miércoles, 30 de marzo de 2016

(XX) DAVID HUME: LA RAZÓN SIERVA DE LAS PASIONES

1. ¿Quién es Hume?
Hume es un filósofo escocés, de cultura inglesa, cuya vida transcurre durante el siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Su sistema de pensamiento viene determinado, en buena medida, por ser un filósofo moderno y por ser un filósofo empirista.
En tanto que filósofo moderno Hume toma como punto de partida el análisis del conocimiento; el análisis, para ser exactos, de nuestra capacidad de conocer.
Como filósofo moderno considera, también, que la verdad ha de ser entendida, ante todo, como certeza, como imposibilidad de dudar.
Y, como filósofo moderno, finalmente, Hume asume los presupuestos del idealismo epistemológico. Asume, por lo tanto, que la realidad conocida no es independiente del sujeto que la conoce. Asume, dicho de otro modo, que no conocemos la «realidad en sí», que solo conocemos directamente nuestras propias representaciones mentales, y solo a través de ellas accedemos, en la medida en que esto sea posible, al conocimiento de la realidad externa.
En tanto que filósofo empirista Hume considera que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Esto quiere decir que la verdad -esto es, la certeza-, se alcanza cuando el entendimiento es pasivo, y se limita a recibir los datos tal como llegan a nuestros sentidos. Frente a, por ejemplo, Descartes, que consideraba que solo podemos obtener certeza cuando el entendimiento construye -él solo, prescindiendo de los sentidos- sus propias ideas.

2. El personaje: vida y obras
David Hume nació en Edimburgo, en 1711.
En una breve autobiografía, redactada unos meses antes de morir, el propio Hume nos cuenta que era de «buena familia» -con antepasados nobles-, aunque no rica. Su padre murió siendo él todavía un niño, por lo que su madre -a la que describe como «mujer de singular mérito», por entonces «joven y bonita»-, tuvo que cargar, ella sola, con la crianza de tres hijos.
A instancias de la familia estudió leyes, pero sus verdaderas pasiones eran la literatura y la filosofía.
En 1734 se fue a Bristol -sur de Inglaterra-, donde trabajó para reputados comerciantes, lo que le ayudó a familiarizarse con el cálculo estadístico. Pocos meses después marchó a Francia -Reims, La Flèche, Anjou- con la intención de proseguir sus estudios. Allí redactó el Tratado de la naturaleza humana; obra con la que pretendía conseguir para la «ciencia del hombre» resultados similares a los que Newton había conseguido para la ciencia de la naturaleza con Principios matemáticos de filosofía natural.
En 1737 regresó a Inglaterra, instalándose en Londres. Dos años más tarde se publica, de forma anónima, el Tratado, que no tuvo la acogida que Hume esperaba. Poco después se fue a vivir al campo, en compañía de su madre y su hermano.
Considerando que el fracaso del Tratado se debía a su dificultad, Hume publica -en 1740, y también de forma anónima- un resumen del mismo, el Compendio sobre el tratado de la naturaleza humana.
En 1742 publica -en Edimburgo y con mejor fortuna que el Tratado-, otra de sus obras fundamentales: los Ensayos morales y políticos.
Tras un fracasado intento de ocupar la cátedra de Ética y Filosofía del espíritu de la Universidad de Edimburgo -se le rechazó porque algunas de las tesis defendidas en sus obras fueron declaradas heréticas- aceptó la invitación del Marqués de Annandale, para acompañarle a Inglaterra como tutor. Con el joven noble permaneció un año.
Después trabajó como secretario del general St. Clair; lo que le llevó, entre otras cosas, a visitar las cortes de Viena y Turín.
En 1748, mientras se encontraba en esta última ciudad, se publicó su Investigación sobre el entendimiento humano, que es una reelaboración del Tratado, pero que no tuvo más éxito que este.
De vuelta a Escocia -en 1749-, vivió otros dos años con su hermano. Allí compuso los Discursos políticos y la Investigación sobre los principios de la moral, que es una reelaboración del libro III del Tratado. Ambas obras se publicarían en 1752. Entretanto, sus aportaciones comenzaban a ser estimadas y las ventas de sus libros se dispararon.
En 1751 intentó optar a la Cátedra de Lógica de la Universidad de Glasgow, para lo que se mudó a esa ciudad. Pero la poca simpatía que despertaba Hume en los ámbitos religiosos hizo que la Universidad optara por un profesor menos polémico.
A partir de 1752 trabajó como Bibliotecario de la Facultad de Abogados. En este nuevo cargo comenzó a escribir una monumental Historia de Inglaterra, que se publicó -en seis volúmenes-, entre 1754 y 1762, y que sería elogiada por Voltaire como ejemplo de historia rigurosa e imparcial.
En 1757 se publica Cuatro disertaciones, que incluye los siguientes ensayos: Historia natural de la religión, Sobre las pasiones, Sobre la tragedia, y Sobre la norma del gusto.
Dueño, para entonces, de una pequeña fortuna, Hume se retira a Escocia, con la intención, según dice él mismo, de no volver a salir de su tierra natal. Pero en 1763 recibe la invitación del Conde de Hertford para acompañarle a París como secretario de embajada.
En París Hume fue extraordinariamente bien recibido, hasta el punto de que se planteó quedarse a vivir definitivamente en esa ciudad. No obstante, en 1766 estaba de vuelta en Edimburgo.
En 1767 volvió a ser requerido -esta vez por parte del general Seymour Conway, hermano del Conde de Hertford-, para ocupar el cargo de Subsecretario de Estado para el Departamento Septentrional.
Regresó a Edimburgo en 1769. En 1972 padeció un desorden intestinal del que no llegó a recuperarse. Murió en 1776.
Póstumamente, en 1779, se publicaron sus Diálogos sobre la religión natural.

