miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXII) LA ILUSTRACIÓN ALEMANA: KANT

1. ¿Quién es Kant?
Kant es un filósofo alemán del siglo XVIII. Influido por el racionalismo, primero, y el empirismo de Hume, después, intentará superar los problemas a que conducen ambas corrientes de pensamiento frente a las cuales desarrollará su filosofía crítica. Filosofía crítica o criticismo que le convertirá en el más destacado representante de la Ilustración alemana, y en el más destacado representante de la Ilustración en general.
Recordemos que la Ilustración es un movimiento intelec­tual sur­gi­do a finales del siglo XVII -a partir de la obra de Locke, Bay­le y Newton-, que adquiere una enorme fuerza du­ran­te el siglo XVIII -que será, por ello, conoci­do como el Siglo de las Luces-, espe­cial­men­te en Inglate­rra, Fran­cia y Alema­nia.
La Ilustración se ca­rac­te­riza por una confianza abso­lu­ta en que los seres humanos con ayuda de la razón puedan ir paulatinamente resolviendo todos aquellos problemas con los que históricamente se han enfrentado, tanto los referentes al conocimiento y dominio de la naturaleza, como los de índole política, social, económica, o religio­sa.
Con el proyecto ilustrado se consolida la concepción del individuo humano como sujeto racionalmente autónomo -que se ha ido gestando desde la aparición del humanismo y el racionalismo- fundamento de la condición moderna de ciudadano, y fundamento, igualmente, de la concepción moderna de la dignidad.
Con el proyecto ilustrado hace su aparición la idea de progreso; esto es, la identificación de la historia como el escenario del progreso.
En defensa del proyecto ilustrado Kant invita a los hombres a hacer uso de la razón, cuyos intereses se agotan en responder a estas tres preguntas esenciales para la configuración de lo humano: ¿qué puedo conocer?,  ¿qué debo hacer? y, ¿qué me cabe esperar?
En respuesta a la primera elabora, partiendo del análisis del uso teórico de la razón, una novedosa teoría del conocimiento.
En respuesta a la segunda elabora una ética formal a partir del análisis del funcionamiento del uso práctico de la razón.
En respuesta a la tercera elabora una filosofía de la religión y una filosofía de la historia en las que trata de dar una respuesta racional a las expectativas futuras que el ser humano puede hacerse tanto a nivel individual como de especie.

2. Vida y obras
Inmanuel Kant nació en Königsberg, que por entonces formaba parte del Reino de Prusia, en 1724. Su padre era guarnicio­ne­ro. Comenzó sus estudios en 1740 influido por el llamado racionalismo escolar. Posteriormente leyó a Hume, quién, según sus propias pa­labras, le hizo abandonar el dogmatismo ra­cionalista. En 1755 se habilitó como profesor en­señando todas las disciplinas filosóficas; pe­ro hasta 1770 no pudo obtener la cátedra de Metafísica y Lógica. A partir del año 1796 tu­vo que abandonar sus lecciones debido a su senilidad. En 1804 murió en su ciudad na­tal de la que apenas había salido.
Buena parte de su obra la escribió bajo el reinado de Federico II el Grande, un monarca ilus­trado que, como tal, mantuvo buenas relaciones con los intelectuales y una actitud de to­lerancia religiosa. A la muerte de este (1786) las cosas comenzaron a cambiar. El nuevo ré­gimen prohibió toda actitud «que pudiera hacer va­cilar la fe», estableciendo una rígida cen­sura; esto le planteó algunos problemas a Kant que se vio obligado, fi­nalmente, a renunciar a cualquier tratamiento de cuestiones religiosas.
Podemos diferenciar dos periodos en la actividad de Kant: el periodo precrítico, en el que escribe bajo la influencia de Leibniz y Wolf, y el pe­rio­do crítico, que corresponde a la madurez de su propio sistema filosófico.
Entre las obras del primer periodo destacan: (1) Nueva dilu­ci­da­ción de los primeros principios meta­físi­cos del conocimiento: publicada en 1755. (2) El único argumento po­si­ble para la de­mos­tra­ción de la existencia de Dios: de 1763. (3) Con­si­­deraciones sobre el sentimiento de lo bello y lo su­bli­me: de 1764. (4) Sobre el primer fundamento de la dis­tin­ción de las re­giones del espacio: de 1768.
Entre las obras del segundo periodo (el periodo crítico) destacan: (1) Crítica de la razón pura. Es su obra fundamental. Publicada en 1781. (2) Idea de una historia universal en sentido cosmopolita y Res­pues­ta a la pre­gun­ta ¿qué es la ilustración?: am­bas de 1784. (3) Fundamentación de la meta­fí­si­ca de las cos­tum­bres: de 1785. (4) Crítica de la razón práctica (otra de sus obras fundamentales): de 1788. (5) Crítica del juicio (don­de se desarrolla la es­tética kantiana): de 1790. (6) La religión dentro de los límites de la mera razón: de 1793. (7) Por la paz perpetua: de 1795. (8) Metafísica de las cos­tum­bres: de 1797. (9) Paso de los principios me­tafísicos de la ciencia de la natu­raleza a la física (obra ina­ca­ba­da): publicada pós­tumamente en 1888.

3. Antecedentes del pensamiento kantiano
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En los siglos XVII y XVIII dos corrientes dominaron el panorama filosófico europeo: el racionalismo y el empirismo.
El racionalismo se desarrolla a partir de la obra de Descartes.
Descartes, como ya lo habían hecho antes Nicolás de Cusa y Galileo, parte de que el entendimiento tiene la capacidad espontánea de generar, por sí solo, ciertas ideas, que, por no provenir de la experiencia, serán denominadas ideas innatas.
Dado que, tales ideas, son generadas por el entendimiento siguiendo sus propias reglas, su propio proceder, aparecen ante el entendimiento como incuestionables, como ciertas.
Pero, dado que tales ideas son generadas por el entendimiento o razón con exclusión de los sentidos, en ellas no hay elementos de naturaleza cualitativa (colores, olores, texturas, etcétera.) sino solo cuantitativa (matemática).
A partir de estas ideas se construye deductivamente -por un proceso de composición o síntesis- todo el sistema del saber. El saber es, pues, un producto exclusivo de la razón o entendimiento.
Una consecuencia de este punto de partida es que lo empírico puede ser objeto de conocimiento en la medida en que pueda ser reducido a esos conceptos construidos por la mente (esto es, por el entendimiento o razón). Para ello lo empírico tiene que ser reducido a extensión (figuras o movimientos), pues solo lo extenso puede ser tratado cuantitativamente.
Herederos de Descartes son Spinoza, Malebranche y Leibniz (el más complejo pensador racionalista, con el que esta corriente llega al mundo alemán).
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El empirismo tiene una larga tradición en las Islas Británicas. Pero el empirismo moderno, poscartesiano, de carácter idealista, tiene como fundador a John Locke.
Para Locke, como para Descartes, verdad es certeza. Y para Locke, como para Descartes, todo conocimiento comienza con las ideas.
Pero, frente a Descartes, Locke considera que la certeza se da allí donde el entendimiento permanece pasivo, y se limita a recibir los estímulos procedentes del exterior, es decir, las sensaciones.
En consecuencia, Locke considera que los contenidos del entendimiento, las ideas, proceden de las sensaciones. Las ideas simples son producto directo de las sensaciones y las ideas compuestas son construidas a partir de las primeras por procesos de comparación, composición o abstracción. No hay, por lo tanto, ideas innatas.
Pero las sensaciones, y sus correspondientes ideas, son siempre singulares o particulares, mientras que, desde Sócrates, se viene diciendo que el auténtico conocimiento es conocimiento de lo universal. Pues bien, Locke considera que de lo particular se puede acceder a lo universal mediante la aplicación del método inductivo.
Locke tuvo como continuadores más destacados a Berkeley y Hume (que lleva las tesis empiristas a su culminación).
El punto de partida de Hume es similar al de Locke. Aunque Hume diferencia entre ideas e impresiones. Todo conocimiento comienza con las impresiones, que son el fruto directo de un estímulo. Cuando las impresiones han desaparecido dejan huellas en la mente: las ideas.
De modo que Hume, al igual que Locke, rechaza la existencia de ideas innatas.
Ahora bien, toda impresión es singular (no hay impresiones universales, obviamente), y toda impresión lo es de algo presente, o recuerdo de una impresión pasada (no hay impresiones de estímulos futuros). Pero la ciencia trata de universal, y trata de adelantarse, de prever, lo que sucederá, a partir de lo que sucede.
¿Se puede obtener conocimiento universal a partir de lo singular o particular? Locke consideraba que sí, aplicando el método inductivo.
¿Se puede predecir el futuro a partir del presente? Casi toda la historia de la filosofía y de la ciencia diría que sí, aplicando el principio de causalidad (un estado de cosas es causa de otro, que es causa de otro, etcétera).
Pero Hume niega cualquier fundamento racional al principio de inducción o de causalidad, por lo que, a partir de las impresiones -siempre singulares y acaecidas en el presente o en el pasado- no se puede justificar la existencia de conocimiento universal, ni conocimiento acerca de sucesos futuros. Ambas cosas solo pueden fundamentarse en la creencia, engendrada por la costumbre.
De modo que la filosofía de Hume conduce al escepticismo: no puede haber un fundamento racional para el conocimiento.
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De joven Kant estuvo influido por el racionalismo. Especialmente por Leibniz, y por Christian Wolff.
Wolff es un discípulo de Leibniz, aunque se aparta de este en cuestiones fundamentales (rechaza la mónada leibniziana y su concepción de la armonía preestablecida, que sustituye por la tesis spinoziana de la correspondencia entre pensamiento y extensión).
Wolff pretendía, siguiendo sus presupuestos racionalistas, esta­ble­cer un co­no­ci­miento racional puro acerca de todo lo posible. Tal conoci­miento se desarrollaría a partir de puros conceptos hasta constituir el sistema com­pleto del saber.
Para ello divide la to­ta­li­dad del saber en filosofía teórica o metafísica, y fi­losofía práctica. A su vez divide la me­tafísica en metafísica general y metafísica especial.
La metafísica general trataría del ser en general. La metafísica especial trataría de las diversas regiones del ser, que coinciden con los tres tipos de sustancias de la metafísica cartesiana: el mundo (objeto de estudio de la cosmología), el alma (objeto de estudio de la psi­co­lo­gía racional), y Dios (objeto de estudio de la teología natural).
Posteriormente Kant lee a Hume, del que dice que le «despertó de su sueño dogmático». Ese sueño dogmático, que según Kant sería consustancial al racionalismo, consiste en una confianza acrítica en la razón.
Kant, recibe, obviamente, la influencia, directa o indirecta, de otros numerosos filósofos de la época o del pasado, pero cabe mencionar, aparte de los ya indicados, la influencia de Rousseau. Especialmente su concepción de la moral.

