miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXI) LA ILUSTRACIÓN FRANCESA: ROUSSEAU

1. ¿Qué es la Ilustración?
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La Ilustración es un movimiento intelec­tual sur­gi­do a finales del siglo XVII (a partir de la obra de Locke, Bay­le y Newton) y que adquiere una enorme fuerza du­ran­te el siglo XVIII (que será, por ello, conoci­do como el Siglo de las Luces), espe­cial­men­te en Inglate­rra, Fran­cia y Alema­nia.
Se ca­rac­te­riza por una confianza abso­lu­ta en que la razón pueda re­sol­ver todos los pro­ble­mas hu­manos, tanto los de índole político-so­cial (enfrentándose, por lo general, al absolutismo), co­mo religio­sa (combatiendo las supersticiones y defendiendo la tolerancia), así como la potenciación del pro­gre­so cien­tí­fico y moral.
Analizaremos estos aspectos con más detalle:
La confianza en la razón tiene sus origen en los inicios mismos de la filosofía (así se suele decir que la filosofía surge cuando el discurso racional sustituye al discurso mítico). Sin embargo, en la Alta Edad Media (y circunscribiéndonos al mundo cristiano medieval) la razón acabó desempeñando un papel subordinado ante la fe y la tradición. A partir del siglo XII, la escolástica, y en especial la obra de Tomás de Aquino y sus epígonos, reivindicará el papel de la razón, en un intento de racionalización del mensaje cristiano. Pero, el peso de la fe y la tradición seguían siendo determinantes (solo a través de la fe se podría acceder al conocimiento de Dios y de aquellas verdades esenciales para la salvación). Con la filosofía racionalista la razón vuelve a adquirir el protagonismo: la razón se convierte en el tribunal de apelación ante el que hay que rendir cuentas cuando del conocimiento se trata. Ahora bien, bajo la influencia de Locke y la filo­sofía empirista, los ilustrados desarrollan un concepto de razón ligeramente distinto, al mismo tiempo que radicalizan aspectos que aparecían implícitos en la razón cartesiana. La razón, tal como la entienden los ilustrados, tendría las siguientes características:
(1) Es autónoma. Esto quiere de­cir que se vale por sí misma, sin necesidad de ayudas externas (como la que le podía haber dado la fe o la tradición). Por lo tan­to, hay que confiar plenamente en su propia capaci­dad para conocer la realidad y guiar el comportamiento humano, individual y colectivo.
(2) Es secular. Pese a que con Descartes aparece una defensa de la autonomía racional, los racionalistas se ven obligados a introducir a Dios como garante de la verdad. Locke, y con él todo el pensamiento ilustrado, pone como tribunal último de la ra­zón a la razón misma. (Aun cuando, a veces, se vean obligados a realizar ciertos malabarismos intelectuales para compatibilizar esta idea con la necesidad de un Dios garante del orden racional del mundo).
(3) Es limitada. Locke, y siguiéndole todo el movimiento ilustrado, considera que la razón, aun siendo autónoma, es limitada. Pero los lími­tes no son externos, sino internos; esto es, vienen dados por la propia naturaleza de la razón. La razón tiene que partir de la ex­periencia, de lo dado, y no puede, como creían los ra­cio­nalistas, generar conocimiento a partir de unos primeros princi­pios sacados de sí misma.
(4) Es universal. Esto quiere decir que es una y la mis­ma para todos los seres humanos.
(5) Es analítica y crítica. Esto quiere decir que no acep­ta nada como dogma, que somete todo a análisis. Y co­menzará por someter a análisis aquellos factores ex­­ternos que coar­ta­ban su libertad, tales como los pre­jui­cios, la tradición, las supersticiones y toda forma de au­toridad que pretenda imponer límites a su uso. Esta actitud crítica lleva a la defensa de la to­le­­rancia en el ámbito político, religioso, en las cos­tum­bres, etcétera. (Aunque, una vez más, tenemos que matizar esto, y la defensa de la tolerancia aparece con frecuencia acompañada de muchas limitaciones sociales o religiosas. Pocas veces se tolera el ateísmo, por ejemplo, y, en muchos casos, los ilustrados protestantes tampoco incluyen entre los grupos a «tolerar» a los católicos, judíos o musulmanes).
En el terreno político los ilustrados -siguiendo, una vez más la iniciativa de Locke en este terreno-, intentan explicar los orígenes de la sociedad, dar un fundamento racional al Es­tado -echando mano, frecuentemente, de teorías contractualistas- y defender la libertad y la tolerancia. Esto les lleva a ser críticos con el feu­da­lismo y las mo­narquías absolutas, aunque en oca­sio­nes esta­ble­cen bue­nas relaciones con deter­mi­na­dos monar­cas que hacen suyas las propues­tas ilus­tra­das (dando, así, ori­gen al des­po­tismo ilustra­do).
En el aspecto religioso, abundan, entre los ilustrados, los defensores del deísmo. Se conoce co­mo deísta a toda posición que defiende la exis­ten­cia de Dios, pero negándole valor a la revelación y a los rituales religio­sos. Para los deístas, Dios solo puede ser conocido a través de la razón, como cau­sa del mundo. Además consideran que todas las religiones coinciden en lo fundamental, por lo que los di­versos rituales y las expresiones históri­cas de las diversas religiones son algo superfluo, cuan­do no mera superstición. Tras los rituales y las ma­ni­festaciones históricas habría una auténtica re­li­gión natu­ral co­mún a todos los hombres. No obstante, algunos ilustrados son agnós­ticos (Hu­me), o ateos (La Mettrie). Y, en algunos países (por ejemplo, en España) es frecuente que los ilustrados asuman el teísmo católico. En general, suelen defender la tolerancia religiosa (aunque, como ya hemos señalado, con muchos matices y excepciones).
Un último, y determinante, rasgo, que caracteriza al pensamiento ilustrado es la fe en el progreso. A partir del Renacimiento se produjo un espectacular desarrollo científico y técnico que transformó la vida de los europeos. Esto genera el convencimiento de que la historia humana ha entrado en una etapa de progreso continuo, en la que la razón nos llevará a un conoci­miento y domi­nio de la naturale­za cada vez mayor, para ponerla al servicio del hombre.
Posteriormente se ha dicho que si para el pensamiento medieval la historia es el escenario de la salvación, para el pensamiento ilustrado la historia es el escenario del progreso.
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El hecho de que la ilustra­ción fuese un pro­ducto de varios países europeos, con situa­cio­nes so­cio-históricas distintas, hace que en cada uno de ellos el movimiento ilustrado repercuta de manera di­ferente; esto es, que existan variantes nacionales en el desarrollo del movimiento ilustrado.
En Inglaterra, con un clima político sose­gado, la ilustración se desarrolla en paralelo a la filosofía empirista, interesada en cuestiones de tipo epistemológico y en el desarrollo de las ciencias de la naturaleza. (Aunque también se preocupen por cues­tio­nes políti­cas, morales, o de filosofía de la religión). Los au­to­res más des­ta­ca­dos son Locke, New­ton y Hume.
