miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXIII) HEGEL: PENSAR/SER LO ABSOLUTO

1. El idealismo alemán
Es frecuente emplear el término «idealista» como contrapuesto a «materialista» o como contrapuesto a «realista». Si lo empleamos en este segundo sentido solemos calificar de idealista a todo sistema filosófico que sostenga que el ser de las cosas se establece en la conciencia; de modo que no conocemos de modo inmediato las cosas tal como son «en sí», sino a tra­vés lo construido en la conciencia. En este sentido el padre del idealismo es Descartes, e idealistas son por igual racionalistas (Descartes, Spinoza, Leib­niz, Malebran­che), empiristas (Locke, Berkeley, Hume), y Kant (idealismo trascendental). Idealismo vie­ne a ser sinóni­mo de subjetivismo (o, más propiamente, de subjetualismo).
El idealismo alemán será, dentro de este mo­vi­miento, una corriente peculiar que se desarrolla en Alemania hacia finales del siglo XVIII y durante gran parte del XIX, y cuyos máximos representan­tes son Johann Gottlieb Fichte, Friedrich Wilhelm Joseph Schelling y Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Se caracteriza por radicali­zar los presupuestos del idealismo, eli­mi­nan­do progresi­vamente de Fichte a Hegel, toda re­fe­rencia a algo «en sí» que permaneciese al margen de la conciencia.
Al idealismo en su versión hegeliana se le suele calificar de idealismo absoluto, en tanto concibe a to­do lo real como sujeto, como espíritu. De este mo­do el idealismo (o subjetualismo) llega a su culminación: el proceso que se había iniciado con Descartes se cie­rra con Hegel, pues, en el momento que se concibe a la totalidad de lo real como sujeto, ya se han ex­plorado las posibilidades del idealismo al lí­mite (la es­cisión, de origen cartesiano, entre «sujeto» y «co­sa en sí» desaparece, absorbido lo en sí por el su­je­to).
El idealismo alemán es, pues, un momento más del de­sarrollo de la filosofía moderna, dentro de la cual se pue­de definir por su posición frente a las te­sis de la ilus­tración y, en concreto, frente a las te­sis kan­tianas.
Frente a la ilustración en gene­ral, el idealismo alemán comparte con el roman­ti­cis­mo las si­guien­tes tesis:
(1) Defienden el nacionalismo y las tradiciones po­pu­lares (aparece ahora la noción de volkgeist, es­pí­ritu del pueblo, o espíritu nacional).
(2) Defienden una concepción histórica de la ra­zón. Para las corrientes racionalistas y empiristas mo­dernas la historia es lo opuesto a la ciencia, pura acu­mulación de hechos; es más, la historia les re­mite a la tradición es­colástica de la que, en general, re­niegan a la búsque­da de un nuevo fundamento del saber. El ejemplo más cla­ro de esta posición es el de Descartes, quien preten­de haber conseguido un fundamento del saber sin ad­mi­tir presupuestos pre­vios de ningún tipo. Para el idealismo ale­mán, por el con­trario, la razón se despliega en la his­toria.
(3) Defienden el sentimiento religioso ‑que nace, según Schleiermacher (1768-1834), del sen­ti­mien­to de in­­fi­nitud‑, y una visión orgánica del mun­do (frente a la con­cepción mecánica propia del ra­cio­na­lis­mo y la ilus­­­tración).
Frente a las tesis kantianas, el idea­lismo alemán se afirma en las siguientes po­si­cio­nes:
(1) Rechazan la noción de «cosa en sí», por con­si­de­rarla autocontradictoria. Efectivamente, en Kant es la propia razón la que se pone límites en su ca­pa­cidad de conocer, la que determina lo que es «ob­je­to de la experiencia» y «cosa en sí». Pero al ser la ra­zón la que pone estos límites, lo «en sí» pasa a ser algo determinado por la propia razón.
(2) Como consecuencia de su rechazo de la «cosa en sí» surge una nueva concepción de la ra­zón: la razón infinita. Kant distinguía entre razón fi­ni­ta huma­na e infinita divina. La fi­ni­tud de la razón hu­ma­na radicaba en que el con­te­ni­do del conoci­miento le tenía que ser dado. Pero, una vez eliminada la «cosa en sí», no queda nada al mar­gen del pensamien­to. La razón se vuel­ve abso­lu­ta (a esta razón infinita o absolu­ta, tam­bién le lla­man «yo», «idea», «espíritu»).
(3) Rechazan el carácter analítico‑inductivo de la filosofía kantiana. En Kant, la fundamenta­ción del co­no­cimiento y de la moral va, de lo dado, a sus con­diciones de posibilidad. Es decir, Kant parte de los doce tipos de juicios y a partir de ahí, por un pro­ceso analítico inductivo, llega a las condiciones que los hacen posi­bles: las doce categorías del en­ten­di­miento. Parte del hecho de que la moral se da y por el mismo método llega a las condiciones de po­sibilidad de la moral: libertad, inmortalidad del al­ma, y existencia de Dios. Por el contrario, los idealistas alemanes con­si­de­ran que los hechos, lo dado, es contingente, y que la fi­lo­sofía tiene que ser un saber acerca de lo nece­sa­rio; por ello, para estos, el proceso tiene que ser in­ver­so, tiene que ir del fundamento (de los prin­ci­pios) a los hechos (la filosofía tiene que tener, pues, carácter deductivo). El fundamento tiene que ser lo absoluto, pues solo lo absoluto es necesario, lo fi­ni­to es siempre contingente; además, de lo abso­luto pue­de salir lo finito, pero no al revés.
(4) De los puntos 2 y 3, podemos deducir que la filosofía ha de tener como tema propio lo abso­lu­to y su relación con lo finito. A partir de ahí, los pro­blemas centrales que se les van a plantear a los idea­listas serán explicar: (a) Cómo podemos captar lo absoluto, cómo se da. (b) Cómo se relacionan lo absoluto y lo finito. De las distintas explicaciones que den a estos dos problemas surgirán los dis­tin­tos sistemas idealistas.
(5) Si el fundamento del saber radica en lo ab­so­luto, la ciencia por excelencia ya no serán las ma­te­máticas (como en el racionalismo), ni la física (co­mo en el empirismo), ni ambas a dúo (como pa­ra Kant), sino aquel saber que tiene por tema lo ab­so­luto: la filosofía (y en concreto la metafísica).
(6) Hacer de lo absoluto el fundamento del sa­ber y el tema propio de la filosofía les lleva a una re­va­lorización de la religión (en tanto también la reli­gión tiene por tema lo absoluto), y de aquellas filo­so­fías cuyo contenido es lo absoluto (la obra de Spinoza, Ni­co­lás de Cusa, Böhme, etcétera).
No obstante, hay aspectos de la filosofía kan­tiana que asumen, y que les sirven incluso co­mo pun­tos de partida. Así, asumen:
(1) La noción de li­bertad (que aparece en la tercera antinomia y en la Crítica de la Razón Práctica).
