1.
Schopenhauer
&1
Arthur Schopenhauer nació en Danzig (que entonces pertenecía a Prusia, actual Gdansk, en
Polonia), en 1788. Entre 1820 y 1832 fue profesor de la Universidad de Berlín donde trató,
sin éxito, de hacerse con la audiencia de Hegel. Murió, en Frankfurt am Main (entonces perteneciente al Reino de Prusia,
actualmente en el Estado de Hesse, en Alemania), en 1861.
Entre
sus obras cabe mencionar: (1) La
cuádruple raíz del principio de razón suficiente, publicada en
1813. Es una de sus obras fundamentales. (2) Sobre la visión de los colores, de 1816. (3) El mundo como voluntad
y representación, publicada en 1819. Es otra de sus obras fundamentales,
y la más conocida. (4) La voluntad en la
naturaleza, de 1836. (5) Sobre la libertad de la voluntad, de 1839. (5) Los dos problemas fundamentales de la ética,
de 1841.
&2
Partiendo
de Kant, Schopenhauer reinterpreta la división entre «fenómeno» y «noúmeno»
como representación y voluntad. A aquello que Kant llama cosa-en-sí (noúmeno),
le llama Schopenhauer voluntad; y a lo que Kant llama fenómeno, le
llama Schopenhauer representación (eligió este término porque el
fenómeno es siempre «mi representación», dado que depende de aquello que el yo
-el sujeto de cada caso- pone en la experiencia). Lo que el sujeto pone en
la experiencia para organizarla es el espacio, el tiempo y la causalidad.
(Schopenhauer reduce las doce categorías kantianas a la de causalidad,
que reviste cuatro formas distintas según el tipo de objetos a que se aplique.)
La realidad así organizada bajo el espacio, el tiempo y la causalidad es un puro
ensueño. (Schopenhauer dice que es como el «velo de Maya» del que habla el pensamiento
religioso indú, por el que sentía gran admiración; otras veces remite a Calderón, «la vida es sueño», para
describirla.)
La
voluntad es «voluntad de vivir» que se halla en todo por igual. La voluntad
del hombre y la de las cosas que le ofrecen resistencia es una y la misma.
Esa
voluntad se objetiva formando ciertas estructuras universales y permanentes a
las que llama «ideas». (Reinterpreta así, de un modo personal,
la noción platónica de «idea».) Ideas,
en términos de Schopenhauer, son las esencias que constituyen las especies
animales o las fuerzas naturales como la gravedad. Así, por ejemplo, la
voluntad de vivir arrastra a los jilgueros individuales a construir un nido y
procrear para dar origen a nuevos jilgueros. «Jilguero» es, pues, una de las
«ideas» en que cristaliza la voluntad.
La
voluntad es una, pero cristaliza en forma de multitud de «ideas», y aún de
seres individuales arrastrados cada uno de ellos por un mismo impulso ciego.
Al ser arrastrados por esa voluntad que les constituye, los individuos entran
en una especie de guerra de todos contra todos por la existencia, convirtiendo
el mundo en un lugar espantoso de dolor y sufrimiento constantes.
Los
hombres, al igual que el resto de la naturaleza, están arrastrados por esa
voluntad que se manifiesta en forma de deseo, ambición, etc. La razón y el
entendimiento (que son instrumentos que posee el hombre al servicio de esa
voluntad ciega de vivir) construyen una visión irreal del mundo, una pura
apariencia, que, no obstante, es útil a esa voluntad de vivir. La razón y el
entendimiento organizan la realidad en forma de un entramado de relaciones
espaciales, temporales y causales. A ese entramado de relaciones espaciales,
temporales y causales es a lo que llama Schopenhauer representación.
Tenemos,
así, por un lado, el mundo representado, que es una apariencia de realidad,
la realidad organizada según espacio, tiempo y causalidad. Por otro
tenemos la realidad en sí, que es impulso ciego e irracional a la existencia,
y que permanece desconocido para la mayoría de los hombres. Esta voluntad es
la causante del sufrimiento permanente que es la existencia. (Schopenhauer
llegará a decir que este es «el peor de los mundos posibles», un grado más de
dolor y violencia y la vida sería absolutamente imposible). Pues bien, ¿hay
alguna forma de escapar a este sufrimiento, al dolor y la infelicidad permanentes?
Schopenhauer cree que hay dos vías para huir de los requerimientos de la
voluntad, y por lo tanto, del dolor. Una de ellas es la proporcionada por el arte.
La otra es la ascesis.
En
la experiencia estética el hombre se convierte en un puro contemplador del mundo,
en un puro ojo, que contempla la realidad desinteresadamente, y no como objetos
del deseo de su voluntad. La realidad así contemplada, desinteresadamente, y
desvinculada de mi propio apetito volitivo, se muestra como esencias
eternas, como «ideas». El arte funciona pues, como un calmante de mi voluntad
que me permite una contemplación desinteresada del mundo. La forma suprema
del arte es la tragedia, porque «... expresa y objetiva el dolor y los
afanes de la humanidad, el triunfo de la perfidia y del azar, y el hundimiento
fatal de los justos e inocentes». Pero superior a la tragedia es todavía la música,
ya que esta nos muestra, no los diversos grados de objetivación de la
voluntad, sino la voluntad misma.
