miércoles, 30 de marzo de 2016

(XVIII) EL RACIONALISMO POSTCARTESIANO

1. Hobbes
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Thomas Hobbes nació en Westport (que actualmente forma parte de Malmesbury, en el condado de Whiltshire, en Inglaterra) en 1588. Estudió en Oxford. Pos­te­rior­men­te realizó viajes por Europa que le pusieron en contacto con Marsene (un personaje que se movía en el mismo círculo que Des­cartes), con Gassendi y con Galileo. Murió, en Derbyshire, en 1679.
Sus obras son numerosas. Tradujo al latín la Medea de Eurípides y al inglés la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. Entre sus obra originales cabe destacar: (1) Objeciones a las Meditaciones cartesianas. (2) Sobre el Estado. (3) Sobre el cuerpo. (4) Sobre el hombre. (5) Leviatán: su obra más importante, en la que expone su teo­ría política.
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Hobbes es el primer materialista en el sentido moderno de la palabra. Al igual que Descartes, parte de que solo lo corpóreo es tratable matemáticamente, ya que solo lo cor­pó­reo es extenso, es cantidad. Pero, a diferencia de Descartes, considera que no hay ningún tipo de realidad que no sea corporal; todo lo que existe es cuerpo.
Así, dice ‑siguiendo a Descartes‑ que «si pienso, soy»; pero añade, «si soy, soy cuerpo». Con­si­de­ra que donde hay algo es que hay cuerpo; y, por lo tanto, el pen­sa­mien­to también tendrá que ser algo corporal, físico. Critica a Descartes en este punto porque la afirmación car­te­sia­na «si pienso soy» (se entiende «soy pensamiento»), sería ‑según Hobbes‑ lo mismo que decir «si paseo soy» (se entiende «soy un paseo»).
Hobbes considera que el pensar es un ac­ci­den­te, una actividad no substantiva (no es una sustancia, algo que se sostiene en sí, o por sí), que tiene que ser realizada por algo y eso es cuer­po. Igualmente, dice que si con­ce­bi­mos a Dios como algo espiritual pero no corporal eso sería como negar su existencia, pues don­de no hay cuerpo no hay nada.
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Si todo es corporal, todo lo real, incluido el pensamiento, entonces el co­no­cimiento ten­drá que consistir en que el pensamiento (que es algo corporal) es afectado por la cosa (que tam­bién es algo corporal). A este ser afectado algo corporal por algo corporal le llamamos sen­sación. El conoci­miento ten­dría que reducirse a la sensación; sin embargo, Hobbes, al igual que Des­car­tes, considera que la sensación no constituye conocimiento científico porque sus datos son in­cier­tos, mu­da­bles, ambiguos, etcétera; por lo que Hobbes parece contradecirse a sí mismo. Sin embargo, re­suelve esta con­tradicción diciendo que el conoci­miento científico no trata sobre las co­sas, sino sobre los signos con­ven­cio­nales (las palabras, etcétera), y las relaciones entre los sig­nos.
Así, dice, la geometría es una ciencia porque no trata con cosas de la realidad, sino con elementos que nosotros hemos inventado, e igualmente la política, la ética, etcétera. Los signos nos sirven para calcular, y precisamente la razón es, para Hobbes, cálculo. Cál­culo que se rea­liza mediante el lenguaje, que, como ya se ha insinuado, es un sistema con­vencional de signos.
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Hobbes es uno de los más reconocidos defensores del absolutis­mo. Su teoría po­lí­tica comienza di­fe­renciando entre estado de naturaleza y sociedad civil.
Para descubrir cuál es la naturaleza del poder político Hobbes comienza peguntándose cómo se ha originado la sociedad civil, o, lo que es lo mismo, cuál es la situación en que vivirían los hombres de no existir un Estado. (Hobbes emplea las expresiones «sociedad civil», «república» y «Estado» como sinónimos).
Para ello, intenta imaginar cómo se conducirían unos seres humanos no sometidos al poder político. A esa situación imaginaria le llama Hobbes estado de naturaleza. La vida del hombre en tal estado de naturaleza se caracterizaría por:
(1) Los hombres viven libres, sin ningún tipo de limitaciones más que las que establecen sus propias fuerzas y leyes de la naturaleza. A esta libertad que tienen los hombres de usar su propio poder como les plazca le llama Hobbes derecho natural.