3. Antecedentes de la filosofía de Hume
Recodemos que la Escolástica, especialmente su versión tomista, domina el panorama filosófico y teológico de la Baja Edad Media. Y sigue siendo el sistema de pensamiento dominante en la mayoría de las escuelas y universidades europeas hasta bien entrado el mundo moderno. No obstante, ya desde los inicios de la Baja Edad Media, comienza su proceso de disolución y superación.
Por un lado, en el mundo anglosajón, se va constituyendo una corriente de pensamiento de carácter empirista. Así, ya en el siglo XIII, Roger Bacon llama la atención sobre la excesiva y acrítica apelación a los textos dotados de autoridad, y preconiza una mayor atención a la experiencia, a las cosas, como fuente válida de conocimiento.
En el siglo XIV, Ockham defiende, frente a Tomás de Aquino, que no hay zona de confluencia entre razón y fe. Ambas tienen campos totalmente independientes. Con ello Ockham pretendía liberar la fe de su excesiva racionalización, pero al mismo tiempo se libera a la razón, y a la filosofía, de su subordinación a la fe. Además Ockham sostiene que todo conocimiento comienza por una intuición sensible (frente a la abstracción tomasiana), una intuición a través de la cual se captan las cosas individuales y concretas que configuran la realidad (pues no hay más universales que los significados de los nombres).
A finales del siglo XVI y principios del XVII, Francis Bacon defiende la experimentación como método para conocer las causas de los fenómenos, con el objeto de dominarlos y poner la naturaleza a nuestro servicio.
La experimentación consiste, para Bacon, en aislar ciertas cualidades que se quiere explicar. A continuación enumerar todos aquellos casos en los que aparece una determinada cualidad, y aquellos en los que, siendo similares a los primeros, no aparece esa cualidad. A partir de ahí, por inducción se alcanza lo que Bacon llama «forma general» que rige ese fenómeno. Bacon parece emplear el término forma como sinónimo de ley.
En Bacon aparecen, pues, algunos elementos que jugarán un papel importante en el nacimiento de la ciencia moderna, tales como la experimentación, la inducción, y la búsqueda de leyes, aunque falta un elemento decisivo, la matematización.
Por otra parte, en la Italia del Renacimiento surge el Humanismo y se consolida, con Galileo, la Revolución científica.
El Humanismo hace del ser humano el centro de la reflexión (antropocentrismo), frente al teocentrismo medieval. De la Revolución científica del Renacimiento surge la nueva ciencia, caracterizada por la matematización y la experimentación (la experiencia planificada y controlada de antemano para que nos permita decidir qué hipótesis matemática da cuenta de la realidad empírica).
Descartes lleva a su culminación los presupuestos del humanismo. Pues, su intento de dar una fundamentación a la nueva ciencia lo lleva a encontrar esta fundamentación en el propio sujeto pensante. El ser humano encuentra en su propio entendimiento los procedimiento que lo llevan a alcanzar una certeza absoluta: «pienso, luego existo». Y a partir de esa certeza se reconstruye todo el sistema del saber. Lo primero es garantizar la validez del propio entendimiento, garantía que viene dada por Dios, cuya existencia se demuestra, también, pensando. Garantizada la validez del entendimiento nos encontramos con que este tiene la capacidad espontánea de construir ideas de carácter matemático, para, posteriormente, someter a la experiencia a esas ideas.
De ese modo, con Descartes se produce un giro idealista o subjetivista, según el cual no se conoce directamente la realidad sino tras su previa reducción a ideas del entendimiento.
La síntesis de la tradición empirista inglesa y el idealismo cartesiano, dará origen a la teoría del conocimiento de Locke, caracterizada por sostener que solo conocemos directamente las ideas que encontramos en nuestra mente, pero que tales ideas solo pueden formarse a partir de la experiencia (no hay ideas innatas, tales ideas no son conceptos, sino imágenes producidas por las sensaciones).
Sin embargo, Locke no es del todo coherente con su punto de partida, y acabará admitiendo la validez de ideas que, como las de sustancia o causalidad, no pueden proceder de la experiencia. Por lo que serán Berkeley y, sobre todo, Hume, quienes lleven a su culminación el proyecto empirista.

4. Impresiones e ideas
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El punto de partida de Hume es, como ya hemos indicado -en el Apartado 1- el análisis de en qué consiste, y cómo funciona, nuestra capacidad de conocer.
Y la primera conclusión fundamental a la que llega Hume, tras este análisis, es la de que todo conocimiento comienza con las impresiones. Las impresiones son los estímulos que recibimos de manera directa. Una impresión es, por lo tanto, el fruto de una presión que se realiza sobre nuestros sentidos.
Las impresiones pueden ser simples o complejas, de sensación o de reflexión.
Impresiones simples son aquellas que no pueden descomponerse en otras. Así, la luz reflejada sobre la superficie de mi mesa, que impacta con mi retina, me produce una  impresión simple de verde, de este matiz concreto de verde. El fuego cerca de mi piel me produce una impresión simple de calor. Un mal recuerdo me produce una impresión simple de angustia. Etcétera.
Impresiones complejas son impresiones tales como las de una manzana, mi habitación, una ciudad vista desde el aire, etc. Toda impresión compleja está compuesta por impresiones simples.
Cuando las impresiones han desaparecido -es decir, cuando han desaparecido los estímulos directos que recibían mis sentidos-, quedan huellas, en la memoria o en la imaginación, de esas impresiones. A esas huellas o recuerdos les denomina Hume ideas.
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Las ideas, al igual que las impresiones, pueden ser simples o complejas. Las ideas que proceden de las impresiones simples serán ideas simples. Las ideas que proceden de las impresiones complejas serán ideas complejas. No obstante, las ideas complejas se pueden formar también por otros procedimientos. Se pueden formar ideas complejas a partir de otras ideas mediante la actividad de la imaginación. Por ello no toda idea compleja procede directamente de una impresión. Pero toda idea compleja se puede descomponer en ideas simples. Y toda idea simple procede directamente de una impresión.
Y de aquí surge la segunda conclusión fundamental que saca Hume de su análisis de nuestra capacidad de conocer: todas las ideas simples proceden de impresiones. Son las impresiones las que dotan de significado a las ideas simples. De modo que, cuando una idea resulte confusa hay que buscar de qué impresión procede, que será la que vuelva clara y precisa, esto es, cierta, la idea. Si, por el contrario, no encontramos impresión alguna anexa a esa idea hemos de concluir que carece de significado.
Pero si las ideas proceden de las impresiones entonces no hay ideas innatas.
Recordemos que Platón denominaba así, ideas innatas, a las ideas que el alma trae consigo al nacer. Tales ideas serían, según Platón, el recuerdo de las «ideas» o «formas» que el alma habría contemplado en el mundo inteligible.
Recordemos, igualmente, que Descartes denominaba ideas innatas o conceptos, a las ideas que el entendimiento construiría por sí solo, con independencia de la información suministrada por los sentidos.
Pues bien, si, como asegura Hume, toda idea procede de una impresión no existen ideas innatas. Ni entendidas al modo platónico, ni entendidas al modo cartesiano. Las ideas simples nacen, siempre, de las impresiones.
Tales impresiones, y las correspondientes ideas nacidas de ellas, constituyen todo el contenido del conocimiento. No hay conocimiento que pueda ir más allá de tales contenidos.
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Pero las ideas pueden producir, a su vez, nuevas impresiones, que pueden suscitar sus propias ideas. A las impresiones producidas por las ideas, o por otras impresiones, les denomina Hume impresiones de reflexión (o, también, impresiones secundarias). Mientras que a las impresiones suscitadas en el individuo de un modo directo (bien sea por una causa externa -como puede ser una impresión de color-, o por la propia naturaleza humana -como puede ser el amor o el odio-), les denomina impresiones de sensación (o, también, impresiones primarias).
Así, por ejemplo, mientras conduzco observo un gato parado en la calzada (impresión de sensación), al que no puedo esquivar y atropello. Posteriormente, el recuerdo de haber atropellado al gato (idea) puede suscitar en mí un sentimiento de culpa (impresión de reflexión), que puede suscitar una nueva idea (el recuerdo de ese sentimiento de culpa).
Al conjunto de impresiones e ideas, es decir, al conjunto de los contenidos con los que está equipada la memoria y la imaginación, les denomina, Hume, percepciones. Percepciones son, por lo tanto, las impresiones, y percepciones son las ideas. Si bien, las impresiones constituyen unas percepciones fuertes (dado que los sentidos están siendo directamente estimulados, directamente presionados); y las ideas constituyen unas percepciones débiles (pues los sentidos ya no están siendo directamente presionados y solo quedan las huellas o recuerdos de esa presión).

