miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXIV) MATERIA E INDIVIDUO: CRÍTICOS DEL IDEALISMO ALEMÁN

1. Schopenhauer
&1
Arthur Schopenhauer nació en Danzig (que entonces pertenecía a Prusia, actual Gdansk, en Polonia), en 1788. Entre 1820 y 1832 fue profesor de la Uni­ver­sidad de Ber­lín don­de trató, sin éxito, de hacerse con la audiencia de Hegel. Murió, en Frankfurt am Main (entonces perteneciente al Reino de Prusia, actualmente en el Estado de Hesse, en Alemania), en 1861.
Entre sus obras cabe mencionar: (1) La cuá­druple raíz del principio de razón su­fi­cien­te, publicada en 1813. Es una de sus obras fundamentales. (2) Sobre la visión de los colores, de 1816. (3) El mundo como voluntad y repre­sen­tación, publicada en 1819. Es otra de sus obras fundamentales, y la más conocida. (4) La voluntad en la naturaleza, de 1836. (5) Sobre la libertad de la voluntad, de 1839. (5) Los dos problemas fundamentales de la ética, de 1841.
&2
Partiendo de Kant, Schopen­hauer rein­terpreta la división entre «fe­nó­me­no» y «noú­me­no» como representa­ción y voluntad. A aquello que Kant llama cosa-en-sí (noúmeno), le lla­ma Schopen­hauer voluntad; y a lo que Kant llama fe­nó­­meno, le llama Schopen­hauer re­pre­sentación (eligió este término porque el fenómeno es siempre «mi representa­ción», dado que depende de aquello que el yo -el su­je­to de cada caso- pone en la experiencia). Lo que el su­jeto po­ne en la experiencia para or­ga­ni­zarla es el espacio, el tiempo y la cau­sa­li­dad. (Scho­penhauer reduce las doce ca­te­go­rías kan­tianas a la de cau­sa­li­dad, que reviste cuatro for­mas distintas según el tipo de ob­je­tos a que se apli­que.) La realidad así organizada bajo el espacio, el tiempo y la causalidad es un puro ensueño. (Schopenhauer dice que es como el «velo de Maya» del que habla el pen­sa­miento religioso indú, por el que sentía gran admi­ra­ción; otras veces re­mite a Cal­de­rón, «la vida es sueño», para describirla.)
La voluntad es «voluntad de vivir» que se halla en todo por igual. La vo­lun­tad del hombre y la de las cosas que le ofrecen resistencia es una y la mis­ma.
Esa voluntad se objetiva formando ciertas estructuras universales y permanentes a las que llama «ideas». (Reinterpreta así, de un modo personal, la noción platónica de «idea».) Ideas, en términos de Schopenhauer, son las esen­cias que constituyen las especies animales o las fuerzas naturales como la gra­vedad. Así, por ejemplo, la voluntad de vivir arrastra a los jilgueros individuales a cons­truir un nido y pro­crear para dar origen a nuevos jilgueros. «Jilguero» es, pues, una de las «ideas» en que cristaliza la voluntad.
La voluntad es una, pero cristaliza en forma de multitud de «ideas», y aún de seres individuales arras­trados cada uno de ellos por un mismo im­pul­so ciego. Al ser arrastrados por esa volun­tad que les constituye, los indivi­duos en­tran en una especie de guerra de todos contra todos por la existencia, con­vir­tiendo el mundo en un lugar espantoso de dolor y sufrimiento constan­tes.
Los hombres, al igual que el resto de la natura­leza, están arrastrados por esa voluntad que se ma­ni­fiesta en forma de deseo, ambición, etc. La razón y el entendimiento (que son instrumentos que posee el hombre al ser­vicio de esa voluntad ciega de vi­vir) construyen una visión irreal del mundo, una pura apariencia, que, no obstante, es útil a esa vo­lun­tad de vi­vir. La razón y el entendimiento orga­ni­zan la reali­dad en forma de un entra­mado de rela­cio­nes espaciales, tempo­rales y causales. A ese en­trama­do de relaciones espacia­les, tem­­porales y cau­sales es a lo que llama Schopenhauer re­presenta­ción.
Tenemos, así, por un lado, el mun­do repre­sen­ta­do, que es una aparien­cia de realidad, la realidad or­ga­ni­zada según espacio, tiem­po y causa­lidad. Por otro tenemos la realidad en sí, que es impulso ciego e irracional a la existen­cia, y que permanece desco­nocido para la mayoría de los hombres. Esta volun­tad es la causante del sufri­miento permanente que es la existencia. (Schopenhauer llegará a decir que este es «el peor de los mun­dos posibles», un gra­do más de dolor y violencia y la vida sería absolutamente imposible). Pues bien, ¿hay alguna forma de es­capar a este sufrimiento, al dolor y la infelicidad per­manentes? Schopenhauer cree que hay dos vías para huir de los requerimien­tos de la voluntad, y por lo tanto, del dolor. Una de ellas es la propor­cio­nada por el arte. La otra es la ascesis.