(2) En este estado los hombres actúan movidos por dos principios: (a) Defender su propia vida (au­to­conservarse) y (b) satisfacer sus apetitos natu­ra­les. En los demás animales tales apetitos naturales tie­nen por finalidad satisfacer sus necesi­dades, pero el hombre puede, gracias a su entendi­miento, ex­ten­der sus apetencias a todo lo que su imagina­ción con­si­dera placentero. Y aquí está el origen de todos los males humanos, pues...
(3) Al no haber nada que limite sus deseos y pa­siones, los hombres pueden apetecer cualquier cosa de sus semejantes: robarles, someterlos, humillarlos, etcétera. Esto origina una guerra permanente de todos contra todos, por lo que en este estado no hay posibilidad de progreso, ni propiedad, ni sociedad de ningún tipo. De ahí que la vida de los hom­bres en estado de naturaleza sea una vida «so­li­ta­ria, pobre, desagradable, brutal y corta».
Pero la razón, que lleva a los hombres a excitar sus pasiones al imaginar placeres y apetencias más allá de sus necesidades, le lleva, también, a refle­xio­nar sobre cómo mejorar sus condiciones de vida. De ahí que para salir de esa guerra de todos contra todos los hombres acaben estableciendo un pacto o con­trato social, por el que crean el Estado o so­cie­dad civil.
¿En qué consiste ese pacto o contrato social?
En que cada hombre por separado se compro­meta a renunciar a sus derechos naturales (o sea, a hacer uso libremente de su poder) en favor de un in­dividuo o asamblea; siempre y cuando todos los demás hombres se comprometan a lo mismo.
A partir de entonces es el poder (del monarca o asamblea) quien decide qué derechos han de poseer, y cuáles no, los individuos. Al margen de esta decisión del poder ya no existirá derecho alguno. El poder instaurado será la fuente de toda legislación y de todo orden, y no po­drá ser cuestionado en sus decisiones, pues, de hacerlo, se estaría rompiendo el pacto por el que se ha constituido la sociedad civil, y los individuos volverían al estado de naturaleza, es decir, de guerra de todos contra todos.
Dado que el poder ins­tau­ra­do no puede ser cuestionado tampoco se podrán establecer límites externos al ejercicio de dicho poder.
El origen del poder político está, pues, en un pacto o contrato social. Concepción conocida como contractualismo político, ya defendido por la escolástica, y, en especial, por la escolástica española del siglo XVI, pero que entra de lleno en el debate político y filosófico a partir de la obra de Hobbes.

2. Spinoza
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Baruch Spinoza nació en Amsterdam, en 1632. Era de familia judía, probablemente ex­pul­sada de España y posteriormente de Portugal (al menos, eso parecen indicar el que en su casa se hablase con soltura el cas­te­llano y el portugués).
Se educó en la comunidad ju­día de su ciudad, de la que, en 1656 fue expulsado por de­fender tesis heréticas. Sufrió un aten­tado en plena calle, del que resultó ileso, pero que le hizo abandonar la ciudad. Vivió una temporada en Leiden hasta establecerse definitivamente en La Haya, ganándose la vida como pulidor de lentes. Frecuentó círculos liberales y anticlericales y mantuvo bue­nas rela­cio­nes con Jan van Witt (líder del partido democrático). Asesinado este se vio obli­gado a lle­var una vida cada vez mas recluida. Murió en 1677.
Sus obras principales son: (1) Breve tratado sobre Dios, el hombre y su felicidad: escrita en su juventud, no fue publicada hasta el 1852. (2) Tratado de la reforma del entendimien­to: es­ta obra, que quedó incompleta, es una exposición de su teoría del conocimiento. Publi­cada póstumamente en 1677. (3) Principios de la filo­sofía de Renato Descartes. Meditaciones me­ta­físicas: publicada en 1663. (4) Tratado teológico‑polí­tico: fue escrita en defensa del go­bier­no de Jan van Witt frente a los calvinistas, y publicada anónimamente  en 1670. (5) Éti­ca de­mostrada según el orden geométrico: es su obra fundamen­tal. Fue escrita entre 1665 y 1675, y publicada en 1677. (6) Tratado político: también publicado póstumamente en 1677.