(2) La búsqueda de lo incondicio­nado por parte de la razón (recordemos la Dialécti­ca tras­cen­dental, donde la razón, a la búsqueda de un fun­da­mento absoluto, encuadra la totalidad de la ex­pe­rien­cia bajo las «Ideas» de mundo, alma y Dios, escapándose con ello a los límites del entendimien­to).

2. ¿Quién es Hegel?
Hegel es un filósofo alemán que pretende llevar a filosofía a su cumplimiento, de modo que si la filosofía es amor al saber, este se habría finalmente alcanzado.
Para que la filosofía culmine su aspiración, y pase de ser amor por el saber a auténtico saber, tendrá que atenerse a dos condiciones: (1) Tiene que tratar de lo necesario, pues solo lo necesario es objeto de la ciencia. (2) Tiene que tratar de lo Absoluto, no puede ser un saber parcial (un saber parcial no es auténtico saber, no es saber pleno, no es todavía sabiduría).
Para alcanzar su objetivo Hegel construye el que quizá sea el más completo y complejo sistema de pensamiento que se haya elaborado. (Que para hacerlo deje volar la razón por su cuenta abandonando la conexión con lo real es algo a discutir, y que lo real pueda establecerse al margen de este discurso racional también).

3. Algunos datos biográficos
Georg Wilhelm Friedrich Hegel nació en Stuttgart en 1770, pertenecía a una familia bur­gue­sa pro­tes­tan­te. Estudió teología y filosofía en Tubinga. Allí se hizo amigo íntimo de Sche­lling y Hölderlin. En 1793 se em­plea como preceptor en Berna y posteriormente en Frank­furt. En 1801 se traslada a Jena, donde dirige jun­to a Schelling, la Revista crítica de fi­lo­sofía. En 1808 es nombrado director y profesor de filosofía del Gim­nasio de Nurem­berg. En 1816 es contratado por la Universidad de Heidelberg, y al año siguiente por la de Berlín donde dio cursos de enorme éxito que lo convirtieron en el filósofo más im­por­tan­te de Alemania (y de la época). Murió, de una epidemia de cólera, en Berlín, en noviembre de 1831.
Obras más importantes:
(1) Entre 1795 y 1800 escribe una serie de «obras juveniles», que no serán publicadas has­ta muy pos­te­rior­mente, entre las que cabe destacar: Religión racional y cristianismo, Vida de Jesús, La positividad de la reli­gión cristiana y El espíritu del cristianismo y su destino.
(2) Diferencia entre los sistemas de Fichte y Schelling: de 1801.
(3) La fenomenología del espíritu: para muchos historiadores su obra principal. En ella ex­po­ne el desa­rro­llo de las diversas figuras de conciencia desde la más simple (a la que llama «cer­teza sensible» o «sen­sa­ción»), hasta la más compleja: la «conciencia filosófica» (saber ab­soluto). Publicada en 1807.
(4) Ciencia de la lógica: es otra de sus obras fundamentales. Se publica en dos partes que aparecen en 1812 y 1816.
(5) Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio: en ella hace un desarrollo re­su­mi­do de su sistema. De 1817.
(6) Principios de la filosofía del derecho: de 1821.
(7) Póstumamente fueron publicadas: Lecciones sobre la filosofía de la religión, Lecciones so­bre la historia de la filosofía, Lecciones sobre estética, y Lecciones sobre filosofía de la historia.

4. Antecedentes del pensamiento hegeliano
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Kant
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Johan Gottieb Fichte (Ramenau 1762-Berlín 1814) considera que el sistema del saber ha de ser deducido y en su totalidad, pero esto solo es posible si se parte de lo absoluto. Se comienza entonces por el principio ab­so­lu­to para ir a lo dado. Veamos el pro­ce­so:
(1) Todo lo que el conocimiento pone a priori se desarrolla a partir de un solo principio: la posición abso­luta del yo. La posición absoluta del yo significa que no hay un «darse». Para Kant el entendimiento pone algo a priori que solo sirve en tanto se aplica a lo dado, al ma­te­rial empírico (para Kant esto tiene que ser así porque concibe a la razón humana como fi­ni­ta). Pero para el idealismo alemán, eliminada la «cosa en sí», no hay nada fue­ra de la conciencia que no provenga de ella misma. Se parte, pues, de lo abso­lu­to, yo, o conciencia. El yo se po­ne a sí mismo; es decir, se afirma en un acto de absoluta libertad. Esta au­toposición del yo se demuestra a partir del principio de identidad (A = A). La auto­po­sición del yo es la te­sis absoluta de que se parte.
(2) Pero al autoponerse el yo como yo, pone lo otro como lo otro. Lo otro que el yo es el no‑yo. Es decir, al ponerse el yo se determina como algo (como yo), y eso significa de­li­mi­tarse frente a lo que no es yo. Esto se demuestra a partir del principio de no contradic­ción (A es lo otro que no‑A). La posición de lo otro es la antítesis (de la posición del yo).
(3) Hay un tercer momento de síntesis entre los dos precedentes. Se realiza así: al po­ner el yo como yo y lo otro como otro estos dos momentos se oponen, pero al oponerse el uno al otro se delimitan, y de algún modo se refieren el uno al otro. Hay por lo tanto una com‑posición.
El yo es pura acción, su esencia es la libertad, cuya primera manifesta­ción es au­to­po­ner­se. Por lo tanto, en Fichte se invierte la actitud kantiana. Para Kant lo primero es el co­no­cimiento, y solo a partir de poner lí­mites al conocimiento se fundamenta la libertad, y co­mo consecuencia la acción moral. Para Fichte lo pri­me­ro es la libertad, y por lo tanto la ac­ción, y a partir de ella hay que explicar cómo es posible el cono­ci­mien­to. El conoci­miento es la limitación del yo por el no‑yo, y alcanza su máxima expresión cuando el yo com­pren­de que es él mismo el que produce el no‑yo (el objeto). La moral es la acción del yo sobre el no‑yo, ac­ción en la cual el no yo es reducido al yo, pero esa reducción nunca se com­ple­ta (porque entonces dejaría de haber acción), es un proceso infinito.
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Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (Leonberg -Wuttem­berg-, 1775- Baz Ragaz -Suiza-, 1854) parte también de lo absoluto como fundamen­to, pero ahora lo absoluto es con­­cebi­do co­mo un todo indiferenciado (Schelling piensa, frente a Fichte, que si hablamos de lo abso­luto, no po­de­mos an­dar diferen­ciando entre yo y no‑yo), que se capta en una intuición es­té­tica. Privilegia, pues, la actitud estético‑contemplativa (la propia del artista).

5. La concepción hegeliana de lo absoluto
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Al igual que Spinoza, Fichte y Schelling, Hegel parte de que el tema de la filosofía es lo absoluto. Y ello por varias razones:
(1) Como demuestra el argumento ontológico de Anselmo de Canter­bury, lo absoluto, y solo lo absoluto, es necesario.