La
experiencia estética sirve, pues, para alcanzar la liberación de la voluntad,
pero las experiencias estéticas son breves. Hay, sin embargo, otra vía para
alcanzar la liberación, que es la de la ascesis, cuyo objeto no es calmar la
voluntad sino suprimirla radicalmente. El primer paso en esta vía ascética
consiste en la práctica de la justicia. Con esta práctica reconocemos
a los demás como iguales a nosotros mismos, propinándole un golpe a nuestro
egoísmo (que es la forma que toma en nosotros la voluntad). Un paso más allá de
la justicia se da cuando comprendemos la fundamental unidad en el dolor de
todo lo viviente, de donde surge la compasión (recordemos que la
expresión «compasión» procede de «padecer con»). La condición fundamental de
toda moral, el único valor moral que Schopenhauer admite, es la compasión por
todo lo que sufre. Pero la compasión significa todavía dolor (padecer con,
es, todavía, padecer). Hay que ir todavía más allá en esta vía ascética para
eliminar todo tipo de voluntad. En esto radica la ascesis, en la eliminación
de toda voluntad (de todo deseo, de todo interés, de toda preocupación), lo
que conduce a la perfecta serenidad.
2.
Kierkegaard
Sören
Kierkegaard nació en Copenhague
en 1813, y murió en la misma ciudad en 1855. Estudió teología, pero no llegó a ejercer como pastor. Fue seguidor de
Schelling, a cuyas clases asistió en Berlín, durante un corto periodo de
tiempo. Posteriormente dedicó su vida a escribir lo que constituiría una obra
filosófica de carácter muy personal, que pasó desapercibida hasta que, a
principios del siglo XX, fue reivindicada por algunos pensadores alemanes y
por el filósofo español Unamuno.
Sus
obras más importantes son: O lo uno o lo otro, La repetición, Temor y
temblor, y El concepto de la angustia.
La
filosofía de Kierkegaard surge, al menos en parte, como reacción contra la filosofía
hegeliana (o, más precisamente, contra el carácter sistemático y
«abstracto» de la filosofía hegeliana en la que el individuo queda anulado).
Kierkegaard
parte para su reflexión del individuo
concreto, que, como tal, es el existente. Mientras en los demás
animales y, en general, en el resto de los seres, la especie está por encima
del individuo, en el hombre es el individuo el que está por encima de la especie.
Los animales y el resto de los seres poseen una esencia que los determina,
por ello no son libres, no son entes espirituales. En el ser humano, por el
contrario, le incumbe a cada individuo su propia existencia. Vivir, para el
hombre, para cada hombre, consiste en existir; es decir, elegir libremente su
día a día, y no en cumplir lo que determina su esencia. (Tampoco Dios
existe propiamente, pues Dios no tiene que ocuparse en existir.)
Al
definir al hombre más por su existencia que por su esencia Kierkegaard se convierte
en el iniciador de una corriente filosófica que tendrá gran influencia en el
siglo XX, conocida como existencialismo.
Ahora
bien, ni siquiera se puede decir que, en sentido propio, todos los hombres
«existan». Pues, la existencia del hombre (la única que puede llamarse
propiamente «existencia») puede ser «arrastrada», como en el caso del existente
cotidiano, del hombre que vive de modo mecánico, inauténtico, o puede ser
vivida tomando sobre sí la responsabilidad de la propia existencia (y, siendo
fieles a la concepción kierkegaardiana, solo tiene sentido hablar de existencia
en el caso de la existencia auténtica). Hacer esto, tomar sobre sí la responsabilidad
de la propia existencia, le descubre al hombre que todo es pura «posibilidad»
(es decir, el hombre no está determinado, es libre, y por lo tanto, todo en
él es posibilidad). Pero el descubrimiento de que todo es posibilidad (tener en
cuenta la posibilidad como posibilidad) descubre al hombre que, en tanto todo
es pura posibilidad, no es «nada». Asumir esta nada se manifiesta como angustia.
Pero
aquí se produce una paradoja, un absurdo. La angustia es, por un lado, la manifestación
de la autenticidad del individuo (del hombre concreto que es pura posibilidad,
que por lo tanto no es «nada» determinado, que es «no-ser» esto o lo otro).
Pero
por su propia naturaleza la angustia nos lleva a huir de ella (con otros términos,
no se puede vivir instalado en la pura posibilidad, siempre hay que elegir). Y
aquí se produce el absurdo: la angustia nos impulsa a huir de ella eligiendo,
frente a la nada en que estamos instalados, ser sí mismo. Pero cualquier
elección revela que es pura posibilidad, lo que implica no ser, por lo tanto,
sí mismo. Elegir ser auténtico es elegir un absurdo. Este tener que elegir
ser uno mismo y no poder nunca elegir ser uno mismo (lo que se eligen son
siempre meras posibilidades) se vive como desesperación. Pero hay una
forma de superar la desesperación que consiste en referir la vida del
individuo no a sí mismo, sino a lo absolutamente otro. Lo absolutamente
otro que el individuo, que es pura posibilidad, es la absoluta realidad, y a eso
es a lo que llamamos Dios. La salvación de la desesperación viene, por
lo tanto, por referir nuestra vida, no a nosotros mismos, sino a Dios; es
decir, viene por la fe. Ahora bien, la fe es un absurdo, no es algo explicable
científicamente, racionalmente. Sin embargo la angustia nos ha hecho patente
que el absurdo se da en nuestra propia vida. Por eso solo quien ha vivido la angustia
tiene derecho a la fe. Toda otra forma de fe, la de los creyentes comunes que
abarrotan las iglesias, es mera hipocresía.