De Inglaterra se extendió a Francia, sumida en un cli­ma prerrevolucionario. Como consecuencia, los temas que interesan a los ilustrados franceses son los que tie­nen que ver con la acción humana: mo­rales, políti­cos, legislativos, históricos, etcétera. Entre sus representantes destacan: Voltaire, d´Alembert, Montes­quieu, Diderot, Rousseau, Buffon, etcétera.
En Ale­mania el interés de la ilustración se cen­tra­rá en el análisis de la razón, como lugar donde han de enraizarse los principios que rijan la vida hu­ma­na tanto por lo que respecta al conoci­miento, como por lo que respecta a la actuación ética y po­lí­ti­ca. La Ilustración se expandió por Alemania de ma­no de llamada filosofía popular, y tuvo como su más destacado representante a Kant.
En España la ilustración se movió dentro de la ortodoxia católica y mantuvo una actitud reformista. Pueden ser encuadrados en esta co­rriente: Feijoo, Mayans, Jovella­nos, Olavide, Peñaflorida, etcétera.
A finales del XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX se desarrolla el romanticismo y el idealismo ale­mán, que sustituyen el racionalismo y universalismo ilustrado por la defensa del «espíritu nacional» (Volgeist), de la tradición, y la fundamentación de la reli­gión y de la moral en el sentimiento.
No obstante, el proyecto ilustrado, con su defensa de la autonomía racional, el desarrollo de la democracia liberal, en la que los individuos adquieren la condición de ciudadanos, la ética de la dignidad y la concepción científico-técnica del mundo, configura, en lo esencial, nuestro mundo.
(Aunque no está de más recordar que este proyecto se impondrá lentamente y enfrentado a las paradojas en que incurren sus propios responsables. Pues la defensa de la autonomía racional, del modelo liberal de Estado -republicanismo esencial-, de la dignidad y de la condición de ciudadanos convivió, en la pluma de los defensores de este proyecto, con la exclusión de las mujeres y discursos elitistas y racistas como no se habían producido antes -pues tales manifestaciones encontramos en los escritos de Voltaire, Hume, Kant, etc.-. Digamos, que las ideas triunfan cuando les llega su hora, y teniendo que vencer las reticencias y contradicciones de sus propios productores).

2. La ilustración francesa: caracteres generales
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La ilustración francesa se origina a partir de una triple influencia.
(1) El movimiento racionalista continental, especialmente la obra de Descartes y los cartesia­nos, que aportan la revaloriza­ción del papel de la razón frente a la autoridad, la tradición y la fe, y el intento de explicar el mundo en términos mecáni­cos.
(2) La obra de Pierre Bayle, un filósofo escépti­co, au­tor de un Diccionario histórico y crítico muy difundido a lo largo del siglo XVIII.
(3) El empirismo inglés, que constituye la influencia más decisiva. En concreto la obra de Bacon, con quien comparten la crítica de los prejuicios y la defensa de una concepción práctica del conoci­miento; de Locke, en la que se apoyan para defender teorías del conoci­mien­to de carácter empirista y la tolerancia política y religiosa; y la de Newton, que les sirve de base para defender una concep­ción mecanicista del universo.
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Los filósofos (philosophes) adquieren un papel social relevante: son los protagonistas de los debates en los salones y sus obras se distribuyen por todo el continente, convirtien­do a la cultura francesa en la cultura de referencia en Europa. (Los «salones» mencionados son los salones literarios, que eran reuniones celebradas en casa de un anfitrión -habitualmente una mujer de de la alta burguesía o la nobleza-, y en los que se buscaba disfrutar de la conversación culta, el debate y la lectura).
Los ilustrados franceses comparten una actitud anticleric­al y crítica hacia la religión institucionalizada, especialmen­te hacia el catolicis­mo, pero dis­cre­pan a partir de ahí. De tal modo que sus planteamientos religiosos oscilan en­tre el deísmo de Voltaire, d`Alembert, Diderot, etc., el panteísmo (en algunos escritos) de Diderot, el ateísmo materialista de La Mettrie, d`Hol­bach, etc., o la defensa de la religión natural que hace Rousseau.
Asimismo coinciden en el rechazo de la filosofía especulativa y, por lo tan­to, de la metafísica. La razón -y esto es, como vimos, una característica gene­ral del pensamiento ilustrado- debe tener una orientación práctica, y debe apoyarse en los sentidos para obtener conocimiento del mundo.
No obstante, cuan­do se trata de hacer afirmaciones acerca de la naturaleza última de la realidad vuel­ven a aparecer las discrepancias. Así, mientras algunos pensadores, como Vol­­taire, mantienen un cierto escepticismo en torno a la capacidad humana para penetrar en tales cuestiones, otros, como d`Holbach o La Mettrie, creen po­der explicarlo todo, incluido el comportamiento humano, desde plantea­mien­tos materialis­tas, con ayuda del cono­ci­mien­to científico de la época.
Es en el terreno del pensamiento político e histórico donde las aportacio­nes de la ilustración francesa resultan más novedosas. En el campo de la teoría política las aportaciones de Montes­quieu y Rousseau serán decisivas para elaborar el concepto moderno de democra­cia. A su vez, Voltaire y Montes­quieu intentarán elevar el estudio de la historia a rango de ciencia; al mismo tiempo que se concibe a la historia (concepción en la que desempeñan un papel destacado Turgot y Condorcet) como el ámbito de un progreso indefinido. Progreso que significa un aumento y generaliza­ción del bienestar y perfeccio­namiento moral de los individuos.
Una de las grandes aportaciones de la ilustración francesa fue la En­ci­clo­pe­dia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios, una obra colectiva que pretendía aglutinar todo el saber de la época, y donde tuviesen cabida los co­­nocimientos técnicos despreciados por la tradición. Con esta obra -dirigida por Diderot y d`Alembert y en la que colaboraron entre otros, Voltaire, Mon­tes­quieu, Rousseau, d`Holbach, Turgot, etcétera-, se pretendía: (1) Di­fundir la cultura. (2) Crear una opinión crítica y an­ti­dogmática. (3) Llevar a cabo la crítica de los pre­jui­cios arrastra­dos por la tradición.

3. Algunos philosophes más relevantes
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Entre los más destacados representantes de la ilustración francesa cabe mencionar a Bayle, Voltaire, Montesquieu, La Mettrie, Diderot, Condillac, Helvetius, d`Alembert, d`Holbach, Turgot, Condorcet y Rousseau (al que dedicaremos una atención especial por la importancia de su filosofía política).
Pierre Bayle nació en Carla-le Comte (hoy Carla-Bayle, en el Departamento de Ariège, en Francia), en 1647. De religión calvinista (a los calvinistas en Francia se les conoce como hugonotes), en 1669 ingresó en un colegio jesuita de Toulousse y se convirtió al catolicismo. Año y medio más tarde vuelve al calvinismo, y huye a Ginebra. En 1675 obtiene la plaza de catedrático de filosofía en la Universidad protestante de Sedan. En 1681 se cierra la Universidad (como consecuencia de la política de arrinconamiento de los protestantes en Francia) y Bayle huye a los Países Bajos. Ese mismo año obtiene la cátedra de filosofía e historia en la École Illustre de Róterdam. En 1690 se le retira dicha cátedra, dedicándose, a partir de entonces, a preparar su Dictionnaire historique et critique, y entregado a diversas polémicas. Falleció, en Róterdam, en 1706.