(2) Solo el conocimiento de lo absoluto es auténtico saber. Por dos razones: (a) Es un saber que, por tratar de lo absoluto, no deja nada fuera. (b) Es un saber de lo necesario.
(3) Solo a partir de lo absoluto puede explicarse -esto es, demostrarse, deducirse-, todo lo demás.
(4) Kant demostró que el mundo fenoménico es una construcción del sujeto (que organiza la experiencia a partir de las intuiciones de espacio, tiempo y las catego­rías), aunque deja fuera la realidad en sí. Pero la categoría de «cosa en sí» es elaborada por el sujeto. Luego, no hay nada fuera de un sujeto cognoscen­te que lo abarca todo.
Ahora bien, Hegel critica las concepciones de lo absoluto de Spinoza, Fichte y Schelling.
Fichte antepone lo absoluto a lo finito. Pero un absoluto que deja algo fuera, que se presenta como diferente de otra cosa, no es absoluto, pues queda limitado por eso que deja fuera. Y por lo tanto es, él mismo, finito. Lo absoluto, para serlo, debe llevar todo dentro de sí, incluido lo finito.
Además lo absoluto tiene que ser conocido racionalmente, a través de conceptos, que es el modo de operar de la filosofía. Por eso considera insuficiente la pretensión de Schelling de que se pueda conocer lo absoluto en una intuición estética.
Finalmente, frente a Spinoza, sostiene que lo absoluto no puede ser pensado como una sustancia, como una cosa. Porque una cosa es algo inerte. A partir de un absoluto pensado como cosa no se podría explicar el dinamis­mo y la creatividad de la naturaleza y de la historia humana. Por el contrario, Hegel considera que lo absoluto debe ser pensado como Espíritu, pues el Espíritu se caracteriza por el dinamismo y la libertad.
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Según Hegel, también la reli­gión y el arte tienen como tema lo absoluto.
Desde la pers­pectiva religiosa el ju­daís­mo fue la primera religión que alcanzó a expresar este ab­so­lu­to, pues es la primera religión que concibe a Dios como absoluto. Ahora bien, al absoluto de la religión judía le pasa lo mismo que al absoluto de Fichte, que deja fue­ra de sí a lo finito.
En efecto, el Dios judío, el Dios que aparece en el Antiguo Testamento, es un Dios ale­jado del mundo, cuya relación con el mundo (lo finito) se da bajo la forma de man­datos y castigos. Solo el cris­tianismo alcanza a expresar el auténtico absoluto, ya que en el cristianismo Dios es pensado como Padre (ab­soluto diferenciado de lo finito, del mun­do), como Hijo (Dios encarnado en lo finito, hecho material sen­si­ble, naturaleza, mundo), y como Espíritu Santo (reconcilia­ción de lo absoluto y lo finito), en el cual la re­la­ción entre lo infinito y lo finito se da bajo la forma del amor.
El arte también tiene como objeto lo absoluto. Pero ni el arte ni la religión son los modos más plenos y adecuados de expresar lo absoluto. Pues el arte necesita del material sensible para expresarse. Y la religión necesita de imágenes sensibles (un Padre, un Hijo) para tal expresión. Pero lo sensible es inadecuado para expresar lo absoluto. Solo el concepto puede expresarlo correctamente. Por ello, solo la filosofía puede expresar correctamente lo absoluto.
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Ahora bien, para Hegel el concepto no se limita a ser una representación mental de algo universal, como en la escolástica, ni una idea innata, como en Descartes. El concepto (el pensamiento, la razón, que para Hegel son lo mismo), tiene un carácter dinámico, como la realidad misma que pretende describir. Este dinamismo hace que todo lo finito perezca, muera, no perdure, se transforme, hasta alcanzar lo absoluto. Pues solo lo absoluto es necesario.
Dado que la realidad avanza hacia lo absoluto, el concepto, que describe esa realidad, también cambia y avanza, hasta nombrar lo absoluto. Pero hay más, el absoluto no puede dejar nada fue­ra, por lo que el concepto (el pen­sa­miento), no podrá ser algo distinto de ese todo. De ahí que acaben identificándose concepto y objeto, pensamien­to y realidad, en lo absoluto. A ese con­cepto que nombra lo absoluto, y que es lo absoluto, le llama Hegel Idea. En esa identificación reside la verdad. Pues en el momento en que pen­sa­miento y realidad se identifican el pensamiento es definitivamen­te verdade­ro.
Recordemos que la verdad es entendida en la filosofía moderna (y también en la es­co­lás­tica y en la lógica es­toi­ca, e incluso en Aristóteles) como adecuación del entendimien­to a la cosa.
Hegel llevará esta noción de verdad a sus últimas consecuencias: mientras el en­ten­di­mien­­to y la cosa sean dis­tintos entre sí la adecuación no será plena; solo habrá adecuación to­tal cuando entendimiento y cosa (el su­jeto que conoce y el objeto conocido) sean lo mis­mo.
Pues bien, mientras nos mantengamos en lo finito no se producirá esta plena ade­cua­ción. Mientras nos man­tengamos en lo finito tendremos, como en Fichte, la conciencia por un lado y la naturaleza por el otro. Solo cuando la conciencia es absoluta, es al mismo tiem­po la naturaleza, y por ello ambas (conciencia y natu­ra­le­za, sujeto y objeto, el que co­no­ce y lo conocido, el yo y el no‑yo) serán lo mismo, su adecuación será total.
Por la misma razón lo absoluto ha de expresarse en un sistema. El saber, la verdad, nun­ca puede ser de lo parcial. Una proposición nunca es verdadera, porque nombra algo par­cial, que, como tal, está condenado a desvanecerse (en lenguaje he­ge­liano, es algo abstracto). Solo es verdadero el sis­te­ma completo de las proposicio­nes en que se da el saber ab­so­luto. De ahí que la filosofía de Hegel se desarrolle en un sistema.
Como consecuencia de esta concepción de la verdad se deduce también que la ciencia por excelencia será la metafísica (o la filosofía, si consideramos que la filosofía es, ante todo metafísica), pues solo la metafísica tiene por objeto de estudio a lo absoluto.
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Al proceso, racional, que sigue la realidad y el conoci­miento hasta alcanzar lo absoluto, le llama Hegel dialéctica. Este proceso es dinámico, por eso Hegel define la dialéctica como «la razón puesta en movimien­to».
Recordemos que ya Platón hizo un uso explícito de la dialéctica. Para Platón la dialéctica no era un simple método, sino la forma suprema del saber, la cual, a través de pau­latinas síntesis de lo diverso, nos lleva de las «ideas» inferiores a la «Idea de Bien», para, a continuación, partiendo de la Idea de Bien, descender hasta la «idea» que queríamos conocer.