4. Racionalismo, empirismo y criticismo
La lectura de Hume le llevó a descubrir el dogmatismo inherente al racionalismo. Dogmatismo que consiste en asumir la razón como fuente de conocimiento pero sin llevar a cabo antes un análisis de sus capacidades y límites.
Pero si confiamos ciegamente en la razón, sin conocer, previamente, sus límites, podemos incurrir en diversas formas de razonamientos erróneos (paralogismos), razonamientos contradictorios (antinomias), o pretensiones desmedidas (intentos de demostrar racionalmente la existencia de Dios).
Un paralogismo es, por ejemplo, el siguiente razonamiento: tengo pensamientos, luego, hay una sustancia pensante.
Una antinomia, luego la veremos desarrollada, es por ejemplo, la demostración de que la materia es divisible hasta el infinito y de que no puede ser dividida hasta el infinito. (Si prescindimos de la experiencia, ambas cosas se pueden demostrar racionalmente.)
Frente al dogmatismo racionalista nos encontramos con la filosofía de Hume, que fundamenta todo conocimiento en las impresiones, es decir, en la experiencia.
Pero al rechazar cualquier posibilidad de fundamentar racionalmente el método inductivo y el principio de causalidad, Hume suprime la posibilidad de darle un fundamento racional a la ciencia. De modo que la filosofía de Hume conduce al escepticismo.
Tenemos, entonces, que ambas corrientes de pensamiento, nos llevan a una situación insostenible: el racionalismo es dogmático, el empirismo conduce al escepticismo.
Para evitar esas dos actitudes (el dogmatismo racionalista y el escepticis­mo humeano), Kant lleva a cabo un análisis de la razón, de sus capacida­des y de sus límites. Y a este análisis de las capacidades y límites de la razón le denomina «crí­tica de la razón». (Recordemos que «crítica» procede del griego khrinein, que significa análisis, dis­cerni­mien­to).
De momento, podemos avanzar que las capacidades de la razón se agotan en contestar a estas tres pre­­gun­tas: (1) ¿Qué puedo saber? (2) ¿Qué debo hacer? (3) ¿Qué me cabe esperar?
Estas tres preguntas corresponden a tres intereses de la razón finita humana que constituye la esencia del hombre. Por eso los intereses de la razón son los intereses esenciales del hombre mismo; y por eso al responder a aquellas tres preguntas estamos respondiendo, también, a esta otra más general: ¿Qué es el hombre?
(Aclaremos, de paso, que Kant diferencia entre una razón infinita, para la que no hay diferencia entre conocer y objeto conocido, es decir, que al conocer su objeto lo crea, que es la razón propia de Dios, y una razón finita, que para conocer necesita que le sea dado su objeto, que es la propia del hombre.)

5. Los juicios
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¿Puede, la razón, proporcionarnos conocimiento acerca de la experiencia?
Hume consideraba que no, la razón solo puede proporcionarnos conocimiento acerca de cómo pensamos (lo que Hume denominaba «conocimiento de relaciones entre ideas»). El conocimiento acerca de la experiencia procede de las impresiones y de la costumbre, que engendra creencias.
Kant defenderá, como los racionalistas, que la razón sí puede proporcionarnos conocimiento. Pero, frente a los racionalistas, defenderá que el conocimiento ha de limitarse a la experiencia (coincidiendo, en parte, con Hume).
A responder a la pregunta ¿qué puedo conocer?, dedica Kant la Crítica de la Razón Pura.
En esta obra, a partir de un análisis de la razón, Kant tratará de demostrar si es posible el conocimiento, y cuáles son los límites de lo que podemos conocer.
En la época de Kant nos encontramos con tres tipos de saberes con la pretensión de proporcionar auténtico conocimiento, de ser ciencias: las matemáticas, la física o filosofía natural, y la metafísica.
Kant tratará de aclarar si las matemáticas, la física y la metafísica, están en condiciones de proporcionar, efectivamente, conocimiento, si son ciencias. Para hacerlo, comienza por analizar los elementos que constituyen todo conocimiento. Comenzando por analizar lo que podríamos denominar la unidad mínima de conocimiento, que es el juicio. Pues todo conocimiento está compuesto por juicios.
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Juicio es todo acto del entendimiento en el que se dice algo acerca de algo (su forma general es «S es P»). Así, son juicios «La vaca "es" un ma­mífero», o «El espacio recorrido por un móvil "es" igual a su velocidad por el tiempo que per­­ma­nece corriendo».
Ya desde antes de Kant, se habían clasificado los juicios según dos criterios: 1) según la relación del sujeto con el predicado o, 2) según su relación con la experiencia.
Según la relación del sujeto con el predicado los juicios pueden ser analíticos o sintéticos. Según su relación con la experiencia los juicios pueden ser a priori o a posteriori.
Tenemos, entonces, en principio, cuatro tipos posibles de juicios:
(1) Juicios analíticos son aquel tipo de juicios en los que el pre­di­ca­do es­tá in­clui­do en el sujeto. Por ello, son meramente for­ma­les. (Es decir, su cons­trucción no añade ningún conocimiento nuevo al que ya te­nía­mos al co­no­cer el sujeto del juicio, sino solo una variación en la «forma» de presenta­ción de este). Son juicios del tipo «Todo sol­tero es un no-casado», «Todo cuerpo es extenso», «El todo es mayor que cada una de sus partes», etcétera.
Los juicios ana­lí­ticos son siem­pre verdaderos, por lo que se rigen por la «ley de la no-con­tra­dic­ción» (es decir, su contrario es siem­pre falso). Se lla­man ana­líticos porque del análisis del su­jeto se saca el predicado, sin ne­ce­sidad de recurrir a la experiencia.
(2) Juicios sintéticos son aquellos juicios en los que el pre­di­cado no está in­clui­do en el sujeto. Son juicios del tipo «La pared es blanca». (Por mucho que ana­licemos el con­cep­to «pared» no se desprende de ahí su blancura). Su con­tra­rio es, por lo tanto, posible. Por ello, para saber si son ciertos hay que re­cu­rrir a la experien­cia. (Que es lo mismo que decir que cuando son ciertos nos dan co­­no­ci­mien­to acerca de la expe­rien­cia). Se llaman sin­téti­cos porque enlazan (= sin­tetizan) cosas diversas (en el ejemplo anterior, «pa­red» y «blancu­ra»).
(3) Juicios a priori son aquellos que se ob­tie­nen al margen de la experiencia. Por ello, su valor de verdad no depende de la experiencia y no hay experiencia que pueda invalidarlos. Son, por lo tanto, válidos siempre; es decir, son universales y necesa­rios.
(4) Juicios a posteriori son aquellos que se ob­tienen a partir de la experiencia; por lo tanto, no son universales y necesarios (pues toda experiencia es particular).
Pues bien, antes de Kant se consideraba (así lo hacía, por ejemplo, Hume) que estos cuatro tipos de jui­cios se reducen, en realidad, a dos:
(1) Juicios analíticos, que son siempre a priori (dado que se obtienen al margen de la experiencia). Coinciden con lo que Hume denominaba conocimiento de relaciones entre ideas.
(2) Juicios sintéticos, que son siempre a posteriori (dado que enlazan cosas diversas, este enlace solo puede ser justificado a partir de que se observe en la expe­riencia). Coincide con  lo que Hume denominaba conocimiento de hechos.
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Y ahora se nos plantea el siguiente problema:
A la leyes de la ciencia se les pide que tengan una validez universal y necesaria, y que además amplíen nuestro conocimiento de la experiencia.
Ahora bien, los juicios analíticos a priori son universales y necesarios, pero no amplían nuestro conocimiento de la experiencia. (Así, siguiendo con el ejemplo de antes, el juicio «todo cuerpo es extenso», no amplía nuestro conocimiento de la experiencia, pues en el concepto de cuerpo ya está la extensión).
 Los juicios sintéticos a posteriori amplían nuestro conocimiento de la experiencia, pero no son universales y necesarios, dado que todo experiencia es particular.
Por lo tanto, si no hubiese ningún otro tipo de juicio, la ciencia carecería de fundamento, tal como ya había sostenido Hume. La única posible fundamentación del conocimiento científico sería la costumbre.
Pero Kant va a demostrar que existe un tercer tipo posible de juicio, que existen juicios que serán, al mismo tiempo, sintéticos y a priori. Tales juicios por ser a priori nos dan conocimiento universal y necesario (ya que, al no ser derivados de la experiencia, ninguna experiencia puede invalidarlos); y por ser sintéticos nos dan conocimiento de la experiencia, ya que al sintetizar (= enlazar) cosas diversas solo pueden hacerlo por referencia a la experiencia.
Los juicios sintéticos a priori son, pues, los adecuados para expresar el conocimiento científico. En la Crítica de la Razón Pura Kant demostrará que tales juicios se dan en las matemáticas y la física, pero no pueden darse en la metafísica.

