miércoles, 30 de marzo de 2016

(XVI) LA «REVOLUCIÓN CIENTÍFICA» Y EL MUNDO MODERNO

1. La nueva ciencia
La ciencia sufrió una transformación sin precedentes en el Renacimiento e inicios del Mundo moderno. Por esta razón es frecuente emplear las expresiones «ciencia nueva», o «ciencia moderna», para referirse a la ciencia que surge de esta transformación, y «revolución científica» para referirse al proceso de transformación que daría lugar a esa ciencia nueva. (Otras veces se dice que la Revolución científica del Renacimiento da origen a la «ciencia», sin más; entendiendo que, solo a partir de entonces, existe, propiamente hablando, ciencia).
La ciencia moderna, la nueva ciencia (o la ciencia, a secas), aparece vinculada a una serie de características entre las que cabe señalar tres: (1) Matematización: explicar científicamente algo pasará a consistir en reducir lo empírico a lenguaje matemático. (Una consecuencia de esto es que, a partir de entonces, explicar un fenómeno no será tanto dar cuenta de su causa como de la ley, matemática, que lo rige). (2) Experimentación: una vez establecida una hipótesis matemática es necesario planificar una experiencia tal que permita confirmar la validez de esa hipótesis para describir el fenómeno en cuestión. (3) Dominio: el conocimiento ha de tener un fin práctico, esto es, permitir dominar la realidad para ponerla a nuestro servicio.
Ahora bien, si rastreamos el origen de estas características de la ciencia moderna, nos encontramos con que algunas de ellas hunden sus raíces en la historia del conocimiento. Pues ya Platón había determinado que las matemáticas (la geometría) constituyen una propedéutica para el saber filosófico, y que los cuerpos celestes responden a estructuras geométricas. Siglos más tarde, Ptolomeo pretende representar los accidentes terrestres en un mapa cartográfico, construido a partir de un entramado geométrico en el que la posición de cada elemento queda determinada por una función numérica en la que se recoge su latitud y longitud. En el siglo XIII, el obispo franciscano inglés Roberto Grosseteste defendió la tesis de que el mundo físico puede ser reducido a geometría. En el siglo XIV los calculatores, del Merton College, pretenden representar mediante números las variaciones cualitativas. Nicolás de Cusa, en los inicios del Renacimiento, sostiene que el entendimiento es la capacidad espontánea de generar hipótesis matemáticas, así como que el mundo está escrito en caracteres matemáticos. A mediados del siglo XVI, Domingo de Soto aplica la ecuación matemática elaborada por los calculatores para describir los movimientos uniformemente disformes a la caída de los graves, reduciendo, de ese modo, un movimiento físico a ecuación matemática. Etc.
Si prestamos atención al papel de la experiencia nos encontramos que ya Aristóteles hacía nacer el conocimiento (cierto tipo de conocimiento al menos) en los sentidos. Y que, en la Baja Edad Media, Roger Bacon y Guillermo de Ockham defendieron la vuelta a la experiencia frente a la cultura libresca dominante. Y continuando con esa revalorización de lo empírico, Francis Bacon, a finales del siglo XVI defiende la inducción como método que permitirá alcanzar el conocimiento de las causa a partir de las cualidades simples (es decir, a partir de la experiencia). Aunque, ciertamente, el concepto de «experiencia» no es todavía el concepto moderno de «experimento», que solo aparecería con Galileo.
Y, en fin, podemos encontrar en el Imperio romano ese sentido práctico de la ciencia, con frecuencia unida a las técnicas médicas, arquitectónicas, jurídicas y militares. Y volvemos a encontrar, bajo la Monarquía Hispánica, el desarrollo de las ciencias cosmográfica, económica y jurídica al servicio de la navegación, conocimiento, control y gestión de los inmensos territorios descubiertos y conquistados a finales del siglo XV e inicios del XVI.
