que acompaño a esa per­cepción la idea de que eso rojo forma parte del mundo, es algo real, es ex­ter­no a mí, etc.; si soy un científico puedo pen­sar incluso que eso rojo es con­se­cuencia del reflejo de una luz con unas determinadas lon­gitudes de onda, etc.
Pero con ello envolvemos a los fenómenos en nuestro mundo psíquico, meramente sub­je­tivo. No estamos ate­niéndonos al «puro darse» de la cosa, sino que la envolvemos en nues­tros intereses particulares. Las cosas así tratadas se nos dan, efectivamente, a nuestra in­tui­ción, pero las captamos en una intuición empírica, que no puede llevarnos a ninguna evi­den­cia absoluta.
¿Qué debemos hacer, entonces, para que las cosas se nos den solas, de modo que se nos muestren como evi­dentes?
Ante este mismo problema Descartes empleaba el método de la duda. La duda habría de eliminar todo lo que pudiese ser puesto en cuestión de modo que nos condujese a una certeza absoluta, a una evi­den­cia.
Husserl elige otra vía. El mé­to­do husserlia­no consiste en suspender todo juicio, toda apreciación acerca de eso que se nos da. Es decir, debemos eliminar todo interés personal, particular, acerca de eso que se nos mues­tra y quedarnos con el puro dato.
Este proceso que nos lleva a la eliminación paulatina de todo lo que acompaña a la in­tui­ción directa de la cosa hasta que esta se nos muestre en una intuición directa le llama Hu­sserl reducción, que tiene tres mo­men­tos:
(1) Reducción fenomenológica: consiste en suspender todo juicio, toda valora­ción, de eso que se nos da, de modo que prescindamos de si tal cosa existe o no existe, de si es real o no, de si es una cosa del mun­do o solo un producto de mi fantasía. Es decir, de lo que se trata es de que­darse con la cosa tal como se da, sin más. (A esta suspensión de todo juicio acerca de la realidad de la cosa le llama Husserl, res­ca­tan­do un término ya empleado por los escépticos griegos, epo­jé).
(2) Reducción eidética: consiste en despojar al fenómeno de toda ma­teriali­dad, de toda par­ticu­la­ri­dad, quedándonos con su pura idea o esencia (eidos), que es un universal. Así, en el ejemplo anterior, el rojo percibido (un sim­ple hecho) se convierte en esencia «rojo», que, como tal esencia, es algo uni­versal. Estas esencias no son conocidas ya por una conciencia particular, sino los contenidos que se nos dan en una in­tuición. Esta in­tui­ción nos pone de un modo inmediato ante sus contenidos, por lo que estos aparecen como evi­­dentes.
(3) Reducción trascendental: consiste, finalmente, en poner entre paréntesis la exis­tencia de mi propia conciencia empírica. Tras esta reducción lo único que queda es una con­ciencia pura (una con­cien­cia trascendental) y las esencias (que son las vivencias de esa con­ciencia).
La práctica de la reducción eleva, pues, nuestro punto de vista desde la con­ciencia coti­dia­na (Husserl le llama la conciencia natural), a la conciencia tras­­cenden­tal (que Husserl concibe de un modo similar a la kantiana). El pun­to de vista de la conciencia natural es el punto de vista de una conciencia in­vo­­­lu­­cra­da en los hechos del mundo, de una conciencia individual, determina­da por con­si­dera­ciones psi­co­lógicas. El punto de vista de una conciencia tras­cen­den­tal es el punto de vista de una con­cien­cia en general (es decir, pura y absoluta).
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Hemos dicho al principio que Brentano, maestro de Husserl, había caracterizado a la con­ciencia y a los hechos de conciencia por su carácter intencional.
Ahora bien, Brentano era un pensador escolástico (es decir, un pensador realista). La intencionalidad podía ex­pli­car­se como la referencia de los hechos de conciencia a algo que no es conciencia. Pero la conciencia trascendental lo es, en Husserl, todo. ¿Puede man­te­ner­se, entonces, esa caracterización de la conciencia como siendo intencional, como estando orientada a algo? Sí, pero teniendo en cuenta que, en Husserl, esta orientación no es sino de algo de la conciencia a algo de la conciencia.