6. La fundamentación de las matemáticas
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El conocimiento humano se obtiene a través de dos fa­cultades: la sensibilidad y el entendimiento.
A la parte de la Crítica de la razón pura dedicada a analizar la sensibilidad, esto es, la capacidad de conocimiento sensible, le denomina Kant estética trascendental.
Estética procede del griego aisthesis, que significa sensación. Trascendental es aquello que formando parte de las propias estructuras cognoscitivas del sujeto (esto es, siendo a priori) se aplica fuera del sujeto, trascendiéndolo, para organizar la experiencia.
La estética trascendental nos mostrará como en nuestra capacidad de conocimiento sensible hay elementos que no proceden de la experiencia (el espacio y el tiempo) pero que se usan para constituir la experiencia. Este análisis va a permitir dar una fundamentación a las matemáticas como ciencia.
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La sensibilidad trata de la percepción de los objetos, de la manera en que estos nos son «dados». Ahora bien, no puede haber percepción de cosa al­guna que sea «aespacial» y «atemporal» (para comprobarlo intenta imaginar algo carente de espacio y tiempo). De aquí se siguen dos consecuencias:
(1) El espacio y el tiempo no se obtienen «a partir de» la experien­cia, como sos­tenían los empiristas. Si fuera así tendríamos que percibir «cualidades» o «cosas» y a partir de ellas construiríamos las nociones de «espacio» y de «tiempo». Pero es imposible percibir nada que no ocupe espacio ni tiempo.
Por lo tanto, si el espacio y el tiempo no se derivan de la expe­rien­cia es que son ante­riores a toda experien­cia, son a priori.
(Que espacio y tiem­po sean a priori -esto es, anteriores a la experiencia-, quiere decir simplemente que no se derivan de la experiencia; no que primero tengamos la noción de espacio y tiempo y luego -dentro de un día o de un segundo- las apliquemos. La anterioridad es lógica, no temporal. Desde un punto de vista temporal espacio y tiempo son simultáneos con la experiencia.)
(2) Todo objeto para sernos «dado» (para poder ser percibido) tiene que ajustarse a las condiciones que imponen «a priori» el espacio y el tiempo.
A modo de ejemplo, cuando perci­bimos algo percibimos co­lores, olores, tex­­turas, etcétera -o sea, «im­pre­sio­nes» en la terminología de Hume-; pero además, es­tas im­­­presiones las percibimos agrupadas de una determinada manera, siguiendo leyes que im­po­nen el espa­cio y el tiempo. Así, si percibimos el color amarillo y una textura lisa ocu­pan­do el mismo espacio las atri­bui­mos al mismo «ob­je­to». E igualmente, nunca per­ci­bi­re­mos el mismo objeto ocupando dos lugares dis­­tintos en el espacio al mismo tiempo.
A las impresiones, que nos vienen dadas por los sentidos, Kant le llama la materia del fenó­meno. Al orden que se les impone a esas impresio­nes siguiendo leyes espacio-tem­po­ra­les le llama forma del fenómeno.
Es importante recordar que, mientras el espacio solo es con­di­ción de posibilidad de los fenómenos externos al sujeto, el tiempo lo es de los fe­nó­me­nos ex­ternos e internos. Es decir, nuestras impresiones externas (por ejemplo, un color) vienen da­das en el espacio y en el tiem­po, sin embargo, las internas (por ejemplo, una sensación de angustia) no vienen dadas en el espacio pero sí en el tiem­po. Por ello podemos decir que, a la hora de orga­nizar nues­tras im­pre­siones, el tiempo ocupa un lugar más fun­damental que el espacio. Como con­se­cuen­cia de esto podemos traducir nociones es­paciales a temporales (en esta posibilidad radica la fun­da­­mentación de la «geometría analítica» desa­rro­llada por Descartes)
Conviene aclarar también que espacio y tiempo son intuiciones puras sensibles. Son intuiciones (y no conceptos) porque se captan de modo inmediato y se refieren a algo único (mientras que un concepto se refiere siempre a una multiplicidad de cosas). Son puras porque no dan contenidos, sino que constituyen la forma de toda experiencia. Y son sensibles porque forman parte de nuestro modo de conocimiento sensible, solo existen en tanto se aplican a organizar la experiencia sensible.
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Aclarado cuáles son las condiciones que tienen que darse para que algo nos sea dado, veamos ahora cómo funcionan las matemáticas.
Las matemáticas constan de dos partes: geometría y aritmética.
La geo­me­tría opera con fragmentos de espacio puro; esto es, espacio sin ningún contenido, sin cuali­da­des (líneas, triángulos, esferas, cubos, etcétera). Por ejemplo: si tratamos de calcular el vo­lu­men de un dado, la geometría se desentiende de si ese dado es de oro, bronce, o la­tón; de si es rojo o amarillo; de su olor, etcétera. La geometría tra­ba­ja sim­ple­men­­te con el puro espacio que ocu­pa ese dado.
La aritmética trabaja estableciendo leyes sobre el número. Pero la estructura del número y la del tiempo es la misma, ya que la esencia de am­bas es la pura sucesión.
Tenemos entonces que:
(1) Las leyes de las matemáticas (geometría y aritmética) se obtienen a partir del análisis del espacio y el número (= el tiempo). Pero espacio y número (= tiempo) no proceden de la experiencia, por lo que las leyes de las matemáticas tampoco.
(2) Como no proceden de la experiencia, las leyes obtenidas en el análisis del espacio y del tiempo no pueden ser invalida­das por la experiencia. Por lo tan­to son válidas siempre, es decir, uni­versales y necesarias.
(3) Pero, aunque el espacio y el tiempo no procedan de la ex­pe­riencia, se aplican para organizar las impresiones (la materia de la expe­riencia). Sin esta aplicación no habría experiencia (solo un caos de impresiones). Por ello tenemos la seguridad de que toda experiencia se organiza espacio-temporalmente; y, por lo tanto, las leyes que hemos obtenido a priori en el análisis del espacio y del tiempo puros también valen para la ex­pe­riencia. (Espacio y tiempo están, por decirlo así, del lado del sujeto y del lado del objeto).

7. La fundamentación de la física
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Hemos explicado cómo son posibles los juicios sin­téticos a priori en ma­te­máticas ana­li­zan­do una de nues­tras facultades de conocer: la sensibili­dad. Ahora se trata de explicar cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la física analizando otra de las facul­tades del conocimiento: el entendi­miento.
Sensibilidad y entendimiento son las dos fases constitutivas del conoci­miento pro­pia­men­te dicho. Por me­dio de la sensibilidad nos son «dados» ob­jetos, por medio del enten­di­mien­to podemos «comprenderlos».
Pues bien, comprendemos lo que algo es cuando podemos englobar ese algo bajo un «con­cepto». Por ejemplo, cuando decimos que: «Esto es una "casa"», o «El lince es un “felino"». Por eso dice Kant que el entendimiento es la facultad de los conceptos (dado que ope­ra englobando los objetos bajo con­ceptos), o, tam­bién, que es la facultad de los jui­cios (por­que al en­globar ob­jetos bajo conceptos construye juicios).
Kant lleva a cabo una análisis del entendimiento en una parte de la Crítica de la razón pura que denomina analítica trascendental, y que subdivide en dos partes: analítica de las conceptos y analítica de los principios.
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La analítica de los conceptos nos lleva a descubrir que los con­ceptos pueden ser de dos tipos:
(1) Conceptos de experiencia: son los elaborados a partir de la experien­cia sensible: «ga­to», «ru­mian­te», «blancura», etcétera.
Con este tipo de conceptos se pueden elaborar juicios de ex­pe­rien­cia, ta­les como: Los "gatos" tie­nen "bigotes"» o «Este "gato" es "blanco"». Evidente­men­te  este tipo de juicios no le inte­re­san a Kant, pues no podemos fundamentar sobre ellos la fí­sica como ciencia (no nos dan leyes universales y necesarias) que es de lo que se trata.
Pero Kant dice que nuestro entendimiento posee otro tipo de conceptos que son ante­riores a la experiencia (a priori) y que, no solo no se derivan de esta sino que la hacen po­sible. Este tipo de conceptos imponen un orden a nuestras im­pre­siones que de otro modo nos apa­recerían como un caos (es decir, no se nos aparecerían de ninguna forma, pues no se pue­de tener experiencia del puro caos). Este se­gundo tipo de conceptos son los...
(2) Conceptos a priori: son conceptos no elaborados a partir de la experiencia. A este tipo per­tene­cen, según Kant, conceptos como «causa», «sustancia», «límite», etcétera.
Los empiristas consideraban que estos con­ceptos, como cualquier tipo de idea, son derivados de la experiencia. Por el contrario, Kant nos muestra como tales conceptos no pueden derivarse de la experiencia por la sen­ci­lla razón de que no habría experiencia sin ellos. Así, un empirista po­dría decir que al ver que las cosas son limitadas (tienen una superficie o un vo­lumen que acaba) elaboramos a par­tir de ahí el concepto de «lí­mite». Pero Kant nos enseña que si percibimos las co­sas limitadas, si las per­cibimos acabando, es por­que les aplicamos el concepto de límite; por­que organizamos los objetos de la sensibilidad como deli­mi­tados (no habría experiencia sin la noción de limitación).
El problema ahora consiste en explicar dos cosas: (1) ¿Cómo podemos saber cuáles son esos conceptos a priori en su totalidad? (2) ¿Qué tienen que ver esos conceptos con las le­yes de la física?
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A la primera cues­tión Kant responde de la siguiente manera: el entendi­mien­to es nues­tra facultad de juz­gar, es decir, de hacer jui­cios. Atendiendo a su estructura lógica los jui­cios pueden ser de doce tipos. Cada tipo de juicio supone una determinada función intelectual, que es a lo que lla­ma­mos categoría.
Con otras palabras: cada tipo de juicio es un «enlace» de representa­ciones di­ver­sas (el que se da entre sujeto y el pre­dicado), y cada tipo de juicio necesita un tipo de en­lace distinto, una categoría distinta.
Ejemplo: un juicio del tipo hipotético es un juicio que tiene la forma lógica «Si A, enton­ces B». Un ejem­plo concreto de juicio hipotético puede ser: «Si llueve, la calle se moja». Pues bien, la categoría que permite que tal en­lace se produzca (entre el «que llueva» y que «se moje la calle») es la categoría de cau­salidad (la lluvia es «cau­sa» de que se moje la calle).
Otro ejemplo: un juicio negativo es un juicio de la forma lógica «X no es Y». Un ejemplo con­creto pue­de ser: «Los reptiles no son vivíparos». La categoría que establece el enlace entre «reptiles» y «vivíparos» es la de nega­ción. La negación será por lo tanto otra de las categorías del entendimien­to.
Pues bien, una vez que hayamos descubierto las categorías que están en la base de los doce tipos de juicios ten­dremos las doce categorías del entendi­miento, que son las siguientes (véase cuadro):