5. Las leyes de asociación de ideas
Tenemos, entonces, que las impresiones y las ideas derivadas de las impresiones constituyen el contenido de nuestro conocimiento. Tenemos, también, que las impresiones pueden ser simples o complejas; y, en consecuencia, las ideas derivadas pueden ser también simples o complejas. Tales ideas, simples o complejas, son las huellas de las impresiones guardadas en la memoria o en la imaginación.
Existe, no obstante, una diferencia entre las ideas de la memoria y las ideas de la imaginación. Las ideas de la memoria reproducen las impresiones en el mismo orden en que estas se han producido, y tienen una intensidad mayor que las de la imaginación. La imaginación puede cambiar el orden temporal en el que han sido recibidas las impresiones, y puede separar las ideas y mezclarlas configurando nuevas ideas complejas.
Así la imaginación puede descomponer la idea compleja -procedente de una impresión- de un hombre y la idea compleja -procedente, igualmente, de una impresión- de un caballo y recomponer las partes construyendo una nueva idea compleja: la de un centauro -que no responde ya a impresión alguna.
En este ejemplo la imaginación ha trabajado produciendo una asociación libre de ideas. Pero lo más habitual es que las ideas simples tiendan a asociarse en la imaginación de cierta forma (esto es, tiendan a asociarse de un modo natural y espontáneo), como si hubiese una atracción entre ciertas ideas. Una atracción similar -dice Hume, pensando en la ley de la gravitación universal de Newton-, a la que existe entre los cuerpos físicos.
Esa tendencia de las ideas simples a asociarse en la imaginación de un modo natural produciendo ideas complejas sigue ciertas reglas o leyes, las leyes de asociación de ideas.
Estas leyes de asociación de ideas son las siguientes:
Ley de contigüidad espacio-temporal: consiste en que la imaginación tiende a agrupar bajo una sola imagen al conjunto de impresiones o ideas que aparecen unidas en el espacio y el tiempo. Así, por ejemplo, agrupo un determinado sabor, con un característico olor, una textura y una gama de colores que aparecen unidos espacial y temporalmente, bajo la idea de manzana, de esta manzana que estoy comiendo. (Es así como surge la idea compleja de sustancia. La cual, como veremos, puede ser reducida a una colección de ideas simples unidas espacial y temporalmente entre sí).
Ley de semejanza: esta ley lleva a la mente a asociar ideas semejantes. Así, el retrato lleva a nuestra mente a pensar en la persona retratada. Tendemos a asociar una clase de objetos que se parecen incluyéndolos bajo un mismo nombre. Etc.
Ley de causalidad: esta ley lleva a la mente a establecer ciertas conexiones entre objetos o sucesos, de modo tal que ante la presencia de un objeto o suceso (denominado causa), me adelanto a los acontecimientos y preveo la producción de otro objeto o suceso (denominado efecto).

6. Tipos de conocimiento
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Hemos mostrado cuáles son los elementos a partir de los cuales se constituye el conocimiento; a saber: las percepciones y la actividad de la imaginación.
A partir de esos elementos se elaboran dos tipos de conocimiento: aquel que atañe a las relaciones entre ideas y aquel que atañe a las cuestiones de hecho.
El «primer tipo de conocimiento», el «conocimiento de relaciones entre ideas», está constituido por aquel tipo de proposiciones «que son intuitiva o demostrativamente ciertas». Es decir, por aquel tipo de proposiciones que la razón construye al margen de la experiencia. Que las construye al margen de la experiencia significa que la experiencia no es necesaria para construir tales proposiciones, pero sí, como siempre, para construir las ideas que componen tales proposiciones.
¿Y cómo construye la razón tales proposiciones? Pues estableciendo relaciones (que pueden ser de semejanza, contraposición, grados en la calidad o proporciones en la cantidad y el número) entre ideas partiendo del significado de tales ideas. Así, la proposición «el todo es mayor que cada una de sus partes», surge del establecimiento de cierta relación entre los términos «todo» y «partes», en base al significado de los propios términos. O la proposición «dos más tres es igual a cinco», surge de establecer una relación de semejanza entre, por un lado, las ideas de «dos», «más» y «tres» y, por otro, la idea de «cinco».
Este tipo de proposiciones son las propias de la geometría, el álgebra y la aritmética. Se caracterizan porque su contrario es impensable -implicaría admitir una contradicción-. Por ejemplo, sostener que «el todo no es mayor que la parte» o que «la parte es mayor que el todo», implicaría una contradicción con respecto al significado de los propios términos.
Dado que su contrario es inadmisible, tales proposiciones son verdaderas siempre (esto es, son universales y necesarias).
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El «segundo tipo de conocimiento» es el que atañe a los hechos, es el conocimiento de hechos. Consiste en conocimientos tales como que «la mesa de mi estudio es verde», «las gaviotas ponen huevos», «el Sol saldrá mañana», o similares. La certeza de este tipo de conocimientos no se puede obtener intuitiva o demostrativamente, pues su contrario es perfectamente pensable -no implica contradicción-. Por ello, lo único que puede asegurar la certeza de este tipo de conocimientos es la experiencia, las impresiones.
Al estar supeditado a la experiencia -a las impresiones-, tal tipo de conocimiento no puede ir más allá de lo particular (pues no hay impresiones de nada universal), ni puede ir más allá de las experiencias pasadas o presentes (esto es, no puede adelantarse al futuro, pues no hay experiencias de futuro).
Solo se podrían obtener conocimientos universales a partir de los particulares aplicando el principio de inducción, que Hume considera indemostrable. Y solo se podrían predecir sucesos futuros a partir del presente por aplicación del principio de causalidad, que Hume considera, igualmente, indemostrable.
No obstante, los enunciados empíricos universales, y los razonamientos causales tienen un fundamento, como veremos, en la costumbre, que engendra en nosotros una creencia.
      