En la experiencia estética el hombre se convierte en un puro contemplador del mundo, en un puro ojo, que contempla la realidad desinteresadamente, y no como ob­je­tos del de­seo de su voluntad. La realidad así contemplada, desinteresadamente, y des­vin­cu­lada de mi propio apetito volitivo, se muestra como esencias eternas, como «ideas». El arte fun­cio­na pues, como un calmante de mi voluntad que me permite una contempla­ción de­sin­te­re­sada del mundo. La forma suprema del arte es la tragedia, porque «... expresa y objetiva el dolor y los afanes de la humanidad, el triunfo de la perfidia y del azar, y el hundimiento fa­tal de los justos e ino­cen­tes». Pero superior a la tragedia es todavía la música, ya que esta nos mues­tra, no los diversos grados de obje­tiva­ción de la voluntad, sino la voluntad mis­ma.
La experiencia estética sirve, pues, para alcanzar la liberación de la vo­luntad, pero las ex­pe­riencias estéticas son breves. Hay, sin embargo, otra vía para al­can­zar la liberación, que es la de la as­cesis, cuyo objeto no es calmar la voluntad sino su­pri­mir­la radicalmente. El primer paso en esta vía as­cé­tica consiste en la práctica de la justicia. Con esta prác­ti­ca reconocemos a los demás como iguales a nosotros mis­mos, propinándole un golpe a nues­tro egoísmo (que es la forma que toma en nosotros la voluntad). Un paso más allá de la justicia se da cuando compren­demos la fundamental unidad en el dolor de todo lo vi­vien­te, de donde surge la compasión (recordemos que la expresión «compasión» pro­cede de «pa­decer con»). La con­dición fundamental de toda moral, el único valor moral que Scho­penhauer admite, es la compa­sión por todo lo que sufre. Pero la compasión sig­ni­fi­ca to­davía dolor (padecer con, es, todavía, padecer). Hay que ir todavía más allá en esta vía as­cética para eliminar todo tipo de voluntad. En esto ra­dica la ascesis, en la eli­minación de toda voluntad (de todo deseo, de todo interés, de toda preocupa­ción), lo que conduce a la per­fec­ta serenidad.

2. Kierkegaard
Sören Kierkegaard nació en Copenhague en 1813, y murió en la misma ciudad en 1855. Estudió teo­lo­gía, pero no llegó a ejercer como pastor. Fue se­gui­dor de Schelling, a cuyas clases asistió en Berlín, durante un corto periodo de tiempo. Posteriormente dedicó su vida a escribir lo que constituiría una obra filosófica de carácter muy personal, que pasó de­sa­percibida hasta que, a principios del siglo XX, fue reivindicada por algu­nos pensadores ale­manes y por el filósofo español Unamuno.
Sus obras más importantes son: O lo uno o lo otro, La repetición, Temor y temblor, y El con­cepto de la an­gus­tia.
La filosofía de Kierke­gaard surge, al menos en parte, como reacción contra la filosofía hege­liana (o, más pre­cisamente, contra el carácter sis­te­má­tico y «abstracto» de la filosofía hege­liana en la que el individuo queda anu­lado).
Kierkegaard parte para su reflexión del individuo concreto, que, como tal, es el exis­tente. Mientras en los demás animales y, en general, en el resto de los seres, la especie está por encima del individuo, en el hom­bre es el in­di­vi­duo el que está por encima de la es­pe­cie. Los animales y el resto de los seres po­­seen una esen­cia que los determina, por ello no son libres, no son entes es­pi­­rituales. En el ser humano, por el contrario, le incumbe a cada in­dividuo su pro­pia existencia. Vivir, para el hombre, para cada hombre, consiste en exis­tir; es decir, elegir libremente su día a día, y no en cumplir lo que de­ter­mi­na su esen­cia. (Tam­po­co Dios exis­te propiamente, pues Dios no tiene que ocuparse en exis­tir.)
Al definir al hombre más por su existencia que por su esencia Kierke­gaard se convierte en el iniciador de una corriente filosófica que tendrá gran in­fluen­cia en el siglo XX, cono­cida como existencialismo.
Ahora bien, ni siquiera se puede decir que, en sentido propio, todos los hom­bres «exis­tan». Pues, la exis­ten­cia del hombre (la única que puede lla­mar­se propiamente «existencia») pue­de ser «arrastrada», como en el caso del exis­ten­te cotidiano, del hombre que vive de modo mecánico, inauténtico, o puede ser vivida to­man­do sobre sí la responsabilidad de la pro­pia existencia (y, sien­do fieles a la concepción kierkegaardiana, solo tiene sentido hablar de exis­ten­cia en el caso de la existencia auténtica). Hacer esto, tomar sobre sí la res­pon­­­sa­­bi­lidad de la propia existencia, le descubre al hombre que todo es pura «po­si­bilidad» (es decir, el hom­bre no está determina­do, es libre, y por lo tanto, todo en él es posibilidad). Pero el descubrimiento de que todo es posibilidad (tener en cuenta la posibilidad como posi­bi­lidad) descubre al hombre que, en tanto todo es pura posibilidad, no es «nada». Asumir esta nada se manifiesta como angustia.
Pero aquí se produce una paradoja, un absurdo. La angustia es, por un lado, la ma­ni­fes­ta­ción de la auten­tici­dad del individuo (del hombre concreto que es pura posibilidad, que por lo tanto no es «nada» de­ter­mi­nado, que es «no-ser» esto o lo otro).