Abandonar
la desesperación para aceptar la confianza en Dios no puede hacerse sino a
través de un salto en el que el individuo se coloca en una relación distinta
con la propia existencia. Pero la existencia (auténtica) puede darse bajo
otras dos formas, cada una de las cuales supone una elección del individuo,
que descarta las otras (o lo uno o lo otro, no hay síntesis). Entre estas tres
formas hay, no obstante, evolución hacia un mayor desarrollo de la individualidad
(y, por lo tanto, de la autenticidad). Por lo que cada una de ellas se la
puede considerar un estadio para pasar a otra. Estos tres estadios son, de
menor a mayor grado de autenticidad:
(1) El estadio
estético: es el propio del individuo dominado por su sensibilidad y
emociones. Su vida no es conformada de acuerdo a ninguna determinación. Por
ello vive disperso en sus sensaciones. Su prototipo es Don Juan.
(2) El estadio
ético: es el propio del individuo que conforma su vida a principios
universales. Confía en la autosuficiencia de su razón. Su prototipo es
Sócrates.
(3) El estadio
religioso: el individuo se vive como tal individuo, pero volcado no
a sí mismo sino hacia lo infinito, hacia Dios. Su prototipo es Abraham.
3.
Comte y el positivismo
Augusto
Comte
nació en Montpellier en 1798. Fue colaborador de Saint Simon del que más tarde se distanciará. Sigue
apasionadamente el desarrollo espectacular que las ciencias de la naturaleza
están teniendo en esta época. Pasó la mayor parte de su vida en París donde
murió en 1856.
Su
obra principal es el voluminoso Curso de filosofía positiva (publicada
entre 1830 y 1842). Otras obras importantes son: Discurso sobre el
espíritu positivista (1844); Catecismo positivista (1852) y Sistema
de política positiva o tratado que instituye la religión de la humanidad (publicado
entre 1851 y 1854).
Según
Comte el saber positivo se caracteriza por: (1) Trata de lo real, no de
entidades fantásticas. (2) Trata de lo útil. (3) Es un saber de lo cierto.
(4) Nos da un conocimiento preciso y riguroso. (5) Es un saber
constructivo, no meramente crítico. (6) Trata de aquello que es constatable.
El
punto seis es el más importante, y constituye un resumen de los cinco
anteriores. Por ello es especialmente decisivo determinar qué se entiende
por constatable, y qué cosas son constatables.
Se
entiende por constatable aquello que tiene los siguientes rasgos: (1) es «manifiesto»
(lo que llamamos fenómenos, en el sentido que le da Hume a este término),
desechando todo tipo de cualidades ocultas, no observables. (2) Es
«verificable» para cualquier observador (ha de tenerse en cuenta que ha de
ser verificable y no meramente verdadero).
Lo
que es constatable (y que por lo tanto tiene los dos rasgos mencionados) es lo
que llamamos hechos. Ahora bien, los hechos se dan siempre en
determinadas relaciones que llamamos leyes. Hechos y leyes constituyen
todo el contenido del saber positivo.
Una
de las aportaciones más importantes de Comte es la aplicación de su metodología
positivista al estudio de la sociedad, fundando con ello una nueva ciencia: la
sociología. La sociología comtiana trabaja con dos categorías básicas:
las de orden y progreso.
El
orden hace referencia a la estructura sincrónica de la sociedad. Es
decir, a la conexión que mantienen en un momento dado (en una época) los
distintos elementos (el orden de las ideas, el orden civil, el orden político)
que componen la sociedad. El orden es lo que da estabilidad y fijeza a la
sociedad.
Las
sociedades humanas evolucionan, se desarrollan, son históricas. Pues bien, el
progreso hace referencia a la evolución diacrónica de la sociedad. Esta
evolución o progreso de las sociedades humanas se realiza siguiendo lo que
denomina ley de los tres estados.
La
ley de los tres estados es la ley fundamental que Comte cree haber descubierto,
y que rige el desarrollo de la historia de la humanidad, así como el desarrollo
intelectual de los individuos concretos. Según esta ley, la humanidad (y con
ella cada ciencia concreta y cada individuo concreto) tiene que pasar
necesariamente por tres estados en su desarrollo. Estos son:
(1) El
estado teológico: este estado
corresponde a la infancia de la humanidad. En él el hombre intenta explicarse
el mundo recurriendo a causas ocultas, a las que personifica,
concibiéndolas como dioses. Este estado pasa a su vez por tres fases: (a) la
más primitiva es la que da origen al fetichismo. (b) En un segundo
momento aparece el politeísmo. (c) Finalmente, la multiplicidad de
causas, es decir, de dioses, es reducida a una única, a un solo Dios, y surge
así el monoteísmo.