A la intención propiamente dicha la llama Husserl noesis. Actos noéticos son el pensar, re­cordar, desear, ima­ginar, temer, estimar, etc. Es decir, son los diversos modos en que la conciencia «se refiere a». Desear, temer, imaginar, implica una referencia a algo, lo te­mi­do, imaginado, estimado.
Estas noesis (estos distintos modos de referirse la conciencia a algo, estos distintos tipos de actos intencionales) constituyen las con­dicio­nes de posibilidad de que algo se dé a la conciencia. Para que algo aparezca ante la conciencia tiene que res­pon­der a alguno de estos modos (mediante los cuales la conciencia se refiere a algo).
El segundo polo de esta relación es lo que Husserl llama noema. El noema no es un ob­je­to sino los di­ver­sos aspectos con que se da un objeto y que responden a las distintas noe­sis.
Así, en tanto la conciencia se refiere a algo bajo el modo del estimar, el noema se da como valor. Es decir, el polo noético de la con­cien­cia se refiere a algo (un objeto X) «es­ti­mándolo»; al hacerlo así, descubre en ese algo (ese objeto X) su «valor». Para que algo pue­da aparecer como valor, darse como valor (aspecto noemático), tiene que haber un modo de conciencia que permita esta aparición (aspecto noético).
Las diversas noesis constituyen, como vimos, las condiciones de po­si­bi­li­dad de que algo sea dado. Estas con­diciones de posibilidad son las que uni­fi­can a priori (al igual que lo ha­cían las categorías kantianas), el flujo de las sen­­saciones, constituyendo la unidad de sen­ti­do objetivo de algo, su esencia, su ser.
Es decir, la pura experiencia es un caos, un flujo caótico de sensaciones, pero la con­cien­cia unifica a prio­ri (estableciendo los modos bajo los que las sen­saciones pueden darse) toda posible sensación bajo los dis­tintos actos noemáticos.
Vemos aquí también (como ocurre en la filosofía moderna en general) como gnoseología y ontología van de la mano. Aquellas condiciones que hacen posible la aparición de algo para una conciencia (que hacen posible el conocimiento) son las mismas que constituyen la esencia, el ser, de ese algo.
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Dicho esto vemos cual es el error del psicologismo y del historicismo. Ambas actitudes se mueven en la pers­pectiva de una conciencia natural, a partir de la cual no podrán ob­te­ner­se nunca evidencias, y por lo tanto no podrá fundamentarse la filosofía.
Pero Husserl también hace varias objeciones a la concepción cartesiana y kantiana de la conciencia.
En pri­mer lugar ambos filósofos no han alcanzado la noción correcta de una con­ciencia trascendental. La con­cien­cia trascenden­tal es una conciencia ideal, condición de posibilidad de toda experiencia y de toda ­con­cien­cia empírica, por lo que es el ámbito don­de todo se muestra. Sin embargo, ambos filósofos presuponen la exis­tencia de ele­men­tos externos a la conciencia. En Descartes la conciencia pasa a ser un ente, una sus­tan­cia, jun­to a otras que le son externas: Dios y el Mundo. En Kant aparece algo externo a la con­cien­cia: la cosa en sí.

3. Bergson y el vitalismo
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Henri Bergson nació en París, en 1859, en el seno de una familia judía de origen polaco.
Fue profesor en el Colegio de Francia. Su obra está influida por el evolucionismo de Spen­cer (filósofo británico, 1820-1903, que sostiene que el cosmos se constituye a través de un proceso evolutivo que lleva de una ho­mo­ge­nei­dad inicial a una heterogeneidad creciente) y el espiritua­lis­mo fran­cés.
En 1928 recibió el Premio Nobel de Literatura. Murió en 1941.