Pero por su propia na­tu­ra­leza la angustia nos lleva a huir de ella (con otros términos, no se puede vivir instalado en la pura posibilidad, siem­pre hay que elegir). Y aquí se produce el absurdo: la angustia nos im­pul­sa a huir de ella eligiendo, frente a la nada en que estamos instalados, ser sí mis­­mo. Pero cualquier elección revela que es pura posibilidad, lo que implica no ser, por lo tan­to, sí mis­mo. Elegir ser auténtico es elegir un absurdo. Este te­ner que elegir ser uno mismo y no poder nunca elegir ser uno mismo (lo que se eligen son siempre meras posibilidades) se vive como desesperación. Pero hay una for­ma de superar la desesperación que consiste en referir la vida del individuo no a sí mismo, sino a lo abso­luta­mente otro. Lo absoluta­men­te otro que el individuo, que es pura posibilidad, es la absoluta realidad, y a eso es a lo que lla­mamos Dios. La salvación de la desesperación viene, por lo tanto, por referir nuestra vida, no a nosotros mismos, sino a Dios; es decir, viene por la fe. Ahora bien, la fe es un absurdo, no es algo ex­plicable cien­tíficamente, racionalmente. Sin embargo la angustia nos ha hecho patente que el absurdo se da en nuestra propia vida. Por eso solo quien ha vivido la an­gustia tiene derecho a la fe. Toda otra forma de fe, la de los creyentes co­munes que aba­rrotan las iglesias, es mera hipocresía.
Abandonar la desesperación para aceptar la confianza en Dios no puede ha­cerse sino a través de un salto en el que el individuo se coloca en una re­la­ción distinta con la propia exis­tencia. Pero la existencia (auténtica) pue­de dar­se bajo otras dos formas, cada una de las cuales supone una elección del in­di­vi­duo, que descarta las otras (o lo uno o lo otro, no hay síntesis). Entre estas tres formas hay, no obstante, evolución hacia un mayor desa­rro­llo de la in­di­vi­dua­lidad (y, por lo tanto, de la autentici­dad). Por lo que cada una de ellas se la puede considerar un estadio para pasar a otra. Estos tres estadios son, de menor a ma­yor grado de au­ten­tici­dad:
(1) El estadio estético: es el propio del individuo do­minado por su sensibilidad y emociones. Su vida no es conforma­da de acuerdo a ninguna determina­ción. Por ello vive disperso en sus sen­saciones. Su prototipo es Don Juan.
(2) El estadio ético: es el propio del individuo que conforma su vida a principios uni­ver­sales. Con­fía en la autosuficiencia de su razón. Su prototipo es Sócrates.
(3) El estadio religioso: el individuo se vive como tal individuo, pero vol­cado no a sí mismo sino hacia lo infinito, hacia Dios. Su prototipo es Abra­ham.

3. Comte y el positivismo
Augusto Comte nació en Montpellier en 1798. Fue colaborador de Saint Si­mon  del que más tarde se distanciará. Sigue apasionada­mente el de­sa­rro­llo espectacular que las ciencias de la na­tu­ra­leza están te­nien­do en esta época. Pasó la ma­yor parte de su vida en París donde murió en 1856.
Su obra principal es el voluminoso Curso de filosofía positiva (publicada en­tre 1830 y 1842). Otras obras im­portantes son: Discurso sobre el espíritu po­­si­tivista (1844); Catecismo po­sitivista (1852) y Sistema de política po­sitiva o tratado que instituye la religión de la hu­ma­ni­dad (publicado entre 1851 y 1854).
Según Comte el saber po­sitivo se caracteriza por: (1) Trata de lo real, no de en­tidades fantásticas. (2) Trata de lo útil. (3) Es un saber de lo cierto. (4) Nos da un co­no­ci­miento preciso y riguroso. (5) Es un saber constructivo, no me­ra­men­te crí­tico. (6) Trata de aquello que es cons­ta­table.
El punto seis es el más importante, y constituye un resumen de los cinco anteriores. Por ello es espe­cial­men­te decisivo determinar qué se entiende por constatable, y qué cosas son constatables.
Se entiende por constatable aquello que tiene los siguientes rasgos: (1) es «manifiesto» (lo que llamamos fenó­menos, en el sentido que le da Hume a este término), desechando todo tipo de cualidades ocultas, no ob­ser­vables. (2) Es «verificable» para cualquier ob­ser­va­dor (ha de tenerse en cuenta que ha de ser verificable y no meramente verdadero).
Lo que es constatable (y que por lo tanto tiene los dos rasgos menciona­dos) es lo que lla­mamos hechos. Aho­ra bien, los hechos se dan siempre en determinadas relaciones que lla­mamos leyes. Hechos y leyes cons­titu­yen todo el contenido del saber positivo.
Una de las aportaciones más importantes de Comte es la apli­cación de su me­to­do­lo­gía positivista al estudio de la sociedad, fundando con ello una nue­va ciencia: la sociología. La so­cio­logía comtiana trabaja con dos categorías básicas: las de orden y progreso.
El orden hace referencia a la estructura sincrónica de la sociedad. Es decir, a la co­ne­xión que mantienen en un momento dado (en una época) los distintos elementos (el orden de las ideas, el orden civil, el orden polí­tico) que componen la sociedad. El orden es lo que da estabilidad y fijeza a la sociedad.
Las sociedades humanas evolucionan, se desarrollan, son históricas. Pues bien, el progreso hace referencia a la evolución diacrónica de la sociedad. Esta evolución o progreso de las sociedades hu­ma­nas se realiza siguiendo lo que denomina ley de los tres es­tados.
