miércoles, 30 de marzo de 2016

(VII) FILOSOFÍA Y CIENCIA EN EL MUNDO HELENÍSTICO

1. ¿Qué es el mundo helenístico?
Se conoce como época helenística o periodo helenístico a la etapa histórica que va del 323 al 31 a. C., etapa en la que, en los países que bordean el Mediterráneo oriental, se desarrolla una civilización mestiza dominada por la cultura de origen griego.
Esta civilización mestiza, conocida como helenismo, surge a consecuencia de las conquistas de Alejandro Magno.
Al norte de la Grecia continental se encontraba Ma­ce­donia, un pueblo al que los griegos consi­dera­ban bár­baro aunque hablasen una lengua muy pare­cida a la suya. Las diferencias fundamentales que se­pa­raban a los macedonios de los griegos se pue­den reducir a las si­guientes: (1) No estaban organizados en polis. (2) Su eco­nomía era muy rudimentaria. (3) Su sistema polí­tico era una monarquía de tipo feudal.
En el año 356 a. C. Filipo I, accede al trono macedonio. Poco después comenzó a intervenir en los asuntos griegos, adoptando el papel de protector. Pero esta intervención fue mal vista por Atenas y algunas otras polis, lo que dio origen a la batalla de Que­ro­nea, donde los atenienses y sus aliados fue­ron vencidos por los macedonios.
En el 336 Filipo fue ase­si­na­do, sucediéndole en el trono su hijo Alejan­dro, que solo con­taba veinte años de edad. Alejandro tuvo que hacer fren­te a algunas revueltas en las ciu­dades griegas, y, paci­ficados sus territorios, ini­ció una impre­sio­nan­te aven­tura mi­litar que le lle­va­ría a conquis­tar Grecia, des­truir el Imperio Persa y so­meter a Egipto, Siria, Meso­po­tamia, etc., llegando has­ta la India a tra­vés de Afganis­tán.
A lo largo del territorio que iba con­quis­tando fundó numerosas ciudades, muchas de las cuales fueron bautizadas, en su honor, con el nombre de Alejandría. Murió, de regreso a Babilonia, en el 323 a. C., sin dejar here­de­ros.
Después de la muerte de Alejandro aquellos de sus ge­nera­les con más poder en el ejército, o más habilidad, se re­par­tie­ron el enorme imperio que había creado en tan poco tiempo. De ese reparto surgieron los reinos helenísticos. La admi­nis­tración de los nuevos rei­nos quedó en manos de griegos y macedonios, y el griego se convir­tió en la lengua culta de todo el Me­diterráneo oriental.
Los nuevos reinos helenísticos suponen la liquidación de la forma tradicional de organización política, en polis, gobernadas por hombres libres. El Estado está ahora gobernado, y representado, por un rey, con poderes absolutos, que dispone de un ejército de mercenarios a su servicio.
También desaparece la forma religiosa tradicional griega, que tenía un carácter público y estatal. En su lugar aparecen religiones en las que predominan elementos mistéricos (cerrados, secretos, accesibles solo a iniciados), y que tienen una pretensión universalista.
Se desarrollan grandes núcleos urbanos, dirigidos por una clase cosmopolita, constituida por griegos e indígenas helenizados, mientras que en el campo los agricultores mantienen sus lenguas y costumbres.
De entre estas grandes urbes destacan Pérgamo, Antioquía, Éfeso, Rodas, y especialmente, Alejandría, en Egipto, convertidas en focos de difusión cultural en competencia con la vieja Atenas. En estas ciudades se crean bibliotecas, museos y teatros, en los que se desarrolla una notable actividad cultural. En el terreno científico destacará sobre todo Alejandría, que había sido fundada por Alejandro, en el 332 a. C., mientras Atenas sigue conservando la primacía en el terreno filosófico.
En el siglo II a. C., los romanos comienzan su expansión hacia el Mediterráneo oriental. En el año 146 a. C. se anexionan Grecia, y en el 31, a. C., Egipto, el último reino helenístico independiente que quedaba.
Pero, aun después de que los reinos helenísticos pa­saran a poder de Roma, la cultura helenística no de­sa­pa­reció. De hecho el griego continuó siendo la lengua común en la parte oriental del imperio, que no llegó a ser latinizado.

2. Felicidad y salvación: las filosofías del remedio
El Imperio de Alejandro llevará consigo la in­fluen­cia del pensamiento griego a todo el Medi­te­rrá­neo Orien­tal; pero, al mismo tiempo que la cultura grie­ga se «uni­versaliza», se derrumba la forma tra­dicio­nal de orga­ni­zación ontológico-política griega. La polis, y todo lo que esta lleva consigo (el «proyecto polis», por emplear una expresión de Felipe Martínez Marzoa), se disuelve en otra cosa. Como con­se­cuen­cia, la manera de rela­cionarse el in­di­viduo con el mundo (esa peculiar ma­nera griega de «estar en el mundo», de «ha­bi­tar­lo») se acaba.
Al de­sapa­recer el mar­co de referencia habitual, el indi­vi­duo se encuentra perdido; de ahí que este sea un pe­riodo de cri­sis «espiritual». Surgen, ahora, las filo­so­fías del remedio: la filosofía deja de ser un in­ten­to de pe­ne­trar en la naturaleza íntima de la rea­lidad, o un proyecto de educación colectiva, para convertirse en una especie de tabla de sal­vación para náu­fragos.
Al mismo tiempo, se ex­tien­den las religiones salvíficas: los dioses fa­mi­lia­res y de la ciu­dad dejan paso a nuevas formas reli­giosas cuyo objetivo es rescatar al individuo de una situación de caí­da para reintegrarlo a su au­tén­tico ser, para salvarlo.
Los «remedios» que proponen los nuevos sistemas filosóficos son de dos tipos: la búsqueda de la felicidad o la salvación.