Pero esas características, que hunden sus raíces en la historia, alcanzan su unidad y desarrollo pleno en los inicios del mundo moderno. Por lo que se podría decir que en los inicios del mundo moderno se produce una eclosión de esta nueva ciencia, muchos de cuyos rasgos se venían incubando desde antiguo.
Y en esta eclosión de la ciencia moderna tienen un papel destacado las diversas disciplinas cosmográficas (geografía, astronomía), que, en su intento de ordenar las tierras y ordenar los cielos inician, antes que otras, el proceso de institucionalización del saber y de reducción de lo empírico a matemáticas. (Conviene señalar, antes de seguir, el papel esencial que tiene Ptolomeo en este proceso; pues si su Almagesto fue un intento de ordenar los cielos, que sirvió de modelo en esta tarea a la ciencia islámica y cristiana medieval, su Geografía será un intento de ordenar las tierras que servirá de modelo a los cosmógrafos y geógrafos renacentistas. Pensando a partir de estas obras ptolemaicas, y contra ellas, surgirá, en buena medida, la revolución científica del mundo moderno).

2. Medir el mundo:
la cosmografía en los reinos hispánicos
La cosmografía se desarrolla como ciencia en el Renacimiento, tomando como paradigma la Geografía de Ptolomeo, traducida al latín en 1406. Pero pronto esta cosmografía «humanista» se ve desbordada por los conocimientos que aportan los navegantes portugueses (en su intento de llegar a la especiería bordeando África y atravesando el Índico) y españoles (tras el descubrimiento y conquista de América y la primera circunnavegación del globo).
El dominio de las rutas marítimas, el Descubrimiento y conquista de América y la administración de los territorios así obtenidos, así como el reparto del mundo entre los reyes de España y Portugal, convirtieron en una necesidad de primer orden para ambos reinos, el desarrollo de métodos que permitiesen cartografiar el mundo y obtener todo tipo de información útil para poder navegar con seguridad y controlar y gestionar los inmensos territorios y a sus pobladores.
Para cumplir estas funciones se echó mano de la cosmografía, convertida en una ciencia que integraba astronomía, geografía, cartografía, historia natural, etnografía e historia.
La cosmografía de los reinos hispánicos se desarrollará no solo en las universidades, sino, ante todo, fuera de ellas. Como centros que destacan por sus aportaciones en este terreno cabe mencionar: la Universidad de Salamanca (en la que El De revolutionibus de Copérnico fue libro de lectura habitual a lo largo del siglo XVI y parte del XVII, cuando estaba prohibido en casi todas las universidades europeas), la Casa da Índia, de Lisboa, la Casa de la Contratación, de Sevilla, el Consejo de Indias y la Corte Real española.
Serán los cosmógrafos y naturalistas españoles y portugueses los que, frente al pensamiento humanista que reivindicaba el saber antiguo obtenido de una renovada lectura de las fuentes originales, tomen conciencia de los límites de ese saber. Así José de Acosta refiriéndose, desde Perú, «al cielo que los antiguos nunca vieron». Al mismo tiempo que toman conciencia también de la importancia de las matemáticas para obtener un saber seguro en la navegación y medida de las tierras.
Pero también constituye un hito importante la circunnavegación del globo, que demuestra, empíricamente, la teoría de la esfera. (Gustavo Bueno hará nacer en este hito la ciencia moderna, pues con él una experiencia avala una hipótesis geométrica previamente establecida).

3. Ordenar los cielos: Nicolás Copérnico
Ordenar y medir la tierra estuvo, desde el mundo antiguo, estrechamente unido a ordenar y medir los cielos. Pues era esencial el conocimiento de la posición de ciertos astros para dirigir la navegación. Y ya Ptolomeo había propuesto tomar los eclipses de Luna como referencia para establecer distancias marítimas. Del mismo modo Sacrobosco, en su Tratado de la esfera, había mostrado como las líneas celestes se proyectan sobre las terrestres.
