miércoles, 30 de marzo de 2016

(XVII) DESCARTES: EN BUSCA DEL PRIMER PRINCIPIO

1. ¿Quién es Descartes?
Descartes es un matemático, físico, y filósofo francés, cuya vida transcurre en la primera mitad del siglo XVII, claramente influido por la Revolución científica del Renacimiento y, en especial, por la concepción de la ciencia que nace con Galileo.
Como matemático crea la geometría analítica. Para ello co­mienza por clasificar a las curvas en «geo­­métricas» y «mecánicas», centrándose en el aná­lisis de las pri­me­ras. Des­pués desarrolla un sis­tema de repre­­senta­ción grá­fica de la curva (y en ge­neral de cual­quier pun­to en el espacio): todo pun­to vendría defini­do por los valores de dos ejes «x» e «y», sien­do estos los ejes que acotan una su­per­ficie (ejes de coordena­das car­tesia­nas). Una cur­va ven­dría de­finida por una ecuación tal que es­ta­blece una relación entre las cantidades de «x» y las de «y», válida ex­clusivamente para cualquier pun­to de la cur­va en cuestión. Una vez hecho esto se pue­de ope­rar al­ge­braicamente con las ecuacio­nes de las cur­vas, en lugar de hacerlo geométri­ca­men­te con las cur­vas. Con esto se pone en marcha un proceso que debería llevar a la traduc­ción de cual­quier elemen­to geo­mé­trico a térmi­nos arit­mé­ti­cos.
Como físico pone las bases de la cinemática, enuncia por vez primera el principio de inercia (que aparece solo esbozado en Galileo), la ley de conservación de la cantidad de movimiento, y defiende una teoría corpuscular de la luz.
Como filósofo es el fundador del racionalismo, con el que hace su aparición la filosofía moderna (que se escindirá en dos grandes corrientes: racionalismo y empirismo, fusionadas finalmente, en el criticismo kantiano).
El racionalismo es denominado así porque sus defensores (a Descartes le sucederán Malebranche, Pascal, Spinoza y Leibniz) consideran que la razón es la única fuente válida de conoci­mien­to. Esto diferen­cia a los filósofos racionalistas de los medieva­les, que se atenían también a la fe, la tradición y la autori­dad, y de los empiristas, que consideran que la razón ha de trabajar siem­pre con los datos de ex­periencia.
La filosofía moderna viene caracterizada por sostener que solo conocemos la realidad a través de nuestras representaciones mentales, denominadas ideas, entre las cuales hay algunas evidentes, esto es, ciertas, que se convierten por ello en el criterio de verdad.

2. Vida y obras de Descartes
René Descartes nace en la comuna de La Haye en Touraine (actualmente denominada Descartes en su honor), en la zona de Turena (Francia), en 1596. Era hijo de Joachim Descartes consejero en el Parlamento de Bretaña y Jeanne Brochard, ambos pertenecientes a la baja nobleza. A los pocos meses fallece su madre, quedando al cuidado de su abuela materna y una nodriza.
Con diez años se le envía con los jesuitas de «La Flèche». Allí estudia gramática, humanidades, retórica, filosofía, teología y matemáticas.
Posteriormente estudió leyes en la Universidad de Poitiers. Tras graduarse, con veinte años, se enrola en el ejército de Maurice de Nassau, para estudiar en «el gran libro del mundo», con el que viaja por Holanda, Dinamarca y Alemania.
Entretanto, en 1597 Francisco Suárez había publicado las Disputaciones Metafísicas; en 1601, el filósofo escéptico Pierre Charrón había publicado De la sabiduría; en 1609 Kepler había publicado Astronomía nueva; y en 1610 Galileo su Mensajero Sideral; obras todas que tendrán una influencia importante en la formación de Descartes.
En el año 1618 comienza la Guerra de los Treinta Años. Al año siguiente Descartes se enrola en el ejército católico del Duque de Baviera. Este mismo año Kepler publica Sobre la armonía del mundo.
Al año siguiente, en 1620, Descartes deja el ejército y se dedica a viajar por Francia, Alemania, Suiza e Italia. Francis Bacon publica su Novum Organum.
En 1623 Galileo publica Il Saggiatore (El ensayador). Este mismo año nace Blaise Pascal.
En 1625 Descartes se instala en París. En el 1626 muere Francis Bacon, y al año siguiente, en 1627, se publica su obra Nueva Atlántida y nace Robert Boyle.
En 1628 Descartes escribe sus Reglas para la dirección del entendimiento, una de sus obras fundamentales, aunque quedó inconclusa. En ella lleva a cabo un desarrollo del método me­diante la exposición de las reglas que lo cons­tituyen (llega a enumerar un total de vein­tiu­na) y el modo y condiciones en que han de ser apli­ca­das.
Al año siguiente se instala en Holanda, donde creía encontrar mayor libertad de pen­samiento. Ese mismo año, en 1629, nace Huygens.
El año siguiente, 1630, está lleno de acontecimientos trascendentales para la historia del pensamiento: nacen John Locke, el fundador del empirismo subjetivista, y Baruch Spinoza; y Galileo publica Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.
En el año 1633 Galileo es condenado (aparentemente por rechazar que el Sol gire en torno a la Tierra). Descartes estaba preparando un Tratado del mundo, en el que defiende tesis coperni­ca­nas, pero al enterarse de la condena de Galileo desiste de publicarlo y se pierde como tal obra. Tres años más tarde publica tres ensayos (al parecer elaborados con material del Tra­tado) bajo los títulos Dióptrica, Me­teo­ros, y Geometría, acom­pañados de una especie de pró­logo titulado Dis­cur­so del método. El Discurso es una biografía intelectual en la que da cuen­ta del ha­llazgo de las reglas del método (que aquí aparecen reducidas a cuatro), el em­­pleo de unas reglas de moral «provisional», los fundamentos de la me­tafísi­ca, y se describe a los seres vivos en términos mecánicos.
En el año 1638 nace Malebranche, y Galileo publica Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias.
En 1640 Pascal, que entonces tiene dieciséis años, publica Ensayo sobre las cónicas. Al año siguiente Descartes publica sus Meditaciones metafísicas, otra de sus obras fundamen­t­ales. Trata nue­vamente del mé­todo y desa­rro­lla la duda metódica que le lleva a esta­ble­cer los primeros principios del co­no­cimiento.