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Para Spinoza, como para Descartes, y en general todos los racionalistas, el conocimien­to reside en el con­cepto. Y, al igual que Descartes, por concepto no entiende las repre­sen­ta­cio­nes universales, como sí lo ha­cía la escolástica, sino aquello que es construido en el en­ten­dimiento por el entendimiento mismo.
Del mismo modo, la verdad no es adecuación del entendimiento a la cosa, sino certeza, que viene dada por una adecuación del entendimiento a sí mismo.
Asimismo, la noción de causa que maneja Spinoza, es la de una deducción racional ma­te­mática.
Descartes distinguía dos tipos de realidades independientes: el pensa­mien­to y la exten­sión. Puesto que estas realidades son independientes entre sí (son sustancias distintas) se le planteaba el problema de cómo ga­rantizar que lo que piensa nuestro entendimiento se ajus­ta al mundo externo. Para ello necesitaba echar mano de un tercer tipo de sustancia, un Dios creador de ambas realidades e infinitamente poderoso y bueno.
Spinoza da una solución diferente de este problema:
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Spinoza parte de la misma concepción de la sustancia de que partía Descartes, como aque­llo que es por sí. Pero, a diferencia con Descartes, será rigurosamen­te coherente con su propia noción de sustancia, de la cual se deduce que solo Dios es propiamente sus­tan­cia, ya que Dios es lo único que se concibe por sí y que existe por sí. Es decir, bajo la no­ción de Dios pensamos aquello que es infinito y causa de sí, y que, por lo tanto, no nece­sita de nada para ser concebido o para existir. Una vez en posesión de esa noción de Dios el argu­mento ontológico nos demuestra que tal Dios existe nece­sariamente.
La extensión y el pensamiento serán, para Spinoza, atributos de esa sus­tan­cia única. Y por atributos en­tiende las diversas maneras de ser de la sus­tan­cia, los elementos cons­ti­tu­tivos de su esencia. La sustancia infi­nita, o sea, Dios, posee infinitos atributos de los cua­les nosotros solo conocemos dos: la ex­tensión y el pen­sa­mien­to. Puesto que extensión y pensamiento son atributos esen­ciales de Dios, no hay distinción entre Dios y el mundo. (Spi­noza emplea como sinónimos los términos «Dios» y «Naturaleza»).
El Dios de Spinoza crea libre­­mente el mundo, pero eso en Spinoza quiere decir que lo crea sin obs­tá­cu­los, por la propia necesidad de su naturaleza (libertad y necesidad son, para Spi­noza, lo mismo). De la misma manera que de la pura posi­ción de un trián­gulo se sigue que tenga tres ángulo y que la suma de sus ángulos sea igual a 180º, igual­mente, de la pura posición de la sus­tan­cia infinita, de su puro ser, se sigue el mundo (idea próxima a con­cep­cio­nes neoplatóni­cas).
Aparte de los atributos Spinoza también distingue los modos. Modo es aquello que es con­cebido a partir de otra cosa, lo que es lo mismo que decir que existe en virtud de otra cosa. Así, son modos del pensamiento la voluntad y el intelecto. Son modos de la ex­ten­sión el movimiento y el reposo.
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Una vez demostrado que solo hay una sustancia de la cual la ex­ten­sión y el pen­sa­mien­to son dos atributos, el problema de cómo asegurarnos el conocimiento del mundo exter­no desaparece: la adecuación entre el pensamiento y la extensión está ga­ran­tizada porque ambos no son dos cosas inde­pen­dien­tes sino dos maneras de dársenos la misma cosa. El orden de los pensamientos y el orden de los cuerpos es el mismo orden, en ambos casos se trata del proceder de la misma sustancia.
Spinoza clasifica el conocimiento en tres grados:
(1) En el grado más bajo está el co­nocimiento empírico, que es ob­tenido a través de los sen­ti­dos, que nos ponen ante imá­ge­nes confusas. Den­tro de este tipo de conocimientos tam­bién incluye el conocimiento de las ideas universales, cuya génesis explica Spinoza al modo no­minalista.
(2) Un segundo grado de cono­cimiento es lo que lla­ma razón, que es el cono­ci­mien­to propio de las ciencias como las matemáticas y la fí­si­ca. Se caracteriza por ser un co­no­cimiento claro y distinto, y común a todos los hombres, pero le falta el proceder desde lo absoluto.