Y en este intento de ordenar los cielos con precisión, desarrollando modelos teóricos que, adaptándose a las observaciones, nos permitiesen prever los movimientos de los cuerpos celestes (que, entre otras cosas, eran tomados como referencia para guiar los desplazamientos de los navegantes), tuvo un señalado papel Nicolás Copérnico.
Copérnico nació en Torum (Polonia) en 1473. Estudió en las universidades de Cracovia, Bolonia y Padua. En 1507 apareció un escrito suyo titulado Commentariolus donde se esboza una teoría heliocéntrica. En el 1543, año de su muerte, aparece su obra magna De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones del orbe celeste), con la que co­mien­za una nueva era para la astronomía. El libro se publica con un prólogo de su editor en el que este sostiene que el nuevo sistema de Copérnico no pretende explicar cómo es realmente el cosmos, sino simplemente servir como un sistema de cálculo para «salvar las apariencias».
En Sobre las revoluciones del orbe celeste Copérnico plantea una alternativa a la ordenación ptolemaica del cosmos, donde el cambio más radical consiste en sacar la Tierra del centro del cosmos para colocar al Sol en su lugar (heliocentrismo). Con lo cual la Tierra giraría en torno al Sol como un astro más.
Recordemos que un sistema heliocéntrico había sido desarrollado ya en el siglo III a. C. por Aristarco de Samos. Pero no pudo hacer frente a dos objeciones: (1) Si la Tierra gira alrededor del Sol, una estrella determinada debería apa­recer como más o menos brillante según la posición de la Tierra, cosa que no sucede. (2) La posición de las estrellas (lo que hoy se denomina paralaje) con respecto a un observador terrestre debería variar al desplazarse la Tierra por el cielo, cosa que tampoco se observa.
Copérnico resuelve esta objeciones postulando que el universo es unas dos mil veces más grande de lo que se consi­deraba tradicionalmente, por lo que la desviación que debería observarse en la dirección de las estrellas, así como sus variaciones de intensidad, son casi impercep­tibles, dada la distancia a la que se encuentran.
La ventaja del sistema copernicano sobre el ptolemaico reside en su mayor simplicidad (recordemos el principio de economía establecido por Ockham, según el cual la explicación más sencilla es la mejor): no necesita más que treinta y cuatro órbitas, frente a las ochenta esferas de Ptolomeo, para explicar los movimientos observados, y suprime los ecuantes. Los cálculos de los movimientos de los cuerpos celestes se vuelven así, más sencillos y precisos. Pese a todo Copérnico necesitaba unas órbitas li­ge­ramente excéntricas con respecto al Sol para ex­pli­car los fenómenos observados, así como dotar a la Tierra de tres tipos de movimientos: (1) Rota­ción, sobre su propio eje. (2) Traslación, alrededor del Sol. (3) Libración, una oscilación sobre la eclíp­tica para explicar la precesión de los equinoccios.
El sistema copernicano supone una ruptura explícita con el aristotélico-ptolemaico al reordenar las posiciones de los cuerpos celestes y poner la Tierra en movimiento. Pero supone, también, una ruptura implícita en otros ámbitos, que se irá desvelando conforme se vaya asumiendo que este sistema describe realmente la estructura del cosmos, y no es una simple estrategia para salvar la apariencias. Así, en primer lugar, de la concepción copernicana del cosmos se deriva la homogeneidad del espacio. Pues, si la Tierra ya no ocupa el centro del universo, no hay por qué seguir sosteniendo que este está constituido de modo dife­rente aquí que en cualquier otro planeta. Eso significa que la Tierra no está constituida de distintos elementos que otros cuerpos celestes. Ni que los tipos de movimiento o cambio sean distintos en la Tierra que en otros lugares. En segundo lugar, implica abandonar la teoría de los «lu­gares naturales». Los cuerpos no «caen» hacia el centro de la Tierra, o «suben» hacia la esfera de la Luna por su tendencia a ir hacia su «lugar natural», pues el centro de la Tierra no es lugar privilegiado alguno. (La gravedad la explica Copérnico por la tendencia de los cuerpos materiales a formar masas esféricas).