Hegel parte de la concepción fichteana de la dialéctica, según la cual se trataría de un proceso que consta de los siguientes momentos:
(1) Tesis: es un conocimiento del que partimos, o bien un estado de cosas.
(2) Antítesis: lo que no es conocimiento de lo absoluto no es conoci­miento verdadero. Lo que no es la realidad absoluta no es la auténtica rea­li­dad. Por ello ese conocimiento debe ser negado, superado. Esa realidad debe ser negada, debe perecer, debe transformarse. Pues solo lo absoluto es ne­ce­sario. Este momento también es conocido como el momento de la nega­ción.
(3) Síntesis: la negación del conocimiento anterior debe llevarnos a una fase nueva de conocimiento, a una forma superior de conocimiento. La trans­for­mación de la realidad debe llevar a una realidad nueva. La síntesis viene a ser una nueva tesis. Si esta nueva tesis no es conocimiento de lo absoluto, ins­tauración de la realidad absoluta, el proceso vuelve a repetirse hasta alcanzar lo absoluto.
El conocimiento tiene siem­pre la es­tructura relacional sujeto‑objeto (para que haya conocimiento tiene que haber un su­jeto que conoce y un ob­jeto que es conocido), de tal modo que cada uno de estos mo­men­tos niega al otro (es objeto lo que no es su­jeto y es sujeto lo que no es objeto). El co­no­cimiento implica siempre (al menos en principio) esta relación.
Pues bien, la dialéctica tiende a reducirlos el uno al otro (recordemos que la dialéctica tie­ne como uno de sus momentos las síntesis de contrarios). Reducción que será fi­nal­men­te la del objeto al sujeto, pues solo este (el sujeto) tiene capacidad dinámica para suprimir, su­perar y conservar (Hegel emplea para decir todo esto la expresión alemana aufheben que Or­tega ha traducido por «absorber») al otro. Esta reducción será fi­nal­mente la reducción del ser al pensamiento. Esta reducción de todo lo objetivo a subjetivo es lo que convierte al sis­tema de Hegel en un idealismo absoluto (no solo se fundamenta el saber y el ser de la realidad en el sujeto, sino que, al final, todo es su­je­to). El sistema hegeliano representa, pues, la cumbre del sub­je­tivismo (o subjetualismo, para ser más exactos) filosófico que había comenzado en la mo­dernidad con Descartes.
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Tenemos entonces que la realidad se despliega hasta alcanzar lo absoluto, y que la razón (el concepto, la Idea) se despliega hasta conocer/ser lo absoluto, donde se fusionan realidad y razón.
De aquí podemos deducir que:
(1) La razón (que es infinita, absoluta y creadora) tiene carácter histórico, es la meta de la his­to­ria. En la historia se opera la síntesis entre «ne­cesidad» y «libertad», entre «mo­ra­li­dad» y «naturaleza», entre lo «finito» y lo «infinito». Vimos como Kant, para resolver las con­tradicciones que se le planteaban a la razón, escindía el mundo entre lo feno­mé­nico (= teó­rico = falto de libertad), y lo nouménico (= práctico = reino de la libertad). Para Hegel, por el contrario, estas contradicciones se resuelven en la historia).
(2) Dado que razón y realidad se desarrollan juntos «Todo lo racional es real y todo lo real es racional».
(3) La filosofía no puede decir cómo debe ser el mundo, pues el mundo es co­mo tiene que ser, en tanto es un proceso racional, y por ello necesario. La filosofía debe li­mitarse a comprenderlo. (El «debe ser» y el «ser» coinciden en cada momento del proceso).
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En el desarrollo hacia lo absoluto, el espíritu sufre un proceso continuo de alienación. Hegel emplea esta noción con el significado usual de «extrañamiento». Está alienado aque­llo que se halla «fue­ra de sí». Puesto que, para Hegel, lo que está «en sí» (lo que es real), es siempre el espíritu, habrá alie­na­ción cada vez que el espíritu deje de ser espíritu. He­gel emplea la expresión en varias ocasiones a lo largo de la Fenomenología (así, en la dia­léc­tica del amo y del esclavo, cuando el esclavo trabaja crea cosas que son extrañas a él mismo, tema que retomará Marx; y también en el segundo momento del espíritu ob­je­ti­vo, don­­de dice que el espíritu se halla alienado en la cultura); y del sistema (el espíritu está alienado cuando se hace naturaleza).
En líneas generales aplica este término al segundo momento de la dialéctica (la alie­na­ción es siempre el mo­mento de la negatividad). Pero la alienación misma no es algo ne­ga­ti­vo (es decir, no es malo que haya alie­nación) ya que para Hegel es un momento necesario del proceso.

6. La fenomenología del espíritu
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Según el propio Hegel, la Fenomenología del espíritu es una introducción al sistema de la filosofía. Ello se debe a que la filosofía tiene por objeto lo infinito o absoluto; pero este in­finito no se puede alcanzar de golpe, por medio de una intuición mística o intelectual (co­mo sostenía Schelling), sino a lo largo de un pro­ceso que la conciencia humana ha tenido que recorrer históricamen­te. Este proceso que el espíritu humano ha recorrido histórica­men­te, tiene que volver a recorrerlo cada conciencia individual. Este libro, la Fe­no­me­no­lo­gía del es­píritu, tiene, entonces, la función de mostrar a sus lectores el camino que han de re­co­rrer in­divi­dual­mente, y que la humanidad ya ha recorrido colectivamente, para situarse en el sa­ber absoluto, en el te­rre­no de la cientifici­dad, y poder penetrar en su sistema.
La Fenomenología comienza con la figura de conciencia más simple («cer­teza sensible») y se desarrolla has­ta la «conciencia filosófica». (Aclare­mos que una «figura de conciencia» es una determi­nada forma de relacionarse la con­ciencia con su objeto). Veamos una bre­ví­si­ma exposición de este desarro­llo:
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El primer momento de este proceso hacia lo absoluto es el Espíritu subjetivo, que trata del sujeto individual y su relación con el objeto (que puede ser el propio sujeto) a conocer. Su evolución pasa por tres fases sucesivas: conciencia, autoconciencia y razón.
(1) Conciencia. En esta fase la conciencia se relaciona con algo que tiene frente a ella. Es saber de otro. En ella distingue a su vez tres fases: (a) Sensación: la conciencia aprehende lo que tiene ante sí como un «esto» («"esto" blan­co», «"esto" rojo», «"esto" aquí», «"esto" ahora».) (b) Percep­ción: la conciencia apre­hen­de lo que tiene ante sí como «cosa». La cosa es el substrato de las cualidades (aquello en lo que van la rojez, la blancura, aquello que es aquí, o ahora). Tiene un sentido similar al de sustan­cia en Aristóteles. (c) En­tendimiento: la con­ciencia aprehende lo que tiene ante sí como relaciones entre las cosas. A estas rela­cio­nes las denomina Hegel «fuerzas».