TIPOS DE JUICIOS Y LAS CATEGORÍAS CORRESPONDIENTES
JUICIOS
CATEGORÍAS
SEGÚN LA CANTIDAD
UNIVERSALES: «(Todo) X es Y».   
PARTICULARES: «(Algún) X es Y».
SINGULARES: «(Un solo) X es Y». 
UNIDAD
PLURALIDAD
TOTALIDAD
SEGÚN LA CUALIDAD
AFIRMATIVOS: «X es Y»
NEGATIVOS: «X no es Y»
INFINITOS: «X es no Y»
REALIDAD
NEGACIÓN
LIMITACIÓN
SEGÚN LA RELACIÓN
CATEGÓRICOS: «X es Y»
HIPOTÉTICOS: «Si X es Y, Q es R»
DISYUNTIVOS: «X es Y o Q»
SUSTANCIA (Y ACCIDENTE)
CAUSA-EFECTO
COMUNIDAD (ACCIÓN RECÍPROCA)
SEGÚN LA MODALIDAD
PROBLEMÁTICOS: «X es (posiblemente) Y»
ASERTÓRICOS: «X es (realmente) Y»
APODÍCTICOS: «X es (necesariamente) Y»
POSIBILIDAD
EXISTENCIA
NECESIDAD
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Aho­ra falta explicar cómo a partir de estas cate­gorías se deducen los principios fun­da­men­­ta­les de la física. Kant lo hace en dos fases: (1) A partir de las categorías del entendimiento Kant deduce lo que denomina principios fun­­da­men­tales del en­ten­di­mien­to (a esto le llama Analítica de los principios). (2) A partir de esos principios funda­men­tales deduce las leyes fundamentales de la física.
El asunto central de este apartado es exponer bajo qué condiciones pue­den aplicarse los conceptos puros o categorías a la experiencia. Estas con­di­cio­nes vienen determinadas por los principios del entendimiento. Estos son:
(1) A las categorías de la cantidad corresponden los axiomas de la in­tui­ción, cuyo prin­cipio general dice así: «Todas las intuiciones son magnitudes ex­ten­sivas».
(2) A las categorías de la cualidad corresponden las anticipaciones de la percepción, cuyo principio gene­ral dice así: «En todos los fenómenos, lo real que sea un objeto de la sen­sación posee magnitud in­ten­siva, es decir, un grado».
(3) A las categorías de la relación corresponden las analogías de la expe­riencia, cuyo prin­cipio general di­ce así: «La experiencia es posible úni­ca­mente mediante una necesaria co­nexión de las percepciones».
Este prin­cipio ge­neral se desglosa en tres, uno por cada cate­goría: (a) «En todo cambio de los fenómenos per­ma­ne­ce la sustancia, y el quantum (la cantidad) de la mis­ma no aumenta ni disminuye en la naturaleza.» (b) «To­dos los cam­bios se pro­ducen de acuerdo con la ley que enlaza causa y efecto». (c) «Todas las sus­tan­cias, en la medida en que podamos percibirlas como simultáneas en el espacio, se hallan en completa acción recí­proca.»
(4) A las categorías de la modalidad corresponden los postulados del pen­sar empírico en general. Estos son: (a) «Lo que concuerda con las con­di­ciones formales de  la expe­rien­cia es posible.» (b) «Lo que se halla en inter­de­pendencia con las condiciones materiales de la experiencia es real (en el sentido de exis­tente).» (c) «Aque­llo cuya interdependencia con lo real se halla de­terminado según condiciones universales de la expe­rien­cia es necesario.»
Los principios del entendimiento constituyen las condiciones para que puedan ser aplicadas las categorías, esto es, para que pueda ser pensada la experiencia. Por lo tanto, toda ciencia que trate de la experiencia debe ajustarse a estos principios. Así podemos ver fácilmente como una ley fundamental de la mecánica clásica, la que dice que la cantidad de materia en el universo permanece constante, es una interpretación de la primera analogía de la experiencia.

8. Fenómenos y noúmenos: el giro copernicano
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Hemos visto como Kant fundamenta la matemáticas como ciencia (es decir, demuestra que en las matemáticas hay juicios científicos, juicios que proporcionan conocimiento universal, necesario y de experiencia) a partir del análisis de cómo funciona una de nuestras facultades de conocimiento: la sensibilidad. Hemos visto también que Kant fundamenta la física como ciencia a partir del análisis de otra de nuestras facultades de conocimiento: el entendimiento.
A lo largo de este proceso hemos visto como el mundo de la experiencia (que es objeto de conocimiento de las matemáticas y la física), se constituye a partir de lo que procede de la realidad en sí (las puras impresiones, que constituyen la materia de la experiencia), y lo que pone el sujeto para ordenar esas impresiones (espacio, tiempo y categorías, que constituyen la forma de la experiencia).
Pues bien, Kant llama fenómeno a lo dado a la sensibilidad, y por tanto sometido a las condiciones es­pacio-tiempo. Lo «dado», es otra forma de decir lo «intuido». La intuición es la forma por la que la sensibilidad capta los obje­tos, la forma por la que los conoce, tiene noticias de ellos. Pero ya hemos dicho que la sensibilidad ope­ra con leyes matemáticas; esto es, definiendo sus objetos a partir del espacio y del tiempo, recortándolos de estos.
Kant llama noúmeno, a la cosa-en-sí (esto es, en tanto que no nos es dada, y, por lo tanto, permanece fuera de las condiciones espacio-temporales). También dice del noúmeno que es lo inteligible puro (no sensible). En todo caso, este concepto queda como un concepto negativo, como aquello que limita la experiencia; aunque Kant va a descubrir un acceso a lo nouménico, no a través de la «razón especulativa», teórica, sino a través de la «razón práctica».
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Kant sostiene que todas las teorías del conocimiento desarrollas anteriormente son realistas. Esto es, pretenden conocer una rea­li­dad en sí, externa al su­je­to que conoce.
Frente a esta actitud gnoseológica, Kant considera mucho más pro­ductivo invertir la perspectiva. De modo que en lugar de que el sujeto dé vuel­tas en torno al objeto, sea este el que dé vueltas en tor­no a aquel (al igual que Co­pér­nico hi­zo girar a la Tierra en tor­no al Sol y no a este en torno a la Tierra). Por eso Kant con­sidera que su teoría del cono­ci­mien­to su­pone un auténtico giro copernica­no con respec­to a los an­teriores. Y por eso se presenta a sí mismo como el fundador del idea­lis­mo.
Pero Kant defiende un idealismo trascendental. Esto quiere decir que, aun­que los elementos que or­de­nan la realidad y permiten conocerla (que son el espacio, el tiempo y las categorías), son puestos por el sujeto (de ahí su idea­lismo), solo sirven si se aplican a la experiencia (se aplican fuera del su­jeto, lo trans­cien­den). Al mismo tiempo Kant dice que es un realista empírico: en su ter­mi­no­logía esto quiere decir que el contenido de la experiencia viene dado a través de los sentidos, procede de la realidad externa al sujeto.