La ley de los tres estados es la ley fundamental que Comte cree haber des­cubierto, y que rige el desarrollo de la historia de la humanidad, así como el desarrollo intelectual de los individuos concretos. Según esta ley, la hu­ma­ni­dad (y con ella cada ciencia concreta y cada individuo con­creto) tiene que pasar necesaria­men­te por tres estados en su de­sa­rrollo. Estos son:
(1) El estado teológico: este estado corresponde a la infancia de la humanidad. En él el hombre in­tenta explicarse el mundo recurriendo a causas ocultas, a las que per­so­ni­fi­ca, concibiéndolas como dioses. Este estado pasa a su vez por tres fases: (a) la más pri­mi­tiva es la que da origen al fetichis­mo. (b) En un se­gundo momento aparece el politeísmo. (c) Finalmen­te, la multiplicidad de causas, es decir, de dioses, es re­ducida a una única, a un solo Dios, y surge así el monoteísmo.
(2) El estado metafísico: corresponde a la adolescencia de la hu­ma­nidad. Esta fase es una fase me­ramente crítica; el individuo se rebela contra su dependencia de los dioses, y pretende explicar las cosas a partir de sí mismas. Pero sigue recurriendo a cualidades ocul­tas (sustancias, potencias, etc.) para ex­pli­car­las. Finalmente, al igual que en el estado an­terior, se acaban uni­ficando todas las explicaciones en una única y así surge el concepto de naturaleza.
(3) El estado positivo: corresponde a la edad adulta de la humani­dad. El hombre re­nuncia a los pro­ductos de la imaginación (dioses y cua­li­da­des ocultas), y se atiene úni­ca­men­te a la razón. Pero esta no nos permite dar ex­plicaciones absolutas, sino solo es­ta­ble­cer regularidades (leyes) en base a las cuales se su­ce­den los hechos. El conocimien­to de es­tas regularidades nos per­mite predecir y controlar el futuro («co­nocer para prever, y pre­ver para pro­veer»).
El estado positivo se alcanzará en el momento en que todas las ciencias abandonen las ac­titudes teológicas o metafísicas y alcancen el saber positivo. Según Comte, esto sucede con él mismo, quien llevará a este esta­do a la última ciencia que no lo había alcanzado aún: la ciencia de la organización de la sociedad, la so­cio­logía.
La ciencia trata de los hechos y sus relaciones. Ahora bien, las relaciones entre los he­­chos solo pueden ser entendidas cuando se trata de relaciones de una misma categoría (hay varios órdenes de hechos, hete­rogé­neos entre sí). Comte encuentra que hay seis ór­de­nes distintos de hechos, que dan origen a seis tipos distintos de ciencias:
(1) En primer lugar están las matemáticas, que se ocupan, no tanto de un tipo de he­chos, como de la estructura general en que pueden entrar cualquier tipo de hechos. Las Ma­te­máticas son por ello la cien­cia más general y la primera en alcanzar el estado positivo (alcanzado ya, según Comte, con Aristóteles y los matemáticos helenísticos).
(2) La segunda ciencia en generalidad, y segunda también en alcanzar el estado po­si­tivo, es la as­tro­no­mía (gracias a los descubrimientos de Copérnico, Kepler y Galileo), la cual se ocupa del orden de los hechos acaecidos en el cielo.
(3) En tercer lugar viene la física (que se convirtió en saber positivo gracias a Huy­gens, Pascal, Papin y Newton), que se ocupa del orden de los hechos terrestres inor­gá­ni­cos.
(4) Tras la Física viene la química (constituida en saber positivo gracias a Lavoisier), que se ocupa de las sustancias cualitativamente diferenciadas.
(5) La quinta ciencia en generalidad y en alcanzar el saber positivo (gracias, funda­men­ta­l­­mente a Bichat y Blain­ville) es la biología, que se ocupa de los hechos terrestres de na­turaleza orgánica.
(6) La última de las ciencias en alcanzar el saber positivo es la física social o sociolo­gía, ciencia desa­rrollada por el propio Comte.
Conforme avanzamos en este proceso las ciencias van de mayor a menor generalidad, y de menor a ma­yor complejidad. Pero además, cada ciencia, y cada orden de hechos, de­pen­de de las anteriores, por lo que la Sociología será la que alcance un mayor grado de com­plejidad.
En esta relación de ciencias no entra la metafísica por las razones ya apuntadas. Tam­po­co entra la psi­colo­gía por no ser un saber de tipo objetivo (en tanto el individuo tiene que con­vertirse a sí mismo en objeto de estudio lo cual conduce, según Comte, a un absurdo); el estudio objetivo del comporta­miento de los indi­vi­duos se deja en manos de la sociología (pues­to que el individuo es un producto social y no al revés). En cuan­to a la ética, Comte le reservará un lugar aparte como fundadora de una religión de la humanidad.
El orden establecido entre las ciencias no es solo histórico, sino también ló­gico y peda­gó­gico: cada cien­cia es imprescindible para entender la si­guien­te. Ello es así porque cada orden de hechos es necesario para que se dé el pos­terior. Por ello el orden social es el más com­plejo, aquel desde el cual en­cuen­tran sentido todos los demás. No es, por lo tanto, tan sor­prendente que Com­te haga de la humanidad una especie de sus­titu­to del Dios de la épo­ca teo­lógica y metafísica. Al servicio de la humanidad, a la que llama el Gran Ser, pre­­ten­día constituir una «religión positiva», con sus dogmas (las leyes que ri­gen la sociedad des­cubiertas por Com­te), sus sacerdotes positivos, etc. Las au­toridades religiosas com­par­ti­rán el poder con las profanas (ges­tores in­dus­tria­les y científicos), y su misión básica será po­tenciar todo aquello que re­fuer­ce los vínculos entre todos los hombres, y todo aquello que los haga más fe­lices.