1642 es otro año lleno de acontecimientos. Mueren Galileo y el cardenal Richelieu, nace Isaac Newton, Hobbes publica De cive, Pascal desarrolla una máquina de calcular, y comienza la guerra civil en Inglaterra. En 1643 Torricelli demuestra que el aire pesa, e inventa el barómetro.
En 1644 Descartes publica Principios de filosofía, dedicada a la princesa Isabel de Bohemia; en esta obra trata de los principios del co­no­cimiento y de los principios de las cosas ma­teriales. Ese mismo año Gassendi publica sus Disquisiciones metafísicas, y Mersenne sus Pensamientos físico-matemáticos.
En 1645 termina la primera guerra civil inglesa. Al año siguiente nace Leibniz.
En 1647 mueren Torricelli y Uriel da Costa (se suicida). Descartes visita a Pascal en París. Es acusado de pelagianismo. Nace Pierre Bayle, uno de los padres del movimiento ilustrado.
En 1648 se firma la Paz de Westfalia, que marcará de modo decisivo el devenir de Europa (entre otras cosas supuso el fin de la hegemonía española). Comienza la segunda guerra civil inglesa.
En 1649 Descartes publica Las pasiones del alma, donde intenta explicar la relación del alma y el cuerpo. Distingue las ac­cio­nes, de­pen­dientes de la voluntad, y las pasiones (per­cepciones, sentimien­tos o emo­cio­nes), que son involuntarias y causadas por los espíritus vitales. Invitado por la reina Cristina de Suecia viaja a Estocolmo, donde muere, en 1650, de una pul­monía.

3. Antecedentes del pensamiento cartesiano
Recordemos que Tomás de Aquino construye un sistema filosófico cristiano -a partir de su asimilación e interpretación de la filosofía aristotélica, aunque recoge también otras influencias-, que se convertirá en el sistema de pensamiento dominante en las Escuelas y Universidades de la Baja Edad Media.
Un elemento esencial del sistema tomista es la defensa de una teología racional, que trataría de aquellas verdades acerca de Dios que pueden ser descubiertas por la razón. Dios crearía el mundo tomando como modelo las «ideas» que configuran su propia mente («ideas ejemplares»). Para explicar ese mundo creado por Dios Tomás echa mano de la física aristotélica (sustancias compuestas de materia primera y forma sustancial, movimiento concebido como paso de ser en potencia a ser en acto, etcétera).
También asume, en gran medida, la teoría del conocimiento aristotélica: conocer es conocer lo universal, a ese conocimiento llega el entendimiento por un proceso de abstracción (frente a la noesis platónica y la iluminación agustiniana), etcétera.
Pero, en el siglo XIV, Ockham niega la posibilidad de la teología racional. De Dios no podemos conocer ni su esencia ni su existencia a través de la razón. Ockham niega igualmente, la existencia de universales fuera del alma: (1) Niega la existencia de universales en la mente de Dios -ideas ejemplares- porque eso llevaría a negar su omnipotencia. (2) Ateniéndose al principio de economía, niega que existan universales en la naturaleza porque tales universales son innecesarios, Dios crea directamente los individuos.
El conocimiento comienza siendo conocimiento de esos individuos, captados en una intuición empírica. Pero, ante la presencia de ciertos grupos de individuos, el alma tiene la capacidad de generar conceptos de manera espontánea. Con tales conceptos, que constituyen el único tipo de realidades universales, trabaja la ciencia.
En el Renacimiento Nicolás de Cusa asumirá algunos de los postulados del nominalismo, tales como que no existen universales fuera de la mente, que el alma genera espontáneamente conceptos (que, para Cusa, serán conceptos matemáticos) y que no podemos acceder al conocimiento de Dios a través de la razón (Dios, por ser infinito, es incognoscible por principio).
No obstante, Cusa sostiene, siguiendo la tradición cristiano-medieval, que Dios es el principio y fundamento de todo conocimiento. Pero si el fundamento del conocimiento reside en Dios, y Dios no puede ser conocido, el conocimiento queda sin fundamentación posible. A este conocimiento de la imposibilidad de fundamentar el conocimiento le denomina docta ignorancia.
Ese cuestionamiento de la ontología y la epistemología escolástica favorece por un lado la aparición de una potente corriente escéptica, con pensadores de la talla de Michel de Montaigne, Pierre Charron, Francisco Sánchez y Uriel da Costa.
Pero la independencia de la razón con respecto a la teología, la apelación a la experiencia para obtener conocimiento (apelación que estaba ya en el tomismo), y la concepción del entendimiento como la capacidad espontánea de generar conceptos matemáticos, preparan, al mismo tiempo, el terreno para la aparición de la nueva ciencia, que se consolida con la obra de Galileo.
Con Galileo se abandona el modelo geocéntrico y geoestático del cosmos, la teoría de los lugares naturales, la concepción del movimiento como paso de ser en potencia a ser en acto, etcétera. Para explicar los fenómenos no se buscan sus causas, lo que nos remitiría a una causa primera acaso incognoscible, sino que se buscan las leyes que rigen ese fenómeno. Leyes que han de tener una estructura matemática, y que por lo tanto han de ser construidas primero en el entendimiento y luego sometidas a su validación experimental.

4. La fundamentación de la ciencia y de la filosofía
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Descartes vive en el siglo XVII, justo cuando la Revolución científica ha liquidado la cosmovisión aristotélico-escolástica y ha puesto en marcha una nueva manera de entender el mundo.
Descartes es heredero de esta Revolución científica. Es, él mismo, un científico notable que contribuye al desarrollo de ese nuevo paradigma científico que se está desarrollando y que será conocido posteriormente como mecánica clásica.
Pero Descartes no se limita a hacer aportaciones a la nueva ciencia, sino que somete a análisis lo que los científicos están haciendo, reflexiona sobre su propia labor como científico, trata de aclarar en qué consiste conocer, y dar una fundamentación al conocimiento. Pues podría suceder que acabe pasando con la nueva ciencia lo mismo que con la ciencia aristotélica y escolástica, y que lo que parece seguro acabe siendo liquidado pasado un tiempo.