Esta serie de pasos sucesivos se realizan con trabajo y dolor de la conciencia con lo que esta acaba por descubrirse a sí misma y se convierte en autoconciencia.
(2) Autoconciencia (la dialéctica del amo y del esclavo y la conciencia infeliz). La au­to­concien­cia con­siste en un saber acerca de sí por parte del sujeto, en el intento de conocerse a sí mismo. Pero este intento del sujeto de conocerse a sí mismo produce una es­ci­sión dentro de la propia conciencia, ya que, para conocerse, la conciencia necesita convertirse en «conciencia que conoce» y «conciencia conocida». Pero, en tanto lo propia­mente con­ciencia (lo propiamente sujeto, espíritu) es lo dinámico, la conciencia real es la que co­no­ce. Por lo que este intento de la conciencia de conocerse a sí misma parece condenado al fracaso (no puede co­nocer su propio acto de conocer). Pero al encontrarse con las otras au­to­conciencias (las descubre como tales cuando ellas no se dejan tratar como cosas), des­cu­bre que a través de ellas se puede conocer como con­cien­cia, por lo que exige «reco­no­ci­mien­to». Pero las otras autoconciencias exigen a su vez ser reconocidas, por lo que se en­ta­bla una lucha, que va a ser a muerte porque está en juego su propio reconocimiento co­mo indi­viduo.
Individualmente esta lucha es común a todas las conciencias. Pero desde un punto de vista de la evolución del espíritu (es decir, de la historia de la humanidad) la lucha de las autoconcien­cias se ha producido en el mun­do antiguo greco-romano, porque a partir de la lu­cha de conciencias en el mundo grecorromano va a evo­lucionar la conciencia humana. Vea­mos el proceso:
En esta lucha, los que se someten, prefiriendo el sometimiento a la muerte, se con­vier­ten en «esclavos», mien­tras que los que luchan hasta la muerte acaban prevalecien­do como «amos» (o mueren, claro). Con esto co­mienza lo que Hegel denomina dialéctica del amo y del esclavo. El amo triunfante exige reconoci­mien­to del esclavo. Pero aquí surge una con­tra­dicción: el amo al someter al esclavo, lo convierte en cosa, con lo que le niega su cua­li­dad de autoconciencia por la cual quería ser reconocido, por lo tanto se revela que su triun­fo ha sido, en cierta forma, en vano. A partir de entonces, por el lado de los amos la con­cien­cia no evo­lu­ciona.
Sucede, por otro lado, que el amo hace trabajar al esclavo para él, con lo cual las rela­cio­nes a la larga se invierten. Veamos como:
El esclavo trabaja. El amo disfruta de la cosa trabajada por el esclavo. Pero disfrutar de una cosa es pasar a depender de ella, mientras que trabajarla es hacerla depender de uno. Con ello el amo se degrada, mien­tras que el  esclavo, al enfrentarse a la cosa para trabajarla, acaba redescubriendo que es sujeto (es decir, que es algo dinámico, que es una con­cien­cia). Con ello acaba siendo superior al amo (desde el punto de vista de la evolución del es­pí­ritu) y comienza el proceso de su autoliberación. Pero la autoliberación del esclavo de­be­rá pasar todavía por numerosas luchas y desgarramientos interiores. Las tres primeras eta­pas de esta libe­ración son descritas por Hegel a través, nuevamente, de tres «figuras» his­tóricas:
(a) El estoicismo. El estoico trata de escapar a su esclavitud aceptando sus cadenas y refugiándose en una ilusoria libertad interior. Pero esta libertad que­da continuamente desmentida por el cho­que permanente con el mundo (en el que el es­cla­vo sigue siendo esclavo y tratado como tal). El paso si­guien­te será entonces negar el mun­do.
(b) El escepticismo. El escéptico al sostener que tan demostrable es una tesis como su con­traria, con­vier­te al mundo en algo irreal, niega el mundo. Pero la realidad contradice con­tinuamente esta situación, por lo que esta negación se lleva a cabo solo en el pen­sa­mien­to. Se produce, entonces, la má­xima escisión entre la con­cien­cia y la realidad. Por lo que la liberación de la conciencia esclava busca otras salidas:
(c) El cristianismo. Lo insostenible de la postura escéptica conduce en el cristianismo a una nueva esca­pato­ria: la distinción terrenal amo‑esclavo queda anulada porque todos son siervos de un mismo señor, Dios. «Ante Dios todos somos iguales». La «lucha» carece de todo interés porque el único reconocimiento válido es, ahora, el divino; y, como conse­cuen­cia, el mundo sensible, terrestre, no tiene ningún valor.
La dialéctica del amo y del esclavo se traslada ahora al interior de la conciencia hu­ma­na. A esta situación de la conciencia la llama Hegel, la conciencia infeliz: la infelicidad con­sis­te en la escisión radical entre «con­cien­cia finita» humana y la «conciencia infinita» di­vi­na: ante lo infinito que es Dios, toda la vida humana (todo lo finito) no vale nada, de ahí que este mundo sea visto como un «valle de lágrimas» donde todos ve­nimos a sufrir (este pro­ceso es típico de la Edad Media). La superación de esta escisión comenzará en el Rena­cimiento y se consumará en la revolución francesa y la ilustración, con el advenimien­to de otra figura de conciencia: la razón.
(3) Razón. Para huir de la infelicidad la conciencia acaba identificándose ella misma con Dios. De ese modo reconoce en sí a la conciencia absoluta, que no necesita ir más allá de sí misma. La razón (que lo pene­tra todo: «todo lo real es racional y todo lo racional real») es esta conciencia absoluta en donde se sin­teti­zan las dos anteriores formas de con­cien­cia. En ella se superan los dualismos anteriores (el «yo» y la «cosa», por un lado; el «yo» y los «otros», por otro). Pero la razón aún debe salir al mundo para demostrarse que efec­tiva­mente ella es toda la realidad. Primero se busca en la naturaleza, tal como hizo el na­tu­ralismo del Rena­cimiento, a tal efecto, la razón establece leyes que trata de ver con­fir­ma­das en la experiencia. Pero una ley siempre podrá ser refutada por los hechos. Si no pue­de ser establecida como necesaria una ley, se la em­plea como hipótesis (así Galileo), que es un híbrido entre la necesidad y los hechos; pero esta depende, aún, de una expe­rien­cia externa sensible. La razón en su búsqueda de sí misma en el mundo, se vuelve en­ton­ces hacia el interior de la mente humana individual, esto es lo que hacen los psicólogos em­píricos (recordemos a Locke y a Hume), pero sigue determinada por el mundo externo (cos­tumbres, modos de pensar, religión, etc.) y el psicólogo empírico no puede conectar esto externo y lo interno.