4. La izquierda hegeliana y Feuerbach
&1
A la muerte de Hegel, sus discípulos se dividieron en dos corrientes dis­cre­pantes, sobre todo en cuanto a la interpreta­ción del fenómeno religioso (aunque también en cuanto a la actitud ante el Estado prusiano). Da­vid Strauss denominó a estas dos co­rrientes con los nom­bres de «derecha hegeliana» e «iz­quier­da hegeliana».
La derecha hegeliana estaría constituida por aquellos seguidores de Hegel que utilizaron su sistema filosófico para justificar los dogmas religiosos y el Estado prusiano de la época, anclado todavía en los modos del «Antiguo régimen». Entre sus miembros cabe destacar a Karl Rosenkranz, Johann Eduard Erdmann, Karl Ludwig Michelet y Kuno Fischer.
La izquierda hegeliana estaría constituida por aquellos seguidores de Hegel críticos con las interpretaciones teológicas de Hegel y con la pretensión de usar a Hegel para justificar las políticas reaccionarias del Estado prusiano. Entre los miembros de la izquierda hegeliana cabe destacar a Eduard Gans, David Strauss, Arnold Ruge, Moses Hess, Bruno Bauer y Max Stirner.
También se suele incluir entre los miembros de la izquierda hegeliana a Ludwig Feuerbach, pero este acabará rompiendo con Hegel, invirtiendo, en algunos aspectos claves, su doctrina y desarrollando una filosofía materialista.
&2
David Friedrich Strauss nació en Ludwigsburg, en 1808, y murió, en la misma ciudad, en 1874. Sus obras más im­por­tantes son: (a) Vida de Jesús, en la que intenta aplicar el concepto de reli­gión desarrollado por Hegel a la interpretación de los textos bíblicos. (b) La fe cris­tiana en su desarrollo y en lucha con la ciencia moderna, en la que rein­ter­preta de modo panteísta la filosofía de la religión de Hegel. (c) La antigua y la nueva fe.
Johann Kaspar Schmidt, más conocido como Max Stirner, nació en Bayreuth, en 1806, y murió en Berlín, en 1856. Su obra más conocida es El úni­co y su pro­pie­dad. En ella defiende un anarquismo individualista, basado en tres tesis fun­damentales: (a) Individualismo: sostiene, siguiendo a Feuerbach, que Dios no es nada fuera del hom­bre, pero añade que el «hombre» tampoco es nada. No hay una esencia humana sino solo indi­viduos par­ticulares que no pue­den ser subordinados al de­sa­rrollo de una supuesta esencia humana. (b) La libertad no puede tener más centro que el individuo. Así aun­que el so­cia­lis­­mo luche por la liberación del individuo de la esclavitud, lo que hace fi­nal­men­­te es esclavizarlo a la sociedad. Pero esta libertad no es más que la condición ne­ga­tiva del yo, su condición positiva es la propiedad, por la cual el individuo se «autoposee». (c) El único fundamento posible de la sociedad es la aso­cia­ción en la que los individuos en­tran para au­men­tar su fuerza y en la cual los otros individuos y la asociación misma no son más que «medios».
&3
Ludwig Feuerbach nació en 1804, en Landshut, Baviera. Cursó estudios de teología en Heidelberg y pos­te­rior­mente fue alumno de Hegel en Berlín. Sus obras principales son: La esencia del cris­tia­nis­mo (1841); La esencia de la religión (1845); y Conferencias sobre la esen­cia de la religión (1851). Murió en 1872.
El punto de partida de Feuer­bach es lo sensible, la naturaleza, el hombre concreto y cor­po­ral. Esto le lleva a la crí­ti­ca de la filosofía hegeliana (es­pecialmente a la concepción he­ge­lia­na de la religión), para quien lo primero es la Idea, el Espíritu, la Ra­zón.
Feuerbach sostiene, por el contrario, que todo lo que la religión considera como tras­cen­den­tal, so­bre­natu­ral, no es sino una proyección de la naturaleza humana fuera de sí. Así en el politeísmo se deifican las cua­li­da­des que diferencia a unos hombres de otros. En el mo­noteísmo se proyecta la esencia del hombre en Dios.
La esencia del hombre está constituida por la voluntad, la razón, y el sentimien­to. Estas per­fecciones pen­sadas aisladamente son ilimitadas, pues el pensamiento no se ve limitado a ningún ente concreto, ni tam­poco la voluntad o el amor. En el momento que pensamos es­tas perfecciones como infinitas surge la idea de Dios, que es por lo tanto, una proyección de la esencia del hombre. Pero en esta proyección el hombre se «alie­na». Al pensar las perfecciones como per­tene­ciendo a Dios, y al pensar a Dios como lo que no es el hombre, este coloca su esencia fuera de sí. Dios pasa a ser lo infinito, perfecto, bueno, todopode­roso, etc. Por contra el hombre es fi­nito, pecador, carente de poder, etc.