De hecho, a finales del siglo XVI y principios del XVII se desarrolla una potente corriente escéptica (Montaigne, Charron; Sánchez, Uriel da Costa) que niega la validez de todo conocimiento, la imposibilidad de dar un fundamento al conocimiento.
Esa reflexión sobre la ciencia y su intento de darle un fundamento al conocimiento científico en particular y al conocimiento en general, superando el escepticismo, le llevan a concluir que:
(1) Conocimiento es certeza (o, lo que viene a ser lo mismo, verdad es certeza): solo cuando estamos ante un saber seguro e indudable -esto es, cierto, evidente-, hay, propiamente hablando, conocimiento.
(2) La certeza se garantiza cuando el entendimiento sigue sus propias reglas. Tradicionalmente, desde Aristóteles, se viene entendiendo la verdad como adecuación (hay verdad cuando lo pensado coincide -se adecúa, concuerda- con la realidad). Pero Descartes considera que la verdad es ante todo adecuación del entendimiento a sus propias reglas. Cuando esto sucede el pensamiento es indudable, cierto. (Por ejemplo, cuando concluimos que «dos más dos es cuatro», o que «los ángulos de un triángulo suman 180º»).
(3) Pero prescindir de los datos de los sentidos y seguir las reglas del entendimiento es lo que hacen las matemáticas (la geometría y la analítica). Analizando el funcionamiento de las ciencias matemáticas Descartes descubre tras ellas un modo de operar que puede ser generalizado y aplicado a otras ciencias. A este modo de operar le llama mathesis universalis, y lo define como «la ciencia general del orden y la medida».
(4) A esta ma­­thesis universalis la identifica con la razón. Es, más que un saber, un lenguaje uni­ver­sal, único para todas las ciencias y todos los seres humanos. Una vez desarrollado y aplicado este lenguaje universal, todas las ciencias se pueden es­tructurar en una unidad orgá­nica. En la base estaría la metafísica, sobre esta se desarrollaría la física, y a partir de esta la medicina, la me­­cánica y la ética.
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El modo de proceder de la mathesis universalis puede descomponerse en cuatro reglas básicas, que Descartes denomina las reglas del método.
Estas son las siguientes:
(1) Evidencia: consiste en no admitir nada como verdadero que no se conozca como evi­dente, esto es, sin posibilidad de duda. Descartes sostiene que la evidencia va siempre acompañada de dos rasgos: claridad y distinción. Que una idea sea clara quiere decir que está presente ante la mente, que sea distinta quiere de decir que está perfectamente determinada, delimitada, que no se confunde con ninguna otra.
El acto por el que la mente llega a la evidencia se llama intuición. Intui­ción es la aprehensión inmediata de algo. Esta intuición puede ser sen­sible o intelectual. Puesto que, para Des­cartes, lo sensible es siempre confuso, se que­da­rá únicamente con una intuición de tipo intelectual (que nos pondrá ante una idea sim­ple).
En el caso de la fundamenta­ción de la filosofía, para llegar a una primera ver­dad que cumpla este requisito, se llevará a cabo un proceso que se conoce con el nom­bre de «duda metódica».
(2) Análisis: consiste en dividir lo complejo en sus partes simples, con el objeto de percibirlas clara y dis­tintamente (es decir, en una intuición pura). Así, por ejemplo, los datos de la experiencia sue­len ser confusos. La física debe, en tal caso, des­componer esto confuso en partes sim­ples tales como triángulos, puntos, líneas etcétera. (Re­cor­demos el método hipotético deductivo de resolución y com­po­sición de Galileo).
(3) Síntesis: consiste en una reconstrucción deductiva del saber a partir de los ele­men­tos simples cono­cidos por intuición. Recordemos que para Aristóteles y la escolástica medieval la deducción con­sistía en el silogismo. Descartes cree que el silogismo no es un tipo de razonamiento adecuado para descubrir nue­vas verdades, ya que, una vez conocida la proposición más general, sacar de ahí una de menor generalidad no añade nada nue­vo al conocimiento. Para Descartes la  deducción consiste en construir un saber complejo a partir de los elementos sim­ples ob­tenidos por intui­ción. (Así, a partir de la in­tui­ción simple de triángulo, podemos ir ela­borando un sistema de saber más complejo en el que descubrimos que la suma de sus ángulos mide 180º, que si es rectángulo la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, etcétera).
(4) Enumeración: consiste en revisar todo el proceso para estar seguros de que a lo largo de la deducción no omitimos ningún paso, y que cada paso es también claro y distinto.
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Una vez descritos los pasos del método que están implícitos en el desarrollo de las ma­te­máticas, Des­car­tes los va a aplicar a otros saberes, empezando por el saber supremo, aquel del que dependen los principios últimos de la realidad y el conocimiento: la metafísica.
A este respecto debemos recordar que la metafísica viene siendo entendida como el saber que trata del ser y de los primeros principios y causas de las cosas (del movimiento para Aristóteles).
Pero Descartes sostendrá que solo podemos conocer la realidad a partir de las ideas construidas por el entendimiento. Por eso se puede decir que el ser de las cosas, y los principios de las cosas, coinciden con los establecidos en el entendimiento. De modo que la metafísica coincide con la epistemología.
Aclarado esto trataremos de aplicar las reglas del método a la metafísica.
En primer lugar tendremos que encontrar una evidencia (primera regla). Pero dado que la metafísica (tal como la entiende Descartes) trata del fundamento de todo saber, de los primeros principios del conocimiento, habrá que buscar una evidencia absoluta, una certeza absoluta.
¿Y qué es una certeza abso­luta? Pues aque­lla de la que no se pueda dudar bajo ninguna cir­cuns­tancia.
Para encontrar tal certeza Descartes va a seguir el siguiente proceso: someterá todo conocimiento, toda supuesta verdad, a un proceso sistemático de duda hasta encontrar, si es que se encuentra, algo de lo que sea imposible dudar.
No se trata, por lo tanto, de una duda psicológica, una duda que le asalte al individuo Descartes, sino metódica. Si, pese a todos nuestros intentos de cuestionar nuestros conocimientos, encontramos algo de lo que sea imposible dudar, algo que sea de suyo indudable, esa será la certeza absoluta que andamos buscando.