(3) Finalmente, la forma suprema de co­no­ci­mien­to es lo que Spinoza llama cien­cia intuitiva, que es aquella que conoce las cosas en su proceder desde Dios.
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Todas las cosas tienen una tendencia natural a perseverar en su ser. Esta tendencia es una potencia, cona­tus, que está en el origen de todas nuestras pasiones: cuando esta tendencia se refiere únicamente a la mente se la llama voluntad. Cuando se refiere además al cuerpo se la llama apetito. El reforzamiento de esa potencia o ten­den­cia es vivido como alegría; por el con­trario lo que mengua esa potencia es vivido como dolor.
A partir de las ya señaladas Spinoza deriva todo el repertorio de pasiones humanas.

4. Leibniz
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Gottfried Guillermo Leibniz nació en 1646, en Leipzig, donde su padre era profesor de fi­losofía moral.
En 1667 fue nombrado consejero en la corte de Maguncia. A partir de 1672 ini­cia un viaje de carácter diplo­má­tico que le lleva a París (donde permanecerá cuatro años en los que hace amistad con Huygens y traba cono­cimiento de las obras de Descartes); Lon­dres (donde se relaciona con colaboradores de Newton); y La Haya (donde se entrevista con Spinoza).
Instalado en Hannover lleva a cabo una actividad política intensa. Intenta reunificar a las Iglesias cris­tia­nas y crear una alianza entre todos los Estados europeos (para lo cual esta­blece contacto con Luis XIV y Pedro I el Grande de Rusia). Ambos intentos obviamente fra­ca­sados. Funda en Berlín la Sociedad de las cien­cias con la pretensión de crear una uni­dad entre todos los sabios de Europa y lleva a cabo una actividad inte­lectual increíble: rea­liza estudios en matemáticas, filosofía, mecánica, derecho, geología, política, etcétera. En todos los campos que tocó aportó algo nuevo.
Murió en Hannover, en 1716.
Sus obras principales son:
(1) Del arte combinatoria (1666): intenta construir un lenguaje universal (una «carac­te­rís­ti­ca» universal) abso­lutamente racional, siguiendo una idea ya concebida por el filósofo me­die­val hispano Ramón Llull.
Tal len­guaje se construiría de la siguiente manera: se resuel­ve cada término en sus partes formales simples (aque­llas que definen dicho término). Estas par­tes formales simples se resuelven a su vez en otras partes simples, hasta alcanzar par­tes simples indefinibles. Estas partes simples indefinibles constituirían una especie de alfa­be­to de los pensamientos, que se representaría por símbolos matemáticos. Una vez en po­se­sión de estos sím­bolos hay que encontrar un método apropiado de combinarlos, dando ori­gen a todo el saber complejo (todos los juicios y razonamientos posibles). Esto cons­ti­tui­ría una nueva lógica deductiva que permitiría deducir ver­dades nuevas (cosa que no per­mi­tía hacer la lógica tradicional) y demostrar las ya conocidas. Esta concepción de la lógica es precursora de la moderna lógica matemática.
(2) Nova methodus pro maximis et minimis (publicado en 1684): donde se da a conocer el cálculo infinitesimal desarrollado por Leibniz en torno a 1676. Se da la circunstancia de que Newton había des­cu­bierto dicho cálculo, sin publicarlo, unos años antes, lo que motiva una polémica por la atribución del des­cubri­miento. Finalmente, la Royal Society atribuyó su invención a Newton (para lo que sin duda pesaron con­side­racio­nes patrióticas) aunque la forma en que lo desarrolla Leibniz es distinta, más perfecta, y adquiere un sentido dife­ren­te en su obra que en la de Newton.
(3) Meditaciones sobre el conocimiento, la verdad, y las ideas (publicada también en 1684): don­de establece los fundamentos de su teoría del conocimiento.
(4) Discurso de metafísica (compuesto en 1686, pero no publicado hasta el siglo XX): tra­ta de los tres gran­des temas de la metafísica racionalista: Dios, el Mundo, y el Alma.
(5) Sistema nuevo de la naturaleza y de la comunicación de las sustan­cias (de 1695).