Cuando estas filosofías del remedio se orientan a enseñar a los individuos cómo ser felices dan origen a las escuelas de moral. Las más importantes de estas escuelas de moral son la de los escépticos, los epicúreos y los estoicos.
Cuando las que hemos denominado filosofías del remedio asumen objetivos provenientes de la esfera religiosa tenemos las filosofías salvíficas, que surgen y se expanden en el seno del imperio romano. Las más importantes de estas filosofías salvíficas son las desarrolladas por los neoplatónicos (entre los que destacan Amonio Saccas, Plotino, Porfirio, Jámblico y Proclo), Filón, y los sistemas filosóficos cristianos (entre los que destaca el elaborado por Agustín de Hipona).
Jun­to a estas escuelas de nuevo cuño, perviven otros cen­tros filosóficos como las escuelas pitagóricas, la Academia, y el Liceo, y otras diversas escuelas de ori­gen más o menos socráti­co (cínicos, cire­nai­cos, megáricos), pero carentes ya de un pen­sa­mien­to ori­ginal.

3. Las escuelas de moral: los escépticos
La palabra escepticismo deriva de skepsis, que significa indagación, examen. El fun­da­dor de la escuela fue Pirrón, nacido en Elis (en el Pelopone­so), hacia el 360 a. C. De Pirrón sabemos que se apuntó a la expe­dición militar em­pren­dida por Alejandro Magno en Asia, y llegó hasta la India, don­de cono­ció a los ascetas hindúes (llamados gimno­sofistas, es decir, sofistas desnudos, por los grie­gos). Murió hacia el 270.
La escuela tuvo escasa dura­ción y el único discípulo im­por­tan­te fue Timón de Fliunte (320‑230 a. C.). No obstante tuvo cierta influencia en la Aca­de­mia y en pensadores independientes (entre los que destaca Cicerón).
El escepticismo, como las de­más es­cue­las post‑aristotéli­cas, centra su búsqueda en alcan­zar la felicidad que se encuentra, para estos, en la ataraxia (= imper­turba­bili­dad). Este es­ta­do se consigue mediante la negación de todo conocimiento. Pero eso supone re­chazar también esta negación, de lo contrario siempre que­da­ría una certeza: que «todo co­no­cimiento es falso». Para con­se­guir esto es ne­cesario, por lo tanto, la abstención/suspen­sión (epokhé) del juicio.
Mientras las de­más escuelas buscan en una doctrina la tranquilidad del espíritu, los escép­ti­cos creen que esta solo se alcanza con la negación de toda doctrina de­ter­mi­na­da, ya que todas son falsas; pues, frente a toda doctrina, siempre se podrá en­con­trar ‑y demostrar‑ una doctrina opuesta sin abandonar la razón.

4. Las escuelas de moral: los epicúreos
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El fundador de esta escuela fue Epicuro, que nació en el 341 a. C., en la isla de Samos. En el 306 a. C. se ins­tala en Atenas y compra un jardín donde organiza su escuela, de ahí que esta sea cono­cida también como la escuela de «El jardín». Epicuro fue un escritor muy prolífico, pero casi todas sus obras de­sa­parecieron. Parece que su obra principal era un tra­ta­do que llevaba el recurrido título de Sobre la naturaleza, del que solo se conservan fragmentos. Está fuer­te­men­te influido por el atomismo de Demócrito. Murió en el 270 a. C.
Ya en pleno Imperio romano, nació otra gran figura del epicureísmo: Lucrecio (96‑55). Es­cribió un libro, De rerum natura, donde explica la constitución del cosmos a partir de los áto­mos y del azar. Entre sus se­gui­do­res se encuentran los poetas latinos Virgilio y Horacio. El epicureísmo reaparecerá en el siglo XVII con Pedro Gassendi.
Los epicúreos dividen a la filosofía en lógica (o canónica), física y ética, su­bor­dinando las dos primeras a la tercera.
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La lógica (o canónica) epicúrea no supone gran aportación. Consiste básicamente una teoría del conocimiento, que se ocupa, sobre todo, del criterio de la verdad; esto es, de cómo podemos juzgar si algo es verdad. Viene a sostener que todo co­noci­miento para ser verdadero o es sensación (dado en una sensación), o es elaborado a partir de la sensación.
La función de la física, subordinada a la ética, será liberar a los hom­bres del temor (a la muerte, a los castigos de los dioses después de la muerte, etcétera), para ayudarle a ser feliz.
La física de Epicuro parte de la filosofía atomista de Demócrito, en la que introduce algunas modificaciones
Siguiendo a Demócrito, y tal como propone en su lógica, Epicuro sostiene que todo conocimiento comienza por las sen­sa­cio­nes. Las sensaciones nos permiten constatar, mediante un conocimiento directo, que hay realidades corporales, que hay cuerpos (ca­ba­llos, hom­bres, casas, piedras, etcétera). Pero las sensaciones también nos llevan, de manera indirecta, a constatar que todo está com­pues­to de áto­mos y vacío.
A esta conclusión se llega de la siguiente manera: los sentidos nos ponen en contacto con los cuerpos. Podemos ver, tocar, oler, degustar, etcétera, cuerpos. Estos cuerpos se pue­den di­vidir en otros, y estos en otros. Pero la divi­sión no puede continuar hasta el infinito; luego tiene que haber partes últimas que sean indi­visibles, es decir, átomos.
Los átomos son, tal como ya había sostenido Demócrito, sim­ples, eter­nos, macizos. Aunque Epicuro introduce algunas novedades, que le separan de la concepción de Demócrito. Para Epicuro los átomos pueden diferenciarse unos de otros en vir­tud de tres caracteres: tamaño, figura, y peso.