Es necesario, por lo tanto, superar esta concepción de Dios; superación que está pre­a­nun­ciada en el cris­tia­nis­mo. Así, la doctrina de la «Tri­ni­dad» no es sino una expresión de la esen­cia comunitaria del hombre: el hom­bre siempre es un Yo, que se relaciona con un Tú; esta relación se proyecta en Dios haciendo del Yo, Dios-padre, del Tú, Dios-hijo, y de la rela­ción Dios padre-Dios hijo, el Espíritu Santo. A su vez la doctrina de la reencarna­ción ex­pre­sa la esencial unión del Hombre y Dios: al Dios he­cho Hombre solo le falta dar un paso y tendremos al Hombre hecho Dios. Es decir, fi­nal­men­te el hombre encuentra que ese Dios no es sino el Hombre mismo, es su propia esen­cia. De este modo la teología se transforma en antropología.
Al recuperar su propia esencia el hombre encuentra nuevamen­te la confianza en sus pro­pias fuerzas para trans­formar el mundo, confianza que le estaba negada mientras se pen­sase a sí mismo como lo malo, lo im­per­fecto, el negativo de Dios.
Pero este Hombre que encuentra su esencia como Dios no es el individuo aislado, sino la comunidad. El hombre es un ser social, comunitario. Este ser social del hombre no tiene su fundamento en Dios, ni en el Espíritu, sino en la propia realidad sensible humana. Así, la misma diferenciación biológica en dos sexos, mas­culino y femenino, que se necesitan mu­tuamente para procrear (es decir, para existir) y para satisfacer nece­sidades afectivas, es la base última del ser comunitario del hombre. Esta necesidad que el hombre tiene de sus semejantes es la que fundamenta el Estado, que para Feuerbach es el auténtico sus­ti­tu­to de Dios. Así dice que la política debe ser nuestra religión, y la forma suprema de or­ga­ni­za­ción del Estado es la república demo­crática.

5. John Stuart Mill y el utilitarismo
&1
El utilitarismo es una corriente de pensamiento ético, político y económico iniciada por Jeremías Bentham (1748-1832) y que tiene entre sus seguidores a James Mill (1773-1836), Robert Malthus (1766-1834), David Ricardo y John Stuart Mill, que será su representante más destacado.
Bentham sostiene que nuestra vida está gobernada por la búsqueda del placer y el intento de huir del dolor, de mi­ti­gar­lo en lo posible. A partir de este dato, Bentham considera que el criterio para juzgar acerca del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo de­sea­ble o lo no deseable, es el «principio de utilidad» o «principio de la máxima feli­cidad». (Ambos principios significan lo mismo para Bentham, pues entiende que lo útil es aquello que produce mayor cantidad de placer o felicidad.)
Sobre este criterio se fundamenta el movimiento utilitarista que será un intento de desarrollar un proyecto racional de vida que procure una mayor cantidad de placer o felicidad a un mayor número de individuos. Para ello Bentham y sus seguidores tratan de llevar a cabo reformas de tipo político y económico. Estas reformas consistirían, fundamentalmente, en dos cosas: (1) La defensa de la intervención del Estado para ayudar a los más desfavorecidos, o para corregir los males que el sistema económico, estrictamente liberal, estaba creando. (2) La reforma del sistema electoral.
Por defender estas reformas, James Mill, David Ricardo, etc., fueron conocidos como los filósofos radicales. No obstante, tales reformas no suponían un ataque a los principios del liberalismo, que todos ellos defienden,  a los que tan solo pretenden darle una orientación más social.
El principio de utilidad lleva, también, a Bentham, a criticar el iusnaturalismo de Hobbes, Locke, Rousseau, etc. Según Bentham las leyes no están fundamentadas en ningún supuesto derecho natural, sino en el intento de obtener más felicidad para un mayor número de individuos.
&2
John Stuart Mill nació en Londres, en 1806. Era hijo de James Mill, que lo sometió a una educación rigurosa e intensiva en los principios del uti­lita­ris­mo de Bentham. A los 17 años comenzó a trabajar en la East India Company mien­­tras en sus ratos libres se dedicaba a la defensa de los llamados filósofos ra­­di­cales. En 1826 sufrió una crisis psicológica y moral, que le llevó, una vez re­cuperado, a considerar la importancia de los sen­timientos. Tras un acer­camiento al pensamiento de Saint Simon y de Comte, inició una reforma del utilitarismo. En 1830 co­noció a Harriet Tay­lor, que fue su amiga y colaboradora, y con la que se casaría en 1851, tras en­viudar esta de su primer marido. Murió en 1873.
Entre sus obras destacan: Sistema de lógica deductiva e inductiva (1843), Prin­­­cipios de economía política (1848), Sobre la libertad (1849), Utilitarismo (1863), La servidumbre de las mujeres (1869), y Tres ensayos sobre la religión (póstumo).
Todo conocimiento se expresa a través de pro­po­siciones, pues solo las proposiciones pueden ser verdaderas o falsas. Un razo­namiento o argumentación tiene por objeto, normalmente, obtener pro­po­si­ciones verdaderas a partir de otras proposiciones verdaderas. Tal es la pre­ten­sión del razonamiento silogístico, estudiado ya por Aristóteles. Sin embargo, Mill considera que tal tipo de argumentación no sir­ve para obtener conocimientos nuevos. Veamos por qué: tomemos un silogismo típico tal como:
-Todos los hombres son mortales. (Premisa mayor).
-El duque de Wellington es hombre. (Premisa menor).