Entre sus obras cabe mencionar:
(1) Carta sobre el cometa, publicada en 1682, vuelta a publicar al año siguiente con el título de Pensamientos varios sobre el cometa de 1680. En esta obra critica que la tradición sea garantía de verdad y defiende una ética independiente de la religión, llegando a afirmar, en contra de la opinión habitual de la época, que un ateo puede ser una persona virtuosa.
(2) Lo que es la Francia católica bajo el reinado de Luis XIV, de 1686; y Comentario filosófico a las palabras de Jesucristo «oblígalos a entrar», de 1687. Estos dos escritos son redactados a raíz de que Luis XIV derogara el Edicto de Nantes, emitido por Enrique IV y que autorizaba la «libertad de conciencia». Como consecuencia de la derogación de ese edicto varias decenas de miles de calvinistas (hugonotes) tienen que huir de Francia. En estos escritos Bayle critica las conversiones forzosas y defiende la tolerancia religiosa. Esta crítica pasa por ser una seña de identidad del movimiento ilustrado, aunque ya teólogos españoles, italianos, portugueses, holandeses, etc., habían defendido, siglo y medio antes, cosas similares (Erasmo de Róterdam, Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas, por ejemplo).
(3) Diccionario histórico y crítico, publicado en 1697. Es su obra más conocida e interesante. Comienza siendo un intento de mejorar el Gran diccionario histórico, del jesuita francés Louis Moréri, pero Bayle le irá dando otra orientación novedosa, poniendo el acento en los hechos y las fuentes que nos trasmiten la información y sometiendo a crítica la tradición.
La aportación de Bayle se puede resumir en: (1) El intento de crear una moral independiente de la religión. (2) Sus esfuerzos por analizar de un modo riguroso y crítico el pasado. Por ambas cosas puede ser considerado un precursor de la ilustración francesa, o el primer representante de la ilustración francesa.
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Chales Louis de Secondat, barón de La Brède y de Montesquieu nació en La Brède (cerca de Burdeos, en Francia) en 1689. Estudió derecho en la Universidad de Burdeos y luego en París. En 1714 es nombrado consejero del Parlamento de Burdeos. Falleció, en París, en 1755.
Entre sus obras cabe mencionar: (1) Cartas persas, de 1721. (2) Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia, de 1734. (3) Del  espíritu de las leyes, de 1748. (4) Defensa de «Del espíritu de las leyes», de 1750. Se trata de una respuesta a los críticos de Del espíritu de las leyes.
Montesquieu (al igual que lo habían hecho Suárez, Locke, etc.) diferencia entre sociedad y Estado. El Estado es una institución social más, acaso la más relevante, pero no la única. Por eso considera que el «espíritu de las leyes» no depende solamente del Estado, sino de otras muchas circunstancias, tales como el aspecto físico del territorio (clima, que sea productivo o improductivo, etc.), las instituciones sociales preexistentes al Estado, los caracteres personales o la propia naturaleza humana. Por eso, aunque las leyes son un producto de la razón tienen que ser adecuadas para cada país y cada época o situación.
En Del espíritu de las leyes Montesquieu clasifica los tipos de gobierno en: (1) Republicanos: son aquellos en los que la soberanía reside en el conjunto del pueblo (en este caso se trata de una democracia) o una parte de él (en este caso se trata de una aristocracia). (2) Monárquicos: aquellos en que la soberanía reside en un solo individuo, pero que se atiene a las leyes y costumbres establecidas. (3) Despóticos: aquellos en los que manda un solo individuo siguiendo lo que le dicta su propia voluntad.
La clasificación se hace en base al funcionamiento del propio gobierno. En el régimen republicano existen ciertos contrapesos en el seno del poder: parlamentos sistemas procesales, etc. En el monárquico el poder lo ejerce un individuo pero, no obstante, se ve limitado por las costumbres, tradiciones, etc. El régimen despótico es, por el contrario, un régimen arbitrario, sin contrapesos al poder, por lo que la libertad se ve reducida a la mínima expresión.
Como mejor garantía de la libertad de los ciudadanos Montesquieu defiende un régimen republicano con un sistema de separación de poderes: el poder legislativo, el ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes (ejecutivo) y el ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil (judicial).
El objetivo de la separación de poderes es que estos actúen como contrapesos, de modo que la libertad de los individuos, que es la virtud política por excelencia, quede garantizada.
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Francoiçe-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, nació en París, en 1694. Estudió latín y griego en el colegio jesuita de Louis-le-Grand, en París. Posteriormente estudia derecho, aunque no llegó a terminar la carrera. En 1713 fue nombrado secretario de la embajada francesa de La Haya. Es invitado a los salones parisinos, donde se hace notar por su ingenio y sus versos atrevidos. En 1717 es condenado por una sátira dirigida contra el duque de Orleans, que entonces ejercía como regente y pasa once meses encerrado en La Bastilla. En los años siguientes se acrecienta su fama como compositor de tragedias y ensayos. En 1726 vuelve a ser encarcelado por una disputa con el noble caballero de Rohan, y se exilia en Inglaterra para librarse de un castigo mayor. En Inglaterra permanecerá durante más de dos años, en los que se familiariza con la obra de Locke y Newton. También admira y alaba la tolerancia religiosa reinante (una tolerancia religiosa muy relativa, por otro lado).
Tras la vuelta a París participó en varios negocios que le convirtieron en un hombre rico. Publica Historia de Carlos XII, que es prohibida por las autoridades. Posteriormente publica las Cartas sobre los ingleses o Cartas filosóficas, que son condenadas inmediatamente a la hoguera, y se ordena su detención. Voltaire huye de París y se refugia en el castillo de la marquesa de Châtelet, con la que compartía la admiración por la obra de Newton y de la que se hizo amante. En 1749 la marquesa fallece y Voltaire se refugia en Berlín, aprovechando la invitación de Federico II de Prusia. Tras algunos encontronazos con Federico II, Voltaire huye de Prusia y acaba refugiándose en Suiza. Pero sus relaciones con los calvinistas y católicos suizos tampoco serán buenas, por lo que acaba regresando a Francia, instalándose en Ferney, muy cerca de la frontera suiza (para, si las cosas se ponían feas, poder pasar de un país a otro con facilidad). Allí permaneció dieciocho años, escribiendo y carteándose con la intelectualidad europea. Para entonces Voltaire se había convertido en un personaje célebre e influyente. En 1778, encontrándose enfermo, regresa a París, coincidiendo con la representación de su Irene. Voltaire es recibido con elogios y alabanzas por la sociedad parisina, pero su estado se agrava y muere ese mismo año.