Sus obras principales son: Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia: de 1889. Materia y memoria: de 1896. La risa: una serie de ensayos, publicada en 1900. La evolución creadora: de 1907. Duración y simultaneidad: otra serie de ensayos, publicada en 1922.
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El punto de partida de Bergson es vagamente po­si­tivista: re­cordemos que para Comte y el positivismo el objeto de la ciencia son los he­chos y las leyes que los re­la­cio­nan.
Bergson parte también de que el objeto del conocimien­to son los hechos, pero hace referencia a otro tipo de hechos. Para Bergson el objeto del co­no­cimien­to no son los hechos de que trata la ciencia, los hechos que son expresables en términos cuantitati­vos, matemáti­cos, sino los que da la experiencia inmediata de la con­cien­cia, lo que Bergson llama los datos inmediatos de la concien­cia.
Ahora bien, la ciencia moderna (y el positivismo como su última expresión filo­sófica), in­ter­preta mal estos datos inmediatos de la conciencia. Interpreta mal tanto lo que es la «con­ciencia» como lo que es «eso que se da» a la con­cien­cia.
El error de la ciencia moderna en general (y de la psicología experimen­tal en par­ticu­lar) surge como consecuencia de la con­cepción del tiempo que tienen la ciencia físico-matemática y la psi­colo­gía moderna. Para estas el tiempo es una sucesión uniforme de estados. Es decir, el tiempo de la ciencia, el tiempo que mide el reloj, es un tiempo formal, que transcurre uniformemen­te, y en el cual un estado su­cede a otro, y este a otro, sin diferenciación cualitativa alguna. Pero eso es un tiempo abstracto, no es el tiem­po real.
Para hacernos una idea más clara: en el cine (tal como se concebía hasta hace unos años) vemos figuras en movimien­to, pero sabe­mos que esas figu­ras no se mueven realmente, sabemos que se trata de una sucesión de imá­genes paradas, de fotografías fijas sobre el celuloide. No es, por lo tanto, un movi­mien­to real. Pues igual acontece con la concepción del tiempo en la ciencia moderna: que sepa­ra momentos abstractos, y la sucesión de estos momentos configura el tiempo.
A esta concepción del tiempo antepone Bergson el tiempo real, lo que él llama tiempo como duración. El tiempo real es un flujo permanen­te, con momentos cualita­ti­va­mente distintos. El tiempo real cons­tituye tanto a la conciencia como a la naturaleza.
El tiem­po real de la naturaleza es la evolución, un tiem­po lleno de contenidos, de dife­ren­cias cua­litativas. El tiempo real de la conciencia es la memoria. (La con­ciencia no es una mera yux­taposición de diversas percepciones, como pretendía la psicología aso­cia­cio­nista sino que se da como un todo, como un conjunto en el que cada nue­vo estado de con­ciencia se inserta en ese todo modificán­dolo -y no sim­ple­men­te aña­dien­do un dato más-. Y la memoria es lo que reúne a ese todo, lo que dota a este todo de una unidad en permanente devenir).
Que la conciencia sea un todo le permite a Bergson sos­te­ner que el hom­bre es libre.
La explicación es la siguiente: los psicólogos que defienden un determinismo de la con­cien­cia lo atribuyen a que  las motivaciones influyen sobre nues­tras decisiones, que no son, por ello, libres. Es decir, en el momento de tomar una decisión siem­pre entra en acción alguna emoción, algún recuerdo, etcétera, que determina esa acción, la cual, por lo tanto, no se produce libremente.
Pero Bergson sostiene que la con­cien­cia es una unidad, y por lo tanto, cuando entra en funciona­miento entra toda ella en funciona­mien­to. Lue­go, decir que hay algo en la conciencia (una emoción, un recuerdo) que motiva a la conciencia a tomar deter­mina­das decisiones y no otras, es lo mismo que decir que la con­ciencia determina a la conciencia a tomar unas decisiones y no otras. Por lo tanto, es la conciencia la que toma siempre las decisiones, o sea, es libre.