Demócrito sostenía que los átomos, por ser indivisibles, no pueden estar com­puestos de partes. Esto había sido cri­ticado por Aristóteles, quien sostenía que si los átomos tie­nen distinta figura y tamaño al menos se podrían distinguir teórica­men­te (aun­que no físicamente) partes. Es decir, si, por ejemplo, un átomo es ma­yor que otro, siempre se podrá (al me­nos en nuestra ima­gina­ción) su­per­po­ner uno al otro, y diferenciar la parte que sobra de uno con respecto al otro.
Epicuro ad­mi­te esta crítica de Aris­tóte­les y dice que, efectivamente, se pueden distinguir par­tes teóricas en los áto­mos. Estas partes teóricas son todas iguales entre sí, y los átomos se distinguirán unos de otros en base a que estén compues­tos de más o me­nos partes teóricas (que son las que hacen que ten­gan figuras, tamaños, o pesos di­ferentes). Ahora bien, como las partes teóricas son todas iguales entre sí, el ta­ma­ño y el peso de los átomos, será siempre un múltiplo de una de esas partes.
Según Demócrito los átomos se mueven al azar. Epicuro también difiere en esto. Con­si­dera, siguiendo a Aristóteles, que hay un arriba y un abajo en el espacio; a partir de ahí sos­tiene que los átomos tienden por su propia naturaleza a ir hacia abajo, y a esa tendencia es a lo que llamamos peso.
Como Epicuro piensa que la Tierra es plana (volviendo a concepciones muy antiguas que ya habían sido superadas por Platón y Aristóteles) el abajo sería la su­per­ficie plana de la Tierra, y los átomos se moverían per­pen­dicu­lar­men­te a esa superficie y en sentidos paralelos unos con respecto a otros.
Ahora bien, esa tendencia a ir hacia aba­jo, por formar parte de la naturaleza de los átomos, es un movimiento necesario, pero Epicuro sostiene que, además, los átomos po­seen movimientos espontáneos, al azar, mediante los cua­les se desvían de la per­pendicular de caída (Lu­crecio, un seguidor romano de Epicuro, llamará «cli­na­men» a esta desviación).
Estos movimientos espontáneos le per­­miten explicar dos co­sas: (1) Al desviarse de la línea perpendicular, pueden chocar unos con otros, engar­­zán­­do­se y formando las cosas compuestas. (2) El hombre, cuya alma también está formada de áto­mos, es libre, en tanto los átomos de su alma también poseen movimientos es­pon­tá­neos (es decir, esta desviación es­pon­tánea le sirve para justificar la libertad humana).
Ya he­mos ex­pli­cado por qué es necesario que haya átomos. El vacío tampoco puede ser cono­cido a través de la sensación, así que hemos de explicar por qué sabemos que existe el va­cío. La explicación es sencilla: vemos los cuer­pos, y esos cuerpos han de estar en algún si­tio, pero además se mueven; si todo estuviera lleno, si todo fuese com­pacto, el movi­mien­to sería imposible, luego tiene que haber espacio vacío que permita el movimien­to. (Esta explicación parte, sin embargo, de premisas incorrectas, y ya había sido refutada por Aris­tóteles; en efec­to, el movimiento puede darse sin necesidad del vacío, tal sucede, por ejem­plo, cuando un cuerpo fluido se mueve en otro sin diluirse en él).
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El alma, que es lo que anima a los seres vivos, lo que les hace estar vivos, tam­bién es cuerpo y, como tal, formada de átomos. Los seres vivos son, por lo tanto, como una asociación de dos cuerpos. Para distinguir un cuerpo de otro, Epicuro llama al alma «cuer­po» (soma), y al cuerpo inerte le llama «carne» (sarx).
El alma está formada por un tipo de átomos más finos, redondos y lisos, por ello esos áto­mos no se en­gar­zan unos en otros, y la única manera de que permanezcan unidos es que queden atrapados en un cuerpo más estable. Cuando el cuerpo (sarx) se estropea, los áto­mos que configuran el alma se salen de él y se dis­per­san, y el individuo muere (el alma tam­bién es mortal, pues sus átomos fuera del cuerpo se dispersan).
Los átomos que forman el alma son de tres tipos: (1) De fuego, o de naturaleza similar al calor. (2) De aire, o de naturaleza similar al aliento. (3) De un tercer grupo de elementos, ex­tra­ordinariamente sutiles, que son los que posibilitan las sensaciones (las cuales se pro­du­cen siempre por contacto, entre los átomos del alma y los que emiten los cuerpos).
Los áto­mos que componen el alma se hallan extendidos por todo el cuer­po de los seres vivos.
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El objetivo último de toda la filosofía epicúrea es enseñar a los hombres a ser felices. La felicidad es concebida como placer (hedoné). La ética de Epi­curo es, por lo tanto, una ética hedonista (se les llama hedonistas a aquellas con­cep­cio­nes de la ética en las que se iden­tifi­ca la felicidad con el placer).
El placer puede ser concebido, no obstante, de dos maneras: como estímulo sensorial, o como ausencia de dolor.
La primera forma de placer tiene el inconveniente de que puede acarrear a la larga un dolor mayor. La segunda forma de placer no puede tener, sin embargo, consecuencia negativa alguna. Por eso es, para Epicuro, la forma preferible de placer.
Placer y dolor acompañan a las sensaciones, que son movimientos de nuestros áto­mos. Cuando este movimiento es per­turbado de alguna manera sentimos dolor, si se de­sen­vuel­ve sin ningún tipo de perturba­ción, placer. La situa­ción ideal es aquella en la que el in­di­viduo consigue rechazar todo tipo de perturbación en su alma: este esta­do del alma es de­no­minado ataraxia (= ausencia de perturbación).
Para alcanzar ese estado Epicuro trata de enseñar a los hombres a superar los «cuatro temores», y a enfrentarnos de modo adecuado con los deseos.
Los cuatro temores fundamentales de los seres humanos son: el temor a los dioses, el temor a la muerte, el temor al sufrimiento físico, y el temor al fracaso.