La aportación filosófica de Voltaire es escasa. Su mérito reside fundamentalmente en ser un divulgador de la filosofía y la ciencia inglesa y un combatiente en favor de los ideales ilustrados, al servicio de los cuales despliega su enorme talento literario. Escribe tragedias, ensayos filosóficos e históricos, cuentos, novelas y poemas, en los que, con frecuencia, hace gala de su capacidad para la ironía y el sarcasmo al servicio de la tolerancia religiosa y la libertad de circulación de las ideas (eso que se suele llamar «libertad de pensamiento»).
Entre sus obras «filosóficas», o con trasfondo filosófico cabe señalar: (1) Historia de Carlos XII, de 1730. (2) Cartas filosóficas o Cartas sobre los ingleses, publicada en 1734. En este escrito lleva a cabo una defensa de la obra filosófica y científica de Locke y Newton. (3) Tratado de metafísica, de 1734.  (4) Elementos de la filosofía de Newton, de 1738. (5) Metafísica de Newton o paralelo entre las opiniones de Newton y Leibniz, de 1740. (6) Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, de 1740. (7) El siglo de Luis XIV, de 1751. (8) Cándido o el optimismo, de 1752. Se trata de un cuento filosófico en el que trata irónicamente la idea leibniziana de que este es el mejor de los mundos posibles. (9) Poema sobre el desastre de Lisboa, de 1755. (10) Tratado sobre la tolerancia, de 1763. (11) Diccionario filosófico portátil o La razón por el alfabeto, publicada en 1764. Voltaire definió esta obra como una máquina de guerra en defensa de los filósofos y contra la infamia. Fue condenada a ser quemada, primero en Ginebra, lugar de su publicación, posteriormente en Holanda, en Berna y en París. (12) Filosofía de la historia, de 1765. (13) Micromegas, de 1772. Se trata de un cuento filosófico que puede ser considerado un antecedente del género de ciencia ficción. (14) El filósofo ignorante, de 1776. (15) Diálogos de Evémero, de 1777.
Siguiendo a Clarke y Locke, Voltaire asume el argumento cosmológico, según el cual, dado que el mundo no puede surgir de la nada, tiene que haber una causa incausada (una causa eterna) del mundo. El mundo es, pues, obra de un artífice: Dios. Dios explica el orden del mundo físico, es decir, es principio racional del orden del  mundo. Pero ese Dios está desprovisto de las características personales que le atribuye el cristianismo. Voltaire asume, pues, la concepción deísta de Dios.
Voltaire no descarta la existencia de un alma en el hombre, aunque tampoco lo considera imprescindible. El pensamiento puede ser una función que realice el alma, pero también podría ser realizada por el cuerpo (del mismo modo que este hace la digestión).
En todo caso el hombre es un ser pensante, y, como tal, libre. Pero ni piensa todo el tiempo, ni es libre todo el tiempo. La naturaleza obedece leyes eternas y necesarias a las que no puede sustraerse el ser humano. Además los deseos y apetencias dominan con frecuencia el pensamiento y la voluntad humanas.
Más original es su concepción de la historia, ante la que mantiene una actitud crítica. El conocimiento histórico debe cumplir con tres exigencias: (1) Atenerse a los hechos. (2) Depurar tales hechos de todos los elementos con los que la credulidad, la tradición, el fanatismo, etc., los han envuelto. (3) Escoger aquellos hechos que sean relevantes para poder construir una historia del espíritu humano (la historia es, ante todo, la historia del progreso humano).
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Julien Offray de La Mettrie nació en Saint-Malo (en la región de Bretaña, en Francia) en 1709. Estudió medicina en la Universidad de Reims. Influido por Boerhaave traduce al francés algunas de sus obras. En 1742 es nombrado jefe médico del Régiment des Gardes, en París. En 1745 publica la Historia natural del alma que desencadena una oleada de protestas en su contra. A año siguiente publica un panfleto sarcástico contra sus compañeros de profesión, La política del doctor de Maquiavelo, que es condenado por el Parlamento francés a ser quemado y prohíbe su divulgación. Temiendo la venganza de los médicos y la posibilidad de ser acusado de hereje huye a Leyden, en los Países Bajos. En 1747 publica El hombre máquina, lo que desencadena la animadversión de los calvinistas, protestantes y católicos de los Países Bajos. Aprovechando que Federico II le ofrece asilo en su corte, se refugia en Berlín, donde es nombrado miembro de la Academia Real de las Ciencias. Muere, en Potsdam (en el actual Estado alemán de Brandeburgo), en 1751.
Sus obras de contenido filosófico son: (1) La ya citada Historia natural del alma, en la que defiende una concepción materialista del mundo y del alma (2) La también mencionada El hombre máquina. (3) El hombre planta, de 1748. (4) Discursos sobre la felicidad, de 1748. (5) Animales más que máquinas, de 1750. (6) El sistema de Epicuro, de 1751. (7) El arte de disfrutar, de 1751. (8) Venus metafísica, publicada, póstumamente, en 1752.
Recordemos que Descartes diferenciaba dos sustancias en la composición del ser humano: el alma, que sería una sustancia pensante y el cuerpo, que sería una sustancia extensa. El cuerpo humano, como cualquier cuerpo del universo, funcionaría siguiendo las leyes de la mecánica, como un entramando de engranajes, poleas, palancas (que mueven unos a otros por contacto) y tubos (por cuyo interior circulan líquidos, como la sangre, o partículas, como los espíritus animales).
Partiendo de esta concepción cartesiana del cuerpo La Mettrie sostiene, en El hombre máquina, que el ser humano tiene la estructura de una máquina compleja. Pero La Mettrie radicaliza las tesis de Descartes y sostiene que es, también, el cuerpo el que piensa. De modo que la hipótesis del alma sería innecesaria.
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Denis Diderot nació en Langres (en la actual región francesa de Champaña-Ardenas), en 1713. Se educó en el colegio jesuita de su ciudad natal. Posteriormente se traslada a París y estudia leyes en La Sorbona. Dirige, primero junto con d`Alembert y luego en so­li­ta­rio, la Enciclope­dia, a cuya elaboración contribuye, además, con numerosos es­critos. Se muestra especialmente interesado por el estudio de los seres vivos, y la crítica literaria y pictórica. Fue elegido miembro de la Academia francesa. En 1763 fue invitado a San Petersburgo, donde se convierte en consejero de Catalina II de Rusia. Murió, en París, en 1784.
Extraordinario escritor, compuso obras de teatro, poesía, ensayo, etc. Entre sus obras de contenido filosófico cabe mencionar: (1) Pensamientos filosóficos, de 1746. (2) Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza, de 1754. (3) Conversaciones entre d´Alembert y Diderot, y El sueño de d´Alembert, de 1769.  (4) Principios filosóficos sobre la materia y el movimiento, de 1770. (5) Tratado sobre lo bello, de 1772. (6) Refutación de Helvetius, de 1773. (7) El sobrino de Rameau o la Segunda sátira, escrita hacia 1762, y Jacques el fatalista y su maestro escrita hacia 1780, publicadas póstumamente. (8) A estas obras hay que añadir la dirección y la redacción de numerosas entradas de la En­ci­clo­pe­dia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios.
Defiende, siguiendo a Locke, una epistemología empirista. Todo conocimiento proviene de las sensaciones. La propia imaginación no puede ir más allá de lo obtenido a través de las sensaciones.