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Bergson sostiene que el proceso evolutivo ha conducido al reino ani­mal a dos tipos de trato con el mundo: por un lado el instinto, por otro la inteligencia.
La inteligencia es el modo por excelencia del que se valen los seres hu­ma­nos para tratar con el mundo, sus­tituye en los hombres al instinto, frente al cual tiene algunas ventajas y algunos inconvenientes. La inte­ligencia se caracteriza porque su objeto es el de­sen­volvi­miento práctico en la vida. La in­te­ligencia sirve para hacer cosas y tratar con ellas, su fin es la utilidad. Por ello dice Bergson que el hombre es antes homo faber que homo sa­piens. Es decir, la inteligencia está antes al servicio práctico, al servicio de las nece­si­da­des vita­les de los individuos, que al servicio del conocimiento.
Pero para tratar con la rea­li­dad, para controlarla y utili­zar­la, la inteligencia «cosifica» a la rea­li­dad (la inteligencia es in­ca­paz de aprehender el tiempo real -la duración- y lo que hace es parcelar la realidad en es­ta­dos fijos e indepen­dientes). Y con ello da origen a la ciencia: caracterizada por cosificarlo, es­pacializarlo, todo (re­cor­de­mos a Descartes, en quien aparecen ex­plí­citos, por vez pri­me­ra, los su­pues­tos onto­ló­gicos de la ciencia moderna: mundo y extensión son lo mismo). La cien­cia con­vier­te todo en algo manipula­ble, medible, cuan­tificable. Pero con ello es in­ca­paz de un cono­cimiento pleno, real, del mundo.
Pero Bergson sostiene que el hombre dispone de otro modo de tratar con las cosas: la intui­ción. La intuición es, en cierto modo, un proceso intermedio entre el ins­tinto y la inteligencia. La intui­ción surge como un desarrollo peculiar de la inteligencia, en el que esta deja de tratar con el mundo como meras cosas, como instrumentos, y se li­mi­ta a una contempla­ción inmediata y desinteresada del mundo.
La intuición tiene las siguientes características: (1) Es un conocimiento inmediato. (2) Establece una relación de simpatía con las cosas. (3) Capta la duración real: no fija la realidad, no aísla las cosas, no cosifica.
Esta fusión que se produce entre el individuo que intuye y la realidad es posible porque am­bos son pro­ducto del mismo principio, del mismo impulso, lo que Bergson llama élan vi­tal (impulso vital).
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La intuición, el conocimiento en el que se nos presentan los puros datos de la con­cien­cia, nos hace pa­tente el tiempo como duración. Pero la aprehensión de los puros datos en donde aparece el tiempo real nos mues­tra, además, que no hay distinción entre estos pu­ros datos de la conciencia (la experiencia interna de la conciencia) y la naturaleza (la ex­pe­riencia externa). Ambas son la misma cosa porque surgen del mismo im­pulso.
En La evolución creadora Bergson modifica el evolucionismo de Spencer en los siguientes tér­minos: el fondo del que surge todo es la vida, entendida como devenir, tensión, im­pulso. Berg­son designa a esta con­cep­ción de la vida con la expresión élan vital. Este im­pul­so vital es una fuerza expansiva que al atravesar la materia (que es pura resistencia, algo inerte) se fragmenta en múltiples ramificaciones (por decirlo más grá­ficamente, en múl­tiples ondas ex­pansivas).
En primer lugar, ese impulso vital da origen a dos ondas ex­pan­sivas: el reino ve­getal y el reino animal. En el reino vegetal se produce cierto embo­ta­mien­to de este im­pul­so. Pero en el animal da origen a su vez a otras dos ondas expansivas que conducen a la apa­rición del ins­tin­to (cuya versión más lograda se da en los insectos socia­les) y a la de la inteligencia (cuya versión más lo­grada se da en el hombre).
Instinto e inteligencia tienen en común el que están al servicio de los intereses de los se­res vivos que los em­plean, por ello ambos se valen de instrumentos para conseguir sus fi­nes (instrumentalizan la realidad).