(2) El
estado metafísico:
corresponde a la adolescencia de la humanidad. Esta fase es una fase meramente
crítica; el individuo se rebela contra su dependencia de los dioses, y pretende
explicar las cosas a partir de sí mismas. Pero sigue recurriendo a cualidades
ocultas (sustancias, potencias, etc.) para explicarlas. Finalmente, al
igual que en el estado anterior, se acaban unificando todas las explicaciones
en una única y así surge el concepto de naturaleza.
(3) El
estado positivo: corresponde
a la edad adulta de la humanidad. El hombre renuncia a los productos de la
imaginación (dioses y cualidades ocultas), y se atiene únicamente a la
razón. Pero esta no nos permite dar explicaciones absolutas, sino solo establecer
regularidades (leyes) en base a las cuales se suceden los hechos.
El conocimiento de estas regularidades nos permite predecir y controlar el
futuro («conocer para prever, y prever para proveer»).
El
estado positivo se alcanzará en el momento en que todas las ciencias abandonen
las actitudes teológicas o metafísicas y alcancen el saber positivo. Según
Comte, esto sucede con él mismo, quien llevará a este estado a la última
ciencia que no lo había alcanzado aún: la ciencia de la organización de la
sociedad, la sociología.
La ciencia
trata de los hechos y sus relaciones. Ahora bien, las relaciones entre los hechos
solo pueden ser entendidas cuando se trata de relaciones de una misma categoría
(hay varios órdenes de hechos, heterogéneos entre sí). Comte encuentra que
hay seis órdenes distintos de hechos, que dan origen a seis tipos distintos
de ciencias:
(1) En
primer lugar están las matemáticas, que se ocupan, no tanto de un tipo
de hechos, como de la estructura general en que pueden entrar cualquier tipo
de hechos. Las Matemáticas son por ello la ciencia más general y la primera
en alcanzar el estado positivo (alcanzado ya, según Comte, con Aristóteles
y los matemáticos helenísticos).
(2) La
segunda ciencia en generalidad, y segunda también en alcanzar el estado positivo,
es la astronomía (gracias a los descubrimientos de Copérnico, Kepler
y Galileo), la cual se ocupa del orden de los hechos acaecidos en el cielo.
(3) En
tercer lugar viene la física (que se convirtió en saber positivo gracias
a Huygens, Pascal, Papin y Newton), que se ocupa del orden de los hechos
terrestres inorgánicos.
(4) Tras
la Física viene la química (constituida en saber positivo gracias a Lavoisier),
que se ocupa de las sustancias cualitativamente diferenciadas.
(5) La
quinta ciencia en generalidad y en alcanzar el saber positivo (gracias, fundamentalmente
a Bichat y Blainville) es la biología, que se ocupa de los hechos
terrestres de naturaleza orgánica.
(6) La
última de las ciencias en alcanzar el saber positivo es la física social
o sociología, ciencia desarrollada por el propio Comte.
Conforme
avanzamos en este proceso las ciencias van de mayor a menor generalidad, y de
menor a mayor complejidad. Pero además, cada ciencia, y cada orden de hechos,
depende de las anteriores, por lo que la Sociología será la que alcance un mayor
grado de complejidad.
En
esta relación de ciencias no entra la metafísica por las razones ya apuntadas.
Tampoco entra la psicología por no ser un saber de tipo objetivo (en tanto
el individuo tiene que convertirse a sí mismo en objeto de estudio lo cual
conduce, según Comte, a un absurdo); el estudio objetivo del comportamiento de
los individuos se deja en manos de la sociología (puesto que el individuo es
un producto social y no al revés). En cuanto a la ética, Comte le
reservará un lugar aparte como fundadora de una religión de la humanidad.
El
orden establecido entre las ciencias no es solo histórico, sino también lógico
y pedagógico: cada ciencia es imprescindible para entender la siguiente.
Ello es así porque cada orden de hechos es necesario para que se dé el posterior.
Por ello el orden social es el más complejo, aquel desde el cual encuentran
sentido todos los demás. No es, por lo tanto, tan sorprendente que Comte haga
de la humanidad una especie de sustituto del Dios de la época teológica y
metafísica. Al servicio de la humanidad, a la que llama el Gran Ser, pretendía constituir una «religión positiva», con sus
dogmas (las leyes que rigen la sociedad descubiertas por Comte), sus
sacerdotes positivos, etc. Las autoridades religiosas compartirán el poder
con las profanas (gestores industriales y científicos), y su misión básica
será potenciar todo aquello que refuerce los vínculos entre todos los
hombres, y todo aquello que los haga más felices.
4.
La izquierda hegeliana y Feuerbach
&1
A la muerte de Hegel, sus
discípulos se dividieron en dos corrientes discrepantes, sobre todo en cuanto
a la interpretación del fenómeno religioso (aunque también en cuanto a la actitud
ante el Estado prusiano). David Strauss
denominó a estas dos corrientes con los nombres de «derecha hegeliana» e «izquierda
hegeliana».