Por fin, después de múltiples tentativas, la razón se reconoce encarnada en el Estado, que es el reino de la eticidad (forma social de la moralidad), donde se produce la re­con­cilia­ción del individuo y los otros, de lo particular y  lo universal (del yo y el nosotros). En la eti­ci­dad se identifican el ser y el deber ser, por lo que es superior a la simple moralidad.
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El segundo momento en este proceso hacia lo absoluto lo constituye el Espíritu objetivo. Es el espíritu realizado fuera de sí mismo, en el mundo. La primera fase del proceso es ahora la eti­ci­dad. Esta se da en el ar­mo­nio­so desarrollo del hombre dentro del Estado grie­go (la polis o ciudad‑Estado). La relación de este individuo en, y con, la sociedad, es armónica, pero el indi­vi­duo no se vive como per­so­na (solo en tanto que familia y Estado), ni todos los individuos son siquiera ciu­dada­nos (los esclavos no lo son). En la fase siguiente (el imperio romano), el Estado reconoce la in­di­vi­dua­li­dad del ciudadano, dándole el es­ta­tus jurídico de persona (derecho romano), pero sin embargo la armonía so­cial se rompe. El Estado es in­men­so y gobernado por personajes des­conocidos, los dioses son diversos para cada población y los ciudadanos no viven los pro­blemas del imperio como propios. Esta separación adopta nue­vas formulacio­nes en la ilus­tra­ción, donde se produce una antítesis fe‑cultura. La nueva armonización ven­drá ahora de la mano de la mo­ra­lidad.
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El tercer momento en el proceso hacia lo absoluto es el Espíritu absoluto. El espíritu, que se había vuelto objetivo, se reencuentra ahora definitiva­mente consigo mis­mo. Este reen­cuen­tro se produce a través de un proceso  que culmina manifestándose co­mo arte, religión, y filosofía. Cada una de ellas tiene por objeto (por contenido) el es­pí­ri­tu absoluto, pero difieren en la forma de acceder a él.
(1) Arte. El arte manifiesta lo absoluto de modo sensible (ya que necesita del material sensible ‑so­nidos, colores, pie­dra, etc.‑). La idea de lo absoluto es intuida (algo similar a lo que pos­tu­laba Schelling). Por necesitar del con­curso de lo sensible (lo sensible siempre es finito), el arte no es la forma más adecuada de acceder a lo abso­luto.
(2) Religión. La religión que consigue expresar lo absoluto es la «religión revelada», el cristianismo; ya que solo la mani­fes­tación cristiana de Dios, es concepción de lo absoluto en sentido hegeliano, es decir, un absoluto que lleva em­bebido lo finito (representado por Jesús, el Cristo), a su vez reconciliados (el Espíritu Santo). En la reli­gión, lo absoluto es representado. No necesita del material sensible pero sí de la imagen sensible (un Dios «padre», un «hijo», etc.), por lo que su forma no es todavía la más apropiada para manifestar lo absoluto.
(3) Filosofía. Finalmente llegamos a la manifestación plena de lo absoluto, este ha de ser concebido, manifestado en el concepto y eso es lo que hace la filo­sofía.

7. El sistema (esquema general)
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Lo desarrolla resumido en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, y otras partes se­pa­ra­das en la Lógica y la Filosofía del derecho. Consta fundamental­mente de tres partes: lógica, fi­lo­sofía de la naturaleza y filosofía del espíritu.
En la filosofía del espíritu vuelve a incluir gran parte de lo ya desarrolla­do en la Fe­no­me­no­logía del espí­ritu; aunque, ahora, a diferencia con la Feno­meno­logía del espíritu no usa «fi­gu­ras de conciencia» para explicar el desarrollo, sino «categorías» o «conceptos»). La fenomenología es la narración de un proceso his­tó­rico, es decir, parte de hechos hallados, no es de­duc­tiva, por eso recurre a imágenes, figuras sensibles, para expresarse. El sistema es absolutamente deductivo, expresa el proceder necesario de la Idea, por ello se ex­presa mediante conceptos.
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Lógica. La lógica trata de la «Idea en sí misma» (la Idea que aún no se conoce, que aún no se sabe). Hegel tam­bién la define como «la mente de Dios antes de crear el mundo». La creación sería el salirse de sí de la Idea, que la convierte en naturaleza. En la filosofía del espíritu mostrará co­mo la Idea se reencuentra sabiéndose. A lo largo de todo el proceso la Idea gana dos co­sas: (1) Llegar a saberse. (2) Integrar en sí la finitud (naturaleza), con lo que el infinito expresado en la Idea se convierte en un «buen» infinito.
Hay que tener en cuenta además que la lógica de Hegel es una lógica dialéctica. Frente a la lógica for­mal anterior (y también frente a la lógica trascendental kantiana), la lógica de He­gel pretende apresar el «mo­vi­miento del concepto» por las diversas fases hasta llegar a ser Idea. Puesto que la Idea es una reconciliación de pensamiento y ser, la lógica de He­gel es, al mismo tiempo, una ontología (ciencia del ser), lo que es lo mismo que decir que la lógica de Hegel pretende dar no solo una forma para el pensamiento sino también un con­tenido.
Veamos con un ejemplo como opera la lógica dialéctica:
Partimos del «ser», que es el más general y el más vacío de los conceptos. Si in­ten­ta­mos apresar (decidir que es) el «ser» nos encontra­mos que no se aplica a nada concreto. Decir «ser» es por lo tanto lo mismo que decir «nada». Intentar pensar lo que es el «ser» nos ha llevado a la «nada». Te­nemos que «ser» y «nada» (a este nivel) vienen a significar lo mismo, lo que nos permite pasar de uno a otro. Este paso del uno al otro es el «de­venir». Con lo que ya tenemos otra categoría, la de «devenir». Y así, sucesivamente.
En la lógica entran todo tipo de categorías que nos permitan aprehender la génesis nece­saria de la reali­dad, ta­les como las de: «ser», «nada», «de­venir», «cualidad», «can­ti­dad», «medida», «existen­cia», «esen­cia», «rela­ción», «vida», ... «Idea». (Recordemos, para con­trastar, la enumeración de las ca­tegorías que hacen Aris­tóteles y Kant).
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Filosofía de la naturaleza. La naturaleza se caracteriza por ser exterioridad, por ser para otro. Es una salida de sí mis­mo del espíritu (de la Idea), que aún no se ha reencontra­do. En este sentido también se puede decir que el espíritu está ena­jena­do en la naturaleza. Se de­sarrolla a través de tres momen­tos: mecánica, física y física orgánica.
(1) Mecánica. Trata de la exterioridad (que es lo propio de la naturale­za): (a) En su abs­tracción (es­pa­cio y tiempo). (b) En su aislamiento (materia y movimiento). (c) En su ritmo de movimiento conjunto (me­cá­nica absoluta) cuyo máximo desarrollo se alcanza en la gra­vi­­tación.