La diferencia entre ambos es que los instintos utilizan instrumentos naturales, mientras que la inteligencia uti­liza los instrumentos desarrollados por ella misma (artificiales). Otra di­fe­rencia es que los instintos dan un conoci­miento inmediato de las cosas, atienden a los con­tenidos concretos de estas; mientras que la inte­li­gen­cia trata más bien con las rela­cio­nes entre las cosas, y atiende más a las formas (leyes, regularidades, es­truc­turas) que a los contenidos.
Ahora bien, como la inteligencia no está hecha para centrarse en ningún contenido con­cre­to puede des­vin­cu­larse de todo contenido; en último término, puede desvincularse de todo interés. A ese trato con el mundo, des­vinculado de todo interés, es a lo que llama Berg­son intuición. En el arte y en la filosofía se pone en marcha el conocimien­to in­tui­tivo (no así en la ciencia, que apela a la inteligencia).
Hay que señalar también que Bergson rechaza toda concepción determinista, meca­ni­cista y finalista de la evolución. Una concepción determinista de la evolución es la que par­te de que todos los procesos evo­luti­vos están gobernados por leyes causales ine­xo­ra­bles, y por lo tanto la evolución está ya prefijada de ante­mano. Bergson considera, por el contrario, que el impulso vital se expande libremente, no sujeto a reglas fijas (que estarían por encima del propio desarrollo evolutivo). De ahí que la evolución sea creadora.
El mecanicismo, a su vez, es aquella doctrina que considera que todo se puede explicar en términos me­cáni­cos, cuantitativos. Ya hemos visto que Bergson comienza rechazando toda concepción cuantificable del tiem­po, la materia misma de la evolución y de la con­cien­cia.
Finalmente, Bergson no considera que la evolución esté abocada a ningún fin, eso sería caer de nuevo en el determinismo (ya que si estuviera orientada a un fin, este fin pre­figu­ra­ría por dónde, y cómo, ha de desa­rrollarse la evolución). Como ya hemos dicho, para Berg­son la evolución nace de la pura expansión, no diri­gida, de ese élan vital.

4. Sartre y el existencialismo
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Jean-Paul Sartre nació en París en 1905. Entre 1933 y 1935 estudió en Ale­mania don­de se familiariza con la fenomenología y asiste a las clases de Martin Heidegger.
Ocupada Fran­cia por los nazis colabora con la re­sistencia. A par­tir de los años cincuenta es atraído por el marxismo e intenta una apro­xi­ma­ción  entre exis­ten­cialismo y marxismo. En 1964 le fue con­cedido el Premio Nobel de Literatura, al que rehusó por motivos políticos. Murió en París, en 1980.
Desarrolló su obra en los más variados géneros literarios, novela (La náusea, La edad de la razón, La muer­te en el alma), teatro (Las moscas, La puta respetuosa, Las manos sucias, El diablo y el buen Dios), el dis­cur­so político (El antisemitismo, Los comunistas y la paz). Fue el fundador de la revista Les temps modernes, que tuvo una enorme influencia en el mundo cul­tural francés y aun europeo.
Sus obras filosóficas más importantes son: La trascendencia del ego, esbozo de des­crip­ción fenomenológica y La imaginación (ambas de 1936). Ensayo de una teoría de las emo­cio­nes (de 1939). El ser y la nada: en­sayo de una ontología fenomenológica (su obra principal, pu­blicada en 1943). El existencialismo es un hu­ma­nismo (de 1946). Crítica de la razón dia­léctica (obra aparecida en 1960, inconclusa).
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¿Qué entendemos por existencialismo?
Con frecuencia se denomina con este nombre a una corriente filosófica, con rami­fica­cio­nes en otros cam­pos de la cultura (pintura, literatura, teatro, cine, música, etc.), desa­rro­llada, sobre todo, en torno a las dos gue­rras mundiales, y caracterizada por el pre­do­mi­nio de un sentimiento de angustia, de estar «arrojado» en el mundo. Esto se explicaría por la huella que las dos grandes guerras habrían dejado en las conciencias de los europeos, mo­ti­vando una visión pesimista y desgarrada de la vida humana.