-Luego, el duque de Wellington es mortal. (Conclusión).
Este silogismo nos lleva a concluir que el duque de Wellington es mortal a partir del conocimiento de que todos los hombres son mortales. Ahora bien, ¿cómo sabemos que todos los hombres son mortales? Según Mill tal pro­po­si­ción solo puede ser obtenida inductivamente. Esto es, hemos visto morir a Pedro, a María, a Antonio, etc., y de ahí inferimos que «Todos los hombres son mortales». Por lo tanto, decir que «Todos los hombres son mortales» es un modo abreviado de decir que cada uno de los hombres (Pedro, María, Antonio, el duque de Wellington, etc.) es mortal. Por lo que la conclusión no añade conocimiento alguno al que ya estaba contenido en la premisa mayor.
Mill rechaza igualmente (muy en la línea de todo el pensamiento empirista in­glés que va de Occam a Hume) cualquier tipo de conocimiento innato o in­tui­tivo de unos primeros principios sobre los que fundamentar cualquier ciencia.
Descartada la argumentación deductiva y descartado cual­quier tipo de conocimiento innato o intuitivo, Mill sostiene que el único tipo de inferencia válida es la inducción. La inducción es aquel tipo de inferencia que, a partir de la observación de una serie de experiencias en las que se ob­ser­va un fenómeno, se generaliza, atribuyendo ese fenómeno a toda expe­rien­cia de la misma clase. Dicho de otro modo, es aquél método que, a partir de una serie de experiencias (que, como tales, serán particulares) infiere una ley (que, como tal, será universal).
Pero la legitimidad de tal inferencia ya había sido cuestionada por Hume. Por lo que cabe preguntar, ¿qué nos permite sos­te­ner que si un fenómeno se cumple en una serie de casos observados se ha de cumplir en toda otra situación semejante? Según Mill, lo que nos per­mi­te hacer tales generalizaciones es que el curso de la naturaleza es uni­for­me, de modo que, en situaciones similares opera de modo similar. ¿Y cómo sabe­mos que el curso de la naturaleza es uniforme? Pues también por in­duc­ción. Hemos visto en numerosos casos como la naturaleza se comporta de un modo regular, por lo que podemos generalizar y sostener que se comporta siem­pre de modo regular.
Si la experiencia es el fundamento de todo conocimiento, de toda ley, también es el fundamento de toda realidad. La realidad puede ser de dos tipos: material o espiritual. Según Mill una cosa material puede ser defi­ni­da como «una posibilidad permanente de sensación». El espíritu puede ser de­­finido a su vez como «una posibilidad de sentimientos». Cualquier pre­ten­sión de conocer realidades situadas más allá de las sensaciones o sen­ti­mien­tos es re­cha­zada por Mill como pura metafísica.
El método de la ciencia es, pues, la inducción. Pero Mill hace una diferencia entre la ciencia y el arte.
La ciencia trata de los hechos de experiencia y de las leyes inferidas inductivamente a partir de esos hechos. La ciencia se expresa, por ello, en el modo indicativo. (En términos kantianos, mediante juicios).
El término arte lo reserva Mill para designar a aquellos tipos de saberes que tratan, no de lo que hay, de los hechos, sino de lo que queremos, de­sea­mos, que haya. El arte se expresa, pues, en el modo imperativo. El arte trata de nuestra conducta, propone fi­nes para nuestra conducta, cosa que la ciencia no hace (si bien la ciencia será la encargada de de­ter­­minar si tales fines son alcanzables o cuáles son los medios adecuados para alcanzarlos).
Mill considera necesario el desarrollo de un arte de vivir, que constaría de tres componentes: (1) La moralidad, cuyo objeto sería lo correcto moralmente. (2) La prudencia, o arte de actuar, que trataría de lo conveniente. (3) La es­té­ti­ca, que trataría de lo noble y de lo bello.
Tenemos, así, que la moral (o ética práctica, como también le llama Mill), es un arte, y no pro­pia­men­te una ciencia. Como tal tratará de los fines, de lo que debería ser, y no de los hechos, de lo que es. Pues bien, el problema ahora es el siguiente: ¿Exis­te algún criterio para determinar cuáles son los fines que debemos pro­po­ne­rnos? ¿Existe, dicho de otro modo, un criterio para decidir qué fines son bue­nos, deseables, etcétera?
La respuesta de Mill es la misma que ya había dado Bentham: el criterio es el de la utilidad. Pero por utilidad no debemos entender lo que se entiende habitualmente: lo que nos permite triunfar en la vida, ganar dinero, etc. Sino que útil es lo que nos causa placer y felicidad y disminuye el dolor y la infelicidad. Ahora bien, si de lo que se trata es de encontrar un criterio racional para juzgar acerca de lo bueno y de lo malo, el utilitarista ha de mantener una actitud imparcial entre su felicidad y la de los demás. Esto es, debe encontrar un criterio que pueda aplicarse sistemáticamente, en cualquier circunstancia. Por ello, el criterio utilitarista que propone Mill, siguiendo en esto a Bentham, es el siguiente: bueno, justo, etc., es aquello que produce más cantidad de felicidad a mayor número de personas (y aún de seres sintientes en general). Además, dado que los seres humanos somos seres sociales, podemos encontrar felicidad en procurar la felicidad de los demás, en el esfuerzo, y aun en el sacrificio, por aumentar la cantidad general de felicidad.