La derecha hegeliana
estaría constituida por aquellos seguidores de Hegel que utilizaron su sistema
filosófico para justificar los dogmas
religiosos y el Estado prusiano
de la época, anclado todavía en los modos del «Antiguo régimen». Entre sus miembros cabe destacar a Karl Rosenkranz, Johann Eduard Erdmann, Karl
Ludwig Michelet y Kuno Fischer.
La izquierda hegeliana
estaría constituida por aquellos seguidores de Hegel críticos con las
interpretaciones teológicas de Hegel y con la pretensión de usar a Hegel para
justificar las políticas reaccionarias del Estado prusiano. Entre los miembros
de la izquierda hegeliana cabe destacar a Eduard
Gans, David Strauss, Arnold Ruge, Moses Hess, Bruno Bauer
y Max Stirner.
También se suele incluir
entre los miembros de la izquierda hegeliana a Ludwig Feuerbach, pero
este acabará rompiendo con Hegel, invirtiendo, en algunos aspectos claves, su
doctrina y desarrollando una filosofía
materialista.
&2
David
Friedrich Strauss nació en Ludwigsburg, en 1808, y murió, en la
misma ciudad, en 1874. Sus obras más importantes son: (a) Vida de Jesús,
en la que intenta aplicar el concepto de religión desarrollado por Hegel a la
interpretación de los textos bíblicos. (b) La fe cristiana en su desarrollo
y en lucha con la ciencia moderna, en la que reinterpreta de modo
panteísta la filosofía de la religión de Hegel. (c) La antigua y la nueva
fe.
Johann Kaspar Schmidt,
más conocido como Max Stirner, nació en Bayreuth,
en 1806, y murió en Berlín, en 1856.
Su
obra más conocida es El único y su propiedad. En ella defiende un
anarquismo individualista, basado en tres tesis fundamentales: (a) Individualismo:
sostiene, siguiendo a Feuerbach, que Dios no es nada fuera del hombre, pero
añade que el «hombre» tampoco es nada. No hay una esencia humana sino solo individuos
particulares que no pueden ser subordinados al desarrollo de una supuesta
esencia humana. (b) La libertad no puede tener más centro que el
individuo. Así aunque el socialismo luche por la liberación del individuo
de la esclavitud, lo que hace finalmente es esclavizarlo a la sociedad.
Pero esta libertad no es más que la condición negativa del yo, su condición
positiva es la propiedad, por la cual el individuo se «autoposee». (c)
El único fundamento posible de la sociedad es la asociación en la que
los individuos entran para aumentar su fuerza y en la cual los otros
individuos y la asociación misma no son más que «medios».
&3
Ludwig Feuerbach nació en 1804, en Landshut, Baviera. Cursó estudios de teología
en Heidelberg y posteriormente fue alumno de Hegel en Berlín. Sus obras principales son: La esencia del cristianismo
(1841); La esencia de la religión (1845); y Conferencias sobre la
esencia de la religión (1851). Murió en 1872.
El
punto de partida de Feuerbach es lo sensible, la naturaleza, el hombre
concreto y corporal. Esto le lleva a la crítica de la filosofía hegeliana
(especialmente a la concepción hegeliana de la religión), para quien lo
primero es la Idea, el Espíritu, la Razón.
Feuerbach
sostiene, por el contrario, que todo lo que la religión considera como trascendental,
sobrenatural, no es sino una proyección de la naturaleza humana fuera de sí.
Así en el politeísmo se deifican las cualidades que diferencia a unos
hombres de otros. En el monoteísmo se proyecta la esencia del hombre en Dios.
La
esencia del hombre está constituida por la voluntad, la razón, y
el sentimiento. Estas perfecciones pensadas aisladamente son
ilimitadas, pues el pensamiento no se ve limitado a ningún ente concreto, ni
tampoco la voluntad o el amor. En el momento que pensamos estas perfecciones
como infinitas surge la idea de Dios, que es por lo tanto, una proyección de la
esencia del hombre. Pero en esta proyección el hombre se «aliena». Al pensar
las perfecciones como perteneciendo a Dios, y al pensar a Dios como lo que no
es el hombre, este coloca su esencia fuera de sí. Dios pasa a ser lo infinito,
perfecto, bueno, todopoderoso, etc. Por contra el hombre es finito, pecador,
carente de poder, etc.
Es
necesario, por lo tanto, superar esta concepción de Dios; superación que está
preanunciada en el cristianismo. Así, la doctrina de la «Trinidad» no
es sino una expresión de la esencia comunitaria del hombre: el hombre siempre
es un Yo, que se relaciona con un Tú; esta relación se proyecta en Dios
haciendo del Yo, Dios-padre, del Tú, Dios-hijo, y de la relación Dios
padre-Dios hijo, el Espíritu Santo. A su vez la doctrina de la reencarnación
expresa la esencial unión del Hombre y Dios: al Dios hecho Hombre solo le
falta dar un paso y tendremos al Hombre hecho Dios. Es decir, finalmente el
hombre encuentra que ese Dios no es sino el Hombre mismo, es su propia esencia.
De este modo la teología se transforma en antropología.