9. La imposible fundamentación de la
metafísica como ciencia
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Kant emplea el término metafísica para designar a lo que Christian Wolff denominaba metafísica especial: el conjunto de disciplinas que tratan de Dios, del mundo y del alma, las sustancias cartesianas.
Pues bien, ¿pueden elaborarse juicios sintéticos a priori acerca de tales «sustancias»? Es decir, ¿es la metafísica una ciencia?
A analizar estas cuestiones dedica Kant una parte de la Critica de la razón pura que denomina dialéctica trascendental.
Y lo primero que trata de aclarar Kant en la dialéctica trascendental es como surgen tales ideas (las ideas de alma, Dios y mundo). Su respuesta es la siguiente:
Está en la naturaleza de la razón agrupar (o, lo que es lo mismo, organizar, sintetizar) la realidad con objeto de captarla y comprenderla.
Este agrupamiento, organización o síntesis, de la realidad se lleva a cabo en un proceso que consta de tres niveles:
Primero la sensibilidad (es decir, nuestra capacidad de captar sensorialmente la realidad) agrupa las impresiones procedentes de fuera del individuo bajo un orden espacial y temporal. A partir de ahí se constituyen los objetos de la experiencia. (De ese modo aparecen ante nosotros mesas, sillas, árboles, tablas, sonidos, superficies, volúmenes, etcétera).
Después el entendimiento agrupa los objetos bajo conceptos construyendo juicios que nos permiten comprender esa realidad dada. (Eso sucede, por ejemplo, cuando incluimos un determinado objeto bajo el concepto mesa, y así tenemos el juicio: «Esto es una mesa»).
Pero la razón no se conforma con ese nivel de síntesis y busca incluir unos juicios bajo otros hasta encontrar unos juicios primeros. Busca un fundamento absoluto e incondicionado a partir del cual explicar toda la realidad. Por decirlo así, busca el juicio de cuyo sujeto se pueda predicar todo, cuyo sujeto incluya toda la realidad. Pero jamás se alcanza un juicio tal a partir de la experiencia, por lo que la razón se ve inducida a saltarse la experiencia y genera las ideas de alma, mundo y Dios como sujetos de los juicios más generales.
¿Por qué precisamente estas ideas? Porque hay tres tipos de silogismos o razonamientos posibles en función de que los juicios que los constituyan sean categóricos, hipotéticos o disyuntivos. Así:
(1) La síntesis realizada a partir de los juicios categóricos (juicios del tipo: «X es Y») nos conduce a la noción de alma. Por tal entendemos el sujeto, el yo, que unifica todas las experiencias psíquicas, es decir, internas.
(El juicio categórico último, el fundamento de todo juicio categórico es «Yo pienso». Pero en el momento en que surge este juicio, el sujeto del juicio -el yo, la conciencia pensante-, pasa a ser concebido como alma).
(2) La síntesis realizada a partir de los juicios hipotéticos (juicios del tipo «Si X entonces Y») nos conduce a la noción de mundo. Por tal entendemos el conjunto de toda la experiencia externa sujeta a un orden causal. (Es decir, todos los fenómenos de la experiencia tienen lugar en el mundo).
(3) La síntesis realizada a partir de los juicios disyuntivos (juicios del tipo «X es Y o Z») nos conduce a la idea de Dios. Dios surge al pensar juntos el mundo y el alma.
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A las nociones de Dios, mundo y alma les llama Kant ideas de la razón. Tales ideas tienen una función en el terreno del conocimiento: sirven para ordenar la experiencia.
Así, por ejemplo, la suposición de que el mundo constituye un todo ordenado ayuda a los físicos a buscar leyes cada vez más generales, de modo que se puedan explicar cada vez más fenómenos con menos leyes. A este uso de las ideas de la razón le llama Kant uso regulativo de las ideas.
Pero una vez generadas tales ideas la razón trata de conocerlas. Pero solo se puede conocer algo sometiéndolo a las categorías del entendimiento y constituyendo objetos de la experiencia. Así, por ejemplo, se aplica la categoría de la sustancia a las ideas de alma o de Dios, la categoría de existencia a la idea de Dios, o la de causalidad a la idea de mundo, etc. Es decir, se trata a la ideas de la razón como si constituyesen objetos de la experiencia. A ese uso de las ideas le llama Kant, uso constitutivo de las ideas.
El problema es que las ideas no son objetos de la experiencia. Y así, al tratar como objetos de experiencia cosas que no lo son surgen afirmaciones contradictorias (antinomias) con respecto al mundo; falsos silogismos, es decir, falsos razonamientos (paralogismos) con respecto al alma, y pretensiones desmedidas y fuera del alcance de la razón con respecto a Dios (por ejemplo, la pretensión de demostrar que Dios existe). De dónde se deduce que la metafísica (que tiene al mundo, al alma y a Dios como sus objetos) no es, ni puede ser, una ciencia.
A continuación analizamos más detalladamente en qué consisten estos paralogismos, antinomias y pretensiones desmedidas de la razón. (Se puede seguir la exposición de la obra kantiana yendo directamente a 10.)
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Los paralogismos de la razón pura surgen de la siguiente forma: en su afán de unificar la experiencia la razón genera el juicio categórico fundamental «yo pienso».
El «yo pienso» es lo que piensa lo demás: es, por lo tanto, necesario como acompañante de la experiencia para unificarla (uso regulativo), porque de lo contrario no tendríamos más que una sucesión dispersa de sensaciones. Pero, precisamente por eso, no puede ser él mismo objeto de experiencia. (De modo similar a como un ojo es necesario para ver, pero precisamente por ello no puede verse a sí mismo).
Como no puede ser objeto de experiencia acaba siendo concebido como «alma». Pero como no se puede concebir nada si no es aplicándoles las categorías del entendimiento la razón acaba aplicándole al alma tales categorías, tratándola como un objeto de experiencia. Surgen así una serie de inferencias incorrectas. Tales inferencias (desarrolladas por la psicología racional de Wolf) consisten en afir­mar que el alma es una sus­tan­cia, que es una unidad, que existe.
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Las antinomias de la razón pura consisten en una serie de afirmaciones contradictorias entre sí que la Razón lleva a cabo con respecto al mun­do, causadas por la no distinción entre lo fenoménico y lo nouménico.
Este es el error que Kant detectó en la cosmolo­gía de Wolf, y que le llevó a asumir las críticas de Hume al dogmatis­mo racionalista.
Así, por ejemplo, se puede demostrar racionalmente que: (1) «Toda sustancia compustas consta de partes que son indivisibles (tesis). Y se puede demostrar racionalmente que: (2) «Ninguna cosa compuesta consta de partes que sean simples, y nada puede halarse que sea simple» (antítesis).
Vamos a ver la demostración de la tesis: supóngase que las sustancias compues­tas no están cons­tituidas de partes indivisibles. Entonces nada sim­ple las com­pon­dría, la división podría realizarse hasta el infinito. Pero la suma de infinitas partes ex­ten­sas, por pe­que­ñas que sean, siem­pre nos dará una cosa de tamaño infi­nito. Es así que las cosas que maneja­mos no tie­nen un tamaño infinito, luego tie­nen que estar com­puestas de par­tes indivisi­bles y, por lo tanto, simples.
Vamos a ver la demostración de la antítesis: supóngase que hubiera cosas compues­tas de par­tes sim­ples (es decir, no divisi­bles). Esas partes simples han de ser, por ne­cesidad, exten­sas, porque si fue­ran par­tes inex­tensas por muchas que juntá­se­mos nun­ca tendría­mos un cuerpo ex­ten­so (esto es, un cuer­po). Pero todo lo que es extenso ha de ser di­vi­si­ble; pues toda exten­sión, por pequeña que sea, siem­pre se la puede dividir por la mitad. Pero enton­ces siempre podemos seguir di­vi­diendo hasta el in­fi­nito. Luego, nunca po­dremos hallar cosas simples.
Kant encuentra un total de cuatro antinomias de la razón pura (la anterior sería la segunda antinomia). Tales antinomias muestran que la razón se contradice a sí misma. La solución solo pue­de encontrarse después de demarcar los límites del cono­ci­miento; o, lo que es lo mismo, después de la distinción entre fenómeno y noúmeno.
Así, la solución a la segunda antinomia es como sigue: la tesis mantiene que una cosa se compone de par­tes absolutamente simples, pero nada en la experiencia puede ser abso­lu­tamente simple (porque la expe­rien­cia misma consiste en enlazar varias impresiones bajo las «intuiciones puras» -espacio y tiempo- y las «ca­te­gorías» del entendimiento -causa, lími­te, totalidad, etc.-). Todo radica en separar aquellas condiciones que ha de cumplir la expe­rien­cia de aquellas que son meramente inteligibles (nouménicas).
La solución a la tercera antinomia pasa, igualmente, por considerar una separación entre el mundo feno­mé­nico y el nouménico. En el mundo de la experiencia solo podemos percibir esta, como teniendo que estar bajo las condiciones de causa-efecto. Ahora bien, las con­di­cio­nes inteligibles que exigen un fundamento úl­timo, más allá de esta, solo pueden ser con­si­deradas en el mundo inteligible o nouménico.
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La «idea de Dios» surge del intento de agrupar a toda la experiencia posible. Dios es, por la tanto, pensado como aquel ser que reúne en sí toda la realidad. A tal ser le llama Kant ideal de la razón pura.
Kant reduce (de modo similar a Hume) todas las pruebas que intentan demostrar la exis­ten­cia de Dios a tres, que deno­mina: prueba ontológica, prueba cosmológica, y prue­ba físico-teológica.
(1) La prueba ontológica es aquella que partiendo de la noción de Dios (como aquel ser que reú­ne en sí toda la realidad), concluye que «Dios existe» (de lo contrario le fal­ta­ría una realidad: la existencia). Este es el viejo «ar­gumento ontológico» de Anselmo de Can­terbury.
Se­gún Kant esta prue­ba es inválida porque las cate­go­rías de la modalidad (po­si­bi­li­dad, existencia, y necesidad) no implican rea­lidad. Son sim­ple­men­te el mo­do como la realidad se relaciona con nuestra facultad de conocer. Las reali­da­des son las notas constitutivas de un objeto, y en este sentido las notas cons­tituti­vas de un objeto posible y las de un ob­jeto existente son las mismas, lo que cambia es el modo como esas notas se relacionan con la fa­cultad de co­nocer. (Kant dice, con un ejemplo, que cien táleros -una moneda de la época- posibles tienen el mismo con­tenido objetivo que cien tá­le­ros existen­tes).
(2) La prueba cosmológica es aquella que partiendo de la experien­cia de que existen co­sas en gene­ral, concluye que tiene que existir un ser necesario. Esta es la tercera vía de To­más de Aquino, la vía de la con­tingencia. Esta prueba parte de que los seres del mundo son contingentes, por lo que tiene que haber un ser necesario.
Kant considera que esta prueba no es válida por dos ra­zones: (a) La noción de que el mundo es contingente surge por oposición a la idea de un ser necesario. Por lo que para que esta prueba tenga sentido hay que contar ya con la noción de un ser nece­sa­rio. Pero la idea de un ser ne­cesario es la idea de un ser cuya esencia implica la exis­tencia, y ese es el núcleo del argu­mento ontológico. Por eso esta prueba se reduce a la ante­rior, en tanto la anterior no es válida, esta tampoco. (b) Se sostiene que tiene que haber un ser ne­cesario causa del mundo, pero con ello se está aplicando la no­ción de causa (una de las ca­tegorías del entendimiento) fuera del campo de la experiencia.
(3) La prueba físico-teológica es aquella que partiendo de la exis­ten­cia de que hay un orden inte­li­gible en el mundo concluye en la necesidad  de una inteligencia ordenadora. Co­rres­ponde a la vía quinta de Tomás de Aquino.
Esta prueba es inválida también por dos razones: (a) Al igual que la anterior aplica el con­cep­to de causa fuera del campo de la experiencia. (b) A lo sumo nos lle­varía a la necesidad de un «ordenador» del universo, a la manera del Demiurgo platónico, pero no a la nece­sidad de un «creador» del universo.