La duda metódica viene a ser algo así como el escepticismo convertido en método, es una radicalización del escepticismo que llevará a su propia anulación: al descubrimiento de una certeza absoluta, a la instalación en la verdad.
Y esto es lo que va a hacer Descartes a través de los pasos siguientes:
(1) Duda de los sentidos. Los datos de los sentidos son oscuros y confusos, dado que tratan de lo complejo. Y solo en una intuición intelectual que nos permita captar naturalezas simples puede haber certeza. La propia experiencia nos muestra como los sentidos nos engañan con frecuencia. Así, por ejemplo, bas­ta con meter la punta de un bastón recto en un cubo de agua y enseguida lo vere­mos tor­cido. Pues bien, dado que los datos de los sentidos nos engañan a veces, prescindiremos de ellos, no sirven para alcanzar la certeza que andamos buscando.
(2) Duda de la realidad. Aunque los sentidos nos den datos falsos acerca de las co­sas podemos seguir con­si­derando, pese a todo, que estas son reales, existen. Pero Des­car­tes sostiene que también es fácil dudar de la realidad de las cosas; a fin de cuentas, to­dos hemos tenido alguna vez sue­ños vividos tan inten­sa­mente que nos parecen algo real, y podemos plantearnos si toda nues­tra vida no será un prolongado sueño de gran in­ten­si­dad. (Si Descartes viviese en nuestros días podría plantear otras posibilidades, como por ejemplo, que estemos viviendo en el universo de Matrix).
(3) Duda del entendimiento. Ahora bien, incluso en los sueños hay cosas que se nos muestran como ciertas siem­pre. Así, por ejemplo, es imposible por mucho que forcemos la ima­gi­nación, concebir un trián­gulo con dos ángulos rectos, o un círculo cuadrado. De donde podemos concluir que las verdades del entendi­mien­to, las verdades que nos dan las mate­máti­cas, resisten este pro­ceso de duda.
Parece, pues, que hemos encontrado esa certeza absoluta que estábamos bus­cando. Pero Descartes encuentra un modo de seguir ejerciendo la duda: imaginemos, dice, un genio ma­ligno muy poderoso, que engaña mi mente aún en los casos en que creo estar absolutamente cierto de algo.
Lo que quiere decir con esta hipótesis es lo siguiente: ciertamente no puedo dudar de las certezas matemáticas porque mi entendimiento está hecho así. Pero ¿y si mi entendimiento estuviese mal hecho? En este caso mis certezas matemáticas no servirían para describir la realidad externa, no serían más que un juego mental.
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Con lo dicho hemos llevado la duda a sus extremos. Hemos dudado de los datos que nos proporcionan los sentidos, de la realidad misma, y hasta de la validez del entendimiento para explicar la realidad. No que­da lugar alguno en que ejercer la duda.
La cuestión ahora es si hay la posibilidad de encontrar algo que, pese a todo, sea indudable; alguna certeza que resista todo el proceso de la duda.
Pues bien, a lo largo de todo este proceso sí que hay algo que per­manece indudable, a saber, que dudo. Puedo dudar de cualquier cosa, pero precisamente por ello me será imposible dudar de que dudo (pues si dudo de que dudo sigo dudando). La duda ha encontrado un límite. No se puede ir más allá. Que dudo es una evidencia absoluta.
Puesto que dudar es una forma de pensar (en termi­no­logía de Descartes, dudar es uno de los múltiples «mo­dos» de darse el pensamien­to), tenemos la certeza absoluta de que pen­samos, y por lo tanto, de que, aun­que sea como meros entes pensantes, existimos. Esto lo expresa Descartes con la expresión: «pienso, luego soy» (‑o existo‑, en latín «co­gi­to ergo sum»). La certeza absoluta de que existo como ser pensante se con­vier­te, pues, en el fundamen­to absoluto del saber, el primer principio del conocimiento que andábamos bus­can­do.
Con esto hemos cumplido el primer paso del método que Descartes aplica ahora a la me­ta­física. Tenemos una evidencia absoluta, un primer principio del que partir. Pero si la me­ta­física se limitase a esto sería un saber realmente pobre. Sin embargo, a partir de ese primer principio, de la certeza de mi existencia como ser pensante, Descartes va a deducir la existencia de otras realidades.

5. Sustancias, atributos y modos:
la metafísica en el sentido clásico del término
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Fundamentada la existencia del pensamiento (atributo de la conciencia, Yo, o alma), el problema que se le plantea es cómo salirse de él hacia el mundo, esto es, cómo se puede jus­tificar, demostrativa o intui­tiva­mente, la existencia de algo aparte del Yo. Descartes lo va a hacer de la siguiente manera:
Comenzamos haciendo un análisis del propio pensamiento. Puesto que el pensa­miento es lo único que, de momento, tenemos seguro, vamos a ver si a partir de él podemos demostrar la existencia de algo más.
Analizado el pensamiento descubrimos que consiste en una ac­ti­vi­dad en la que maneja­mos ideas. Estas ideas pueden ser de tres tipos:
(1) Adventicias: son aquellas que parecen provenir de la experiencia externa. Y decimos «pa­recen» por­que la existencia de tal exterioridad es lo que se trata de fundamentar. No nos sir­ven por tanto para seguir (si no queremos caer en un círculo vicioso).
(2) Facticias (de factum = hecho): son ideas construidas en la mente a partir de las an­teriores (por ejemplo: la idea de «centauro», que es una construcción a partir de las de «hombre» y «caballo»). Lógicamente tampoco nos sirven.
(3) Innatas: son ideas que, no formándose a partir de la experiencia, ni por com­po­si­ción a partir de las de la experiencia, no pueden ser más que innatas, lo cual quiere decir que son ideas que desarrolla la razón por sí misma. Son ideas tales como las de extensión, pensamiento, infinitud.
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El análisis del pensamiento nos ha permitido descubrir ciertas ideas que el pensamiento construye por sí mismo, entre ellas la idea de infinitud. Ahora bien, infinito es aquello a lo que no le falta nada en el orden del ser. Y allí donde no falta nada se da la perfección. La idea de algo infinito y la idea de algo perfecto son, pues, la misma idea. Pero la idea de un ser perfecto es la idea que el cristianismo tiene de Dios. Por lo tanto, si mi mente ha construido por sí misma la idea de infinitud, significa que ha construido también la idea de Dios.