(6) Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (escrito en 1703): pre­tendía ser una con­­tra­argumentación al Ensayo sobre el entendi­miento hu­ma­no de Locke, pero este muere y Leibniz no pu­blica su obra (solo se publicará en 1765, cuan­do ha­cía mu­cho tiempo que Leibniz había muerto).
(6) Teodicea (publicado en 1710): lleva como subtítulo Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hom­bre y el origen del mal, y estos son, lógicamente, los temas de que trata.
(7) En 1714 escribe otras dos obras importantes que no se publicarán hasta después de su muerte: Prin­cipios de la naturaleza y de la gracia fundados en la razón y Monadolo­gía, una síntesis de su filosofía.
En general, salvo la Teodicea y los Nuevos ensayos del entendimiento humano, las obras de Leib­niz son muy bre­ves y escribió una ingente cantidad de ellas, algunas de las cuales no es­tán publicadas todavía hoy.
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Leibniz se mueve dentro de la concepción del ser que, desde Descartes, venimos deno­mi­nando idealismo. Es decir, el contenido del conocimiento no es la realidad en sí (realidad for­mal), sino la realidad concebida en la propia conciencia (realidad objetiva).
Esta sepa­ra­ción entre lo en sí y la realidad conocida de modo inme­diato en la conciencia, plantea el pro­blema de la relación entre ambos tipos de realidades (es decir, entre la conciencia y el mun­do). Ya hemos visto la solución dada por otros racionalis­tas: Descartes, Spinoza. Pero en el caso de Leibniz el problema va más lejos. Para Leibniz no existen dos sustancias se­pa­radas (extensión y pensamiento) como para Descartes. Tampoco parte de la existencia de una única sustancia (Dios o la Natu­raleza) de la cual la extensión y el pensamiento sean dos atributos, como en Spinoza. Leibniz parte de que exis­ten una infinidad de sustancias in­de­pendientes unas de otras, a las que llama mónadas, y para cada una de ellas se plantea el problema de cómo puede relacionarse con cada una de las demás (dado que el mundo no es un caos sino un todo armónico).
A lo largo de lo que queda de exposición se aclararán estos dos problemas: (1) Por qué con­sidera Leib­niz nece­sario postular la existencia de un número infinito de sustancias. (2) Cómo explica Leibniz que entre esas sus­tancias exista una armonía.
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Leib­niz crítica desde dos frentes la concepción cartesiana de la sustancia: por un lado sos­tiene que la sus­tan­cia es el individuo. Para Descartes esto solo era así en el caso de la sus­tan­cia pensante, ya que admitía una multitud de sustancias pensantes. Para Leibniz toda sus­tancia es una sustancia individual. Por otro con­si­dera que lo que caracteriza la sus­tan­cia no es en ningún caso la extensión, sino la fuerza. Toda sustancia puede ser concebida co­mo un punto de fuerza inextenso. A este intento de reducir la extensión a algo más bá­sico cola­boran las matemáticas desarrolladas por Leibniz.
A las sustancias así concebidas le llama mónadas. Mónada es un término griego que sig­nifica unidad, con el que quiere señalar el carácter simple (no descomponible) que po­se­en las sustancias. Cada cosa indi­vi­dual simple es una mónada. Las mónadas tienen las si­guien­tes características:
(1) Las mónadas son indi­visi­bles e inextensas. Los cuerpos son agre­gados de mónadas. Se puede decir que Leibniz elabora el concepto de mónada a partir de la síntesis del con­cep­to de átomo y el concepto de forma sustancial. Las mónadas son como átomos for­ma­les (no materiales) de los que se componen todas las cosas.
(2) Cada mó­nada es abso­luta­mente independiente de las demás. Es una fuerza que se de­sa­rrolla a par­tir de sí misma. No hay ningún tipo de relación entre una mónada y otra.
(3) Todas las mó­nadas poseen percepción y apetición. Algunas poseen ade­más aper­cep­ción.
Intentaremos explicar estos puntos:
Ya hemos visto, desde Zenón los problemas que plantea la con­cepción de un cuerpo divisible hasta el in­fi­ni­to. Los atomistas inten­ta­ron solucionar estos pro­blemas suponiendo que existen unidades cor­porales mínimas indivisibles: los áto­mos. Pero un átomo material es un absurdo: si es algo extenso es necesariamente divisible; y si no es extenso no es, material­mente, nada.