Su ontología, como la de otros ilustrados franceses, es materialista. Recreando ideas que provienen del atomismo sostiene que la materia y el movimiento están en el origen de todos los seres. El universo funciona como un todo, que está continuamente fluyendo, por lo que cada ser acaba siendo una parte de otro. En último término no hay más individuo que esa totalidad.
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Étienne Bonnot de Condillac nació en Grenoble (en la actual región francesa de Auvernia-Ródano-Alpes), en 1714. Tras el fallecimiento de su padre es acogido por un tío suyo en Lyon, donde comienza sus estudios en el colegio jesuita de esa ciudad. En 1733 se marchó a París. Ingresa en el seminario de Saint-Sulpice, y estudia teología en La Sorbona. En 1740 es ordenado sacerdote. Tras la publicación de su Tratado de los sistemas es admitido en la Academia de Berlín. En 1758 es nombrado preceptor de Fernando de Borbón, y se traslada a Parma. En 1768 vuelve a París y es elegido miembro de la Academia francesa. En 1772 se retira a una propiedad cerca de Lailly-en-Val (en el actual departamento francés de Loiret), donde fallece, en 1780.
Entre sus obras cabe señalar: (1) Disertación sobre la existencia de Dios. (2) Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos, publicada en 1746. (3) Tratado de los sistemas, publicada en 1749. (4) Tratado de las sensacio­nes, publicada en 1754. Es su obra principal, en la que se recogen y se reelaboran cuestiones tratadas en obras anteriores. (5) Tratado de los animales, en la que critica la Historia natural, de Buffon. Publicada en 1745. (6) Curso de estudios para la educación del príncipe, que incluye varios escritos sobre diversos temas. Publicada en 1775. (7) Sobre el comercio y el gobierno, considerados en su mutua relación, publicada en 1776. (8) Lógica o el arte de pensar, de 1780. (9) Lengua de los cálculos, publicada, póstumamente, en 1798.
En el Tratado de los sistemas sostiene que hay tres tipos de sistemas metafísicos: (1) Los que parten de principios generales y abstractos. (2) Los que toman como principios ciertas hipótesis o supuestos. (3) Los que toman como principios hechos comprobados.
Condillac niega validez a los sistemas de los dos primeros tipos, entre los que sitúa los de Descartes, Malebranche, Spinoza y Leibniz; es decir, los sistemas metafísicos racionalistas. Defendiendo, por contra, aquellos que parten de hechos, como el de Locke.
Recordemos que Locke sostenía que la mayor parte de nuestras ideas proceden de la sensación. Pero no todas. Junto a la sensación existe otra fuente de conocimiento: la reflexión. Condillac parte de Locke, pero radicaliza sus tesis convirtiendo la sensación en la única fuente de conocimiento. Vamos a ver cómo, a partir de la sensación, se puede explicar todo el psiquismo humano:
Inicialmente la sensación (por ejemplo, un olor) es una con el sujeto que siente (en el acto de sentir algo el sujeto es, en ese preciso instante, eso que siente). A la concentración del sujeto en la sensación le denominamos atención. Esa concentración puede producirse porque el individuo esté recibiendo una sola sensación, o porque una sensación adquiera fuerza sobre otras. Cuando el estímulo desaparece no lo hace del todo la sensación, que pasa a ser memoria (sensación memorizada). Cuando la sensación es sustituida por otra entonces el sujeto compara, es decir, juzga. Estos juicios, surgidos de comparaciones múltiples y diversas pueden ser confusos, de donde nos vemos obligados, para asegurar esos juicios, a considerar atentamente los objetos, separando sus cualidades, analizándolos. Esa atención se llama, ahora, reflexión. Vemos como también la reflexión surge de la sensación. Además la sensación puede ir acompañada de placer o displacer. La inquietud que nos produce la ausencia de aquellos que nos produciría placer se llama deseo. Del deseo nacen el amor, el odio, la esperanza, etc., es decir las pasiones.
Pero, en lo que hemos visto, el sujeto solo trata de sí mismo (la sensación, la atención, la memoria, el acto de juzgar, las pasiones, son algo que le acontece al propio sujeto).
Ahora vamos a ver cómo el sujeto descubre, también a partir de las sensaciones, una realidad externa, distinta de sí mismo. En este descubrimiento de la realidad externa hay un tipo de sensaciones que tienen una importancia fundamental: las táctiles. Al tocarse el individuo a sí mismo aparece un desdoblamiento en la sensación: el sujeto siente y es sentido. Sin embargo, si el sujeto toca un objeto diferente de su propio cuerpo no hay ese desdoblamiento. De ahí nace la percepción de algo como externo al sujeto, el descubrimiento del mundo externo y de sí mismo como diferente de ese mundo. A partir de entonces las sensaciones se dividen en aquellas que son percibidas como cualidades del sujeto que siente, y aquellas que son percibidas como cualidades del objeto externo. A las primeras le llamamos sentimientos y a la segundas ideas.
Las ideas pueden ser simples o complejas. Cada sensación aislada es una idea simple (el olor de una manzana). Una colección de ideas (tales como un olor, un sabor, una textura, color o gama de colores), es una idea compleja. A su vez la ideas complejas pueden ser completas o incompletas. Son completas si incluyen todas las cualidades de la cosa representada por esa idea. E incompletas en caso contrario. Condillac sostiene que podemos tener ideas completas de las nociones abstractas que constituyen las matemáticas o la moral, pero no de los seres naturales. También diferencia entre ideas sensibles e ideas intelectuales. La ideas sensibles representan los objetos mientras impactan en nuestros sentidos. Las ideas intelectuales representan aquellos objetos que ya no están presentes ante nuestros sentidos. La diferencia entre unas y otras es la que hay entre sensación y memoria.
Las ideas no consisten en el conocimiento de la realidad tal como es en sí, sino en tanto se relaciona con nosotros. Es decir, contra las pretensiones de la filosofía tradicional y del racionalismo, no conocemos las esencias de las cosas, sino tan solo sus cualidades (que son tales por relación a un sujeto que siente), que además no agotan nunca la cosa, pues no tenemos ideas completas de las cosas naturales.
Hemos visto a lo largo de este proceso como de un único principio hemos sacado todo tipo de actividades mentales; de la sensación hemos sacado la atención, la memoria, la capacidad de juzgar, la reflexión, el deseo y las pasiones. Todos estos estados no son más que sensación transformada.
Ahora bien, si hay sensación ¿qué es lo que siente? En el Tratado de la sensaciones, Condillac sostiene que es el alma la que siente. «El alma siente a través de la vista, del oído, del gusto y, especialmente, del tacto», dice. Y comienza el Extracto razonado del «Tratado de las sensaciones», diciendo que «... es el alma sola la que siente con la ayuda de los órganos; y de las sensaciones que la modifican saca ella todos sus conocimientos y facultades».