7. La crítica del principio de inducción
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Recordemos, ahora, que, desde Sócrates venimos considerando que el auténtico conocimiento -el conocimiento racional, el conocimiento científico-, tiene que ser conocimiento de lo universal.
Tal tipo de conocimiento se da en las proposiciones que atañen a «relaciones entre ideas», que se construyen a partir de la comparación de ideas entre sí.
El problema es cómo obtener proposiciones universales relativas a las «cuestiones de hecho». Es decir, ¿cómo se puede pasar de los enunciados singulares, sacados de la experiencia, a los enunciados universales, que constituyen la ciencia?
Tradicionalmente se viene considerando (ya desde Aristóteles, y eso es asumido por los empiristas anteriores a Hume, tales como Locke) que se puede pasar de los enunciados singulares a los universales aplicando el método inductivo.
El método inductivo consiste en la aplicación del «principio de inducción» a la experiencia para elevar lo particular, lo que se da en algunos casos, a lo universal. El principio de inducción dice así: «Aquello que se constata en un limitado número de observaciones es lícito generalizarlo y atribuirlo a todas las experiencias de la misma clase».
Así, por ejemplo, si observamos, en algunas ocasiones, que el agua que hemos calentado en un recipiente rompe a hervir a los 100º C podemos generalizar lo observado para constituir un enunciado universal del tipo: «El agua hierve a 100º C».
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Ahora bien, podemos preguntarnos, ¿qué nos permite concluir que tal generalización es válida?
El principio de inducción se expresa, él mismo, como un enunciado universal, como auténtico conocimiento. Pues bien, ¿de dónde hemos sacado que el principio de inducción constituye, él mismo, un conocimiento válido?
Recordemos que Hume sostiene que todo conocimiento válido se reduce a dos tipos: «conocimiento de relaciones entre ideas» y «conocimiento de cuestiones de hecho».
¿Pues bien, a qué tipo de conocimiento corresponde el «principio de inducción»?
No es un conocimiento de «relaciones entre ideas», porque no podemos demostrar, al margen de la experiencia ­(es decir, comparando los términos que constituyen el principio, tales como «constata», «limitado», «número», «observaciones», «lícito», «generalizado», etc.), la validez de dicho principio. O, dicho de otro modo, el significado de los términos no nos muestra que el principio sea verdadero.
Queda, entonces, la posibilidad de que el principio de inducción sea una «cuestión de hecho».
Ahora bien, los hechos son siempre singulares, y el principio de inducción es un enunciado universal. ¿Cómo pasamos de los hechos singulares a un enunciado universal? Pues aplicando el principio de inducción, que dice que lo observado en una serie de experiencias es lícito generalizarlo, atribuyéndolo a todas las experiencias del mismo tipo. (Lo cual aplicado a este caso querría decir lo siguiente: como hemos visto que la aplicación del principio de inducción en algunos casos ha funcionado, y nos ha permitido obtener conocimiento universal a partir de experiencias particulares, pues es lícito generalizarlo y considerar que el principio de inducción en válido en todos los casos).
Pero entonces estamos justificando el principio e inducción apelando al principio de inducción. Eso es caer en un «razonamiento circular», una falacia conocida como petición de principio. Para entendernos, es algo parecido a pretender sacarse de un pozo tirando de los propios cabellos (como nos cuentan que hacía el barón de Münchhausen).
No es posible, por lo tanto, justificar racionalmente el principio de inducción. Y, en consecuencia, no es posible justificar racionalmente el método inductivo. Y, en consecuencia, no es posible justificar racionalmente los enunciados universales de las ciencias empíricas, las ciencias que tratan con el mundo de la experiencia.

8. La crítica de la idea de causalidad
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Hemos concluido que no se pueden justificar racionalmente los enunciados universales relativos a cuestiones de hecho. Vamos a ver, ahora, si es posible adelantarnos a los hechos y justificar enunciados relativos al futuro. Tal cosa solo se puede hacer a partir de una inferencia causal. Una inferencia tal que dada una causa me permite inferir un efecto aun no producido.
Es una máxima filosófica -nos recuerda Hume en el Tratado- que «todo lo que empieza a existir debe tener una causa de su existencia».
Podemos encontrar enunciada tal máxima ya en los orígenes mismos de la filosofía -en los fragmentos conservados de Parménides, y, de manera más clara, en el Filebo, de Platón-.
Desde entonces el principio de causalidad ha tenido un papel determinante en todo intento de dar un fundamento filosófico al conocimiento en general y al conocimiento de ciertas realidades en particular. (Recordemos, por ejemplo, que Tomás de Aquino recurre al principio de causalidad en sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios).
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Pues bien, esta idea de causa, o causalidad, será sometida en el Tratado -y en otras obras de Hume- a un minucioso análisis.
Recordemos, una vez más, que todo conocimiento es un conocimiento de relaciones entre ideas o una cuestión de hecho. Y recordemos que conocimiento de relaciones entre ideas es aquel obtenido a partir del análisis y comparación de las ideas, que puede ser establecido a partir de la intuición o la demostración.
Pues bien, ¿responde el principio de causalidad a este tipo de conocimiento?
Hume demostrará que no. El principio de causalidad no constituye una certeza intuitiva ni demostrativa. Una certeza intuitiva se caracteriza porque su contrario es impensable. Pero es perfectamente pensable que algo suceda sin causa. Podemos, por ejemplo, imaginar que algo no exista y, a continuación, imaginarlo existiendo, sin necesidad de imaginar una causa asociada a su existencia. Luego, no es una certeza intuitiva.
Algunos filósofos consideraban que se podría demostrar el principio de causalidad por vía indirecta. Es decir, mostrando el absurdo a que conduciría negar el principio de causalidad.
Así, por ejemplo, Samuel Clarke, sostenía -reproduciendo una argumentación ya empleada por Tomás de Aquino-, que toda cosa tiene que tener una causa; de lo contrario habría que admitir que una cosa se produce a sí misma. Pero para ello tendría que existir antes de existir. Lo cual es absurdo.
Locke sostenía que si algo existe sin causa quiere decir que es causado por nada. Pero nada no puede ser una causa. Por lo tanto todo tiene que tener una causa, que sea algo, de su existencia.
Pero ambos argumentos, dice Hume, comenten el error de dar por sentado lo que quieren demostrar. Ambos parten de que todo tiene que tener una causa y suponen que si rechazamos otras causas entonces estamos admitiendo que la causa de algo es el propio suceso causado o la nada.
Pero, precisamente, lo que rechazamos es que haya causa (o, para ser exactos, que se pueda demostrar que debe haber una conexión causal entre un suceso y otro).
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Pues bien, si el principio de causalidad no constituye un conocimiento de relaciones entre ideas (es decir, si no constituye una certeza intuitiva ni demostrativa), entonces el conocimiento de dicho principio constituirá una cuestión de hecho.
Pero toda cuestión de hecho se basa en la experiencia, es decir, en las impresiones. Tratemos, entonces, de determinar de qué impresión procede la idea de causalidad.
Pues bien, lo primero que descubrimos es que tal idea no procede de ninguna cualidad que exista en los objetos, no hay en los objetos cualidad alguna que podamos asociar a la causalidad (es decir, la causalidad no es algo de la misma naturaleza que la textura, el color, el olor, etc.).
Pero si no encontramos la procedencia de la idea de causalidad analizando las cualidades de los objetos vamos a ver si la encontramos analizando las relaciones entre estos. Y, efectivamente, allí donde se dice que algo es causa de algo encontramos dos tipos de relaciones: en primer lugar una contigüidad espacio-temporal entre la causa y el efecto. En segundo lugar encontramos una prioridad temporal de la causa sobre el efecto, es decir, una relación de sucesión.
Pero no basta con la contigüidad y la sucesión para que se pueda hablar de relación causal. Podría darse un suceso y a continuación otro contiguo sin que percibamos una conexión causal, en este caso lo atribuiríamos a la mera casualidad. Para que hablemos de causalidad es necesario un tercer tipo de relación, una conexión necesaria entre el suceso al que consideramos causa y el suceso al que consideramos efecto.
Pero ¿de dónde sacamos la existencia de esa conexión necesaria entre determinadas causas y determinados efectos?
Una vez más tal conexión necesaria no puede establecerse intuitiva o demostrativamente. Solo cabe buscarla en los hechos, en la experiencia. Pero ¿qué experiencia encuentro allí donde mi imaginación establece conexiones necesarias?
La experiencia me muestra que tiendo a establecer una conexión necesaria allí donde descubro una conjunción constante entre un suceso y otro.
De modo que hemos encontrado finalmente todos los elementos de experiencia -todas las impresiones- que acompañan a la conexión causal. Cuando observo que entre un objeto y otro hay contigüidad espacial y temporal, que hay prioridad temporal de uno sobre otro y que hay una conjunción constante -es decir, que reiteradamente a uno le sigue el otro-, mi mente establece espontáneamente una conexión causal entre el primer objeto y el segundo.
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Hemos encontrado finalmente la base, el fundamento, de la conexión causal que establecemos entre los objetos o sucesos. Pero tal conexión no ha podido ser establecida racionalmente, no ha podido ser «demostrada». Mi convicción de que existe tal conexión nace, por el contrario, de la costumbre de encontrarme las relaciones antes señaladas. La costumbre engendra en mí la creencia en una tal conexión causal. De modo que, ante la presencia de la causa, mi mente me lleva espontáneamente al efecto; esto es, mi mente se adelanta a la experiencia esperando el efecto.
Todo lo dicho podemos resumirlo en seis pasos:
(1) No se puede fundamentar racionalmente, esto es, intuitiva o demostrativamente, el principio de causalidad.
(2) La imaginación tiende a asociar ideas en virtud de la ley de causalidad. Esto significa la posibilidad de relacionar unas ideas con otras mediante una conexión causal.
(3) Pero no se puede establecer a priori la existencia de una conexión causal necesaria entre un objeto concreto y otro objeto concreto.
(4) Por la misma razón tampoco se puede descartar a priori la conexión causal entre un objeto concreto y cualquier otro objeto concreto.
(5) Por lo tanto, la conexión causal entre un objeto y otro tendrá que venir dada por la experiencia.
(6) La experiencia nos muestra que cuando reiteradamente encontramos una relación de contigüidad, sucesión y conjunción constante entre dos objetos, se genera en nosotros la creencia de que hay una conexión causal entre esos objetos, y que por ello esas relaciones van a seguir dándose en el futuro. De modo que, ante la presencia del objeto que consideramos causa, la mente me lleva a la idea del objeto que consideramos efecto.