Por otro lado, la mera extensión, tal como la con­cebía Descar­tes, parece algo inerte. Leibniz supone que todo lo corporal, es decir, todo lo extenso, tiene que ser reductible a algo más básico, de naturaleza inextensa, a algo me­ra­mente formal y que además sea dinámico. Y a estas unidades indi­visibles, meramen­te for­males, y que tienen en sí mismas un prin­ci­pio de desarrollo es a lo que llama mó­nadas.
Con esta concepción de la sustancia se recuperan dos viejas ideas aristotélicas: (1) La sus­tancia tiene ca­rác­ter individual. (2) Al concebir la mónada como fuerza, como algo diná­mi­co, se recupera la concepción de la naturaleza (physis) como principio de movimiento (que también aparece en la idea spinoziana de co­na­tus).
Si cada sustancia se desarrolla a partir de sí mis­ma, sin ser afec­tada por nada, pare­ce que no tiene explicación la armonía que se observa en la naturaleza. Es decir, cada cuer­po está compuesto de una multitud de mónadas. Así no­sotros podemos observar que un gu­sano está com­pues­to de una serie de partes (por ejem­plo, órganos), las cuales están com­puestas de otras (tejidos), que a su vez están com­pues­tas de otras (células), etc. Leibniz diría que en último término el gusano es un agre­ga­do de mónadas inextensas.
Pero estas (cada mónada) son independientes unas de otras ¿Cómo es, en­­tonces, que el gusano se com­por­ta como un único ser, donde todas las par­tes se armonizan? Leibniz re­cu­rre, al igual que sus pre­dece­so­res, a Dios. Dios habría creado el mundo de tal manera que todas las mónadas se ajustasen perfectamente unas a otras.
Así, cuando meto la mano en el fuego y siento dolor, no se debe a que las mónadas que cons­titu­yen el fuego se co­mu­­niquen con las que constituyen mi cuerpo, o mi conciencia, ni estas unas con otras, sino que todo está hecho de tal modo que cuando acerco mi mano al fuego estoy pre­dis­puesto a sentir dolor. A esta armonía establecida por Dios en el momento de crear el mun­do se la conoce como armonía prees­table­ci­da.
Hemos dicho que las sus­tan­cias tienen per­cepción. También hemos dicho que no hay ningún tipo de comunica­ción en­tre las sustancias, que no se rela­cionan de ningún modo. ¿Có­mo se pue­de sostener, en­ton­ces, que las sustancias tienen per­cepción? ¿Qué es lo que per­ciben?
Evi­dentemente nada fue­ra de ellas. La percepción­ no es sino el estado interno en que se ha­lla cada sustancia, cada estado interno es una per­cep­ción. La percepción es una vis re­pra­esentativa (fuer­za re­presentativa). Cada mónada re­presenta al universo desde su punto de vista.
La apetición tam­poco puede ser apetencia de nada externo, sino el paso de uno de esos estados in­ter­nos a otro.
Finalmente, hay al­gunas sus­tancias que poseen aper­cep­ción, esta consiste en la conciencia de la percepción, es decir, de sus propios es­ta­dos in­ter­nos. Es propia de la con­ciencia humana, que no es sino una mónada más. Esta  con­ciencia de la percepción pue­de variar desde percepciones os­curas, hasta percepciones cla­ras y dis­tin­tas.
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Leibniz, como Descartes, concibe la verdad (y por lo tanto, el saber y la ciencia) como cer­teza, es decir, co­mo imposibilidad de dudar. La verdad se expresa mediante juicios. Se­gún Leibniz hay juicio verdadero, es decir, juicio del que no quepa dudar, cuando el pre­di­ca­do se halla incluido en el sujeto. Esto quiere decir que, al construir en la mente el sujeto del juicio, se sigue de ahí el predicado, sin necesidad de recurrir a la ex­pe­riencia.
Por ejem­plo, al construir en mi mente un triángulo puedo descubrir, por un proceso puramente men­tal, que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos. Con ello he elaborado el juicio «La su­ma de los án­gu­los de un triángulo es igual a dos ángulos rectos».
A este tipo de ver­da­des, que se pueden elaborar en la mente a partir de la construcción del sujeto del juicio les lla­ma Leibniz verdades de razón. Se caracterizan por­que son necesarias y el principio que las rige es el de identidad (o no contradicción). Este tipo de ver­da­des para ser tales ne­ce­si­tan simplemente ser «posibles», y esto quiere decir: que no haya en ellas con­tra­dic­ción.