Con respecto a los dioses Epicuro sostiene que son eternos (debido a que pueden reponer los áto­­mos que, al igual que todos los seres, están permanen­temente perdiendo), y per­fec­ta­men­te fe­li­ces. Por ello, los hombres no les interesan lo más mínimo, no intervienen en sus asun­tos re­compensándolos o castigándo­los, por lo que estos no deben tener ningún temor a los dio­ses.
El alma, como ya hemos visto, se disuelve al morir el individuo, de donde se sigue que la muerte no puede ser sentida, y que no hay nin­gún más allá de la muerte. Por lo tanto, el temor a la muerte, o a lo que haya más allá de la muerte, no tiene sentido.
Con respecto al dolor Epicuro nos invita a llevar una vida sencilla y acorde con la naturaleza, que es la mejor forma de evitar aquellos tipos de dolor que está en nuestras manos evitar.
Y con respecto al futuro sostiene que no hay que preocuparse por lo que no está en nuestras manos.
Epicuro sostiene, también, que hay tres tipos de deseos. Esto son:
(1) Deseos naturales y necesarios: son aquellos que son imprescindibles para alcanzar la super­vi­ven­cia y la felicidad. Son deseo tales como comer para satisfacer el hambre, beber para satisfacer la sed, gua­re­cerse del frío. Estos deseos deben satisfacerse por ser im­pres­cindibles para alcanzar la felicidad.
(2) Deseos naturales pero no necesarios: son aquellos que, aun teniendo origen en nuestra natu­ra­leza son prescindibles. Son deseos tales como el de comer exquisitos manjares, deseos sexuales, etcétera. La satisfacción de tales deseos conlleva siempre un cierto riesgo de dolores futuros, por lo que deben ser evitados, aunque puede ser conveniente satisfacerlos de vez en cuando, y dentro de ciertas condiciones.
(3) Deseos innaturales e innecesarios: son deseos tales como los deseos de fama, honor, triunfo político, etcétera. Tales deseos son siempre fuente de dolores y angustias por lo que deben ser evitados en toda ocasión.
El sabio es quien sabe calcular sus acciones de modo que obtenga el mínimo de dolor (o, lo que es lo mis­mo, el máximo de placer). Para ello ha de saber calcular cuando tiene que renunciar a un placer in­me­dia­to porque ello puede llevarle a un dolor mayor en el fu­tu­ro, y ha de saber contrarrestar aquellos dolores que sean inevitables recreándose en los pla­ce­res apropiados.

5. Las escuelas de moral: los estoicos
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El fundador de la escuela estoica fue Zenón de Citio (en Chipre), nacido en el 332 a. C. En el 311 a. C. se fue a vivir a Ate­nas, donde, tras unos años de aprendizaje, se dedica a la enseñanza de su pro­pia filosofía. Zenón daba sus cla­ses (quizá porque como extranjero no podía comprar tie­rras) en un pórtico pintado (stoa poikíle), por lo que él y sus discípulos fueron conocidos como estoicos. Murió, suicidándose, en el 262.
Pero la figura más relevante de la escuela no fue Zenón, sino Crisipo, nacido en Solos en el 278 a. C. Sobre el 260 se va a vivir a Atenas, y en el 232 es elegido para di­ri­gir la es­cue­la. Sus numerosos escritos se han perdido, pero sabemos que fue un re­no­va­dor del pen­sa­miento estoico, a él se debe el desarrollo de la lógica estoica que junto con la aris­to­té­lica, fue la única conocida durante los dos mil años siguientes. Murió en el 204 a. C.
Pensadores estoicos influyentes durante el Imperio romano son: el cordobés Séneca (4 a. C. a 65 d. C.) que fue preceptor de Nerón; Epicteto (50‑130), y el emperador Marco Au­re­lio (121‑180).
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Al igual que escépticos y epicúreos, sus preocupaciones son fundamental­mente de tipo mo­ral. También, al igual que las anteriores escuelas, dividen la filosofía en tres partes:
(1) Fí­si­ca: trata de los cuerpos. En ella llevan a cabo una síntesis original de la filosofía de mu­chos pensadores anteriores (Aristóteles, Platón, y, fundamentalmente, Heráclito) a los que rein­terpretan según sus propios intereses.
(2) Lógica: trata de todo lo relativo al pen­sa­mien­to y al lenguaje: conocimiento, gramática (acerca de la cual llevan a cabo los pri­meros es­tu­dios sistemáticos), retórica, y semántica (de la que se pueden con­siderar los fun­da­do­res).
(3) Mo­ral: trata de guiar la conducta para alcanzar la felicidad, que se encuentra en la aceptación del destino con un estado de ánimo sereno e imperturbable: la apatheia.
El pensamiento estoico es una gran síntesis en la que aparecen numerosos elementos de sistemas ante­rio­res y aspectos de la cultura tradicional griega, reinterpretados de modo ori­ginal, e integrados en un todo. Du­rante el periodo de los reinos helenísticos y el Imperio ro­mano fue la escuela con más seguidores, exten­dien­do su influencia al gnosticismo, la pa­trís­tica, y las corrientes herméticas.
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La física trata del mundo, que es un cuerpo compacto rodeado del vacío in­finito. El mun­do o cosmos surge a partir de dos principios, ambos de na­tu­ra­le­za corporal (para los es­toi­cos, todo, incluido el alma y el espíritu, es cuerpo, a ex­cep­ción de: los sig­ni­fi­ca­dos de las palabras, el vacío, el lugar, y el tiempo). Estos son:
(1) Un principio pasivo: la materia.
(2) Un principio activo no material pero sí corporal, al que denominan pneuma (lite­ral­men­te «soplo», que en latín se dice spiritus, de donde procede la palabra «espíritu»). Puesto que el espíritu es un principio activo, es corporal (todo lo que actúa es cuerpo, según los es­toicos). Este pneuma o espíritu unido a la materia da origen a todas las cosas.