9. La crítica de la idea de sustancia
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Recordemos que el término sustancia es introducido en la filosofía por Aristóteles. Y será incorporado a otros sistemas filosóficos posteriores de base aristotélica -tales como los sistemas desarrollados por Boecio, Averroes o Tomás de Aquino-, pero también a los nuevos sistemas filosóficos desarrollados en el mundo moderno, que habían roto con el aristotelismo -tales como el empirismo de Locke o el racionalismo de Descartes-.
Para Aristóteles y los aristotélicos -y, también, para algunos empiristas como Locke-, sustancia es aquello que tiene realidad en sí mismo, el soporte de las cualidades. (De hecho el término castellano «sustancia» es una traducción del latín substantia, que viene a significar «lo que está debajo» -se entiende que hablamos de lo que está debajo de las cualidades-).
Así podemos decir que una manzana es una sustancia, que, como tal, es el soporte de una serie de cualidades tales como un color, un olor, un característico sabor, una textura o serie de texturas, etc.
Para Descartes, sustancia es aquello que «no necesita de nada más para existir».  Con lo cual solo Dios -en la medida en que consideremos, como Descartes, que Dios es el creador de todo lo existente- sería una sustancia. Aunque también define la sustancia como «aquello que solo necesita de Dios para existir» -de donde concluye que las almas y el mundo también son realidades sustanciales-.
De modo que el concepto de sustancia pasa a tener un papel clave en buena parte de los sistemas filosóficos desarrollados con posterioridad a Aristóteles.
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Recordemos, ahora, que la tesis central de la gnoseología elaborada por Hume es la de que toda idea ha de proceder de una impresión. O, dicho de otro modo, que el significado de una idea viene dado por la impresión de la que procede.
Pues bien, no podemos señalar impresión alguna de la que proceda la idea de sustancia.
Cuando, por ejemplo, decimos que una manzana es una sustancia, en la cual van insertadas, por decirlo así, una serie de cualidades, las únicas impresiones que podemos señalar referentes a la manzana son esa serie de cualidades.
Así, podemos señalar el color, podemos señalar qué impresión es la causante de la idea de sabor que asocio a la manzana, podemos señalar, igualmente, de que impresión procede la idea de textura que asocio a la manzana. Pero supongamos que se pudiesen eliminar de la manzana todas las cualidades. Que se pudiese eliminar el color, el sabor, la textura, el olor, etc. ¿Qué quedaría de la manzana? Ni siquiera somos capaces de imaginar qué podría ser la sustancia manzana desprovista de ese conjunto de cualidades. Lo que denominamos sustancia se reduce, pues, a un conjunto de cualidades que aparecen unidas.
Y lo que vale para el concepto aristotélico de sustancia vale, igualmente, para las sustancias cartesianas.
Descartes habla de un alma o sustancia pensante. Tal alma o sustancia pensante sería, según Descartes, una cosa -una sustancia-, que produce o posee pensamientos. Ahora bien, de lo único que tenemos noticia -de lo único que tenemos impresiones-, es de esos pensamientos, de los pensamientos concretos, ya sean formados por ideas o por pasiones, deseos o emociones. Pero, una vez más, si pudiésemos quitar del alma -o sustancia pensante- las ideas, pasiones, deseos o emociones, ¿qué quedaría? No hay impresión alguna de la sustancia pensante, del alma, al margen de ese conjunto de pensamientos; ni somos capaces de imaginar siquiera qué podría ser tal alma, tal sustancia pensante, al margen de los pensamientos concretos que la constituyen.
A este respecto dice Hume en el Compendio del tratado de la naturaleza humana, que los pensamientos «componen la mente», pero no «pertenecen a la mente». Es decir, la mente -también llamada alma o sustancia pensante-, es el conjunto de pensamientos. No una cosa que tenga pensamientos. (De un modo similar a como un castillo hecho con piezas de Lego es el conjunto ordenado de esas piezas, no una cosa en la que van esas piezas).
Descartes hablaba también de una sustancia extensa o mundo. Ahora bien -se pregunta Hume- ¿cómo llegamos a tener impresiones de algo extenso? A modo de ejemplo, frente a mí tengo una mesa, de color verde, lisa, ligeramente fría, indeformable ante la presión de mis dedos. A esas impresiones que percibo a través de mis sentidos (el verde, el liso, el frío, la resistencia a la presión) les denomina Descartes cualidades secundarias. Y dice de ellas que son percepciones subjetivas de mi mente. Lo real, lo objetivo, de la mesa, es lo medible y cuantificable: su extensión. La mesa es, por lo tanto, una cosa extensa, una sustancia extensa.
Pues bien, supongamos que pudiésemos suprimir de la mesa esas cualidades de las que el propio Descartes dice que son subjetivas, tales como el color, la textura, las sensaciones térmicas, de presión, etc. ¿Qué podríamos captar de la mesa? No se puede captar nada extenso si eso extenso no posee un color, una textura, una resistencia a la presión, etc. Lo que Descartes denomina sustancia extensa se reduce a ser, una vez más, un conjunto de cualidades.
Descartes hablaba, finalmente, de una sustancia infinita o Dios. De tal  sustancia no hay impresión. Pero nadie pretende tal cosa. Quienes defienden la existencia de una sustancia infinita, de Dios, lo hacen apelando a la fe o ciertos argumentos racionales.
Para demostrar la existencia de un ser tal Descartes apelaba a una serie de argumentos a priori. En el Discurso del método Descartes echa mano de tres de estos argumentos: el argumento ontológico y otros dos elaborados por el propio Descartes. En los tres casos se parte de una idea de Dios construida por el propio entendimiento con independencia de los sentidos; es decir, se parte de lo que Descartes entendía por una idea innata. Pero Hume, como ya hemos visto, rechaza la existencia de ideas innatas; toda idea ha de proceder de una impresión o carece de significado. Por lo que los argumentos cartesianos para demostrar la existencia de Dios fallan en el punto de partida.