(2) Física. Pasa de la individualidad universal (los elementos de la materia) a la indivi­dua­li­dad par­ti­cular (esto es, las propiedades de la materia: calor, sonido, cohesión...).
(3) Física orgánica. Dentro de esta última distingue: (a) La naturaleza geológica. (b) La naturaleza ve­getal. (c) El organismo animal: en esta última fase se ponen los cimientos para el surgimiento de la vida hu­mana en cuyas primeras manifestaciones el espíritu co­mien­­za a reencontrarse.
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Filosofía del espíritu. La aparición del hombre dentro de la na­tu­raleza inaugura el reino del es­píritu en el cual la Idea acabará reencontrándose a sí mis­ma. Se divide a su vez en espíritu subjetivo, espíritu objetivo y espíritu absoluto.
(1) Espíritu subjetivo. Consta a su vez de tres momentos en su desarrollo: alma, conciencia y espíritu.
La primera manifestación del espíritu subjetivo se produce bajo lo que Hegel de­no­mi­na alma, para cuyo estudio reserva a la antropología. Por alma entiende Hegel algo distinto de la conciencia. El alma es un momento anterior al desarrollo de la conciencia. Está constituida por aquello que en el hombre no es es­tric­tamente natural, pero que está determinado por lo natural. Así la melancolía, la tristeza, etc., que son ma­nifestaciones no físicas de lo humano pero que están determinadas por condiciones naturales tales como el clima, los cambios de estación, la hora del día, etc.
La segunda manifestación del espíritu subjetivo es la conciencia y el estudio de su de­sarrollo coincide con el estudio del espíritu subjetivo que ya hemos visto en la fe­no­me­no­lo­gía.
La tercera manifestación del espíritu subjetivo la llama Hegel espíritu (Geist) a secas, que es tema de estudio de la psicología. De esta parte, especialmente engorrosa, solo nos in­teresa aclarar que Hegel dis­tin­gue tres momentos: (a) Espíritu teórico. (b) Espíritu práctico. (c) Espíritu libre, que resulta de la síntesis de los anteriores.
Con el advenimiento del espíritu libre, de la voluntad libre, esta querrá realizarse en el mun­do, querrá objetivarse, dando origen a una nueva fase del  desarrollo del espíritu: el es­pí­ritu objetivo.
(2) Espíritu objetivo (cuyo desarrollo coincide con la filoso­fía del derecho he­ge­liana). El intento de la libertad de objetivarse en el mundo dará origen a las costumbres e instituciones jurídicas y socia­les. La libertad (el espíritu libre) crea la historia humana, la cul­tura humana, que es una especie de su­per­naturaleza.
Este intento de la libertad de objetivarse pasa a su vez por tres momentos: el derecho abs­tracto, la mo­ra­lidad y la eticidad. El segundo momento, el de la moralidad, coincide con la ética kantiana, pero Hegel cree que esta debe ser superada. El espíritu no puede quedarse sin más en este estadio.
Veamos ahora como, según Hegel, aparecen en escena estos tres momentos constitutivos del espíritu ob­je­tivo:
(a) El derecho abstracto. Trata de la persona en abstracto. El derecho regula las re­la­cio­nes entre per­sonas y de estas con sus propiedades.
Habíamos concluido la parte dedicada al espíritu subjetivo con la aparición del espíritu li­bre, del espíritu que se sabe libre. A esto, a una conciencia que es/se sabe libre, y por lo tan­to responsable, es a lo que lla­ma­mos una persona. El concepto de persona va vinculado a la noción de interioridad, de libertad interior. Esta noción de interioridad no existe en el mun­do griego, y aparece con toda su fuerza en el cristianismo. Pero la primera forma de ob­jetivación del concepto de persona (es decir, de realización en el mundo, en lo ex­te­rior, del concepto de persona) aparece en el derecho romano. El derecho romano recoge el con­cep­to de per­sona de un modo abstracto: como persona jurídica. El concepto de persona apa­rece recogido en el derecho vin­culado a la noción de propiedad y a la no­ción de con­trato.
Pues bien, el de propiedad y el de contrato son dos momentos fundamen­tales en el de­sa­rrollo del espíritu ob­jetivo que se despliegan del siguiente modo:
El primer intento del espíritu libre por objetivarse en el mundo consiste en la apropiación de las cosas; el espíritu intenta darse un campo externo de libertad apropiándose de las co­sas materiales. Pero en este nivel el concepto de propiedad es todavía un concepto abs­trac­to: se trata de un sentido general de propiedad por el que el individuo está en dis­po­si­ción de apropiarse cualquier cosa. Pero del mismo modo que el individuo libre está en dis­po­sición de apropiarse cualquier cosa también está en disposición de renunciar a apropiarse de­terminadas cosas. De aquí nace el concepto de contrato, mediante el cual dos o más in­di­viduos acuerdan reco­nocer una serie de propiedades como siendo de uno o siendo de otro. El concepto abstracto de propiedad pasa a ser concreto.
Esta relación que los individuos establecen en el contrato posibilita la unión de vo­lun­ta­des, y permite esta­blecer lazos de igualdad entre los individuos. Hegel, pues, coincide con los teóricos del liberalismo en en­contrar una relación íntima entre el derecho a la propiedad y la igualdad entre los hombres. Aunque, a dife­rencia de los liberales, Hegel cree que este es solo un momento que debe ser superado.
Pero sigamos la marcha del espíritu. El reconocimiento de la persona, es decir, del su­je­to libre y res­pon­sa­ble como algo exterior entraña varios conflictos:
En primer lugar la libertad aparece aquí como exterior, y por lo tanto como una con­cep­ción inapropiada de la libertad. Por aparecer como exterior al sujeto, existe siempre la po­si­bi­lidad de que este se niegue a cum­plir la ley. En esto reside la injusticia, el delito, en el cho­que de la voluntad «particular» de la conciencia libre con la ley («universal») establecida en el derecho. El delito solo puede ser superado mediante el castigo, y la finalidad de este no es reformar al delincuente, ni apartarlo de la comunidad, sino justamente hacerle que vuel­va a la universalidad de la ley. Hegel dice, más aún, que el criminal debe desear (desea) ser cas­ti­gado, pues solo así se restaura su condición de persona (sometido al derecho, a la ley, que es donde se esta­ble­ce el concepto de persona).
Pero el castigo es externo, y no es condición suficiente para superar la contradicción en­tre la voluntad par­ticular que delinque (o puede ocasional­mente hacerlo) y la voluntad uni­versal de la ley. La superación de esta contradicción solo puede darse cuando el indi­vi­duo particular conforma su voluntad libre a la ley uni­ver­sal, cuando interiormente da su con­sentimiento a la ley universal. Y esto es el fundamento de la moralidad, que Hegel pien­sa, como hemos visto, al modo kantiano (como sometimiento de la voluntad del individuo, des­de sí mismo, a la ley universal).