En definitiva, distinto modo de ordenar el mundo celeste ha supuesto, también, una distinta concepción del terrestre (y, finalmente, no habrá ya distinción entre mundo celeste y terrestre). Con todo, esta nueva cosmología sigue manteniendo la necesidad de órbitas circulares y la finitud del cosmos. (En esto Copérnico sigue fiel a la concepción griega que considera el círculo y la esfera como figuras perfectas).

4. Tycho Brahe: de esferas a órbitas
Tycho nació en 1546, en Knudstrupp (Dinamarca). Tra­bajó en Praga como matemático imperial, llevando a cabo la más completa recopilación de datos acer­ca del cosmos que se había hecho hasta entonces. Murió en 1601.
Ty­cho no acepta el sistema copernicano, aunque sus observaciones le confirman que el ptolemaico tiene fallos graves. Por ello elabora su propio sistema, conocido como sistema ticónico, que es una síntesis del ptolemaico y el copernicano.
Según el sistema ticónico el Sol, la Luna, y la esfera de las estrellas fijas, girarían en torno a la Tierra, mientras que los planetas lo harían alrededor del Sol. Además Tycho Brahe sustituye las esferas materiales por la noción de órbita, que será adoptada por la física moderna, y propone que estas (las órbitas) sean consideradas ovales en lugar de circulares.
También observa y analiza la nova de 1572 y el cometa de 1577. La ausencia de paralaje de la nova le lleva a concluir (coincidiendo en esto con otros astrónomos y cosmógrafos, por ejemplo, los españoles Jerónimo Muñoz y Rodrigo Zamorano) que esta formaría parte de la esfera de las estrellas fijas. Pero eso contradice la física de Aristóteles, para la que los cuerpos celestes son inmutables y dotados únicamente de movimiento circular.

5. Kepler: las leyes orbitales
Kepler nació en Weil (Wuttemberrg) en el 1571. Fue ayu­dante de Tycho Brahe en Praga, y al morir este le sucedió como matemático imperial. Elaboró unas ta­blas planetarias denominadas tablas rudolfinas. En­tre sus obras destacan: Nueva astronomía en la que se da razón de las causas o Física celeste y Sobre la armo­nía del mundo. Murió en el 1630.
A partir de los datos recopilados por su maes­tro Tycho Brahe, Kepler desarrollará su propio sis­tema astronómico. La gran aportación de Kepler es el descu­brimiento de las tres leyes orbitales:
(1) Ley de órbitas: los planetas se mue­ven en ór­bitas elípticas que tienen al Sol en uno de sus focos.
(2) Ley de áreas: los radios vectores (es decir, la línea que une el centro del planeta con el del Sol) barren áreas iguales en tiempos iguales.
(3) Los cuadrados de los períodos orbitales de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de las distancias medias de dichos planetas al Sol.
            P1    2         R1   3

            ---     =       ---
            P2              R2

Lo que es tanto como decir que P2 = k.R3. Sien­do P el período de un planeta cualquiera, R el radio me­­dio de su órbita, y k una constante cuyo valor es el mismo para todos los planetas.