Al
recuperar su propia esencia el hombre encuentra nuevamente la confianza en sus
propias fuerzas para transformar el mundo, confianza que le estaba negada mientras
se pensase a sí mismo como lo malo, lo imperfecto, el negativo de Dios.
Pero
este Hombre que encuentra su esencia como Dios no es el individuo aislado, sino
la comunidad. El hombre es un ser social, comunitario. Este ser social del
hombre no tiene su fundamento en Dios, ni en el Espíritu, sino en la propia
realidad sensible humana. Así, la misma diferenciación biológica en dos sexos,
masculino y femenino, que se necesitan mutuamente para procrear (es decir,
para existir) y para satisfacer necesidades afectivas, es la base última del
ser comunitario del hombre. Esta necesidad que el hombre tiene de sus
semejantes es la que fundamenta el Estado, que para Feuerbach es el auténtico
sustituto de Dios. Así dice que la política debe ser nuestra religión, y la
forma suprema de organización del Estado es la república democrática.
5. John
Stuart Mill y el utilitarismo
&1
El
utilitarismo es una corriente de pensamiento ético, político y económico
iniciada por Jeremías Bentham (1748-1832) y que tiene entre sus
seguidores a James Mill (1773-1836), Robert Malthus (1766-1834), David
Ricardo y John Stuart Mill, que será su representante más destacado.
Bentham
sostiene que nuestra vida está gobernada por la búsqueda del placer y el
intento de huir del dolor, de mitigarlo en lo posible. A partir de este
dato, Bentham considera que el criterio para juzgar acerca del bien y del mal,
de lo justo y de lo injusto, de lo deseable o lo no deseable, es el
«principio de utilidad» o «principio de la máxima felicidad». (Ambos
principios significan lo mismo para Bentham, pues entiende que lo útil es
aquello que produce mayor cantidad de placer o felicidad.)
Sobre
este criterio se fundamenta el movimiento utilitarista que será un
intento de desarrollar un proyecto racional de vida que procure una mayor
cantidad de placer o felicidad a un mayor número de individuos. Para ello
Bentham y sus seguidores tratan de llevar a cabo reformas de tipo político y
económico. Estas reformas consistirían, fundamentalmente, en dos cosas: (1) La
defensa de la intervención del Estado para ayudar a los más desfavorecidos, o
para corregir los males que el sistema económico, estrictamente liberal, estaba
creando. (2) La reforma del sistema electoral.
Por
defender estas reformas, James Mill, David Ricardo, etc., fueron conocidos como
los filósofos radicales. No obstante, tales reformas no suponían un
ataque a los principios del liberalismo, que todos ellos defienden, a los que tan solo pretenden darle una
orientación más social.
El
principio de utilidad lleva, también, a Bentham, a criticar el iusnaturalismo
de Hobbes, Locke, Rousseau, etc. Según Bentham las leyes no están fundamentadas
en ningún supuesto derecho natural, sino en el intento de obtener más felicidad
para un mayor número de individuos.
&2
John
Stuart Mill nació en Londres,
en 1806. Era hijo de James Mill, que
lo sometió a una educación rigurosa e intensiva en los principios del utilitarismo
de Bentham. A los 17 años comenzó a trabajar en la East India Company
mientras en sus ratos libres se dedicaba a la defensa de los llamados filósofos radicales. En 1826 sufrió
una crisis psicológica y moral, que le llevó, una vez recuperado, a considerar
la importancia de los sentimientos. Tras un acercamiento al pensamiento de
Saint Simon y de Comte, inició una reforma del utilitarismo. En 1830 conoció a
Harriet Taylor, que fue su amiga y
colaboradora, y con la que se casaría en 1851, tras enviudar esta de su primer
marido. Murió en 1873.
Entre
sus obras destacan: Sistema de lógica deductiva e inductiva (1843), Principios
de economía política (1848), Sobre la libertad (1849), Utilitarismo
(1863), La servidumbre de las mujeres (1869), y Tres ensayos sobre la
religión (póstumo).
Todo
conocimiento se expresa a través de proposiciones, pues solo las
proposiciones pueden ser verdaderas o falsas. Un razonamiento o
argumentación tiene por objeto, normalmente, obtener proposiciones
verdaderas a partir de otras proposiciones verdaderas. Tal es la pretensión
del razonamiento silogístico, estudiado ya por Aristóteles. Sin embargo, Mill
considera que tal tipo de argumentación no sirve para obtener conocimientos
nuevos. Veamos por qué: tomemos un silogismo típico tal como:
-Todos
los hombres son mortales. (Premisa mayor).
-El
duque de Wellington es hombre. (Premisa menor).
-Luego,
el duque de Wellington es mortal. (Conclusión).
Este
silogismo nos lleva a concluir que el duque de Wellington es mortal a partir
del conocimiento de que todos los hombres son mortales. Ahora bien, ¿cómo
sabemos que todos los hombres son mortales? Según Mill tal proposición solo
puede ser obtenida inductivamente. Esto es, hemos visto morir a Pedro, a María,
a Antonio, etc., y de ahí inferimos que «Todos los hombres son mortales». Por
lo tanto, decir que «Todos los hombres son mortales» es un modo abreviado de
decir que cada uno de los hombres (Pedro, María, Antonio, el duque de
Wellington, etc.) es mortal. Por lo que la conclusión no añade conocimiento
alguno al que ya estaba contenido en la premisa mayor.