De modo más técnico podemos caracterizar al existencialismo como una corriente filosófica que:
(1) Parte de que «la existencia precede a la esencia». Pero la existencia no es entendida como el simple he­cho de tener una realidad fáctica, sino que existir, pro­piamente, solo existe el ser hu­ma­no. Existencia es, pues, equiparada a con­cien­cia. A su vez, la conciencia ha de ser entendida no como una conciencia abstracta (tal como el co­gi­to car­te­sia­no, el yo trascendental de Kant o de Husserl, o el Espíritu absoluto hegeliano), sino como una con­cien­cia concreta, encarnada (Unamuno dice «el hombre de carne y hueso»).
(2) Esta existencia se «revela» al hombre no en un puro proceso racional sino en una vi­ven­cia existencial pri­vilegiada que para Kierkegaard es la an­gustia, para Unamuno la congoja, para Sartre la náusea (que reside en el des­cubri­mien­to de que nada es ne­ce­sario, de que todo es gratuito, contingen­te, y por lo tan­to, todo está de más), para Mar­cel la es­peranza, para Hei­de­gger (en el supuesto de que considere­mos a Hei­de­gger un exis­ten­cialista) la an­gustia (aunque le da un sentido distinto que Kier­ke­gaard), etcétera.
(3) Dicho esto, que la existencia preceda a la esencia se debe entender como que el ser humano no posee una «esencia» que le determine. Es decir, el hombre no tiene una «naturaleza» fija, que le haga ser de un modo u otro, sino que siem­pre parte de su existencia concreta y esta se ma­ni­fiesta como libertad. El hombre es radicalmente libre pre­cisamente por esto, porque al no tener una naturaleza fija tiene que darse a sí mismo su realidad; esto es, pue­de decidir en cada momento (y se ve obligado a ello) ser esto o lo otro.
(4) Lo anterior nos lleva a que la función esencial de la conciencia no es el pensamien­to, sino la libertad, lo que caracteriza a la conciencia es ser radi­cal­mente libre (Sartre lo ex­pre­sará diciendo que «el hombre está con­denado a ser libre»).
(5) Por ser libre, por no tener un naturaleza fija (es decir, por tener una constitución tal que la existencia pre­domina sobre la esencia, se impone a la esencia) el hombre es un ser tem­poral, se despliega en el tiempo, se realiza en el devenir (en la histo­ria). Por eso se pue­de decir, también, como hace Ortega, que el hombre no tiene naturaleza, tiene historia, la «his­toricidad» es una estructura constitutiva del ser humano en tanto que es existencia.
El primer pensador que se ajusta a esta ca­racterización del existencialismo es Sören Kier­ke­gaard. Otros pen­sa­do­res que se ajustan más o menos a esta ca­rac­terización son Miguel de Una­mu­no, Gabriel Marcel, Karl Jas­pers, Heidegger, etc. Pero el pensador existencialista por exce­len­cia, el único que reclamó para su filo­sofía esta deno­mi­nación, es Jean-Paul Sartre.
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El pensamiento de Sartre tiene a la base su análisis de la conciencia. De este análisis sur­ge su concepción de la libertad y la existencia.
Para empezar, parte de la idea husserliana de que la conciencia es «intencional», es de­cir, la conciencia es siempre «conciencia de», está «orientada a» algo. (Tiene que haber un con­tenido al que se dirija la con­cien­cia para que haya conciencia; por ejemplo: soy cons­cien­te de que escribo, del ordenador en mi mesa, etc.)
La conciencia surge, por tanto, siem­pre en relación a un «fenómeno». Los fenómenos son las cosas tal como se me apa­re­cen (como se aparecen a mi conciencia). Pues bien, a ese fenómeno, que se aparece a la con­cien­cia pero que no es ello mismo conciencia (si fuera conciencia ya no sería algo que «apa­rece a la  con­cien­cia»), lo llama Sartre «en sí». Lo «en sí» es lo puramente fáctico, lo que está ahí, la cosa.