Kepler también esboza la solución de otro pro­blema. Los antiguos creían que los planetas es­ta­ban in­crus­ta­dos en esferas de éter que los man­te­nían sujetos en el cielo. En la Edad Media se tiende a considerar que esas esferas son cristalinas. A par­tir de Tycho Bra­he se eliminan esas esferas. Pero en­tonces hay que ex­plicar qué es lo que man­tie­ne a los planetas girando. Y aquí entra en escena un nuevo factor. En 1600 William Gilbert, médico de la corte de la reina Isabel I de Inglaterra, publica un libro titu­lado Sobre el magnetismo. En él presenta la hi­­pótesis de que la Tierra es un gigantes­co imán cuya influencia se extiende sobre todos los cuerpos celestes manteniéndolos cohesionados. Como Kepler se había adherido al heliocentrismo supuso que era el Sol, quien ejer­cería una «fuerza» magnética sobre el cos­mos, acercándose así a la teoría de la gra­vi­ta­ción universal que formularía más tarde Isaac New­ton.

6. Galileo Galilei: método y matemáticas
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Galileo nació en Pisa en 1564. Fue profesor de mate­máti­cas en la Universidad de Pisa y posteriormente en la de Padua. Denunciado al Santo Oficio por sos­tener que el sistema de Copérnico responde a la cons­titución real del cosmos, es obligado a re­trac­tarse (la Iglesia admitía el heliocentrismo como hipó­tesis para explicar los fenómenos observados pero no como tesis sobre la realidad) y a recluirse en la Villa Médicis durante un año.
Sus obras principales son: El mensaje de los as­tros, El ensayador, Diálogo sobre los dos máximos sis­temas del mundo, el ptolemaico y el copernicano (pro­hibida por la inquisición), Discurso y de­mos­tra­ción mate­mática en torno a dos nuevas ciencias. Murió en 1642.
Galileo toma partido por el sistema heliocéntrico de Co­pérnico frente a la astronomía antigua y fren­te a los sis­temas de Tycho Brahe y de Kepler.
En 1609 provisto de un telescopio se puso a observar el cie­lo descubriendo los satélites de Júpiter, las man­chas solares, las fases de Venus y la rugosidad de la superficie lunar. Para Galileo esto demostraba la falsedad de la cosmolo­gía aristotélica y la validez de la de Copérnico. Un Sol con manchas y una Luna con montes y valles no res­pon­dían a la ima­gen de una inmaculada esfericidad que pos­tulaba la físi­ca de Aristóteles.
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Galileo puede ser señalado como el fundador de la ciencia mo­derna porque es él quien pone las bases para la mate­matiza­ción definitiva de la física. A partir de él se considerará que solo lo que puede ser descrito mate­máticamente es objetivo, lo que no son meras apa­rien­cias.
Galileo arranca del método de la Escuela de Padua, el método hipotético deductivo de resolución y com­po­si­ción, pero le dará una orientación que hace de él el método científico por excelencia. Veámoslo:
(1) El primer paso consiste en la resolución: se descompone el hecho sensible que queremos ex­pli­car en sus partes simples esenciales, pero te­nien­do en cuenta que esas partes esenciales han de ser elementos matemáticos, todo lo que entre en el hecho no reductible a magnitudes mate­má­ti­cas (un color, un olor) no es tenido en cuenta.
(2) Se elaboran hipótesis de carácter ma­temá­tico.
(3) Se deducen matemáticamente sus con­se­cuen­cias y se comprueba mediante experimentos la vali­dez de las hipótesis.
Con respecto al punto tres hemos hecho dos afirmaciones que han de ser aclaradas:
(1) No es lo mismo un experimento que una experiencia. Una hipótesis no puede ser invalidada por la experiencia porque las hipótesis necesitan con fre­cuencia prescindir de ciertas condiciones (por ejem­plo, a la hora de explicar la caída de los cuer­pos ha de prescindir del rozamiento del aire). La hipó­tesis explica­ría la realidad solo si se pudieran mate­ma­tizar todas las condiciones que se dan en la rea­lidad, pero esto es casi imposible.
(Precisamente la labor de la ciencia será, a partir de entonces, un pro­ceso infinito de matematiza­ción de lo real ‑por ejem­plo: el color, que en época de Galileo fue con­side­rado algo meramente cualitativo, irreductible a ex­pre­sión matemática, y por ello algo no real, pasó a ser objeto de consideración científica en el mo­men­to en que se lo pudo expresar mediante lon­gitu­des de onda, o sea, matemáticamen­te‑).