Aquí queda un problema en el aire: si es el alma la que siente, ¿quiere esto decir que los animales no sienten o que, al igual que los humanos, poseen un alma? Este problema ya aparecía en la Antoniana Margarita, de Gómez Pereira. Y volverá a aparecer en la obra de Descartes. Ambos autores dan por sentado que los animales, en tanto no tienen alma, no pueden sentir. Pero Condillac, especialmente en el Tratado de los animales, equipara la capacidad de sentir, y aun de conocer, de los animales a la humana. ¿Quiere esto decir entonces que los animales tienen alma? ¿Y qué podría significar tal cosa?
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Claude-Adrien Helvétius nació en París, en 1715. Murió, en París, en 1771.
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D`Alem­bert (1717-1783)
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D`Hol­bach (1725-1789)
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Turgot (1727-1781)
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Condorcet (1743-1794).

4. Rousseau
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Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra, en 1712.
En 1728, cuando tra­ba­jaba como aprendiz de grabador huyó de su ciudad natal. Posteriormente fue acogido en casa de la baronesa de Warens. En ella permaneció algunos años, que aprovechó para instruirse.
Tras ejercer diversos trabajos se trasladó a París, donde contacta con les philosophes (Voltaire, d`Holbach, Diderot, etcétera), y co­la­bo­ra en la Enciclopedia.
En 1749 la Academia de Dijon convoca un premio para el mejor ensayo que responda a la cuestión de si las artes y las ciencias han mejorado moralmen­te a los hombres. Rousseau se siente poseído entonces de una especie de iluminación y escribe su Discurso sobre las ciencias y las artes, con el que gana el premio.
En esta obra critica el optimismo de los enciclopedistas, frente a los cuales sostiene que las artes y las ciencias no solo no han ayudado a hacer a los hombres mejores sino que, por el contrario, han ayudado a corromperlos.
Al año siguiente vuelve a concursar con su Dis­cur­so sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que será publicada en 1758. En ella continúa la crítica iniciada en el Discurso sobre las ciencias y las artes.
Sus planteamientos ideológicos y su carácter complica­do le alejan de los en­ciclopedistas. En 1762 publica una novela, La nueva Eloísa, y las que serán sus obras fundamentales: El Contrato Social y Emilio o sobre la educación. Estas obras fueron prohibidas y Rousseau tuvo que huir de París.
Tras un pe­riplo que le llevó a Ginebra y Berlín acabó aceptando la hospitali­dad de Hume en Inglaterra, pero sus relaciones con el filósofo empirista tampoco fueron buenas, por lo que nuevamente regresó a París.
Finalmente fue acogido por el Marqués de Girardin, en Erménon­ville, donde murió en 1778.
Póstumamen­te se publicaron ­Di­va­ga­cio­nes de un paseante solitario, y Confesiones.
La obra de Rousseau tuvo una enorme influencia posterior: la re­vo­lución fran­cesa le reconoció como uno, y quizás el más señalado, de sus ins­pi­ra­dores. Por otro lado, las críticas a la civilización y su exaltación del sentimiento y la vuelta a la naturaleza le convierten en un precursor del romanticis­mo.
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Una de las señas de identidad de los ilustrados es la fe en el progreso. Con ellos la historia dejará de ser concebida como el escenario de la salvación (tal como sucedía con el pensamiento cristiano medieval) para ser concebida como el escenario del desarrollo humano, del progreso.
El movimiento ilustrado confía en que el triunfo de la razón sobre los prejuicios, las supersticiones y el dogmatismo, conducirá a un extraordinario desarrollo de las ciencias y las artes, lo que permitirá un mayor conocimiento y dominio de la naturaleza para ponerla al servicio del hombre. Al mismo tiempo, el uso de la razón nos ayudará a crear proyectos de vida individuales y colectivos que hagan a las sociedades más justas y a los individuos más felices. Esta es la concepción de la historia en la que, en gran medida, todavía vivimos inmersos.
Rousseau es el primer crítico destacado de esta concepción del progreso. Frente a los ilustrados sostiene que las ciencias y las artes no han servido para mejorar al hombre, sino que, por el contrario, han ayudado a corromperlo.
La ciencias y las artes han ayudado a crear sociedades artificiales en las que domina la desigualdad y todos los males que esta trae consigo: la opresión de los más por los menos, que crea riqueza para unos y esclavitud y miseria para los demás; la génesis de pasiones depravadas, como la ambición, el ansia de honores, el deseo de cosas superfluas; la artificiosidad de la vida, en la que los individuos se juzgan por las apariencias, con el triunfo, consiguiente, de la mentira y la impostura; la creación de seres dependientes de los demás y de los instrumentos y, por ello, débiles, etcétera.
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Tras este ataque a las sociedades actuales, a las que acusa de instaurar la injusticia y crear seres humanos degradados, Rousseau intentará mostrar al hombre auténtico, al hombre no corrompido por la sociedad. Ello le lleva a diferenciar entre estado civil y estado de naturaleza.     
El estado civil es la sociedad organiza­da, con sus leyes convencionales y sus gobiernos. El estado de naturaleza es la situación en que se encontra­rían los hombres antes, o al margen, de la creación de sociedades organiza­das, en la que sus vidas estarían regidas por ciertas leyes o derechos naturales. Hecha esta distinción se trata de descubrir cómo es el hombre natural, el hombre que vive en estado de naturaleza, y de explicar cómo hemos podido llegar a la situación actual.
Ahora bien, no podemos observar a los hombres en «estado de naturale­za» porque tal estado ya no existe. Es más, puede que tal estado no haya exis­­­tido nunca, que la convencionalidad y artificialidad hayan acom­­pa­ña­do al hom­bre desde su origen. Por eso Rousseau sostiene que el es­­tado de naturaleza es una hipótesis obtenida por abstracción. Esto es, qui­tando del ser humano todo aquello que pone en él la sociedad (las de­si­gual­dades mo­rales y po­lí­ti­cas, tales como la desigual­dad en cuanto a honor, riqueza, rango, considera­ción social; las pa­­siones y deseos que nacen en sociedad, tales como la am­bición, el deseo de honores; el empleo de las diversas artes y ciencias; las convenciones so­ciales, etcétera). He­cho esto, lo que queda es el hombre natural, el hombre en estado de naturaleza.
Que tal ser humano haya existido en un momento de la historia o no, es lo de menos; porque de lo que se trata es de descubrir la auténtica naturaleza humana, para juzgar, a partir de ella, a la sociedad actual y para iniciar una reforma acorde con esa naturaleza.
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Una vez eliminadas la convencionalidad y el ar­ti­ficio con el que la sociedad recubre la naturaleza humana, descubrimos que:
(1) En estado de naturaleza los hombres viven aislados, ya que, la única comunidad natural es la familia, y solo durante el tiempo que los hijos precisan de sus padres; luego los vínculos fami­liares se disuelven.
(2) Dado que, en tal estado, los hombres no han sido corrompidos por la molicie, los vicios, la esclavitud, ni la vida artificial en general, los seres hu­ma­nos son, en su mayoría, fuertes, sanos y autosuficientes.