Mill
rechaza igualmente (muy en la línea de todo el pensamiento empirista inglés
que va de Occam a Hume) cualquier tipo de conocimiento innato o intuitivo de
unos primeros principios sobre los que fundamentar cualquier ciencia.
Descartada
la argumentación deductiva y descartado cualquier tipo de conocimiento innato
o intuitivo, Mill sostiene que el único tipo de inferencia válida es la inducción.
La inducción es aquel tipo de inferencia que, a partir de la observación de una
serie de experiencias en las que se observa un fenómeno, se generaliza,
atribuyendo ese fenómeno a toda experiencia de la misma clase. Dicho de otro
modo, es aquél método que, a partir de una serie de experiencias (que, como
tales, serán particulares) infiere una ley (que, como tal, será universal).
Pero
la legitimidad de tal inferencia ya había sido cuestionada por Hume. Por lo que
cabe preguntar, ¿qué nos permite sostener que si un fenómeno se cumple en una
serie de casos observados se ha de cumplir en toda otra situación semejante?
Según Mill, lo que nos permite hacer tales generalizaciones es que el curso
de la naturaleza es uniforme, de modo que, en situaciones similares opera de
modo similar. ¿Y cómo sabemos que el curso de la naturaleza es uniforme? Pues
también por inducción. Hemos visto en numerosos casos como la naturaleza se
comporta de un modo regular, por lo que podemos generalizar y sostener que se
comporta siempre de modo regular.
Si
la experiencia es el fundamento de todo conocimiento, de toda ley, también es
el fundamento de toda realidad. La realidad puede ser de dos tipos: material o
espiritual. Según Mill una cosa material puede ser definida como «una
posibilidad permanente de sensación». El espíritu puede ser definido a su vez
como «una posibilidad de sentimientos». Cualquier pretensión de conocer
realidades situadas más allá de las sensaciones o sentimientos es rechazada
por Mill como pura metafísica.
El
método de la ciencia es, pues, la inducción. Pero Mill hace una diferencia
entre la ciencia y el arte.
La ciencia
trata de los hechos de experiencia y de las leyes inferidas inductivamente a
partir de esos hechos. La ciencia se expresa, por ello, en el modo indicativo.
(En términos kantianos, mediante juicios).
El
término arte lo reserva Mill para designar a aquellos tipos de saberes
que tratan, no de lo que hay, de los hechos, sino de lo que queremos, deseamos,
que haya. El arte se expresa, pues, en el modo imperativo. El arte trata de
nuestra conducta, propone fines para nuestra conducta, cosa que la ciencia no
hace (si bien la ciencia será la encargada de determinar si tales fines son
alcanzables o cuáles son los medios adecuados para alcanzarlos).
Mill
considera necesario el desarrollo de un arte
de vivir, que constaría de tres componentes: (1) La moralidad, cuyo objeto sería lo correcto moralmente. (2) La prudencia, o arte de actuar, que trataría
de lo conveniente. (3) La estética,
que trataría de lo noble y de lo bello.
Tenemos,
así, que la moral (o ética práctica, como también le llama Mill), es un arte, y
no propiamente una ciencia. Como tal tratará de los fines, de lo que debería
ser, y no de los hechos, de lo que es. Pues bien, el problema ahora
es el siguiente: ¿Existe algún criterio para determinar cuáles son los fines
que debemos proponernos? ¿Existe, dicho de otro modo, un criterio para
decidir qué fines son buenos, deseables, etcétera?
La
respuesta de Mill es la misma que ya había dado Bentham: el criterio es el de
la utilidad. Pero por utilidad no debemos entender lo que se entiende
habitualmente: lo que nos permite triunfar en la vida, ganar dinero, etc. Sino
que útil es lo que nos causa placer y felicidad y disminuye el dolor y la
infelicidad. Ahora bien, si de lo que se trata es de encontrar un criterio
racional para juzgar acerca de lo bueno y de lo malo, el utilitarista ha de
mantener una actitud imparcial entre su felicidad y la de los demás. Esto es,
debe encontrar un criterio que pueda aplicarse sistemáticamente, en cualquier
circunstancia. Por ello, el criterio utilitarista que propone Mill, siguiendo
en esto a Bentham, es el siguiente: bueno, justo, etc., es aquello que produce
más cantidad de felicidad a mayor número de personas (y aún de seres sintientes
en general). Además, dado que los seres humanos somos seres sociales, podemos
encontrar felicidad en procurar la felicidad de los demás, en el esfuerzo, y
aun en el sacrificio, por aumentar la cantidad general de felicidad.
Mill
discrepa de Bentham en una cuestión fundamental. Para Bentham se trataba
simplemente de alcanzar la mayor cantidad de felicidad. Mill considera que
debemos tener en cuenta la calidad de la felicidad, y no solo su cantidad. De
ese modo dice que hay tipos de placer o de felicidad superiores a otros, más
deseables que otros. Que hay placeres nobles y placeres bajos. Así dice, por
ejemplo, que «vale más ser un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho».