Pero la idea de Dios es una idea peculiar. Pues, como ya había demostrado Anselmo de Canterbury, a través del argumento ontológico, el término Dios expresa la esencia de un ser que no puede no existir. Por lo tanto, a partir de la idea de Dios hallada en mi mente tengo que concluir que Dios existe (que no es solo una idea).
Tomás de Aquino había rechazado la validez de este argumento porque consideraba que tal idea de Dios solo podía venir dada por la fe. Descartes nos explica que tal idea es una idea innata; es decir, construida por el entendimiento, por lo que no es necesario apelar a la fe para desarrollar el argumento ontológico.
Además del argumento ontológico Des­cartes emplea aún otros dos argu­men­tos para demostrar la existencia de Dios que expo­ne­mos brevemente:
Primer argumento cartesiano: parte, de la idea de un ser per­fec­to que se halla en mi mente. Ahora bien: (1) todo lo que existe tiene que te­ner una causa eficiente de su existencia; y, (2) la causa de algo no puede ser in­fe­rior a lo causado.
Pues bien, yo, que ten­go tal idea de perfección, no tengo en mí las per­fec­cio­nes que encuentro en esa idea. Lo que significa que yo soy inferior a esa idea. Pero, dado que lo inferior no puede ser causa de lo superior, yo no puedo ser causa de esa idea de perfección. Por lo tanto, tiene que ha­ber una realidad actual, con, al menos, el mismo grado de perfección que esa idea y que sea causa de ella. Eso es Dios.
Segundo argumento cartesiano: parte, una vez más, de la idea de un ser perfecto. Pero yo que tengo esa idea no tengo en mí las perfecciones que en­cuentro en ella. Si yo fue­se la cau­sa de mí mismo me hubiera dado esas perfecciones que encuentro en la idea (porque la vo­luntad siempre es mo­vi­da por el bien claramente co­nocido). Por lo tanto tiene que haber un ser que me ha producido, que tie­ne en sí esas per­fecciones. Además de producirme, ese ser es el que me con­serva, pues «del he­cho de que seamos ahora no se sigue que debamos también seguir siendo en el mo­mento siguiente a menos que alguna cau­sa, a saber, la misma que nos pro­dujo, nos reproduzca continuamente» [Prin­cipios I.21].
Estos tres argumentos, el ontológico de Anselmo y los dos desarrollados por el propio Des­cartes, nos de­muestran la existencia de algo (Dios) exterior a la men­te. Ahora podemos dar un tercer paso para justificar la existencia del mundo:
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Si Dios existe -y dado que Dios, como ser perfecto, tiene los atributos de la sa­bi­duría infinita, del poder infi­nito, de la veracidad infinita, de la bondad infi­nita, etcétera-, es incompatible con la existencia del ge­nio maligno an­te­riormente postulado.
Dicho de otro modo, si Dios existe no puede ser que mi entendimiento esté mal hecho, hecho para engañarme. Por lo tanto, puedo fiarme de mi entendimiento. Cuando algo aparece como cierto al entendimiento es que describe correctamente el mundo. Dios garantiza que lo cierto es verdadero.
Pero el entendimiento trabaja seguro, maneja certezas, cuando trabaja con ideas construidas por el propio entendimiento, cuando hace matemáticas. Por eso, acerca del mundo externo solo puedo hablar con seguridad cuando lo reduzco a matemáticas, es decir, a cantidades.
¿Y qué hay en el mundo que se pueda reducir a cantidades? Pues la extensión. Las cualidades, al no ser cuan­ti­fi­ca­bles, quedan descartadas. Mundo y extensión son, para Descartes, lo mismo.
Nos encontramos, entonces, con tres ámbitos de la realidad distintos, con tres tipos de sus­tan­cias distintas: el alma, Dios y el mundo.
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Descartes define la sustancia como «una cosa que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra para existir». Según esta definición solo Dios sería propiamente hablando, sustancia. Pero Des­cartes argumenta que sustancia es un tér­mino análogo, de modo que con este término podemos referirnos a la sustancia crea­dora (la única que se ajustaría a la definición que hemos dado) o a las sustancias crea­das.
Las sustancias creadas son aquellas cosas «cosas que solo necesitan del con­curso de Dios para existir», pero no de las otras sus­tancias cre­adas. Las sustancias creadas son la sustancia corpórea y a la sus­tan­cia pensante.
Dios, sustancia corpórea y sus­tancia pensante constituyen los tres tipos de sus­tan­cias que componen la realidad. Tales sustancias vienen caracterizadas por tener unos atributos y darse bajo unos determinados modos. Veámoslo:
La sustancia pensante se rige por leyes propias que no coinciden con las que rigen para la sustancia ex­ten­sa. Cada yo, cada conciencia individual, es una sustancia pensante (y no solo un modo de darse una sus­tancia pensante única). Además, cada sustancia pen­san­te es simple ‑y por tanto indivisible‑ y, en con­se­cuen­cia, es inmortal, ya que toda des­truc­ción natural se produce por división. Descartes usa también las expre­siones alma, con­cien­cia, yo, sujeto, para denominarla.
La sustancia corpórea es el reino de lo cuantitativo, su estudio correspon­de a la física (ci­ne­mática) y en ella rige un determinismo absoluto. Descartes usa también el nombre de mundo para denominarla.
Los atributos: son lo que constituye la esencia o naturaleza de una sustancia. El atri­buto de los cuer­pos es la extensión; el de la conciencia el pensamiento; y los de Dios son infinitos de los cuales cono­ce­mos su infinita bondad, la eternidad, la veracidad, la om­nis­ciencia, la omnipotencia, etcétera. Pero Descartes también define los atributos como lo que se da siempre de la misma for­ma en la sus­tan­cia, así la existencia y la duración.
Los modos: son las distintas formas de darse los atributos que pueden variar. Así la ex­tensión se pue­de dar como figu­ras o como movimientos diversos; el pensamiento puede darse como imaginación, sen­sación, deseo, recuerdo, duda, etcétera, aunque todos estos modos son reductibles a dos ge­nerales: entendimiento y voluntad. Como en Dios no han variación, Dios no tiene modos.