10. La concepción kantiana de la moral
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Hemos visto que está en la naturaleza de la razón generar las «ideas» de alma, mundo y Dios y tomarlas como objetos de experiencia (produciendo antinomias, paralogismos, etc.). ¿Es qué, entonces, está en la natu­ra­leza de la Razón contradecirse?
Podemos adelantar que no. El análisis de la razón que estamos llevando a cabo nos mostrará como la razón tiene dos usos: un uso teórico (orientado a conocer cómo es el mundo) y un uso práctico (orientado a determinar cómo debemos actuar).
Hecho este análisis comprobaremos que la razón se contradice cuando pre­ten­de con­testar desde su «uso teórico» aquellos de sus intereses que solo afectan a su «uso prác­tico». De esta forma se solventan todas las con­tra­dicciones. «Al­ma», «mundo» y «Dios», no son objetos de la experiencia (en la que cum­plen una simple función reguladora), pero en­cuen­tran su particular tipo de rea­li­dad (realidad nouménica) dentro del mundo de la mo­ral, es decir, de la praxis.
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El uso práctico de la razón es el uso moral, el uso que intenta responder a la pregunta ¿qué debo hacer? Su función, es, por lo tanto, orientar nuestro comportamiento, dirigir nuestra voluntad. Trata del ámbito del deber y no del ser.
Dado que la moral no trata del ser sino del deber no se expresa mediante juicios, sino mediante imperativos. Un imperativo es una expresión del tipo «S debe ser P» (donde S es un sujeto cualquiera y P un pre­dicado cualquie­ra). Es decir, un imperativo no expresa un conocimiento sino un man­da­to.
Pero los imperativos pueden ser de dos tipos dife­rentes:
(1) Imperativos hipotéticos: son aquellos que ordenan algo como medio para con­se­guir un fin. Así, Aristóteles sostiene que para ser felices debemo­s guiar nuestras pasiones por la prudencia. Epicuro considera que para ser felices debemos evitar sa­tisfacer aquellos deseos que son innaturales e innecesarios, etcétera. La validez de tales impe­ra­tivos está siempre condicionada a algo. En los ejemplos que he­mos puesto, los impe­ra­tivos tienen valor únicamente para quien quiera ser feliz.
(2) Imperativos categóricos: son aquellos que ordenan algo como un fin abso­lu­to. En este caso el imperativo no está condicionado a que se quiera conseguir un deter­mi­na­do objetivo, sino que vale por sí mismo, al margen de cualquier otra consideración. Un ejemplo de im­pe­rativo categórico puede ser: «No debes robar». En este caso se entiende que no debes ro­bar bajo ninguna condición.
Pues bien, Kant considera que los imperati­vos hipotéticos no son válidos para expresar mandatos o normas morales. Por las siguientes razones:
(1) La validez de los imperativos hipotéticos es condicionada. Así, la validez del imperativo «Para ser felices debemos guiar nuestros deseos por la prudencia» descansa en que queramos ser felices.
(2) La validez de los imperativos hipotéticos depende de la experiencia. Los imperativos hipo­té­ticos explican los me­dios que han de ponerse para conseguir un de­terminado fin (gene­ral­men­te la felicidad). Pero la única forma de saber que esos son los medios adecuados para alcanzar el fin propuesto es a través de la experiencia. Con lo cual hacemos depender nues­tro comporta­miento del conocimien­to; o, lo que viene a ser lo mismo, nos movemos en el campo de la ciencia. Si todos los impe­rativos fuesen de este tipo la moral estaría subordina­da al cono­ci­mien­to. No habría un ámbito específicamente moral. Y no habría un uso práctico de la razón.
La conclusión que saca Kant de esto es que todas aquellas normas morales que se ex­pre­san mediante impe­rativos hipotéticos no son, en rea­li­dad, normas morales, sino jui­cios de experiencia.
Veamos ahora si las normas morales pueden expresarse mediante imperativos categóricos.
Un imperativo categórico es un imperativo del tipo «No debes robar». Pues bien, supon­ga­mos el caso de alguien que tiene ocasión de robar y no lo hace por miedo a que lo descubran y acabar en la cárcel. ¿Podemos con ello decir que su acción es moral?
Kant dirá que no. Tal individuo ha cumplido con la nor­ma que dice que no se debe robar (con lo cual su acción no se puede calificar de inmo­ral); pero lo ha hecho por un cálculo de las consecuen­cias que le puede acarrear, y con ello está ha­ciendo depender su acción de la experiencia. Por lo que no es suficiente cumplir con un imperativo de este tipo para que una acción pueda calificarse de moral.
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¿Qué condicionas ha de cumplir entonces una acción para poder ser calificada de moral? Para con­tes­tar a esta pregunta Kant esta­ble­ce una doble dis­tin­ción en las acciones:
(1) Hay acciones conforme al deber: son aquellas que se ajustan a la norma (por ejem­plo, no robar), pero que lo hacen por razones que no tienen nada que ver con la moral, sino con las consecuencias (por ejemplo, por el miedo a ir a la cárcel). Al hacerlo así, el impe­rativo deja de ser categórico y pasa a ser hipotético. (Así, en el ejemplo anterior la norma que realmente se está siguiendo es «Si no quiero ir a la cárcel no debo robar»).
(2) Hay acciones por deber: son aquellas en las cuales se cumple la norma simplemen­te por el deber de cumplirla. En el ejemplo anterior sería una acción moral la que nos llevase a no robar simplemente porque «no se debe» robar, sin tener en cuenta más consideracio­nes.
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En toda ley moral hay que distinguir lo que es el con­teni­do o materia de la ley, de lo que es la forma.
Kant llama materia de la ley a lo que dice la ley, al hecho con­creto, es decir, al hecho de robar o no robar, al hecho de matar o no matar, al hecho de comer con mode­ración o no hacerlo, al hecho de amar a Dios o no amarlo, etcétera.
Kant llama forma de la ley, a la vo­lun­tad con que se realiza la ley. Como hemos visto en el ejemplo anterior, no es el contenido («no robar») lo que hace que una acción sea moral, sino la forma (es decir, la voluntad con que se hace). Si la voluntad está mo­vida por el puro deber entonces estamos actuando moralmente, de lo contrario po­dre­mos estar actuando «con­for­me» a moral, pero no «por» moral.
Una vez dicho esto ya vemos cual es el error de todas las éticas anteriores a Kant: que pre­tendían dar con­tenidos. Por ello sus imperativos eran hipotéticos, y por ello dependían de la experiencia.
Ahora la cues­tión es si podremos encontrar un tipo de imperativo que sea plenamente categórico, es decir, que nos dé solo la forma de la actuación y no un con­te­nido. Ese imperativo, que a partir de entonces se conoce como el impe­rativo categóri­co kan­tiano, es el siguiente:
«Obra de modo que puedas querer la máxima de tu acción como ley universal».
Por máxima, entiende Kant, la regla que constituye mi acción particular. Así, por ejem­plo, si robo, debo con­siderar que el robar (la máxima de mi acción) es bueno para todo el mun­do y debo aceptarlo también cuan­do me roben a mí. (Dado que no puedo querer tal cosa no aceptaré el robar como máxima de mi acción).
Veamos otra versión del imperativo:
«Obra de modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siem­pre con un fin y no solo como un medio».
Tampoco en este caso se da contenido alguno, una vez más solo se nos dice con qué voluntad debe­mos obrar. Ambas formulaciones del imperati­vo tienen en común el que son enunciados estableci­dos por la voluntad al margen de toda experiencia. Del hecho de no estar sometidos a la experiencia se desprende que: (1) Constituyen un ámbito independiente del mundo de los fenómenos, un ámbito moral. (2) Tendrán validez universal, dado que regulan a priori la voluntad (y al no depender de a experiencia no son invalidados por ninguna experiencia).
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Aunque la ética kantiana es una ética centrada en cómo debemos actuar, prescindiendo de los fines, sin embargo su puesta en práctica deberá conducir a un tipo de fin. Deberá conducir a una comunidad humana donde los hombres sean considerados un fin en sí mismos. Esto es, deberá conducir a un reino de los fines.
Y en esto es en lo que reside la dignidad humana, en ser un fin y no un medio. Esto es, los seres humanos deben ser concebidos como fines y no como instrumentos para un fin.
Cada vez que ponemos la vida humana en función de otra cosa estamos convirtien­do al hombre en cosa, en medio para alcanzar algo. Pero entonces ese algo pasa a tener un valor supremo y el hombre pasa a tener un valor relativo.

11. Éticas materiales y éticas formales
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La concepción kantiana de la moral lleva a diferenciar entre éticas materiales (las anteriores a Kant) y éticas formales (la kantiana). Analizaremos las características de ambas:
Las éticas materiales parten de que hay «bienes»: la felicidad, el placer, etcétera, y por lo tanto se tra­ta de determinar cuáles de ellos son los mejores y luego buscar el medio de lograrlos.
Esto es, parten de deter­minados con­tenidos (la felicidad, el placer) y luego buscan el medio de acceder a ellos. Pero para sa­ber esto te­ne­mos que recurrir a la experiencia, que nunca nos da leyes (en este caso imperativos) de validez uni­versal.
Son por tanto éticas empíricas y sus preceptos a posteriori. Por eso sus preceptos son hipotéticos. Ello implica además que sus preceptos son «relativos» a los inte­reses determina­dos como más valiosos en un momento dado; son por lo tanto éticas re­la­tivas, sus preceptos no tienen validez universal.
Son, final­men­te, heteróno­mas, lo que quie­re decir que la razón no es independiente para darse sus propias leyes, esto es, no es au­tó­noma ya que depende siempre de las condiciones de la experiencia.
En conclusión, este tipo de éticas no son pro­pia­mente tales, ya que se rigen por similares principios que el mundo de la experiencia sen­si­ble. No marcan un campo donde la razón  sea libre y autónoma.
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Las éticas formales son aquellas que no dan contenidos sino sola­men­te la forma de la ley. La úni­ca éti­ca formal que se ha dado en lo que hemos visto de historia de la filo­so­fía es la kantiana. Todas las demás (las éticas de Platón, Aristóteles, estoica, epicúrea, cris­tiana, etcétera) son éticas mate­ria­les. Nos dan leyes con con­tenidos.
Por ser las éticas formales sin contenido, sus pre­cep­tos son a prio­ri. No dependen de la experiencia, y por tanto son universales: válidas para siempre y para to­dos los hombres por igual. Sus preceptos son categóricos.
Son, finalmente autó­no­mas, lo que quie­re decir que la razón se da a sí misma los preceptos con total independen­cia de la experiencia; esto implica que en úl­timo término, el individuo ha de guiarse exclu­siva­men­te por su razón; con lo que alcanza­mos un punto cul­mi­nante en la liberación de los in­di­viduos de la tradición, la autoridad y la fe. Esta liberación es par­te esencial de los ideales que mueven a la ilustración, de la que Kant es el último y el más lúcido de sus re­pre­sen­tan­tes.