(2) El expe­ri­men­to ha de repro­ducir unas determinadas condiciones im­puestas por la mente (por la razón, por las mate­má­ticas) a las cosas. El ex­perimento aísla estas con­diciones para ver su comportamiento. Su obje­tivo es que la realidad obser­vada con­teste a nues­tras preguntas; es decir, se trata de obligar a la natu­raleza a dar respuestas precisas a preguntas concretas. Si el experimento confirma la hipótesis esta pasa a convertirse en una ley. (Muchas veces Galileo se limita a desarrollar experimentos men­tales, dado que no habría forma de llevarlos a cabo en la realidad).
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La característica más notable de la nueva ciencia, cuyo punto de inflexión es Galileo, consiste, como hemos visto, en la reducción de todo lo físico a caracteres matemáticos. Pero reducción de lo físi­co a matemáticas quiere decir, ahora, reducción de lo físico a cantidades. (Recordaremos que para los pitagóricos el número no expresa solo cantidades sino también cualidades, pero obviamente no es esta la concepción del número que se ma­neja en el Renacimiento. Y avancemos que posteriormente las relaciones, y no solo las cantidades, constituirán el contenido de las matemáticas).
Pese a todo, hay cosas que no pueden ser re­duci­das a cantidades: el color, el olor, el sabor, el so­ni­do. Esto no reductible a magnitudes se con­side­ra que no tiene realidad, no es más que una forma sub­jetiva en que son afectados los sentidos. Por con­tra, otras cosas son muy fácilmente reductibles a cantidades, entre estas la extensión y la duración, es decir, el espacio y el tiempo.
Pues bien, a partir de estas magnitudes básicas, se puede definir cual­quie­ra otra. Así la veloci­dad será definida como el «es­pa­cio» recorrido en un determinado «tiempo». v = e/t. (Otras magnitudes «básicas» imprescindibles para la física moderna serán la «masa» ‑medida de la cantidad de materia‑ o la «fuerza»).
Pero si el espacio es reductible a pura cantidad es porque la concepción misma del espacio que tiene Galileo ha cambiado con respecto a la que tenía Aristóteles y la filosofía medieval. La concepción aristotélica del espacio es cuali­tati­va, hay «lugares» con características propias, hay un arriba y un abajo absolutos.
El espacio, tal como lo concibe Galileo, es uni­for­me, todo él es igual en todas partes, por ello es re­ductible a pura magnitud. (Por la misma razón la con­clusión lógica que debe sacarse de aquí, aun­que Gali­leo no se decida del todo a dar ese paso, es la de que el espacio es infinito; pues de lo con­tra­rio ha­bría límites, y por lo tanto, zonas con ca­rac­terís­ticas peculia­res).
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Al igual que pasaba con el espacio la nueva cien­cia también cambia la propia concepción del movimiento.
Recordemos que para Aristóteles movi­miento es paso de potencia a acto. Tal defi­ni­ción solo tiene sentido dentro del esquema aris­toté­lico en que la materia es potencia y la forma es la que ac­tua­liza. Pero ya el nominalismo había nega­do validez a la teoría hilemórfica. Además la ciencia del siglo XIV había elaborado una explicación para el movimiento de los proyectiles (teoría del impetus) que rompía con la expli­cación aristotélica.
Ahora va a aparecer una nueva con­cep­ción del movimiento: este va a ser en­tendido, ex­clusivamente, como desplazamiento de la mate­ria en el espacio uniforme. Incluso movi­mientos tales como el crecimiento de una planta no son sino cam­bios de lugar de los corpúsculos de ma­te­ria. (Por su­pues­to, también el concepto de mate­ria cambia con respecto al de Aristóteles).