Además de sustancias, atributos y modos, se puede hablar de acciden­tes, pero a dife­ren­cia de aquellas no tienen realidad objetiva alguna.

6. La física (el mundo)
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La física (que para Descartes queda reducida a cinemática) trata de la tercera sustancia: los cuerpos, cuyo atri­buto es la extensión. La extensión es reductible a cantidad, ello permite que su método sea el de la mathesis uni­versalis y que la física tenga el estatuto de ciencia, de saber cierto.
La extensión tiene como modos fundamentales la figura y el movimiento, calificados por Descartes como cualidades primarias, para distinguirlos de las cualidades secundarias (co­lor, olor, sonido, etcétera) las cua­les solo tendrían una validez subjetiva (en el sentido habitual de subjetivo).
Todo lo concerniente al mundo se puede explicar a partir de los cuerpos, los mo­vimientos de los cuerpos y la causalidad eficiente. El movimiento o cam­bio se explica, a su vez, por el desplazamiento de la ma­teria.
Dado que en el mundo corporal no existen más cosas que figuras y movimientos, para que una cosa provoque un cambio en otra debe incidir sobre ella directamente (por contacto). De modo que todo en el mundo es explicado en términos me­cá­ni­cos. Todos los seres, incluidos los seres vivos, no son sino máquinas. Por eso se dice que la física de Descartes es mecanicista. Además toda esta gigantesca máquina que es el mundo está regi­da por leyes mecánicas, no hay por lo tanto libertad, ni azar. Por eso se dice que la física de Descartes es determinista.
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Las leyes fundamentales que rigen la maquinaria del mundo son:
(1) «Cada cosa permanece siempre en el mismo estado en que se en­cuen­tra (salvo cho­que o impulso de una cosa externa): lo que está en movi­miento tiende a permanecer en mo­vimiento, lo que está parado tiende a per­ma­necer parado». Esto es lo que se conoce como principio de inercia, que Des­cartes formula explí­cita­men­te por vez primera.
(2) «Todo tiende a moverse en línea recta». Esta ley acaba con la con­cep­ción antigua (sos­tenida incluso por el propio Galileo), de que el movimiento más perfecto es el circular.
(3) «Cuando un cuerpo choca con uno más fuerte no pierde nada de su movi­miento; pero cuando choca con uno menos fuerte, pierde la misma can­tidad que transmite al otro». La idea central de esta ley es la de que la can­tidad de movimiento permanece constante en el cosmos (que es una ley acep­tada por la física a par­tir de entonces); no obstante, como podemos observar, Des­cartes la formula de un modo erróneo.
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Otro punto importante es que para Descartes no existe el vacío. Dado que lo que carac­teriza a los cuer­pos es la extensión, es contradictorio hablar de algo extenso pero vacío. Así, en la vida cotidiana cuando deci­mos que algo está vacío en realidad estamos diciendo que no hay un tipo de cuerpo que esperábamos en­con­trar (por ejemplo: cuando decimos que una copa está vacía queremos decir que no tiene vino, o agua, pero en este caso es­tará llena de aire).
Aplicado al cosmos en general Descartes dice que todo está lleno de tres tipos de materia.
(1) La materia gruesa, que es el constituyente fundamental de los cuerpos que perci­bi­mos directamente con los sentidos.
(2) El éter, materia constituida de partículas más sutiles, y que llena gran par­te del espacio.
(3) Las partículas de luz, que son las más finas de todas y por eso pueden colarse por entre las otras, incluso a través de la inmen­si­dad del espacio.
Aún quedaría por explicar el movimiento de los astros (que, como es obvio, no se pro­duce en línea rec­ta). La explicación de Descartes es similar a la siguiente: supongamos que te­ne­mos un espacio cerrado (por ejem­plo, el sistema solar, cerrado por otros sistemas), y en él los cuerpos A, B, C, y D (una serie de astros) a los que se les imprime un movimiento tal (por un torbellino) que A pasa a ocupar el lugar de B, de modo que B tendrá que despla­zarse, ocupando el lugar de G, C el de D, y D el de A. Lógicamente, dado que para Descartes no existe el vacío dichos cuerpos serán arrastrados con todo lo que los rodea en ese tor­bellino, que una vez iniciado permanece para siempre. Eso explica también la aparición de cometas, que serían cuerpos que se escapan del torbellino.

7. La antropología: alma y cuerpo
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Alma y cuerpo son dos sustancias separadas. Hasta tal punto es así, que, según Des­car­tes, la muer­te no se produce porque el alma se separe del cuerpo, sino porque, como cual­quier máquina, este deja de funcionar. En esto discrepa de la concepción aristotélica y esco­lástica según la cual el alma es la forma sus­tan­cial del cuerpo.
El conocimiento sensible (que es siempre oscuro y confuso y que por lo tanto no es co­no­ci­miento en sentido propio) se produce cuando las cosas impresionan los órganos de los sentidos.
Esta impresión debe entenderse como si los cuerpos emitieran determinados tipos de figuras (que correspon­derían a los determinados colores, olores, etcétera), las cuales se gra­ba­rían en los sentidos externos produciendo en ellos ciertas modi­fica­ciones. Las mo­difi­ca­cio­nes en los sentidos externos provocarían, a su vez, modificaciones en una parte del cuer­po llamada sentido común. El sentido común transmite, a su vez, las modificacio­nes de su estado a otra parte llamada imaginación. Tanto las modificaciones del sentido común como las de la imaginación deben ser entendidas también como figuras diversas, que no tie­nen por qué parecerse a las figuras que llega­ron del cuerpo a los sentidos externos. En la imagina­ción las figuras pueden quedar retenidas durante un tiem­po, y en esto consiste la memoria.