Mill discrepa de Bentham en una cuestión fundamental. Para Bentham se trataba simplemente de alcanzar la mayor cantidad de felicidad. Mill considera que debemos tener en cuenta la calidad de la felicidad, y no solo su cantidad. De ese modo dice que hay tipos de placer o de felicidad superiores a otros, más deseables que otros. Que hay placeres nobles y placeres bajos. Así dice, por ejemplo, que «vale más ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho».
Esto plantea otra cuestión. ¿Cómo podemos determinar qué tipos de pla­cer o felicidad son más deseables? La respuesta de Mill es, una vez más, to­tal­mente empírica: quienes pueden decidir cuál es más deseable entre dos tipos de placeres son quienes hayan experimentado ambos. Si entre dos tipos de placeres la totalidad, o la mayoría de los que los han experimentado, se in­cli­nan por uno, ese será el más deseable. Y es un hecho que quienes han sido capaces de experimentar «placeres nobles», placeres en cuyo disfrute están involucradas las facultades humanas más elevadas, no los cambiarían por los «placeres bajos», aquellos para cuyo disfrute se requiere una in­te­ligencia, sensibilidad o complejidad espiritual, menor.
Una condición esencial para que los individuos puedan llevar una vida plena, acorde con sus caracteres, y por lo tanto feliz, es que estos gocen de libertad plena para dirigir su propia vida. Mill hace una defensa radical de la libertad de los individuos en el seno de la sociedad y el Estado. Esta defensa de la libertad puede ser resumida en tres puntos:
(1) Defensa de la soberanía del individuo sobre su propio cuerpo y espíritu. En el caso de los individuos adultos e intelectualmente sanos, la libertad del individuo para dirigir su propia vida debe ser absoluta. Los únicos límites que el Estado puede legítimamente poner a esta libertad serán para defender la libertad y los intereses de los demás individuos. No está, por lo tanto, justificado que el Estado pretenda dirigir la vida de los individuos ni siquiera «por su propio bien». Nadie más que los individuos pueden decidir cuál es su propio bien.
(2) Libertad de pensamiento y discusión pública. Mill hace un alegato en favor de la libertad de opinión basándose en una serie de argumentos: (a) una opinión reducida al silencio podría ser verdadera (pues nadie, a no ser que se crea infalible, puede asegurar con absoluta certeza que no es así). (b) Aun cuando una opinión sea errónea podría contener algo de verdad, si la condenamos de antemano cerraremos el paso para descubrir la verdad entera. (c) La discusión pública de la verdad establecida, aun cuando fuese toda la verdad, permite una mejor comprensión de esta. (4) La discusión pública de la verdad establecida ayuda a que permanezca viva y no se convierta en sim­ple dogma.
(3) Defensa de la individualidad y la diversidad. A Mill le preocupaba un fe­nó­meno nuevo que se estaba imponiendo en las modernas sociedades de­mo­­cráticas (y que Alexis de Tocqueville había analizado en su obra: La de­mo­cra­cia en América): el de la tiranía de la opinión pública, que lleva a la uni­for­mi­zación general.
Frente a esto Mill considera necesario defender la diversidad de modos de vivir, como un componente imprescindible para alcanzar la felicidad y el pro­gre­so, tanto individual como social. Cuando los individuos se limitan a seguir las cos­­tumbres no ejercitan sus capacidades, su vida se vuelve vacía, carente de ener­gía, y la sociedad acabará resintiéndose por la falta de personalidades fuer­tes e innovadoras.

Bibliografía
-Abbagnano, Nicola: Historia de la filosofía. SARPE, S. A. Barcelona, 1988.
-Compte, August: Discurso sobre el espíritu positivo. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1984.
-Copleston, Frederick: Historia de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Feuerbach, Ludwig: Principios de la filosofía del futuro. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1984.
-Kierkegaard, Sören: Diario del Seductor. Editorial Fontana, S. A. Barcelona, 1985.
-Kierkegaard, Sören: El concepto de la angustia. Editorial Espasa-Calpe, S. A. Madrid, 1979.
-Kierkegaard, Sören: Temor y temblor. Editora Nacional. Madrid, 1975.
-Kierkegaard, Sören: Tratado de la desesperación. Edicomunicación, S. A. Barcelona, 1994.
-Kolakowski, Leszek: La filosofía positivista. Cátedra, Madrid, 1988.
-Maceiras Fabián, Manuel: Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión. Cincel, Madrid 1985.
-Mann, Thomas: Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Bruguera, Barcelona, 1984.
-Negro Pavón, Dalmacio: Comte: Positivismo y revolución. Cincel, Madrid 1992.
-O´Connor, D. J. (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1983.
-Schopenhauer, Arthur: El mundo como voluntad y representación. Editorial Porrúa, S. A. México, 1987.
-Schopenhauer, Arthur: Sobre la voluntad en la naturaleza. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1982.
-Stirner, Max: El único y su propiedad. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1985.
-Stuart Mill, John: Sobre la libertad. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1985.
-Stuart Mill, John: El utilitarismo. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1984.
-Zubiri, Xavier: "Comte", en Cinco lecciones de filosofía. Alianza Editorial, Madrid 1985.

Los derechos de autor de esta entrada pertenecen a D. Alejandro Bugarín Lago.
Es lícito emplear sus contenidos con fines didácticos, pero no comerciales.



No hay comentarios:

Publicar un comentario