(3) En tal estado los hombres son básicamente iguales, ya que las desi­gual­dades que existen se deben únicamente a sus condiciones físicas, tales como la edad, la salud, la fuerza o la habilidad física, etcétera, que nunca llegan a crear grandes diferencias entre un ser humano y otro. A este respecto hay que decir que Rousseau distingue entre desigualdad física o natural y de­si­gual­­dad política o moral. Esta última es un producto de las convencio­nes humanas, e implica la desigual­dad de riqueza, consideración social, rango, etcétera.
(4) En estado de naturaleza los hombres se mueven en virtud de dos pa­sio­nes o impulsos básicos, que son: (a) El deseo de autoconservación: que le lleva a intentar satisfacer sus escasas necesidades naturales (comida, abrigo, sexo). (b) La piedad o compasión por sus semejan­tes.
Las características señaladas las com­par­ten los seres humanos con otros animales. Hay, no obstante, dos rasgos que distinguen a los humanos de cualquier otra especie. Estos rasgos serán los que, final­mente, aparten al ser humano del estado de naturaleza haciéndole dege­­nerar en un ser social, en miembro de una comunidad política. Y son:
(5) La libertad natural: es la capacidad que tienen los seres humanos para elegir lo que quieren hacer al margen de cualquier regla natural. Capa­ci­dad que los diferencia de los animales, que son determinados por su instinto siguiendo pautas fijas de comportamiento.
(6) La perfectibilidad o capacidad de autoperfeccionamiento: es la capa­cidad que tienen los seres humanos, tanto a nivel individual como colectivo, de transformar sus vidas. Los ani­ma­les, por el contrario, no varían su modo de ser a lo largo de sus vidas o a lo largo de la vida de la especie.
La concepción roussoniana del hombre en estado na­tural se contrapone, como podemos ver, a la de Hobbes, para quien el hombre es malo por naturaleza. También se contrapone a la versión bíblica y cristiana del pecado original (que lleva, igualmente, a con­cluir que el mal es consustancial a la naturaleza humana). Rousseau de­fien­de, por el contrario, que el hombre es bueno por naturaleza. O, para ser más exactos, que no es ni bueno ni malo, ya que la moral es un producto social, no natural. Pero el hombre se vuelve malo, se llena de vicios, con la creación de las sociedades humanas, convirtiéndose, entonces, tal como decía Hobbes, en un lobo para el hombre.
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¿Qué hace a los seres humanos abandonar el estado de naturaleza y organizarse en sociedades con la creación final de Estados, gobiernos y leyes?
Rousseau explica el proceso del siguiente modo:
En un primer momento los hombres pudieron descubrir que su unión le pro­porcionaba ciertas ventajas para defender mejor sus intereses. (La unión con otros hombres podía, por ejemplo, facilitarle la caza, o protegerle mejor frente a los peligros y catástrofes naturales.) La costumbre de vivir unidos hizo que se desarrolla­sen ciertos lazos afectivos y pasiones antes desconoci­dos: el amor conyugal y paterno, la amistad, los celos, la compara­ción entre unos y otros, las preferen­cias, el orgullo, etcétera.
En un segundo momento apareció la propiedad privada, que trajo consigo el trabajo forzado, la rivalidad y los intereses opuestos, la inseguridad, etcétera, y se convirtió en origen de una desigualdad creciente. El estado de natu­ra­leza dejó paso a una especie de guerra de todos contra todos.
Fue entonces cuando, para evitar ese estado de guerra, los hombres ins­ti­tu­yeron gobiernos y leyes, dando origen a la sociedad política o Estado. Pero los Estados así instituidos solo sirvieron para consolidar la situación de desi­gual­dad e injusticia a la que se había llegado, al mismo tiempo que las leyes se convertían en nuevas cadenas que impedían la libertad humana.
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Llegados a esta situación ¿cuál es la pro­puesta de Rous­seau? ¿Volver al estado natural? No; porque tal cosa, ade­más de ser imposible no es tampoco deseable.
Si la capacidad de auto­perfec­cionamiento nos llevó, en determina­das circunstancias, a abandonar el estado de naturaleza para producir algo que ha resultado ser peor, esa mis­ma capacidad puede ser ejercida para, aprendiendo de nuestros errores, crear algo mejor. Por eso Rousseau propone reformar las sociedades actuales con el objeto de crear un modo de organiza­ción política que permita mantener las ventajas de vivir en sociedad, pero que sea acorde con la naturaleza humana (esto es, que permita conservar la libertad e igualdad de las que go­za­ba el hombre natural).
Para llevar a cabo esta reforma es necesario encontrar un modo de or­ga­ni­zación en la que el individuo se someta a la ley sin perder su libertad anterior. Este problema se resuelve con el contrato social.
El contrato social consistirá, para Rousseau, en un acuerdo mediante el cual cada contratante se somete enteramente a la voluntad general, a condición de que cada uno de los demás asociados haga lo mismo.
La voluntad general puede ser definida como la voluntad que surge de la unión de todos los individuos estableciendo leyes que han de ser aplicadas por igual a todos. Es decir, las leyes deben considerar a los súbditos y a las acciones de un modo abstracto, y no estar dirigidas, por lo tanto, a ningún individuo ni acción en particular.
En palabras de Rousseau: «[..] la ley puede decretar que habrá privilegios, pero no puede concederlos específicamente a nadie. La ley puede establecer muchas clases de ciudadanos, y hasta señalar las cualidades que darán derecho a formar parte de estas clases, pero no puede nombrar a este o a aquel para ser admitidos en ellas».
De ese modo, al apoyar cada contratante unas leyes que sabe que van a regir sobre sí mismo igual que sobre cualquier otro, los intereses particulares se desvanecen y se instaura el bien común.
La voluntad general no debe ser confundida con la vo­lun­tad de la mayoría, porque la mayoría podría decidir aplicar leyes que afectasen a unos individuos concretos. En ese mo­mento ya no sería una voluntad general sino la voluntad particular (por muy mayoritaria que fuese) de un grupo defen­diendo sus intereses frente a otro (con lo cual este otro también estaría legitimado para desobedecer en cuento pudiese hacerlo). Tampoco debe confundirse la voluntad general con la unanimidad, pues si fuese necesario esperar a que todos estuviesen de acuerdo en las mismas leyes para empezar a legislar tal cosa sería imposible. Ni debe ser confundida la voluntad general con la voluntad de todos, que es la suma de las voluntades de los individuos movidos cada uno por su interés, con lo que no se establecería el bien común, sino una yuxtaposición de intereses particulares.
El contrato social produce lo que Rousseau llama un «cuerpo moral y colectivo», o también «persona pública», «república» o «cuerpo político».
(Para concluir este apartado añadiremos que lo que Rousseau entiende por voluntad general tiene unas caracterís­ti­cas similares a lo que en la teoría po­lítica actual se denomina voluntad popular, que es el funda­mento de nues­tros sistemas democráti­cos. Por esta razón suele considerarse a Rousseau el primer defensor teórico de la democracia).
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Así, pues, mediante el contrato social los individuos acuerdan acatar la voluntad general, instaurando con ello la república o cuerpo político. Este recibe distintos nombres según su modo de actuar.