Podemos entender el proceso descrito anteriormente como algo similar a lo que pasa en un ordenador al escribir. Mi dedo ‑que en este caso representa al cuerpo extraño‑ impac­ta sobre las teclas ‑que simbolizan en este ejemplo a los sentidos externos‑. Este impacto pro­voca una modi­fica­ción en la tecla, se hunde, y esta modificación afecta a su vez a los cir­cuitos internos del ordenador produciendo una imagen en la pantalla ‑que sim­boli­zaría a la imaginación‑. Esa imagen puede ser guardada en los circuitos del ordenador ‑memoria‑. En este ejemplo podemos ver cla­ra­men­te que la figura que impacta con la tecla, es decir, mi dedo, no tiene por qué tener pa­re­cido alguno con la figura que aparece en la pantalla: letras o números.
En la parte del cerebro donde está localizada la imaginación y el sentido común, se originan los movimientos de los espíritus animales. Descartes lla­ma así a una multitud de partículas que, según él, recorrerían las venas y los nervios. Estos espíritus ani­males al desplazarse más hacia unos sitios que hacia otros provocan los movimientos de los músculos. De este modo podemos decir que la imaginación es la que mueve el cuer­po.
Este proceso, que es un proceso puramente corporal, es común a hombres y animales, por lo que los cuer­pos de los seres vivos no son sino máquinas. Lo que diferencia al hom­bre es la posesión de un yo o con­cien­cia, que no es cuerpo. Es más, el cuerpo es un objeto como cualquier otro.
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Pese a ser sustancias, y, por lo tanto, realidades independientes entre sí, entre el alma y el cuerpo se produce una interacción, aunque Descartes no da una explicación satisfactoria de ella: se limita a sostener que el alma y el cuer­po se unen en la glán­dula pineal.
En todo caso veamos lo efectos que puede tener esa interacción:
En el alma reside la capacidad general de pensar. El pensamiento se da de dos modos generales: como enten­dimiento, o como voluntad.
El en­ten­di­mien­to a su vez pue­de darse bajo los modos de sentir, imagi­nar o concebir. Estos diversos mo­dos de darse el entendimiento sur­gen de la interacción que tiene con la imaginación:
(1) Cuando el entendimiento es pasivo, y es determinado por la imagina­ción y el sentido común entonces sen­timos. Aquí residen, para Descartes, muchos de los males que aquejan al hombre. La imagina­ción nos tras­mite conocimien­tos confusos y el entendimiento coloca a la voluntad en el trance de tener que elegir entre opcio­nes contra­dictorias, es impulsada por deseos que no puede realizar, etcétera. Por eso el hombre debe intentar un conocimiento claro de todas sus ideas.
(2) Cuando el entendimiento es activo, y determina a la imaginación, imaginamos (por ejem­plo cuando traza figuras y movimientos, que como tales son algo sensible y no pueden darse en el entendimiento solo, sin ayuda de la imaginación).
(3) Cuando el entendimiento actúa solo, concebimos.
A su vez, la voluntad, se da bajo los modos del admirar, desear, odiar, afirmar, negar, du­dar, y asin­tien­do, o no asintiendo, a los juicios. En la voluntad radica precisamente la po­si­bilidad del error. Cuando algo es claro y distinto la voluntad no puede más que asentir a ese conocimiento. Pero la mayoría de nuestros cono­cimientos no son claros y distintos y en­tonces es la voluntad la que se pronuncia sobre ellos.
La voluntad es libre y puede pronunciarse sobre cualquier cosa, por lo que tiene un cam­po de acción mayor que el entendi­miento, es más, tiene un campo de acción infinito. Y es por esto que Descartes llega a decir que es por la voluntad por la que nos asemejamos a Dios.
En Dios voluntad y entendimiento se identifican.

8. La «ética» cartesiana
No hay ningún tratado específico de ética escrito por Descartes. Pese a ello podemos hablar de una ética car­tesiana a partir de: (1) En algunos de sus es­critos Descartes habla de una moral provisional, que él adop­taría de cara a sus actuaciones mientras se mantiene en la duda. (2) Por otro lado, el dualismo cartesiano entre alma y cuerpo le permite, sin con­tradicción por su parte, defender un determinismo absoluto en el mun­do corporal, y la li­ber­tad del alma.
Descartes denomina «moral provisio­nal» a una serie de re­glas de con­ducta básicas que adopta en tanto mantiene su duda metódica. Estas reglas son:
(1) Obedecer a las leyes y cos­tumbres del país, conservando la religión tradicional y ateniéndose a las opiniones más  moderadas.
(2) Ser lo más firme y resuelto posible en el obrar, y seguir con constancia la opinión que se ha adoptado ‑aún la más dudosa-.
(3) Pro­cu­rar vencerse más bien a sí mismo que a la fortuna y esforzarse más bien por cam­biar los pen­samientos propios que el orden del mundo.
No obstante, después de desarrollada la duda metódica y de establecer los primeros prin­cipios del cono­cimien­to, no lleva a cabo ningún intento pos­terior de fundamentar la mo­ral, lo que da pie a algunos es­tu­diosos de Des­car­tes para sostener que estas tres reglas cons­tituyen los límites definitivos de la moral car­te­siana.
En cualquier caso, hay un campo ‑posible, al menos‑ para la mo­ral en el sis­tema cartesiano. Ello es así porque, si bien en el «mundo» rige un deter­mi­nis­mo ab­soluto, no es así en el pensamiento, donde la libertad es posible. Si suponemos que la li­bertad es una condición de po­si­bili­dad de la moral ‑y que basta con dicha condición‑ la mo­ral tiene entonces un campo en el sistema de Descartes.

9. Descartes en la historia del pensamiento
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Con Descartes culmina el movimiento humanista.
La teología medieval había convertido a Dios en el principio de la acción (en Dios está la felicidad, la salvación) y del conocimiento (Dios es causa de lo creado). Frente al teocentrismo medieval el movimiento humanista coloca al ser humano en el centro del cosmos. Pero será la filosofía cartesiana la que fundamente la acción y el conocimiento en el sujeto volente y cognoscente, en el yo. Es en mí mismo donde encuentro el fundamento de todo conocimiento, e, incluso, la regla para la acción.
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Con Descartes se inicia la filosofía moderna, que viene caracteriza por el giro idealista o subjetivista (algunos prefieren decir «subjetualista» para evitar equívocos) del conocimiento.