Otro cambio con respecto al proceder de la cien­cia antigua es que Galileo no pretende explicar las causas del movimiento, sino solamente des­cri­bir las leyes (matemáticas) que lo rigen.
Entre estas leyes estarían como principal la ley o principio de inercia; pero aunque tal ley está en la base de su di­ná­mica, Galileo nunca llega a formularla explícitamente. (Galileo se aproxima a la for­mula­ción del prin­cipio de inercia a través de un expe­rimento mental. Así, dice, eliminado el roza­mien­to, un cuerpo que se deslizase por un plano infi­nito permanecería eternamente en movimiento).
El que Galileo no fue­ra capaz de dar la formulación mo­derna del principio de inercia con todas sus con­se­cuencias se debió a que seguía preso de la con­cep­ción antigua del movimiento según la cual el mo­vimiento circular es el más natural, por ser el más perfecto. Lo que sí lle­ga a hacer Galileo es definir y describir mate­máti­ca­mente las leyes espe­cí­fi­cas que rigen el movimiento uni­forme, el movimiento uniformemente acelerado (caí­da libre de los cuer­pos), y el movimiento de los pro­yectiles.
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Eliminada la teoría aristotélica de los «lugares natu­rales» se plantea el problema de cómo deter­mi­nar la posición de los cuerpos, necesaria para cal­cu­lar distan­cias, velocidades, etc.
Dado que ya no hay un «sistema de refe­ren­cias» absoluto habrá que concluir que todas las me­di­cio­nes se realizan con relación a un sistema de coor­denadas determinado. Así, la Tierra, con todos los cuer­pos que se mueven con ella, constituye uno de estos sistemas de coordenadas. Pero también un buque navegando, o un carruaje tirado por caba­llos, con todos los cuerpos que trasladan, cons­titu­yen sis­temas de coordenadas.
De aquí se deducen dos cosas:
(1) Los cálculos y mediciones sobre un fenó­meno hechos desde un sistema de coordenadas no coin­cidirán con los que se realicen sobre el mismo fenó­meno desde otro sistema de coordenadas.
(2) Si bien la me­dición de la velocidad y otros aspectos cuan­tifi­ca­bles de un fenómeno dependerá del sistema de coor­denadas, hay, sin embargo, elementos co­mu­nes a cualquier sis­­tema de coordenadas. Así, si las leyes de la mecáni­ca son válidas en un sistema de coor­denadas también lo serán en cualquier sistema de coordenadas que se mueva uniformemente (sis­te­ma inercial) respecto al primero.
Aclararemos, para concluir, que si la ciencia moderna, en particular la física, se distingue por su carácter mate­­mático eso es porque anteriormente la matemática se había fisicizado. La matemática con la que trabaja la cien­cia moderna es la mis­ma que procede del helenismo ‑geometría de Euclides y aritmética de los números reales‑, y lo que caracteriza a los elementos matemáti­cos así en­ten­didos no es que sean algo físico, ciertamente, pero sí que son algo que debe poder ser imaginado (que por ello tiene que poder ser reducida a carac­terís­ticas físicas).

7. La nueva ciencia y la filosofía

Bibliografía
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-Galilei, Galileo: Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias. Editora Nacional. Madrid, 1976.
-Galilei, Galileo: El ensayador. SARPE, S. A. Madrid, 1984.
-Galilei, Galileo: Noticiero sideral. http://www.muncyt.es/stfls/MUNCYT/ Publicaciones/sidereus_castellano.pdf
-Martínez Marzoa, Felipe: Historia de la filosofía. Istmo. Madrid, 1980.
-Mínguez Pérez, Carlos: De Ockham a Newton: la formación de la ciencia moderna. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1989.
-O´Connor, D. J. (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1983.
-Portuondo Gamba, María Matilde: Ciencia secreta. La cosmografía española y el Nuevo Mundo. Iberoamericana-Vervuert. Madrid, 2013.

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