12. Condiciones de posibilidad de la moral:
los postulados morales
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Hemos mostrado en el apartado anterior las características que ha de tener una acción para que se la pueda calificar de acción moral. Mostraremos ahora las condiciones que tienen que darse para que la acción moral sea posible. (Pues el hecho de definir los rasgos que ha de tener algo no implica que ese algo exista, ni siquiera que pueda existir).
La primera condición que ha de darse para que la moral sea posible es que el campo de la experiencia ten­ga límites, que no lo abarque todo. La razón es la siguiente: el mundo de la experiencia es el mundo or­de­na­do por el espacio, el tiempo, y las categorías. Es el mundo regido por las relaciones cau­sa-efecto, donde, en consecuencia, todo está determinado de antemano. Si ese fuese el único mundo no habría un campo en el cual el hombre pudiese de­ter­minarse libremente. No habría un campo moral fuera del mundo de la ciencia.
Pero recordemos que la Analítica trascendental nos llevó a distinguir entre el campo de la experiencia y el de las cosas en sí.
Pues bien, como resulta que el conocimiento científico tiene sus límites, como resulta que además de lo fe­no­ménico hay lo nouménico (que no está regido por la categorías del en­ten­dimiento, y por lo tanto tampoco por la categoría de causa-efecto), podemos pensar que, al menos, tiene sentido hablar de un campo específico de la moral.
Pero que la experiencia no lo sea todo es solo la condición negativa para que la moral sea posible. Se nece­sitan además una serie de condiciones positivas (condiciones que a su vez solo son posibles porque existe un campo nouménico, al margen de la experiencia). Estas son: la libertad, la inmortali­dad del alma, y la exis­tencia de Dios.
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Veamos, en primer lugar, por qué es necesaria la libertad.
Si la libertad no existiese, todo se regiría por el principio de causa-efec­to, todo estaría determinado por las leyes que rigen el mundo de la experiencia. En consecuencia no habría voluntad libre y por ello no habría un campo para la moral. No podría haber imperativos categóricos, to­dos serían hipotéticos, que, como he­mos visto, no pueden constituir la moral.
Veamos ahora por qué es necesaria la existencia de un alma inmortal.
Para que exista la moral es necesaria la libertad. Pero si el hombre solo fuese cuerpo estaría sometido, como todos los cuerpos, a las relaciones causa efecto. Para que el hombre pueda ser libre tiene que haber algo en él no sometido a las relaciones causa efecto; algo que no sea objeto de la experiencia. Es decir, tiene que poseer un alma no física.
De la existencia del alma se desprende además que:
(1) Puesto que el alma no pertenece al mundo sensible, no está sometida a las con­diciones es­pa­cio-temporales. Si no está sometida a las condiciones de la su­cesión, del paso del tiempo, es inmortal, eterna.
(2) El alma tiende a cumplir el ideal moral, pero el hombre es también un ser fenoméni­co, que vive some­tido a las condiciones de la experiencia. Como con­secuencia el ideal mo­ral no puede cumplirse nunca del todo, no es más que una tendencia permanente del hom­bre; por lo tanto, se necesita creer en un mundo don­de esta tendencia adquiera su cum­pli­mien­to.
Veamos ahora, finalmente, por qué es necesaria la existencia de Dios.
Observemos estas dos caracterís­ti­cas contradicto­rias de la natu­rale­za humana: (1) El hombre tiene un alma que per­tenece al mundo nou­mé­nico. (2) El hombre posee un cuer­po y habita un mun­do corporal.
Pues bien, en tanto perteneciente al mundo fenoménico el hombre tiende a la búsqueda de la felicidad (ya que Kant, como todos los pensadores que le precedieron, considera la ten­dencia a la búsqueda de la feli­ci­dad algo con­na­tural a la naturaleza corporal); y en tanto que perteneciente al mundo nou­mé­nico, el hombre tien­de al cumplimiento del ideal moral.
Pero nosotros ve­mos que, con frecuencia, estas dos cosas son con­tra­dic­torias. Con fre­cuen­cia, no es el hombre moralmente bueno el que es más feliz. Entonces hay como una es­pe­cie de contradicción entre dos tendencias que nos son igualmente con­naturales. Se ne­ce­sita creer en una ar­monización de ambas, en una ar­mo­ni­zación del mundo inteligible, mo­ral, y del mundo sensible; que ambos mun­dos estén orientados, de alguna manera, al mis­mo fin. Esta creencia se realiza po­niendo todo el mundo de los fines (de dos tipos fun­da­mentales: inteligibles y sensibles) bajo la tutela de un Dios todopoderoso que los armo­ni­ce. Es de­cir, se necesita creer en un Dios que dé la felicidad al que cumpla con la mo­ral (fe­li­cidad que se alcanza en un más allá perteneciente al «reino de los san­tos»).
A esta armonía de moral y felicidad es a lo que llama Kant el sumo bien.
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Libertad, inmortalidad del alma y existencia de Dios son pos­tu­la­dos, lo cual quie­re decir que no son demostrables a partir de los datos (a par­tir de la existencia de la mo­ral, por ejemplo), sino que ellos son la condición de posibilidad de la existencia de la mo­ral. Es decir, si tales condiciones no se diesen, la moral sería imposible; pero, según Kant, es un hecho (quizá esto sea lo más discutible de toda la tesis kan­tia­na) que la moral se da, lue­go aque­llas condiciones han de tener realidad (que, desde luego, no es una reali­dad de ex­periencia).
Con esto vemos también que los objetos de la metafísica, que no tenían nin­gún sentido den­tro de la cien­cia, adquieren sentido dentro del campo de la Razón práctica, dentro de la moral.
Estos postulados abren, a su vez, el camino para la justificación de la ac­ti­tud religiosa y una posible respuesta a la tercera pregunta: ¿Qué me cabe esperar?

13. La filosofía de la historia
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Como hemos dicho, ya al comienzo de esta unidad, la razón (la razón finita humana) no es una razón me­cánica, vacía, un mero proceso, sino que está movida por intereses, que se centran en responder a estas tres preguntas fundamentales: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?
Ya hemos visto la respuesta que da Kant a las dos primeras preguntas. La respuesta a la tercera no la de­sa­rrolla Kant de un modo tan sistemático como las anteriores. Además esta pregunta admite dos posibles sentidos:
(1) Puede entenderse en el sentido de ¿qué me cabe esperar, a mí como individuo, fuera del tiempo? A esto responde Kant con su filosofía de la religión que no vamos a tratar aquí, pero que aparece esbozada ya en su ética: puedo esperar alcanzar el sumo bien. Esto es: que si cumplo con la moral, Dios (en un mundo futuro) me premie (premie a mi alma inmortal), con la felicidad.
(2) Pero la pregunta puede entenderse también en un sentido colectivo, como ¿qué le cabe esperar a la humanidad en su conjunto, en el tiempo? A esto responde Kant con su filosofía de la historia desarrollada en una serie de escritos breves entre los que destaca Idea de una historia universal en sentido cosmopolita.
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Hemos visto que el mundo de la naturaleza (o, lo que es lo mismo, el mundo de la experiencia, el mundo de los fenómenos) es el mundo organizado bajo la condiciones que imponen el espacio, el tiempo y las categorías (entre ellas la categoría de causa-efecto). Por eso, para explicar cómo funciona la naturaleza hay que explicar los fenómenos naturales a partir de sus causas.
No obs­­tante, a veces, parece muy difícil explicar el mundo natural (sobre todo cuando tratamos de explicar el com­portamiento de los seres vivos), en términos puramente mecánicos, en términos de relación causa-efecto. En estas ocasiones todo resulta más fácil si suponemos que en la naturaleza todo está orientado a un fin (telos).
Pues bien, Kant sostiene que la noción de finalidad en la naturaleza (esto es, la noción de que en la naturaleza todo está hecho con vistas a un fin) puede servir para dos objetivos:
(1) Por un lado nos ayuda a pensar juntos naturaleza y moral (si la naturaleza tiene un fin cabe la po­si­bi­li­dad de que este fin y el fin moral coincidan -aun cuando sea en un futuro lejano-).
(2) Sirve como idea reguladora para explicar el funcionamiento de la na­tu­ra­leza.
Kant sostiene que la idea de finalidad sirve de idea reguladora para explicar el funcionamiento de la naturaleza. Pero existente una diferencia entre la idea de finalidad y las de Dios, mundo y alma (de las que también dice que es lícito hacer un uso regulativo, pero no constitutivo). Estas últimas son «ideas de la razón». Esto es, «ideas» que la razón genera por sí sola en el intento de organizar la totalidad de la experiencia. La idea de finalidad no es una «idea de la razón», sino una simple «idea» nacida de la experiencia, que surge en el intento de encontrar un orden en el mundo natural.
Esto no quiere decir que en la naturaleza haya fenómenos que no funcionen siguiendo una relación causa-efecto. Quiere decir, simplemente, que si suponemos que las cosas suceden con vistas a un fin puede ser más fácil encontrar un orden en la experiencia. Pero cualquier explicación que se dé de ese fenómeno no puede estar en contradicción con una explicación causal. De lo contrario estaríamos incumpliendo las condiciones que el propio Kant había puesto para que una explicación sea un explicación científica.
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Si explicamos la naturaleza como si estuviera orientada a fines cabe pensar que el hombre, en tanto producto natural, también ha sido producido con un fin. Descubrir ese fin es tarea de la historia.
Pero aquí nos encontramos con un problema. Porque la ética kantiana parte de que el hombre posee una voluntad libre (de lo contrario la moral carecería de sentido). Pero las acciones humanas, determinadas por esa voluntad, forman parte del mundo de la experiencia, del mundo de los fenómenos. Y este no es libre, está sometido a las relaciones causa-efecto. ¿Cómo podemos compaginar ambas cosas?
Kant sostiene que aunque las decisiones particulares de los individuos carezcan de cualquier explicación ra­­cional, si tomamos a la humanidad como un todo (esto es, sin nos situamos en el punto de vista de la his­to­ria de la humanidad) quizá podamos «descubrir en ella una marcha regular». Esto es, cabe la posibilidad de que tras los comportamientos individuales caprichosos haya un orden que nos conducirá, como especie, a un determinado fin.
Ahora bien, este fin no está determinado por los hombres (estos no tienen ningún pro­yec­to ra­­cional propio, pues su comportamien­to es contradictorio, absurdo muchas veces, etcétera). Por lo que si la es­pe­cie ha de tener una finalidad, hay que suponer que esta está determinada por la naturaleza.
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¿Cuál es esta finalidad que nos tiene destinada la naturaleza?
Kant comienza diciendo que «Todas las disposiciones naturales de una criatura están determinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada. Aplicado esto al ser humano parece que su ten­dencia natural sería la alcanzar la felicidad o la perfección mediante el uso de la razón. » (Recordemos que ya Aristóteles decía que la felicidad está en que cada cosa llegue a ser lo que es, alcance su plenitud).
Ahora bien, el indi­viduo no dispone de tiempo para alcanzar el perfecto uso de su razón, pero sí la especie.
En la ética concluía Kant que, dado que la armonía de moralidad y felicidad no se puede alcanzar en este mundo, el individuo tenía que presuponer un alma inmortal y el gobierno de un Dios que garantice que en «el otro mundo» se al­cance tal armonía.
En su filosofía de la historia Kant extiende esta esperanza al hombre como especie a lo largo del tiempo.
Ahora bien, en apariencia, la historia de la humanidad se presenta ante nosotros como un espectáculo de guerras y desastres, donde el egoísmo y la lucha desesperada de unos contra otros parecen ser las notas que presiden la vida de los hombres.
Sin embargo, dice Kant, el filósofo debe interpretar el sentido de estos datos nada alentadores, con el pro­pó­sito de descubrir, tras esa apariencia irracional, la huella de la razón que trabaja callada y sigilosamente a favor de una moralización progresiva y paulatina del ser humano.
Siguiendo el «plan de la naturaleza» la historia de la humanidad se encamina hacia el establecimiento de una sociedad civil perfecta, un estado de ciudadanía mundial donde sea posible el pleno desarrollo de las capa­cidades humanas, una sociedad en la que no habrá lugar para el caos y la injusticia, y donde las leyes de la libertad gobernarán el mundo.
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El motor del que se sirve la naturaleza para con­seguir tal fin es el antagonismo entre los hombres, la discordia y la oposición constante entre ellos, pro­duc­to de lo que Kant llama la insociable sociabilidad humana.
Tal insociable sociabilidad reside en que los hom­bres están movidos simultáneamente por: (1) deseos individualistas, egoístas, que buscan satisfacer sus propias nece­si­da­des aun a costa de los demás, y (2) la tendencia a vivir en sociedad (porque solo en el seno de esta pueden los hombres lo­grar su plenitud).
Para armonizar estas dos tendencias contrapuestas al ser humano no le queda más re­me­dio que construir lazos sociales o formas de sociedad con las que pueda superar su tendencia a la discordia, ar­monizando libertad y coerción. Del esfuerzo constante por superar la tensión entre las dos tendencias se­ña­la­das nace la libertad bajo leyes, única forma posible de libertad social, con lo que la sociedad se convierte en un todo moral y el mundo en un Estado en el que puedan desarrollarse todas las capacidades humanas.
De este modo sucede que, paradójicamente, es la tendencia antisocial humana la que impulsa a la hu­ma­ni­dad al progreso constante. Con lo que Kant, también encuentra, de este modo, una justificación para el mal en el mundo: la maldad humana es una argucia que emplea la naturaleza para impulsar a los hombres al pro­greso.
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El mismo principio que, aplicado a los individuos, le sirve a Kant para dar razón del surgimiento de la sociedad civil, es utilizado para explicar el surgimiento de la sociedad cos­mo­po­li­ta. Las guerras entre unos Estados y otros no hacen sino preparar el camino para el advenimiento de un orden jurídico justo que comprenda a toda la humanidad.
El devenir histórico nos conduce a una sociedad perfecta, cosmopolita, que habrá de estar regida por una Cons­titución civil perfecta que dicte las normas que han de ordenar las actuaciones del hombre en esa socie­dad, y que a la vez sean conformes con la ley moral. En definitiva, una Constitución interior y exterior perfecta que haga posible que la legalidad (conformidad con las leyes) y la moralidad (respeto a la ley moral) coincidan defi­ni­tivamente. Una sociedad política universal en la cual la libertad de cada uno no encontrará otro límite que la libertad de los demás.