10. Costumbres y creencias
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Hume lleva los planteamientos empiristas hasta sus últimas consecuencias. Esto quiere decir que Hume parte de que todo conocimiento comienza con los datos directos de la experiencia (a los que denomina impresiones) y se atiene a este supuesto hasta el final.
Pero toda impresión lo es de algo singular o particular; no hay impresiones de realidades universales. Y toda impresión lo es de algo que ya ha pasado, y que guardamos en la memoria, o de algo que está pasando; no hay impresiones de hechos futuros.
Por lo que, coherentemente con su punto de partida, Hume sostiene que no se puede fundamentar el conocimiento de lo universal. Otros filósofos empiristas han defendido que se puede ascender de lo singular a lo universal aplicando el principio de inducción. Principio que nos dice que es lícito generalizar, que es lícito extender lo observado en algunos casos a todos los casos de la misma clase. Pero ya hemos visto que, según Hume, no se puede fundamentar racionalmente el principio de inducción.
Y coherentemente con su doctrina Hume sostiene, también, que no se pueden fundamentar conocimientos relativos al futuro. Para hacerlo tendríamos que suponer que lo observado en el pasado va a mantenerse en el futuro, lo que sería una aplicación del principio de inducción que ya hemos visto que no se puede fundamentar. O tendríamos que suponer que determinados sucesos -causas- provocarán necesariamente determinados sucesos futuros -efectos-, lo que sería una aplicación del principio de causalidad, que, como demuestra Hume, tampoco se puede fundamentar.
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No obstante, los seres humanos nos desenvolvemos en el mundo, y nos desenvolvemos relativamente bien, presuponiendo que el futuro es conforme con el pasado, y presuponiendo que hay ciertas conexiones necesarias entre ciertas causas y ciertos efectos. De modo tal que el mundo es predecible y explicable.
Pero ¿en qué se fundamentan tales pretensiones, dado que no se pueden explicar racionalmente (esto es, ni intuitiva ni demostrativamente)?
Hume tiene una respuesta para la que no es necesario abandonar sus presupuestos empiristas; para la que no es necesario abandonar el supuesto de que todo conocimiento comienza con la experiencia y no puede ir más allá de la experiencia.
La respuesta es que nuestra pretensión de que el futuro será conforme con el pasado, y de que existen ciertas conexiones necesarias entre causas y efectos, se basa en la costumbre, que engendra una creencia. La costumbre de encontrar conectados ciertos sucesos reiteradamente engendra en nosotros la creencia de que seguirá siendo así en el futuro, de que hay una conexión necesaria entre tales sucesos y que, por lo tanto, seguirán conectados así en el futuro.
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Pero ¿no traicionamos, así, la tesis inicial de que toda idea ha de proceder de una impresión y de que el conocimiento no puede ir más allá de los contenidos establecidos por las impresiones?
Pues ciertamente no, porque la creencia no añade contenido nuevo alguno a la idea, sino que, simplemente, varía el modo de aprehender esa idea. La creencia añade vivacidad, intensidad, al modo como esa idea se hace presente. De modo que esa idea adquiere la fuerza de una impresión, actúa sobre la mente como si se tratase de una impresión.
Así, por ejemplo, desde que tengo recuerdos he ido constatado que el Sol sale todas las mañanas. Sin embargo no puedo demostrar a partir de este hecho de experiencia que tal cosa vaya a seguir sucediendo en el futuro. Es perfectamente racional pensar que el Sol dejará de salir mañana, pues lo contrario de todo hecho es siempre posible. Pero aunque es perfectamente racional pensar tal cosa -que el Sol no saldrá mañana- sin embargo no puedo creerla. La costumbre de ver salir el Sol todas las mañanas ha engendrado en mí la creencia de que tal cosa seguirá sucediendo así en el futuro.
Para ilustrar esta conclusión imaginemos -nos propone Hume en el Compendio y en las Investigaciones- que existiese un hombre como el Adán bíblico. Es decir, un hombre creado en plena madurez, con su capacidad de razonar plena, pero sin experiencia previa alguna.
Ahora situémoslo ante un estanque de agua pura y transparente. ¿Podría deducir Adán, con la simple contemplación del agua, que se podría ahogar en el estanque?
Situemos a Adán ante una mesa de billar en el instante en que una bola se aproxima hacia la otra, y a continuación ocultémosle la mesa. ¿Podría deducir Adán lo que va a pasar? ¿Deduciría que una bola al golpear a la otra la pondría en movimiento?
En ambos casos tratamos con cuestiones de hecho. Y lo que se pregunta en ambos casos es: ¿podría Adán deducir racionalmente -esto es demostrar, inferir a priori- la respuesta a ambas preguntas?
Según Hume no podría hacer tal cosa. Solo la experiencia podría llevarle a Adán a descubrir, primero, que un ser humano sumergido bajo el agua se ahoga, y que el impacto de una bola de billar sobre otra la pone en movimiento. Y solo la experiencia reiterada con fenómenos similares -esto es, la costumbre- engendraría, posteriormente, en él la creencia en una conexión causal necesaria entre los sucesos señalados.

11. El rechazo de la metafísica:
fenomenismo y escepticismo
«Metafísica» es un término empleado por vez primera por Andrónico de Rodas para designar a aquello que Aristóteles denominaba filosofía primera, y que tendría como objetos de estudio el ser en tanto ser, y de la primera causa o principio del movimiento.
Posteriormente se ha ido asociando a la metafísica con la disciplina que trata del ser, de lo que las cosas son. Es decir, de lo que «verdaderamente son», de lo que son en el fondo, en contraposición a lo que «parecen ser».
Una vez que se ha entendido así la metafísica, se puede, retrospectivamente, señalar que la metafísica nace con la filosofía misma. Pues ya los presocráticos habrían pretendido mostrarnos cuál es el fondo, el origen, el substrato -dicho en griego: el arkhé- que constituye a todas las cosas.
Posteriormente Platón nos llevaría al descubrimiento de que ser es tener una determinación, un aspecto. Y a esto, a lo que determina a algo, al aspecto, de algo, es a lo que denomina «idea» o «forma»; por ello concluirá que lo que verdaderamente es, la verdadera realidad, son las «ideas» o «formas», en las que reside la esencia de todas las cosas.
Ya en el mundo moderno Descartes nos descubre dos cosas. La primera es que el ser de la cosas se da en la conciencia, en el pensamiento, en forma de ideas construidas por el propio entendimiento. A partir de esas ideas descubrimos que existen tres tipos de realidades o sustancias: la sustancia pensante (también llamada «yo» o «alma»), la sustancia infinita (también llamada «Dios»), y la sustancia extensa (también llamada «mundo»).
Pues bien, Hume niega la posibilidad de elaborar un discurso sobre la verdadera realidad, sobre la realidad en sí. Los contenidos del entendimiento, aquello a partir de lo que pensamos, son -en esto coincide con Descartes-, las ideas. Pero -a diferencia de Descartes-, Hume sostiene que tales ideas proceden, siempre, de las impresiones. Y no sabemos cuál es la causa de tales impresiones.
El mundo conocido es, pues, el mundo representado en la imaginación, en forma de ideas. No hay un acceso a la «verdadera realidad», a la «realidad en sí».
Al mundo tal como nos lo representamos en la mente, al mundo en tanto conocido y que diferenciamos de la realidad en sí, le denominamos mundo fenoménico o mundo de los fenómenos. De ahí que la filosofía de Hume conduzca a un fenomenismo.