Al espíritu también le denominan pyr (fuego), physis (naturaleza), nomos (ley), heimarmené (hado, des­tino), y logos (razón).
En el logos (pneuma, physis, nomos, etcétera) están las semillas racionales (logos spermatikós) a partir de las cuales se de­sa­rrollan todas las cosas. Pero cada cosa es única (incluso la más pequeña brizna de hier­ba), absolutamente diferente de todas las demás; por lo tanto, no hay universales que tengan una exis­ten­cia real, como sostenían Platón y Aristóteles.
Cier­­ta­men­te, consideran que la ciencia ver­sa sobre los universa­les, pero estos son una elaboración posterior a partir de las phan­ta­siai, las imágenes mentales (las cuales, en principio, también son singulares, porque son la apro­pia­ción de un hecho; solo una elaboración posterior, a partir de estas imágenes, dará lugar a los universales).
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El universo es concebido como un organismo vivo, donde todas las partes están en función de la totalidad.
El logos es como el alma de ese todo; el logos, es concebido por los estoicos como una ley uni­ver­sal que lo rige todo, por lo que todo está encadenado y su­cede nece­sariamente. Su física es, por lo tanto, ab­so­lutamente determinista; lo que quiere decir que todo lo que su­cede suce­de necesaria­men­te. No hay azar y la libertad no es sino asu­mir que todo está re­gido por el pneu­ma/logos/fuego/destino.
Al espíritu, logos que lo rige todo, también le lla­man Dios, y de ahí surge la noción de providencia divina que gobierna el mun­do. Este Dios, no es algo ex­terno al mundo sino inmanente a él (pan­teís­mo). Bajo ese Dios hay otros múl­ti­ples dioses, los dioses tra­di­cio­nales grie­gos, pero a los que identifican con fuerzas de la na­tu­raleza (así, Hera es el aire, Apolo el Sol, etcétera).
El logos, con las razones seminales, es siempre el mismo y estas son li­mitadas. Como a su vez el tiempo es eterno, llegará un momento en que las cosas tengan que repetirse, pero, como además las cosas se suceden unas a otras siguiendo una ley necesaria, todo se repetirá en el mismo orden. Es decir, volverán de nuevo Só­crates, y Platón, y expondrán las mismas cosas, de la misma manera, etcétera.
Los estoicos sienten una predilección especial por Heráclito: mu­cha de su ter­mi­nología (el logos, el fuego) está tomada de aquel.
También echan mano de Heráclito para explicar el eterno re­torno de todas las cosas. Recordemos que Heráclito describía los cambios del cosmos como un encenderse y apagarse, mediante el cual todo se transforma en fuego y el fuego en todas las cosas. Los estoicos interpretan esta doble vía heracliteana así: cada cier­to tiempo se produce una ecpyrosis (con­fla­gra­ción) universal, que consiste en que el fuego puro que en­vuel­ve el universo penetra en él apo­de­rándose de todo, luego el fuego se retira y los restos que deja se unen de nuevo a la ma­te­ria para formar otra vez todas las cosas.
Este proceso se repite eter­namente, a cada ciclo le denominan aión, que es un año cósmico.
El alma humana es una parte del pneuma, del soplo cósmico que vivifica a todos los seres vivos; pero, además, en ella hay una parte hegemó­nica, que es una parte del Alma del mundo. El alma es mor­tal (aunque algunos estoicos, por ejemplo, Sé­ne­ca, la consideraban inmortal).
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Hemos dicho que la lógica aristotélica se centraba en el estudio de determinados tipos de oraciones, aque­llas que él denominaba logos apophan­tikhós, lo que nosotros hemos tra­du­cido por proposiciones. Por tales enten­día Aristóteles aquel tipo de enunciados en los que se dice algo de algo, es decir, en los que se rela­cio­nan determinaciones (términos).
Con tales proposiciones se construyen los silogismos, que son unidades de razonamiento en las que se sacan conclusiones nuevas. Pero esas conclusiones se sacan a partir de las relaciones que se establecen entre los términos en el seno del silogismo.
Así, por ejemplo, tenemos el siguiente silogismo:
Si «todos los hombres son animales», y «todos los animales son seres vivos», entonces, «todos los hombres son seres vivos».
Lo que nos permite sacar la conclusión, «todos los hombres son seres vivos», es la relación que se establece entre «ani­males», «seres vivos», y «hombres».
Los estoicos parten de una base diferente para el desarrollo de su lógica; comienzan por dis­tinguir dos par­tes en el decir:
Una parte corporal, que consta a su vez de: (1) El significan­te: constituido por los sonidos (caso del lenguaje hablado), o por las letras (caso del len­guaje escrito). (2) El objeto: aquello a que se refiere el sig­ni­fi­can­te. (3) El proceso psicológico: que tiene lugar en el acto de decir o de cap­tar lo dicho (para los estoicos los pro­cesos psicológicos también son de na­tu­ra­leza corporal).
Una parte de naturaleza no corporal: el significado (lek­tón): el sentido de lo dicho, que solo tiene valor para quien en­tien­da el len­guaje en el que se dice. Los significados se pueden dividir a su vez en:
(1) Incompletos: los principales son los «sujetos», y los «predicados».
(2) Completos: son las oraciones. Estas a su vez pueden ser preguntas, ruegos, man­da­tos, etcétera. Este tipo de oraciones no pueden ser verdaderas ni falsas. Pero hay otro tipo de ora­ciones (por ejemplo: «El Sol es una esfera de fuego») que pueden ser verdaderas o falsas. A este tipo de significados que pueden ser verdaderos o falsos los estoicos les llaman axiomata, ex­presión que también vamos a traducir por proposiciones, las cuales pue­den ser simples, o compuestas.
Pues bien, mientras en la teoría silogística aristotélica, las relaciones se establecen en­tre determinaciones («hom­bres», «animales», «seres vivos»), la lógica estoica toma las pro­po­siciones como un todo (como va a hacer la lógica proposicional moderna), y trata de lo que se puede inferir a partir de las relaciones entre las pro­posiciones tomadas como un todo, es decir, entre hechos.