14. La paz perpetua
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En 175 Kant publica una obrita titulada Por la paz perpetua, que puede ser vista como un complemento a su filosofía de la historia desarrollada en Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita.
En esta obra (Por la paz perpetua) trata de analizar las condiciones de posibilidad de una paz perpetua. Tal objetivo es una obligación moral (y fin al que conduce la naturaleza, acaso organizada por una Providencia), pero requiere un orden jurídico que la haga posible, que es lo que se trata de exponer aquí.
Estas condiciones de posibilidad de la paz se expresan mediante una serie de artículos, que Kant clasifica en dos tipos: artículos preliminares y artículos definitivos.
Los artículos preliminares constituyen las leyes simples, y de aplicación inmediata, que deben regular las relaciones entre los Estados para garantizar la paz futura.
Estas son las siguientes: (1) No debe considerarse válido un tratado de paz que se haya acordado con la reserva oculta de alguna causa de guerra en el futuro. (2) Ningún Estado independiente podrá ser adquirido por otro Estado. (3) Los ejércitos permanentes deben desaparecer con el tiempo (solo podrá permitirse el adiestramiento militar de los ciudadanos con vista a defender la patria de un posible enemigo externo). (4) El Estado no debe contraer deudas para sostener su política exterior. (5) Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro. (6) Ningún Estado que esté en guerra con otro debe permitirse aquel tipo de hostilidades que hagan imposible la confianza en una paz futura (tales como emplear en otro Estado a asesinos, envenenadores, etc.)
Los artículos definitivos son: (1) La constitución de todo Estado debe ser republicana. (2) El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres. (3) El derecho de ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de una universal hospitalidad.
Desarrollamos a continuación estos artículos definitivos:
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Kant coincide con Hobbes en que el estado de naturaleza es un estado de guerra. La paz debe, por lo tanto, ser instaurada. Es un fin moral.
Para lograr tal objetivo, el primer paso es que «el Estado tenga una constitución republicana». Veamos por qué:
Kant clasifica a las formas de Estado en base a dos criterios: según quién tiene el poder o según cómo gobierna.
Según quien tiene el poder los Estados pueden ser: (1) Autocracias: gobierna uno. (2) Aristocracias: gobiernan varios. (3) Democracias: gobiernan todos.
Según cómo se gobierna un Estado puede ser: (1) Despótico: se gobierna siguiendo las leyes dadas por el propio gobernante. (2) Republicano: hay separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo. En consecuencia el poder es representativo.
Kant sostiene además que una democracia es incompatible con el modelo republicano. La razón es que si gobiernan todos el poder no es representativo, no puede haber separación de poderes. Por lo tanto, una democracia es inevitablemente un gobierno despótico.
La forma republicana de gobierno, que es compatible con que gobierne uno o varios, es la que puede garantizar aquellos derechos individuales que son consustanciales con la naturaleza humana. Estos son: (1) Como hombres han de gozar de la libertad. (2) Como súbditos estarán sometidos a una ley común. (3) Como ciudadanos serán iguales ante la ley.
Por esta razón la forma republicana de gobierno es la que más se acerca a un contrato social originario, aquel que aprobarían unos hombres para salir del estado de naturaleza.
Pero la forma republicana es además la que puede favorecer un estado de paz. Cuando el gobierno es despótico, el Jefe del Estado ejerce como un amo, que usa a sus súbditos como les place. No tiene nada que perder con su sacrificio, por eso no le cuesta declarar la guerra.
Sin embargo, con una constitución republicana es necesario el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra. Y como estos serán los que sufran los males de la guerra (serán los que tengan que combatir, serán los que tengan que pagar los costos de la guerra, etcétera) serán reacios a declararla.
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En estado de naturaleza los individuos están en una relación de guerra entre sí. Para salir de ese estado hacen un pacto mediante el cual instauran el Estado. Pero una vez creados los Estados estos son como otro tipo de individuos que mantienen entre sí relaciones propias del estado de naturaleza. Es decir, están en una situación de guerra efectiva o larvada entre sí.
¿Cómo pueden los Estados salir de ese estado de naturaleza, de esa situación anárquica para desarrollar el derecho de gentes?
El problema no se soluciona como se solucionó el de las disputas entre individuos, entrando a forma parte de un Estado. Porque los Estados ya son sistema de leyes, y no habría razón por la que un pueblo abandonase sus sistema de leyes para someterse a otro.
Pero la razón práctica, la razón moral, que legisla conforme al deber, nos exige instaurar la paz. Para ello, la única solución es una federación de Estados, que Kant denomina una «federación de paz». Tal asociación no acabaría con los Estados, sino que tendría por objeto garantizar la libertad de cada Estado en base a leyes que regulasen las relaciones entre ellos.
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Kant defiende finalmente el derecho de todo ser humano a la hospitalidad. Esto significa que todo ser humano tiene derecho a entran en relaciones comerciales con individuos de otro Estado sin ser hostilizado por ello. Este derecho se funda en una originaria «posesión en común» de toda la superficie de la Tierra. (Este derecho ya había sido defendido por el teólogo español Francisco de Vitoria, en el siglo XVI, con el nombre de derecho de comunicación).
La extensión de este derecho facilitaría las relaciones pacíficas entre amplias regiones del globo y podría dar origen finalmente a una auténtica constitución cosmopolita.
Kant sostiene además que las relaciones cada vez más estrechas que han ido estableciéndose entre los pueblos de la tierra, y que se verán acrecentadas con la expansión del derecho de hospitalidad, lleva a que una violación del derecho cometida en un sitio afecte al resto. Por eso, ese derecho a la hospitalidad ha de convertirse en un derecho de ciudadanía mundial, que favorecería la paz perpetua.

15. Kant en la historia del pensamiento
Kant es una de los pensadores más influyentes del mundo moderno.
Su obra representa la culminación del pensamiento ilustrado, cuyos rasgos más característicos son la defensa de la autonomía racional (frente a la preeminencia medieval de la fe como instrumento de salvación) y la concepción de la historia como el escenario del progreso (frente a la concepción medieval de la había convertido en el escenario de la salvación).
A partir de Kant la filosofía, que hasta entonces había sido fundamentalmente francesa y británica, se vuelve alemana.
A la influencia de Kant se debe la aparición, por un lado, del idealismo alemán, cuyos pensadores más destacados serán Fichte, Schelling y Hegel, y, por otro, del pensamiento de Schopenhauer.
Frente a Hegel, pero heredera de Hegel, surgirá la obra de Marx. Frente a Schopenhauer, pero heredera de Schopenhauer, surgirá la obra de Nietzsche. Ambos, Marx y Nietzsche, convertidos en los pensadores más determinantes en nuestra comprensión del mundo contemporáneo.
Pero, además, la obra kantiana sigue presente por sí misma en diversos ámbitos.
La ética kantiana de la dignidad aparece como la base la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La filosofía kantiana de la historia, y su tesis de la paz perpetua, registran y predicen el desarrollo internacional que ha conducido a la ONU y a la configuración de una sociedad cosmopolita.

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