12. El emotivismo moral
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El análisis de la naturaleza humana, que comienza con un análisis de la capacidad humana de conocer, continúa con el análisis de la conducta.
Y lo primero que constata Hume es que lo que mueve a los seres humanos a la acción no es el conocimiento, no es la razón. O al menos no es solo la razón. El conocimiento trata, como ya hemos visto, de las «relaciones entre ideas» o de los «hechos», con el objeto de establecer alguna verdad con respecto a tales relaciones o a tales hechos.
Pero, una vez establecida una verdad -por ejemplo, que «el área de un cuadrado es igual a lado por lado»-, no encuentro nada en ella que mueva a mi voluntad. Salvo que quiera emplear ese conocimiento con algún fin. Pero en ese caso la voluntad está movida por ese fin, y tal conocimiento solo es un medio a su servicio.
Pero entonces ¿qué es lo que mueve a la voluntad? Para responder a esta pregunta hay que comenzar aclarando que la voluntad no es algún tipo de facultad que posean los individuos, sino un impulso o una serie de impulsos. Y tales impulsos son fruto de alguna pasión, son la manifestación de ciertas pasiones. De pasiones tales como el deseo o la aversión.
A este respecto dice Hume que la razón es sierva de las pasiones, no puede ser otra cosa. Sin el impulso a la acción surgido de las pasiones la razón no sabría qué hacer. La razón solo puede ser un instrumento al servicio de fines que ella misma no puede establecer.
Y si el conocimiento o la razón no determinan nuestra conducta, tampoco pueden enjuiciarla. Es decir, no es la razón o el conocimiento quienes pueden determinar si nuestra conducta es correcta o incorrecta, virtuosa o viciosa, buena o malvada.
Los juicios morales (aquellos que nos llevan a calificar una conducta como virtuosa o viciosa) no nacen del conocimiento o de la razón. El conocimiento trata de lo que hay. Pero los juicios morales hacen algo más que constatar lo que hay, enjuician, valoran, lo que hacemos.
Así, hay una diferencia irreductible entre decir, acerca de la conducta de alguien, que «ha robado tal cosa» y decir, acerca de la conducta de ese alguien, que «es inapropiada», que «no debería haber robado tal cosa», que «su conducta ha sido poco virtuosa». En el primer caso nos limitamos a describir una acción. En los demás la enjuiciamos, esto es, la valoramos, o indicamos «cómo debería» haber orientado esa acción.
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¿En qué se fundamenta, entonces, la posibilidad de enjuiciar una conducta? ¿Qué es lo que me lleva a determinar que una conducta es correcta o incorrecta, virtuosa o viciosa?
Según Hume los juicios valorativos que emitimos acerca de la conducta surgen de nuestros sentimientos o pasiones; esto es, de ciertas impresiones de reflexión. Cuando alguien manifiesta que «se debe» o «no se debe» hacer algo puede estar manifestando, por ejemplo, que le agrada, o le desagrada, que se haga ese algo.
A esta doctrina -desarrollada inicialmente por Hume-, que fundamenta la conducta moral y los juicios morales en los sentimientos, se le conoce como emotivismo moral.
Pero cabe, ahora, preguntarse por qué nos agrada o desagrada algo, por qué algo nos suscita unos u otros sentimientos. Según Hume en unos casos los sentimientos morales tienen su origen en la propia naturaleza humana. En otros casos se debe a la percepción de la utilidad o el perjuicio que algo puede tener para uno mismo o para la colectividad.
Es decir, en ciertos casos tendemos a sentir como grato aquello que nos resulta útil a nosotros, a la comunidad en la que vivimos o incluso a la humanidad en general. Y como ingrato o desagradable aquello que nos resulta perjudicial a nosotros, a la comunidad en la que vivimos o a la humanidad en general.
Por esta razón Hume ha sido considerado un precursor del utilitarismo, una corriente filosófica surgida en el siglo XIX y que convierte a la utilidad en el fundamento de la conducta correcta. Aunque Hume, como vimos, no hace de la utilidad el fundamento exclusivo de la moral.
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También atribuye Hume a la empatía (el término que emplea Hume es sympathy, que se traduce habitualmente por simpatía, pero el sentido con el que emplea Hume ese término queda mejor recogido en el castellano empatía) una función esencial en la conducta moral.
La empatía (sympathy) es la capacidad de sentir con otro, de sentir sus pasiones, de ponerse en el lugar de otro. Esta capacidad surge debido, en primer lugar, a que hay una naturaleza humana compartida. Eso quiere decir que las pasiones que puedan afectar a otros seres humanos son básicamente las mismas que pueden afectarnos a nosotros.
Pero la capacidad de ponernos en el lugar de otro, de sentir con otro, implica además que hay una comunicación de pasiones, de sentimientos, de estados de ánimo. Esta comunicación se produce de la siguiente manera: a través de los gestos, la expresión del rostro, de la conversación, etc., con otro advertimos que está poseído por determinado tipo de pasiones; es decir, nos hacemos una idea de las pasiones que le dominan en ese momento. Esta idea que nos hacemos de sus sentimientos o emociones puede adquirir suficiente vivacidad como para engendrar en nosotros sentimientos o emociones parecidas.
La empatía, la capacidad de ponernos en el lugar de otro, viene facilitada por las dos primeras leyes de asociación: la semejanza y la contigüidad. Así, el simple hecho de que el otro sea un ser humano ya facilita la identificación con él. Si además comparte lengua, religión, patria, aficiones, etc., conmigo la semejanza es mayor y me resulta más fácil ponerme en su lugar. Esa posibilidad viene facilitada también por la cercanía física, por la observación directa de su estado emocional.
La empatía favorece la creación de sentimientos morales compartidos, y es un elemento fundamental, por lo tanto, para la convivencia.