(1) Cuando legisla, esto es, cuando crea leyes, se le llama soberano. Dado que las leyes son creadas por la voluntad general, la soberanía residirá en la voluntad general. El soberano es, pues, el pueblo. A sus miembros (es decir, a los contratan­tes en tanto son participan de la soberanía, en tanto legislan en unión con todos los demás), se les llama ciudadanos.
(2) Cuando es pasivo, y se limita a ser un sistema de leyes ya instaurado, se le llama Estado. A sus miembros (es decir, a los contratantes en tanto son miembros del Estado), se les llama súbditos, pues están sometidos a sus leyes.
Si el pueblo dejase en manos de unos represen­tantes la capacidad de decidir por él, en ese momento perdería su libertad. En consecuencia, el pacto que dio origen al cuerpo político habría sido roto, los particulares estarían legitimados para defender sus propios intereses al margen de la voluntad general, y la comunidad se habría disuelto. Por eso la soberanía es inalienable. Esto es, no puede enajenarse, cederse.
Además, dado que la voluntad general es una (de lo contrario no estaría­mos ante la voluntad general, sino ante voluntades particulares, aun cuando represen­tasen a una mayoría de individuos), ­la soberanía es indivisible. Por esta razón, Rous­seau, frente a Locke y a Montesquieu, rechaza la división de poderes. El poder legislativo y el poder ejecutivo no pueden ser indepen­dien­tes. El poder legislativo es el único poder soberano. El poder ejecutivo, que reside en el gobierno, debe limitarse a administrar lo establecido por el legislativo; esto es, a hacer cumplir la ley.
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La voluntad general hace las leyes pero no puede ejecutarlas; ya que ejecutarlas consiste en una serie de disposicio­nes que afectan a individuos o acciones concretas (premiar a X, contratar a Y, hacer tal camino en tal sitio, etc.); mientras que la leyes son, como hemos visto anteriormente, universales, operan por igual sobre todo el cuerpo político.
Es ne­ce­saria, pues, una institución que encarne el poder ejecutivo: el gobierno. Al gobierno le compete una función meramen­te administrativa, al servicio del soberano. Y así como no es tarea del poder legislativo gobernar, tampoco es tarea del ejecutivo crear leyes, sino acatarlas y hacerlas cumplir.
Rousseau da el nombre de príncipe al cuerpo entero del gobierno, y el de magistrados a los miembros individuales de ese cuerpo.
Rousseau diferencia entre tres tipos po­sibles de gobierno:
(1) Democracia: cuando los magistrados designados por el so­berano son todos los ciudada­nos o la mayoría.
(2) Aristo­cra­cia: cuando los magistrados son menos que el número de los ciudadanos co­munes. La aristocra­cia puede ser: (1) natural: cuando los magistrados lo son en función de alguna cualidad natural (edad, experien­cia). (2) Electiva: cuando ma­gistrados son elegidos por los integrantes del cuerpo político. Esta forma de aristocracia le parece a Rousseau la mejor, la que constituye la auténtica aris­tocracia. (3) He­re­di­ta­ria: cuando los miembros del gobierno lo son por su­ce­sión familiar.
(3) Monar­quía: cuando el soberano concentra todo el poder en ma­nos de un solo ciudadano magistrado, del que reciben su poder los demás.
Rousseau sostiene que «en general, el gobierno democrá­ti­co convie­ne a los pequeños Estados, el aristocrático a los medianos y la monarquía a los gran­des». Si bien encuentra muchos obstáculos para que el gobierno de­mo­crá­ti­co y el monárquico funcionen bien, por lo que parece decantarse por una aris­tocracia electiva.
Así, en el gobierno democrático, al coin­cidir los miembros del soberano y del gobierno en los mismos individuos es fácil que lleve a confundir el interés público con el particular. A este res­pec­to dice Rousseau que «No es con­ve­nien­te que quien hace las leyes las haga cum­plir». En segundo lugar, para reunir a semejante gobierno tendría que tratarse de un Estado muy pequeño, de costumbres sencillas, en donde los ciu­da­danos se conozcan entre sí y los asun­tos a tratar no requieran delibera­cio­nes muy complejas. Finalmen­te, ten­dría que ser un Estado constituido por ciu­da­danos muy iguales en cuanto a cate­gorías y riquezas. De lo contrario los más ricos o de más rango acabarían imponiéndose a los demás.
Con respecto al gobierno monárquico dice que tiene la ventaja de ser un gobierno vigoroso, pues toda la administración se concentra bajo una misma dirección, que puede dominar y controlar a los demás más fácilmente, pero ese mismo vigor puede volverle contra el Estado. Además, si las monarquías son electivas al morir el monarca se crea un periodo confusión en el Estado. Si por el contrario, como es frecuente, son heredita­rias, no se puede evitar que cualquier individuo incapaz o corrupto acabe al frente del gobierno.
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Dado que Rousseau tiene una visión positiva del estado de naturaleza ¿por qué cambiar dicho estado por el estado civil?
La razón es que los seres humanos pierden algunas ventajas con este cambio, pero las que ganan son mayores. Veamos:
(1) Los seres humanos pierden su libertad natural (la libertad que posee el individuo en el estado de na­turaleza, «que no tiene más límites que las fuerzas del individuo»), pero ganan libertad civil y libertad moral. La li­ber­tad civil es la libertad que posee el individuo como miembro del estado civil, re­pública o cuerpo político, cuyo límite es la voluntad ge­ne­ral. La libertad moral surge a consecuencia de que el individuo tiene que abandonar sus impulsos naturales para so­me­ter su acción a los principios o leyes que emanan de la voluntad general (leyes que él se ha dado a sí mismo); con lo cual el individuo se vuelve dueño de sí mismo, no está ya sometido a sus impulsos natura­les, a los puros de­seos. Del acatamiento voluntario de dichas leyes nace además el sentido del deber, fundamento de toda moral. De ese modo, los seres humanos se vuel­ven seres morales.
(2) Los seres humanos pierden igualdad natural (que consiste en que nadie tiene más rango ni poder económico que nadie); pero ganan igualdad moral o civil (que consiste que en todos estén sometidos por igual a las leyes que emanan de la voluntad general, y en que todos sean parte por igual de la voluntad general).
(3) Los seres humanos pierden el «de­recho del primer ocupante» (que consiste en que, en estado de naturaleza, el trabajo y cultivo de un terreno o producto lo con­vierte en posesión de quien lo trabaja), pero ganan el derecho a la pro­pie­dad, que convierte la simple posesión en propiedad garantizada por una ley positiva (esto es, convencional, emanada de la voluntad general).

Bibliografía
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-Ginzo, Arsenio: La ilustración francesa. Entre Voltaire y Rousseau. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1985.
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-La Mettrie: El hombre máquina. Editorial Alhambra, S. A. Madrid, 1987.
-Montesquieu: Del espíritu de las leyes. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1985.
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-Rousseau, Jean-Jacques: Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Editorial Tecnos (Grupo Anaya, S. A.). Madrid, 2001.
-Rousseau, Jean-Jacques: El contrato social. Ediciones Altaya, S. A. Barcelona, 1993.
-Rousseau, Jean-Jacques: Emilio, o de la educación. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1990.

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