Pero si la conciencia es «conciencia de», es decir, si está «orientada» al fenómeno, ¿qué es ella misma al mar­gen del fenómeno?
Una vez concebido el fenómeno como lo «en sí» Sar­tre denomina a la conciencia lo «para sí» (debido a que la conciencia es siempre, al mis­mo tiempo, autoconciencia, es conciencia para sí mis­ma). Pues bien, ¿qué es este «para sí»? En principio, el único contenido de la conciencia es el fenómeno, pero al descubrirse la conciencia a sí misma y tomarse como objeto ¿qué pasa? Pues que la conciencia no pue­­de tomarse a sí misma como «objeto», porque ser conciencia es ser «conciencia de» (mien­tras que todo ob­jeto es un «en sí»); y, por lo tanto, la conciencia se descubre como pura ne­gación del objeto, del fenó­meno; como una pura nada. La conciencia es lo que «no es» fe­nó­meno, y, por lo tanto, se puede decir que es «nada» (se podría de­cir que la conciencia es un vacío que se hace en el ser, el hombre sería una aber­tura en la opacidad del mundo).
En esta paradoja, de que la conciencia sea «nada», radica el que el hombre sea radi­cal­men­te libre. La cosa, el objeto, el fenómeno, es lo que es, y de ahí no puede escaparse; pero la conciencia, al ser pura orien­ta­ción a algo, al mundo (siendo ella misma nada, es de­cir, nada determinado), es radi­cal­mente libre, puede dar­se sus contenidos libremente (di­ga­mos que puede darse su ser); y el único límite para esa libertad es que no podemos dejar de ser libres.
Dicho de otro modo, el determinismo no existe en el ámbito de la con­ciencia. En aquellos casos en que las circunstancias nos empujen a tomar una determinada decisión uno siempre puede ne­gar­se, aun en los casos más ex­tremos (por ejemplo: que uno sea obli­ga­do a traicionar a un compañero bajo pena de muerte) uno siempre puede negarse porque siem­pre puede, en último término, dejarse matar o sui­ci­darse.
Sartre niega también el determinismo psicológico: frente a quienes con­si­de­ran que el hom­bre es víctima de sus pasiones, determinado por ellas, Sartre con­sidera, que el hombre es responsable incluso de sus pa­sio­nes.
Igualmente, si existiese un Dios creador del mundo, eso supondría, a juicio de Sartre, la negación de esta li­bertad radical, ya que al crear al hombre, Dios, de algún modo, lo ha­bría dotado de alguna determinación, de alguna esencia (lo habría hecho ser algo antes de su efectiva existencia). Ahora bien, Dios es pensado por la teología como el ser nece­sario, pero lo necesario es lo «en sí» (solo lo «en sí» puede caer bajo la ley de la nece­sidad, es de­cir, solo lo «en sí» puede ser determinado, lo «para sí», la conciencia, es siem­pre libre). Pero al mismo tiempo, Dios es pensado como conciencia, como «para sí»; y esto es, a jui­cio de Sartre, un im­posible (ya que lo que la conciencia tiene de «en sí» es decir, lo que la con­ciencia tiene de ser, de realidad, es no ser nada, ser conciencia de algo que no es ella). Lue­go lo que se entiende por Dios es un imposible, Dios no  puede existir, y, por lo tanto, el hombre tampoco está determinado por Dios (por lo que «estamos solos», y somos due­ños de nuestro destino).
Planteando esto mismo de otra manera debemos decir que, en tanto somos radicalmen­te libres, somos res­ponsables de nuestras acciones. Pretender huir de la responsabilidad de nuestras acciones atribuyéndolas a las pasiones, a Dios, al ambiente, a la herencia, etc., no es sino «mala fe», es decir, una forma de auto­en­gaño.
Al ser la conciencia radicalmente libre, es decir, al no ser nada determina­do (y no tener, por lo tanto, una esencia, una naturaleza) el hombre (este ser que tiene conciencia, que es con­ciencia), es un ente donde la existencia predomina sobre la esencia.