13. La crítica de la religión
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Hume comienza por negarle validez a las pruebas que pretenden demostrar racionalmente la existen­cia de Dios. Estas pueden ser reducidas a tres tipos dife­rentes:
(1) Las que parten de la concepción de un ser que existe necesariamente (el argumento on­to­lógico de An­selmo y Descartes). Hume argumenta que todo lo que concebimos como exis­tiendo también puede ser con­ce­bido como no existiendo, por lo tanto, no hay nada que exis­ta necesariamente.
Efectiva­mente la existencia es un hecho, y ya hemos explicado que para las verdades de hecho su contrario no implica contradicción.
(2) Otras pruebas parten de la experiencia, del hecho de que algo existe. Luego aplican a esto el prin­ci­pio de causalidad (todo lo que existe, existe por una causa); lo que les lleva, fi­nal­mente, a  postular la nece­sidad de una causa in­causada. Las cuatro primeras vías de Tomás de Aquino siguen este ra­zo­na­mien­to.
Hume tam­bién niega validez a este tipo de pruebas. En primer lugar porque ya hemos visto que el principio de causalidad no se puede fundamentar; pero además Hume sostiene que esta prue­ba no con­duce a una primera causa, sino que más bien nos llevaría a través de un pro­ce­so infinito (tan lógi­co sería pensar en un Dios infinito como en una su­cesión infinita de cau­sas).
(3) Otro tipo de pruebas son aquellas que parten de que hay un orden en el universo y que, por lo tanto, tie­ne que haber una causa inteligente de ese orden. Así argumenta Tomás de Aquino en la quinta vía.
De nue­vo nos en­con­tra­mos con la problemática noción de causa de por medio. Pero además, esta prue­ba tiene otro fallo: Hume dice que toda cau­sa es proporcio­nada al efecto; si el mundo es finito e imperfecto es difícil de sostener que su causa sea in­fi­ni­ta y perfecta, y si la causa del mundo es finita no hay razón para su­po­ner que haya una causa única y no varias.
No hay  por lo tanto ningún conocimiento racional de Dios.
Pero Hume también niega validez al concepto renacentista e ilustrado de re­ligión natu­ral. Según los de­fen­sores de la religión natural Dios habría trans­mi­tido en tiempos remotos un sentimiento religioso a todos los hombres que se habría ido pervirtiendo con el tiempo, dan­do origen a la multitud de reli­gio­nes históricas. Pero, argumenta Hume, en primer lugar, no es cierto que todos los hombres tengan sentimientos religiosos. Y, en se­gun­do lugar, los sentimientos religiosos varían de tal forma de pueblo a pueblo, y aun de indi­vi­duo a indi­vi­duo, que no se puede suponer que lo que defiendan unos y otros como religioso ten­ga algo que ver.
Hume va todavía más allá en su crítica religiosa y sostiene que ni siquiera se puede de­cir que la religión sea una superstición útil. Al contrario, con fre­cuen­cia aquellos pueblos o épocas con sentimientos religiosos muy vivos son más desgraciados que aquellos «en que ni se menciona ni se considera el sen­ti­miento reli­gioso».
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Hume explica así el origen de la religión: las primeras religiones son politeístas, y surgen de los sentimien­tos, al igual que la mo­ral. La ignorancia y el miedo a lo des­co­no­cido son los factores que ali­men­tan la religión. El pueblo adula a los dioses, igual que se adu­la a los tiranos para conseguir sus favores. Es­to es lo que hace que se engrandez­ca a un Dios en especial, al que se le acaban atribuyendo todo tipo de cua­li­da­des, hasta hacer de Él un ser infinito; así surge el monoteís­mo.
Hume en­cuen­tra algunas ventajas en el mo­no­teísmo, frente al politeísmo, fundamen­tal­men­te que la religión tiende a racionalizarse. Pero encuentra mu­chos más in­con­venientes.
El primero es que el monoteísmo potencia el fa­na­tismo y la into­le­rancia. Cuando se cree que un único dios es el verdadero, y que solo sus pre­ceptos son los verdaderos, se cree uno en el de­re­cho, y aun en la obli­ga­ción, de imponérselo a los demás; así surgen las persecuciones re­li­gio­sas. Como los demás tienen a su vez su propia fe en lo que es el Dios ver­da­de­ro, aca­ban en enfrentamientos, así surgen las guerras religiosas.
Además, cuan­to me­nos poderosos y más cercanos a los hombres sean los dioses menos des­truc­tivos son. Por contra, la creencia en un Dios único y todo­po­de­roso genera en los hombres sen­ti­mien­tos destructivos: autohumillación, some­ti­miento, pe­ni­ten­cia, mortifica­ción, pasividad frente al sufrimiento, etc.


14. La filosofía política


15. Hume en la historia del pensamiento: aportaciones fundamentales e influjo posterior
Hume hace algunas aportaciones fundamentales a la teoría del conocimiento, la ética y la filosofía política. Entre estas cabe destacar las siguientes:
En primer lugar, supuesto que todo conocimiento se construye a partir de ideas, se trata de encontrar un procedimiento para determinar cuándo una idea tiene significado. O, lo que viene a ser lo mismo, para determinar cuándo una idea es realmente una idea. Pues una fuente constante de error es tomar como ideas cosas que parecen ser ideas pero no lo son. Así, por poner ejemplos radicales, la idea de «círculo cuadrado», o la idea de «triángulo con dos ángulos obtusos». En este caso es fácil de ver que tales supuestas ideas carecen de significado por su propia imposibilidad lógica. Pero ¿son ideas las de «esencia», «substancia pensante» -también llamada alma-, «sustancia infinita» -también llamada Dios-, «causalidad», etc., en torno a las cuales se construye buena parte no solo de la «filosofía académica» sino también de la «filosofía mundana» que todos manejamos a diario?
Hume propone que una idea tiene significado, es decir, que una idea es realmente una idea, cuando podemos remitirla a una impresión o conjunto de impresiones.
La segunda gran aportación de Hume tiene que ver con la moral. A este respecto Hume sostiene que el ámbito moral no tiene que ver con el conocimiento, sino con las decisiones. Y estas no dependen, o no enteramente, del conocimiento, sino de las impresiones. En este caso de ciertas impresiones de reflexión, de los sentimientos.
Que el ámbito moral no tiene que ver con el conocimiento quiere decir que de lo que «es» -es decir, del ámbito del conocimiento, que trata de lo que hay- no se puede derivar lo que «debe ser» -es decir, lo correcto o incorrecto, lo bueno o malo-.
La tercera gran aportación de Hume consiste en dar un fundamento a la tolerancia, especialmente a la tolerancia política y religiosa, virtud esencial para permitir la convivencia en sociedades complejas.
Pues, al derivar todo conocimiento de la experiencia, y al no poder inferir de la experiencia verdades universales ni conexiones causales necesarias, nos obliga a estar expuestos a la revisión permanente de nuestras certezas. Nos obliga, por lo tanto, a negar toda forma de dogmatismo y superchería en el terreno del conocimiento, que son el origen del fanatismo y la intolerancia.
El sistema de pensamiento desarrollado por Hume tendrá una influencia decisiva en pensadores o corrientes de pensamiento posteriores.
Así, Kant dirá que fue la lectura de Hume la que le hizo despertarse de su «sueño dogmático», encarrilando su pensamiento hacia el desarrollo de una filosofía crítica.
La influencia de Hume se dejará sentir en el movimiento utilitarista, desarrollado a mediados del siglo XIX y que tendrá una enorme influencia en el mundo anglosajón, sobre todo en el ámbito ético y político.
En pleno siglo XX Hume será reivindicado por la filosofía analítica.

Bibliografía
-Abbagnano, Nicola: Historia de la filosofía. SARPE, S. A. Barcelona, 1988.
-Copleston, F.: Historia de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Hume, David: Diálogos sobre la religión natural. Editorial Tecnos (Grupo Anaya, S. A.). Madrid, 2004.
-Hume, David: Ensayos políticos. Editorial Tecnos S. A. Madrid, 1987.
-Hume, David: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1990.
-Hume, David: Investigación sobre los principios de la moral. Editorial Espasa-Calpe, S. A. Madrid, 1991.
-Hume, David: Tratado de la naturaleza humana. Editora Nacional. Madrid, 1981.
-Martínez Marzoa, Felipe: Pasión tranquila. Ensayo sobre la filosofía de Hume. Antonio Machado Libros. Boadilla del Monte (Madrid), 2009.
-O´Connor, D. J. (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. Vol. IV. El empirismo inglés. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1982.

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