«Los hombres son animales» expresa un hecho, y a los es­toi­cos les interesa, por ejemplo, la relación que puede establecerse entre ese hecho y otro tal como «Los animales son seres vivos».
Con respecto a esto, desarrollaron lo que la lógica moderna llamará conectores, que es­ta­blecen cuatro po­sibles relaciones entre proposiciones (hechos) simples: la negación (NO Ma­ría es poetisa); la conjunción (Ma­ría es poetisa Y Sara es hermana de Julio); la dis­yun­ción exclusiva (O María es poetisa, O es una ama­zo­na); y la implicación (SI sale el Sol, EN­TON­CES es de día).
A partir del valor de verdad de estos co­nec­tores Crisipo establece cin­co formas simples de argumentación a partir de las cuales pueden deducirse todas las de­más.
Estas cinco formas simples de argumentación son las siguientes:
1.   Si lo primero, lo segundo.
      Lo primero.
      Luego, lo segundo.

2.   Si lo primero, lo segundo.
      No lo segundo.
     Luego, no lo primero.

3.   No a la vez lo primero y lo segundo.
      Lo primero.     
      Luego, no lo segundo.

4.   O lo primero, o lo segundo.
      Lo primero.     
      Luego, no lo segundo.

5.   O lo primero, o lo segundo.
      No lo primero.
      Luego, lo segundo

El siguiente ejemplo, correspondiente a la cuarta forma de argumentación, nos aclarará cómo han de en­ten­derse:
O voy a casa de Crisipo, o voy a casa de Zenón.
Voy a casa de Crisipo.
Luego, no voy a casa de Zenón.
Nótese que aquí la conclusión se extrae a partir de las relaciones entre los hechos (entre las proposiciones simples), y no a partir de las relaciones entre las determinaciones como en la lógica aristotélica.
La teoría de lektón establece otra distinción con respecto a la lógica aristotélica. Para Aristóteles no hay entidades puramente lógicas, al margen de lo real (las categorías, al menos, no lo son); pero los estoicos hablan de cosas (lektón), que pueden tener un uso lógico, al margen de la realidad (de lo corporal).
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Otro objetivo de la lógica estoica es encontrar un criterio para decidir qué proposiciones son verdaderas, y cuáles no. La verdad es entendida ahora como concordancia entre dos hechos: entre ciertos hechos que se producen en la mente del individuo (que llaman phantasiai = imágenes, representaciones), y ciertos hechos que se producen en el mundo.
Recordemos que según la física estoica los hechos del mundo se suceden de una manera determinista, todo sigue un proceso necesario; por esta razón el criterio de verdad viene dado de dos formas:
(1) Estableciendo cómo se pueden inferir unos hechos a partir de otros. Esto nos lo muestran las reglas de inferencia lógica, que muestran la conexión necesaria entre he­chos. Siempre que se respeten las cinco formas de argumentación simples y se parta de premisas verdaderas la conclusión tendrá que ser verdadera. Este será, por ello, un criterio para determinar la verdad de una proposición
(2) Pero no toda verdad puede obtenerse por este procedimiento. Podemos partir de unas proposiciones verdaderas y de ahí obtener otras siguiendo un proceso nece­sario, que, por ello, también serán verdaderas, pero ¿cómo sabemos que las primeras son verdaderas?
Aún en el caso de que pudieran ser derivadas de otras, no podemos repetir hasta el infinito este procedimiento, en algún momento será necesario poner en conexión los hechos mentales y los hechos del mundo. ¿Cómo sabremos que esa conexión es correcta? Es decir, ¿cómo sabremos que un hecho mental expresa un hecho del mundo y por lo tanto es verdadero?
Los estoicos usan una expresión confusa para indicar cuando una representación, una imagen, es verdadera (se refiere a los hechos del mundo): una representación verdadera es una representación kataléptica, palabra que significa captar, coger, apoderarse de. Con esto parece que quieren dar a entender que una representación es verdadera cuando capta un hecho de un modo obvio e indudable. (A partir de esta expresión surgirá posteriormente el término «concepto» que tanto uso llegará a tener en filosofía).
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El principio fundamental de la ética estoica es que el bien consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza (a ellos se debe el concepto de ley natural). Ello significa vivir de acuerdo con el Logos (con la Razón).
En el mundo todo sucede de modo necesario por lo que la libertad, entendida como azar o como espontaneidad, no existe. La libertad no es sino darse cuenta de que todo sucede según la necesidad y aceptarlo.
Con los estoicos surge la idea, desarrollada posteriormente por otros pensadores (Hobbes, Spinoza) de que libertad y necesidad se identifican. Pero la pasión (pathos = padecer, ser afectado) destruye la libertad humana (que es siempre una libertad interior, cuyo objeto final es la adecuación a las leyes de la naturaleza).
El «sabio», es aquel que ha conseguido vencer sus pasiones y alcanzar el autodominio, la apatheia (impasibilidad), o ataraxia (imperturbabilidad).
Las pasiones que perturban la razón son, según Crisipo, fundamentalmente de cuatro tipos: (1) El temor ante un mal futuro. (2) El placer ante un bien presente. (3) El dolor ante un mal presente. (4) El deseo ante un bien futuro.
Estas pasiones nacen de un mal juicio, del desconocimiento de que todo es y será como tiene que ser. Por eso debemos potenciar el conocimiento que nos ayuda a vencer las pasiones y asumir lo necesario (de donde: la física y la lógica se subordinan a la ética).
Ahora bien, hemos dicho que todo sucede de acuerdo con la necesidad. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre el sabio que acepta el destino y el necio que es víctima de sus pa­sio­nes si, de todas formas, todo va a suceder de acuerdo con el destino?