Ahora bien, el hecho de que  el hombre sea un ser libre, que la conciencia no sea en sí misma nada, trae otra consecuencia: En tanto la conciencia es libre, y no es nada en sí mis­ma, el hombre se ve obligado a ele­gir, a dotar a su vida de un proyecto, a hacerse a sí mis­mo (ya que no es nada «en sí»).
Este proyecto que es el hombre tendría por finalidad do­tar a su existencia de un contenido (es decir, puesto que la conciencia no es nada «en sí», sino que siempre es conciencia de algo que siempre tiene su contenido fuera de ella, la con­ciencia se ve obligada a elegir, está condenada a ello). Esta elección es un intento de dotarse de un con­teni­do (es decir, a lo que aspiraría la conciencia es a ser algo «en sí»); y esto, una conciencia (un «para sí») que fuese algo «en sí» es lo que entendemos por Dios. El hombre, aspira a ser Dios. Pero eso ya hemos visto que es imposible (Dios no puede exis­tir). Luego, toda actividad humana es un desesperado intento de ser algo que no puede ser (Sartre dice, a este respecto, «el hombre es una pasión inútil»), pero precisamente en este in­tento consiste el ser hombre.
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Sartre asume que la filosofía ha de ser un saber totalizador. Siendo así, cada época tiene su filosofía, en cada época solo puede haber una filosofía que abarque el saber total de esa épo­ca.
Pues bien, según Sartre el marxismo es la filosofía de la época presente. Pero, entonces, toda otra filosofía, in­clui­do el exis­ten­cia­lis­mo, debe ser considerado un falso saber, en términos marxistas, es mera ideo­logía.
Sartre acepta esto en principio, sin embargo distingue entre su existencialismo y otros (en especial el de Jaspers). El exis­ten­cia­lis­mo de Jaspers se desarrolló en oposición al marxismo, con lo que si el marxismo es el verdadero saber de la época, el existencialismo jasperiano no será sino me­ra ideología que surge como un instrumento de la so­ciedad burguesa en su lucha contra la revolución. Por contra, Sartre dice que, si bien su existencia­lis­mo fue elaborado de espaldas al mar­xis­mo, no fue elaborado contra el mar­xismo. Esto le permite sostener que el existencialismo por él elaborado puede, y debe, integrarse dentro del verdadero saber representado por el mar­xismo.
Pero, ¿qué puede aportar el existencialismo a la «verdadera filosofía» de la época, al mar­xismo?
Sartre cree que el  marxismo de su época se ha esclerotizado. Se ha convertido en una fi­lo­sofía dog­má­tica, que pretende tener la solución a todos los problemas a priori. Con ello ha abandonado el estudio de la rea­lidad concreta, ha dejado de ser algo vivo. Y esto es lo que aporta el existencialis­mo, volver al hombre con­creto, al existente, y a sus problemas.
El existencia­lismo debe impulsar al marxismo a colocar al hombre con­creto como fun­da­men­to de su teoría, debe hacer del marxismo un humanismo. Con este afán Sartre des­cu­bre el fundamento de la dialéctica en la estructura del existente. Es la peculiar estructura de la conciencia hu­mana, de la existencia humana (que es una estructura abierta, libre, que hace del hombre un ser histórico sin una naturaleza fija), la que hace posible la evolución dia­léctica.
Pero descubrir que el fundamento de la dialéctica se halla en la estructura del existente le lleva a sostener que la dialéctica es siempre una dialéctica his­tórica. Es decir, que el ma­te­rialismo histórico sí tiene un sen­ti­do, pero no así el materialismo dialéctico. Con otras palabras, el materialis­mo solo podrá ser histórico, fundado en la es­truc­tura abierta, histórica del existente, pero no tenemos ninguna razón para sos­tener que la na­turaleza, que es pura opacidad (algo no libre, no abierto) se desarrolle según leyes dia­léc­ti­cas.

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