El término «idealista» se emplea con múltiples significados, incluso en el campo del discurso filosófico. No obstante, es frecuente, y así lo vamos a hacer aquí, reservar este término para referirse a aquellos sistemas filosóficos que sostienen que la realidad no puede ser conocida de modo directo, en sí misma, sino a través del filtro de las ideas construidas por el propio entendimiento. El idealismo, entendido así, nace con Descartes y es asumido por toda la filosofía moderna (racionalistas, empiristas, Kant, el Idealismo Alemán, etcétera).
Dado que la realidad solo puede ser conocida a partir de las ideas construidas por el entendimiento (ideas de tipo matemático, según Descartes), se puede decir que el ser de las cosas se establece en el entendimiento; que las cosas solo son algo en la medida en que pueden ser reducidas a esas ideas del entendimiento. Por eso al idealismo también se le denominada subjetivismo. El ser de lo real es determinado por el sujeto.
Esto no quiere decir que el mundo sea una mera apariencia, algo subjetivo en el sentido habitual del término, que el mundo sea distinto según lo perciba cada uno, ni nada parecido, dado que:
(1) Cuando Descartes habla de entendimiento no habla de un entendimiento personal, sino de una forma de proceder que es común a todos los seres humanos y que consiste en el proceder matemático.
(2) El término «sujeto» pro­viene de «sub-iectum», que viene a significar algo así como «lo que está de­bajo», «lo que está supuesto»; y la palabra «objeto» pro­viene de «ob-iec­tum», que significa «lo puesto delan­te», «lo puesto en­frente» -se entiende, de un suje­to-. Por lo que, en este caso, subjetivo no se opone a objetivo. Una cosa es condición de la otra. Que el individuo que conoce sea concebido como sujeto es la condición para que la realidad sea concebida como objeto.
Al concebir al hombre como sujeto, y al mundo como objeto, y al entender que el ser de la realidad es determinado previamente por el sujeto, en forma de ideas matemáticas, Descartes pone las bases para la concepción científico-técnica del mundo. El mundo es concebido como cosa, reductible a sus aspectos cuantitativos (cuantificables, matematizables), a controlar y dominar por el sujeto para ponerlo a su servicio.
Ese control y dominio del mundo -de la naturaleza-, por el hombre será concebido posteriormente -por los ilustrados-, como progreso. Y así, la historia, que, para el pensamiento medieval, era el escenario de la salvación -recordemos a las dos ciudades de Agustín-, será, a partir de la Ilustración, el escenario del progreso.
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Con Descartes se inicia también, una corriente de pensamiento conocida como racionalismo (que es una de las formas que adopta la filosofía moderna).
Esta corriente sostiene que la razón, identificada con el modo de proceder matemático, es la única fuente válida de conocimiento. El entendimiento produce espontáneamente -por sí mismo, con independencia de la experiencia-, cierto tipo de ideas, que serán denominadas, por esta razón, innatas. Tales ideas concebidas por el entendimiento (conceptos) serán de carácter matemático.
A partir de tales ideas innatas o conceptos se deduce (mediante un proceso de construcción de lo complejo a partir de lo simple) el sistema entero del saber.
Pero entre esas ideas Descartes descubre una tal que no puede ser producida por el propio entendimiento: la idea de perfección o Dios, que el ser que puede ser concebido como existiendo por sí mismo, con independencia de cualquier otro ser. Por eso Dios será entendido como sustancia (aquello que no necesita de nada más para existir).
No obstante, Descartes entiende que el mundo y las almas también son sustancias (concepción en la que no es seguido por otros pensadores racionalistas).
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Que el mundo y las almas sean realidades sustanciales le lleva a defender un dualismo antropológico de nuevo cuño, según el cual el  ser humano es un compuesto de cuerpo, caracterizado por la extensión, y alma, caracterizada por su capacidad de pensar.
Dado que su atributo es la extensión, el cuerpo es concebido como una máquina, hecha de piezas que mueven a otras piezas. Esta concepción de lo corporal, que tuvo antecedentes -como la del médico y humanista español, natural de Medina del Campo, Gómez Pereira-, prepara el terreno para el surgimiento de una corriente de pensamiento materialista.
El alma es concebida como una sustancia inextensa, que, no obstante, interactúa con el cuerpo.
La interacción del alma y el cuerpo plantea un problema que llega a nuestros días: el de la relación entre los estados mentales y los estados físicos del sistema nervioso. Cualquier toma de postura a este respecto tiene que enfrentarse con este problema cartesiano.
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Finalmente, la concepción cartesiana del ser humano como un sujeto racionalmente autónomo, es decir, un sujeto que es capaz de pensar por sí mismo, haciendo uso exclusivamente de su propia razón -con independencia de la fe, la tradición, la autoridad e incluso la experiencia-, prepara el terreno para el triunfo de otras dos ideas que harán su aparición con el movimiento ilustrado: la concepción moderna de la ciudadanía y la ética de la dignidad.
Pues si admitimos que todo individuo tiene la capacidad de valerse de su propia razón, es cuestión de tiempo concluir que nadie ha nacido para señor, ni para siervo, sino que todo el mundo ha de tener la condición de ciudadano, sometido, únicamente, a las leyes que garanticen esa común condición de ciudadano. Y es cuestión de tiempo llegar a la conclusión de que ningún individuo puede ser reducido a ser un mero instrumento, ya que se le estaría negando aquello que lo hace humano, por lo que todo ser humano es valioso por sí mismo, que es lo que significa que posee dignidad.

Bibliografía
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-Bartolomé, B.: La Europa del Siglo XVII. Grupo Anaya. Madrid, 1989.
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-Descartes, René: Discurso del método. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona 1983.
-Descartes, René: Reglas para la dirección de la mente. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona 1983.
-Descartes, René: Meditaciones acerca de la filosofía primera, en las cuales se demuestra la existencia de Dios, así como la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre. http://www.mercaba.org/Filosofia/Descartes/med_met_alfaguara.PDF
-Descartes, René y Leibniz, Wilhelm: Sobre los principios de la filosofía. Editorial Gredos, S. A. Madrid, 1989.
-Fontana, J. y Ucelay Da Cal, E.: Historia Universal Planeta. Editorial Planeta, S. A. Barcelona, 1993.
-Gómez Pin, Víctor: Descartes. Editorial Barcanova, S. A. Barcelona, 1984.
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-O´Connor, D. J. (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1983.

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