La diferencia estriba en que el necio, que se deja vencer por las pasiones, acabará haciendo lo que está establecido pero será arrastrado por el destino (como una animal de la correa), y sufrirá por ello. Mientras que el sabio, conoce lo necesario y lo asume, y esta asunción le procura ese estado de ánimo impasible en el que consiste la felicidad.
Que la impasibilidad sea el objetivo a conseguir no implica que el sabio deba perma­necer alejado de los problemas de mundo. Al contrario, puesto que según la concepción estoica del mundo todos los hombres participan de la misma Alma del mundo, de la misma ley que rige el mundo, se han asentado las bases para sostener un sentido universalista de lo humano. La estoa es la primera escuela que elabora una especie de de­recho natural que defiende una concepción universalista de la ley, y la solidaridad entre todos los hombres (sean libres o esclavos, varones o mujeres, griegos o bárbaros, niños o adultos).

6. La ciencia en el mundo helenístico
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Si bien el pensamiento filosófico helenístico sufrió un empobrecimiento con respecto al gran pensamiento de la Grecia antigua y clásica, algunas ciencias, por el contrario, avanzaron extraordinariamente durante este periodo.
Destacan las aportaciones a las matemáticas de Euclides. El extraordinario desarrollo de la astronomía, debido a científicos de la talla de Aristarco de Samos, Hiparco y Claudio Ptolomeo. Las aportaciones a la mecánica y la ingeniería de Arquímedes. El desarrollo de la medicina con Herófilo y Erasístrato. Y de  la geografía con Eratóstenes.
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Euclides vivió entre el 330 y el 275 a. C. Su obra más conocida son los Elementos. Se trata de una recopilación y exposición sistemática de todo el conocimiento mate­mático antiguo siguiendo un método deductivo. Los teoremas son desarrollados a partir de los axiomas, hipótesis y definiciones, de un modo similar al que había propuesto Aristóteles como ideal científico.
Al frente de la exposición aparece una lista de axiomas o nociones comunes, otra de postulados o hipótesis, y otra de definiciones:
Los axiomas o nociones comunes: son principios indemostrables propios de varias ciencias (y por lo tanto, no exclusivos de la geometría). Y son: (1) Cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí. (2) Si a cosas iguales se añaden otras iguales, los totales son iguales. (3) Si de cosas iguales se quitan otras iguales, las restantes son iguales. (4) Cosas que coinciden entre sí son iguales entre sí. (5) El todo es mayor que la parte.
Los postulados o hipótesis: postulan la posibilidad de las operaciones nombradas, o, lo que es lo mismo, que las figuras que resulten de esas operaciones existen. Son: (1) Trazar una línea recta desde cualquier punto a cualquier otro punto. (2) Prolongar en línea recta cualquier segmento rectilíneo. (3) Describir un círculo con cualquier centro y radio. (4) Todos los ángulos rectos son iguales entre sí. (5) Si una recta, al cortar dos rectas, produce ángulos internos del mismo lado menores que dos rectos, entonces esas dos rectas, prolongados indefinidamente, se encontrarán por el lado en que los ángulos internos sean menores que dos rectos. (Esto es tanto como decir que si los ángulos internos son rectos las dos rectas en cuestión no se encuentran. De donde se deduce también que «por un punto exterior a una recta sólo se podrá trazar una paralela a dicha recta».)
Las definiciones: son numerosas (exactamente 132), y son del tipo: (1) Punto es lo que carece de partes. (2) Línea es longitud sin anchura. (3) Los extremos de una línea son puntos. (4) Una línea recta es la que yace por igual respecto de los puntos que están en ella. (5) Etcétera.
A partir de aquí cada libro de los Elementos está constituido por proposiciones de dos tipos, unas son teoremas, y otras, problemas. En cuanto a los teoremas se trata de saber si son o no verdaderos. En el caso de los problemas se trata de resolverlos. Tanto la verdad de los teoremas como la resolución de los problemas se obtiene deductivamente a partir de los principios ‑axiomas, postulados y definiciones‑.
Ya desde antiguo se cuestionó la diferencia entre axiomas y postulados, dado que su separación es problemática.
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Aristarco de Samos vive entre el 310 y el 230 a. C. La única obra de él que se conserva es Sobre los tamaños y las distancias del Sol y la Luna. Fue precursor del estudio de las razones trigonométricas y fundó un sistema heliocéntrico de astronomía, según el cual, el Sol y la esfera de las estrellas fijas están quietos, los planetas y la Tierra giran alrededor del Sol y la Tierra lo hace además alrededor de su propio eje.
Los cálculos matemáticos desarrollados para sos­tener esta tesis son, sin embargo, muy imprecisos, lo que facilitó que su teoría fuera arrinconada por la geocéntrica de Hiparco y Claudio Ptolomeo (hasta el siglo XVI en que Copérnico la resucita).
El problema fundamental es que si la Tierra gira en torno al Sol deberían observarse dos cosas: (1) Que un determinado grupo de estrellas deberían apa­recer como más o menos brillantes según la posición de la Tierra. (2) La posición de las estrellas (lo que hoy se denomina paralaje) con respecto a un observador terrestre debería variar al desplazarse la Tierra por el cielo.
Pero no se observaba ninguna de estas dos cosas.
La conclusión que había que sacar de estas observaciones era la de que, o bien las estrellas estaban a una distancia inmensa, muy superior a la que creían los científicos de la época (con lo cual la diferencia de brillo o paralaje al acercarse o alejarse la Tierra de una estrella sería tan pequeña que no se podría percibir) o que la Tierra no giraba en torno al Sol. Hiparco y Ptolomeo optaron por esta segunda posibilidad que ya tenía una larga tradición.
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Las principales aportaciones a la mecánica y la ingeniería se deben a Arquímedes. Arquímedes vive entre el 287 y 212 a. C. Escribió numerosas obras cuyo tema es la geometría o la mecánica. Entre ellas: El método, Sobre la medida del círculo, Sobre el equilibrio de los planos, y Sobre los cuerpos flotantes.