Pero junto a este tipo de verdades hay, según Leibniz, otras a las que llama verdades de hecho. Estas son las que vienen dadas por la experiencia.
Ahora bien, ya hemos in­di­ca­do que, para los racionalistas en gene­ral, la experiencia no proporciona verdad, certeza. Si nos atenemos simplemente a la experiencia po­dre­mos, como mucho, percibir los puros da­tos que están ahí, pero no vemos la necesidad de eso dado. Parece que no tiene sentido ha­blar, pues, de «verdades» de hecho.
Ahora bien, también en el conocimien­to de he­chos hay, según Leibniz, verdad; esta consistirá en reducir los datos de experiencia a verdades de razón. Es decir, si podemos dar explicación racional de por qué un hecho es como es, ha­bremos convertido una verdad de experiencia en verdad de razón, y estaremos ante una ver­dad en el sentido pleno de la palabra.
Por ejem­plo, es un hecho conocido que César cru­zó el Rubicón. Es una simple verdad de experiencia, y, como tal, lle­na de confusiones y os­cu­ri­dades. Para convertir esta verdad de experiencia en verdad de hecho tendríamos que ex­plicar la razón por la cual César cruzó el Rubicón.
El problema es que cualquier razón dada (por ejem­plo, que estaba movido por la ambición) será una razón basada en hechos, la cual exige a su vez otra razón, etcétera. Para convertir esa verdad de hecho en una verdad de razón tendríamos que seguir toda la cadena de razo­namientos hasta encontrar una ver­dad necesaria, que ya no sería una simple verdad de hecho. Pero esta cade­na que nos con­du­ce de un hecho a una verdad de razón es casi siempre inagotable. Por ello la mayoría de las veces no conseguiremos elevar una verdad de hecho a la categoría de verdad de razón, y nos tenemos que contentar con lo que Leibniz llama razón suficiente.
Es decir, la mayoría de las veces para justificar una verdad de hecho tendremos que contentarnos con dar una ra­zón que explique suficiente­mente ese hecho. Las verdades de hecho descansan, por lo tan­to, en el principio de razón suficiente, del mismo modo que las verdades de razón des­can­san en el principio de no contradicción.
No obstante, podemos hablar de «verdades» de hecho porque tenemos que suponer (esto es un principio bási­co del racionalismo) que todo lo que de hecho se da es por una «ra­zón», aun cuando nosotros, dado lo limi­tado de nuestro conocimiento, no podamos lle­gar a conocerla. Para Dios (es decir, para un entendimiento infi­nito) todo son verdades de ra­zón. Precisamente la labor de la ciencia consiste en un proceso inagotable en el in­ten­to de llevar toda verdad de hecho a verdad de razón.
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Para demostrar la existencia de Dios Leibniz recurre, una vez más, al argumento onto­ló­gico (aunque lo mo­di­fica de modo similar a como lo había hecho ya Duns Escoto).
El argumento ontológico parte de la noción de Dios para sacar de ahí su exis­ten­cia. Uno de los problemas que plantea este argumento es el de si posee­mos realmente una noción de Dios (como el ser más perfecto que pueda pensarse) o si la ex­pre­sión «Dios» no es sino un término sin sentido. De ahí que, para Leibniz, sea necesario, pre­viamente, probar que la noción de Dios no encierra contradicción al­guna; es decir, que Dios es posible. Ahora bien, por «Dios» entendemos en ente que posee todas las perfec­cio­nes y que por ello no encierra en sí negación de ningún tipo. Si no encierra en sí ne­gación no puede haber con­tradicción alguna en él, y por lo tanto, es posible.
Si Dios es posible, ya estamos ante una noción de Dios con sentido. Sobre esta noción de Dios aplicamos el argumento ontológico que nos demuestra que existe.
Antes de la creación Dios hace un cálculo de todos los mundos posibles. Tras ese cál­cu­lo Dios, que es infi­ni­tamente bueno, crea el mundo siguiendo el principio de lo mejor. Es decir, crea aquel mundo que per­mite un máximo de bien, aquél que permite más realidad, per­fección e inteligibilidad.

Bibliografía
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