(b) La moralidad. La moralidad es entendida por Hegel, como ya dijimos, al modo kan­tia­no. Ahora bien, aunque la moralidad es un momento necesario en el devenir del espíritu no es suficiente por sí misma. Entre las críticas que Hegel hace al concepto kantiano de la mo­­ra­lidad están: (i) No admite la distinción ta­jan­te establecida por Kant entre «deber ser» y «ser». (ii) Si la en­ten­demos al modo kantiano la moralidad se queda en algo me­ra­men­te formal, en una moral de intenciones. Pero el espíritu quiere actuar sobre el mundo, la libertad quiere darse su con­tenido objetivo. Por lo tanto la objetivación, el contenido, es in­separable de la ética, por lo que debe ser algo a lo que apunte la moralidad (en términos de Hegel, la verdad de la mo­rali­dad se encuentra en la eticidad).
El momento de la moralidad debe ser superado. Esta debe realizarse en el mundo. Esta rea­lización de la moral en el mundo resulta de una síntesis de los dos momentos an­te­rio­res (de­recho abstracto y moralidad) que da origen a un tercer momento: la eticidad.
(c) La eticidad. En la eticidad se sintetizan lo externo del derecho y lo interno de la moral; es la moralidad con­vertida en naturaleza. Pasa igualmente por una serie de fases:
(i) La fa­mi­lia. De la fase de la moralidad abstracta pasamos a la fase de la moralidad con­creta. La pri­mera manifestación de esta reside en la familia: en la familia la conciencia, el individuo, se halla sumergida en la totalidad que constituye la propia familia. Esta inmer­sión del individuo en la totalidad familiar se pro­duce en forma de amor. Sin embargo en el seno de la familia siguen existiendo personas individuales que no encuentran su total rea­li­za­ción en la familia: así, los hijos, orientados fuera de la familia a la constitución de otras fa­milias, hacia la elaboración de sus planes de vida, etc. Por ello, la familia no puede cons­tituir un fin absoluto en sí misma. El segundo momento de la eticidad será la sociedad ci­vil.
(ii) La sociedad civil. El elemento que estructura a la sociedad civil no es el amor sino la satisfacción de las necesidades. Para la satisfacción de estas necesidades se establece la división del trabajo. Esta divi­sión del trabajo dará finalmente origen a tres estamentos bá­sicos: (a) El de los campesinos. (b) El de los in­dus­triales y comerciantes. (c) El de los ser­vidores del Estado (funcionarios). En la sociedad civil los indi­vi­duos se relacionan entre sí como particulares, pero los individuos han de participar en la sociedad civil, y a través de ella en el Estado, como miembros de algún estamento, de lo contrario su participación será ine­fec­tiva.
(iii) El Estado. El Estado engloba los dos momentos anteriores. En la familia los indi­vi­duos se viven como miembros de una totalidad, en la sociedad civil como particulares que ac­ceden al interés universal a tra­vés de los es­ta­men­tos. El Estado constituye una totalidad au­tosuficiente, en la que por lo tan­to, se con­ser­van el momento de pertenencia a la tota­li­dad (como en la familia) y los intereses particulares de los indi­vi­duos (como en la sociedad ci­vil).
El Estado es el fin último del espíritu objetivo (y en cierta forma el fin último del espíritu, pues aunque Hegel habla de otros tres momentos -arte, religión y filosofía-, en el devenir del espíritu, estos no pueden darse si no es en el Estado). Por esta razón Hegel habla del Es­tado en términos que lo equiparan a Dios. Así dice del Estado que «es el camino de Dios en el mundo», o «la Idea de la divinidad existente en la Tierra». Pero esta concepción del Es­tado no le lleva a anular la libertad individual, al modo de los Estados totalitarios. An­tes bien, considera que la libertad del individuo solo se puede hacer efectiva en el Estado (por­que recoge en sí todos los momentos anteriores).
El Estado es el producto final de la razón, no del consenso de los individuos ni del poder arbi­trario, y Hegel considera que el modelo de Estado ha de ser una monarquía constitucio­nal, por considerarlo la forma más racional de Estado, y en la que aparecen recogidos lo uni­versal, lo particular y la unión de ambos bajo la forma de libertad.
La relación de unos Estados con otros dará origen a la historia universal, que por ser el mo­mento último del es­píritu objetivo recoge en sí todos los anteriores.
 (3) Espíritu absoluto. Coincide, en lo esencial, con lo desarrolla­do en la Fenomeno­lo­gía, que se desenvuelve a través de los tres momentos de arte, religión, filosofía.

8. Hegel en la historia del pensamiento
La influencia de Hegel se deja sentir, de un modo inmediato, en la filosofía alemana, y, de modo no tan inmediato, en buena parte de la filosofía occidental hasta nuestros días.
Recién fallecido, sus numerosos seguidores alemanes serán clasificados por David Strauss en dos grandes grupos bajo la denominación de derecha hegeliana e izquierda hegeliana.
Los primeros (entre los que se encuentran Karl Rosenkranz, Johann Eduard Erdmann, Karl Ludwig Michelet y Kuno Fischer) forzarían aquellas interpretaciones de la obra de Hegel que les permitiesen dar un fundamento a la religión cristiana y el Estado prusiano. Los segundos (entre los que se encontrarían el propio David Strauss, Eduard Gans, Arnold Ruge, Moses Hess, Bruno Bauer y Max Stirner) buscarían en Hegel instrumentos para la crítica del mismo Estado (anclado en el Antiguo régimen) y el cristianismo.
Posteriormente, la filosofía de Hegel tendrá un influencia importante en la obra de Ludwig Feuerbach y Karl Marx (adscritos en un primer momento a la izquierda hegeliana, pero de la que se separarán críticamente). Y, en cierto modo, contra Hegel piensan Schopenhauer, Kierkegaard, Comte, o los propios Feuerbach y Marx.
Ya en el siglo XX, en Inglaterra tendrá como seguidores destacados a John Mac Taggart y Francis Herbert Bradley.
En Francia, inspirará la obra del filósofo de origen ruso Alexandre Kojève, y tendrá una considerable influencia en la de Jean Wahl y la de Jean Hyppolite.
En Italia, Hegel tuvo destacados seguidores como Benedetto Croce, y en su obra se inspirará la de Giovanni Gentile.
En España, ha contado con estudiosos y seguidores como Ramón Valls Plana y Félix Duque.
Con Hegel triunfa la concepción histórica de la razón. Su análisis de la naturaleza del Estado transfigura el papel que a este le habían atribuido destacados pensadores modernos como Hobbes o Locke.

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-Valls Plana, Ramón: Del Yo al Nosotros. Lectura de la "Fenomenología del Espíritu" de Hegel. Laia, Barcelona, 1979.
-Villacañas, José Luis: La quiebra de la razón ilustrada: idealismo y romanticismo. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1990.
-Zubiri, Xavier: «Hegel y el problema metafísico». En Naturaleza, Historia, Dios. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1987.

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