Durante la segunda guerra púnica participó en la defensa de Siracusa contra los romanos, a los que, según se dice, mantuvo en jaque con sus máquinas que lanzaban piedras e incendiaban sus naves a distancia.
Fue el primer griego en aplicar la matemática a la mecánica, donde hizo grandes descubrimientos. Se le atribuye la invención del tornillo sin fin, de las ruedas dentadas, de la polea móvil, etcétera.
Desarrolló la ley de la palanca (suya es la célebre frase: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».
Es el fundador de la estática (desarrolló la idea de que el peso de un cuerpo puede entenderse como operando en un solo punto que es su centro de gravedad) y de la hidrostática.
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Hiparco vivió en el siglo II a. C. Introdujo en Grecia la división del círculo en 360 grados, divisibles en 60 minutos, divisibles a su vez en 60 segundos, sistema que empleaban los babilonios.
Se le atribuye ‑aunque existen dudas‑ el desarrollo de la primera tabla tri­gonométrica.
También llevó a cabo un catálogo de estrellas, estableciendo su posición y una magnitud correspondiente a su grado de luminosidad (dicho catálogo incluía hasta un total de 800 estrellas).
Se le atribuye igualmente el descubrimiento de la precesión de los equinoccios: el eje de rotación de la Tierra no es paralelo ni coincide con el de la eclíptica (se llama eclíptica al círculo máximo que describe el Sol, en su movimiento aparente en torno a la Tierra, o el círculo máximo que describe la Tierra en su movimiento anual en torno al Sol), sino que gira oblicuamente en torno suyo. A este movimiento del eje de la Tierra, similar al que realizaría el eje de una peonza que girase oblicuamente, se le denomina precesión. Como consecuencia de la precesión el equinoccio de primavera (o punto vernal) se adelanta de año en año.
Pero quizás lo fundamental de su trabajo sean una serie de observaciones que le permitieron descubrir la excentricidad de la órbita aparente del Sol y las irregularidades en el movimiento de la Luna. Ambas observaciones invalidaban, al menos en parte, la cosmología aristotélica, por lo que intentó corregirlo con un sistema de órbitas excéntricas y epiciclos. Sus obras se han perdido pero fueron recogidas en lo esencial por Ptolomeo, que elaboró a partir de ahí su sistema cosmológico.
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La medicina antigua tiene como cultivadores más destacados a Hipócrates de Cos, considerado el padre de la medicina, y cuya vida transcurre entre el 460 y el 370 a. C., y Galeno de Pérgamo, que vive entre el 170 y el 216, y desarrolla su labor en Pérgamo, Esmirna, Corinto, Alejandría y Roma.
En la época que estamos considerando, la época helenística, destacaron Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos.
Ambos llevaron a cabo sus investigaciones en el Museo de Alejandría. Para ello contaron, entre otras cosas, con el permiso de Ptolomeo Filadelfo para diseccionar cadáveres, lo que estuvo, generalmente, prohibido en el mundo antiguo.
Herófilo vivió entre el 335 y el 280 a. C. Se le atribuyen nueve tratados de anatomía de los que no se ha conservado ninguno.
Herófilo demostró que el órgano que dirige el cuerpo y que es la fuente de la inteligencia es el cerebro, frente a las tesis aristotélicas que daban preeminencia al corazón.
A él se debe la distinción ente nervios sensitivos y nervios motores. Y descubrió también la relación entre las pulsaciones y los movimientos del corazón, y la importancia de aquellas para establecer diagnósticos.
Erasístrato vivió entre el 304 y el 250 a. C. Practicó, al igual que Herófilo, disecciones sobre cuerpos humanos que le permitieron descubrir diferentes estructuras en el cerebro, tales como los hemisferios y el cerebelo.
También descubrió la diferencia entre arterias y venas, aunque sostuvo que las primeras transportaban aire y la segundas sangre.
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Eratóstenes vivió entre el 276 y el 194 a. C. En el 236 a. C. Ptolomeo III le encargó la dirección de la Biblioteca de Alejandría.
Destacó como geógrafo. A él se debe el primer mapamundi desarrollado con meridianos y paralelos.
También fue el primero en calcular con bastante precisión el tamaño de la Tierra. Conociendo que determinado día (el solsticio de verano) el Sol proyectaba, al mediodía, una luz completamente perpendicular en Siena (actual Asuán, en Egipto), y conociendo la distancia de Siena a Alejandría, midió el grado de inclinación de la sombra proyectada por el Sol, al mediodía del mismo día, en Alejandría. A partir de estos datos consiguió calcular la medida de la circunferencia terrestre (con un error que oscila entre un 15 % y un 1% según se interprete que la unidad de medida que empleaba era el estadio ático o el estadio egipcio).

Bibliografía
-Abbagnano, Nicola: Historia de la filosofía. SARPE, S. A. Barcelona, 1988.
-Arquímedes: El método. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1986.
-Copleston, Frederick: Historia de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Epicuro: Obras completas. Ediciones Cátedra, S. A. Madrid, 1999.
-García Gual, Carlos, e Imaz, María Jesús: La filosofía helenística: Éticas y sistemas. Cincel, Madrid 1989.
-Giovanni, Reale, y Antiseri, Dario: Historia del pensamiento filosófico y científico. Vol. I: Antigüedad y Edad Media. Editorial Herder, S. A. Barcelona, 1988.
-Laercio, Diógenes: Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. En: https://biblioteca.org.ar/libros/156933.pdf
-Long, Anthony A.: La filosofía helenística. Alianza Editorial, S. A. Madrid, l987.
-Martínez Marzoa, Felipe: Historia de la filosofía. Istmo. Madrid, 1980.
-Mosterín, Jesús: Historia de la filosofía. 5. El pensamiento clásico tardío. Alianza Editorial, S. A. Madrid, l985.

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