Esto
plantea otra cuestión. ¿Cómo podemos determinar qué tipos de placer o felicidad
son más deseables? La respuesta de Mill es, una vez más, totalmente empírica:
quienes pueden decidir cuál es más deseable entre dos tipos de placeres son
quienes hayan experimentado ambos. Si entre dos tipos de placeres la totalidad,
o la mayoría de los que los han experimentado, se inclinan por uno, ese será
el más deseable. Y es un hecho que quienes han sido capaces de experimentar
«placeres nobles», placeres en cuyo disfrute están involucradas las facultades
humanas más elevadas, no los cambiarían por los «placeres bajos», aquellos para
cuyo disfrute se requiere una inteligencia, sensibilidad o complejidad
espiritual, menor.
Una
condición esencial para que los individuos puedan llevar una vida plena, acorde
con sus caracteres, y por lo tanto feliz, es que estos gocen de libertad plena
para dirigir su propia vida. Mill hace una defensa radical de la libertad de
los individuos en el seno de la sociedad y el Estado. Esta defensa de la
libertad puede ser resumida en tres puntos:
(1) Defensa
de la soberanía del individuo sobre su propio cuerpo y espíritu. En el caso
de los individuos adultos e intelectualmente sanos, la libertad del individuo
para dirigir su propia vida debe ser absoluta. Los únicos límites que el Estado
puede legítimamente poner a esta libertad serán para defender la libertad y los
intereses de los demás individuos. No está, por lo tanto, justificado que el
Estado pretenda dirigir la vida de los individuos ni siquiera «por su propio
bien». Nadie más que los individuos pueden decidir cuál es su propio bien.
(2) Libertad
de pensamiento y discusión pública. Mill hace un alegato en favor de la
libertad de opinión basándose en una serie de argumentos: (a) una opinión reducida
al silencio podría ser verdadera (pues nadie, a no ser que se crea infalible,
puede asegurar con absoluta certeza que no es así). (b) Aun cuando una opinión
sea errónea podría contener algo de verdad, si la condenamos de antemano
cerraremos el paso para descubrir la verdad entera. (c) La discusión pública de
la verdad establecida, aun cuando fuese toda la verdad, permite una mejor
comprensión de esta. (4) La discusión pública de la verdad establecida ayuda a
que permanezca viva y no se convierta en simple dogma.
(3) Defensa
de la individualidad y la diversidad. A Mill le preocupaba un fenómeno
nuevo que se estaba imponiendo en las modernas sociedades democráticas (y
que Alexis de Tocqueville había
analizado en su obra: La democracia en América): el de la tiranía de
la opinión pública, que lleva a la uniformización general.
Frente
a esto Mill considera necesario defender la diversidad de modos de vivir, como
un componente imprescindible para alcanzar la felicidad y el progreso, tanto
individual como social. Cuando los individuos se limitan a seguir las costumbres
no ejercitan sus capacidades, su vida se vuelve vacía, carente de energía, y
la sociedad acabará resintiéndose por la falta de personalidades fuertes e
innovadoras.
Bibliografía
-Abbagnano, Nicola: Historia
de la filosofía. SARPE, S. A. Barcelona, 1988.
-Compte, August: Discurso
sobre el espíritu positivo. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1984.
-Copleston, Frederick: Historia de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Feuerbach, Ludwig: Principios de la filosofía del futuro. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona,
1984.
-Kierkegaard, Sören: Diario del Seductor. Editorial Fontana, S. A. Barcelona, 1985.
-Kierkegaard, Sören: El concepto de la angustia. Editorial Espasa-Calpe, S. A. Madrid,
1979.
-Kierkegaard,
Sören: Temor y temblor. Editora
Nacional. Madrid, 1975.
-Kierkegaard,
Sören: Tratado de la desesperación.
Edicomunicación, S. A. Barcelona, 1994.
-Kolakowski,
Leszek: La filosofía positivista. Cátedra, Madrid, 1988.
-Maceiras
Fabián, Manuel: Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión. Cincel, Madrid 1985.
-Mann,
Thomas: Schopenhauer, Nietzsche, Freud. Bruguera, Barcelona, 1984.
-Negro
Pavón, Dalmacio: Comte: Positivismo y revolución. Cincel, Madrid 1992.
-O´Connor,
D. J. (comp.): Historia crítica de la
filosofía occidental. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1983.
-Schopenhauer,
Arthur: El mundo como voluntad y representación.
Editorial Porrúa, S. A. México, 1987.
-Schopenhauer,
Arthur: Sobre la voluntad en la
naturaleza. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1982.
-Stirner,
Max: El único y su propiedad.
Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1985.
-Stuart
Mill, John: Sobre la libertad.
Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1985.
-Stuart
Mill, John: El utilitarismo. Alianza
Editorial, S. A. Madrid, 1984.
-Zubiri,
Xavier: "Comte", en Cinco lecciones de filosofía. Alianza Editorial,
Madrid 1985.
Los derechos de autor de esta entrada pertenecen a D. Alejandro Bugarín
Lago.
Es lícito emplear sus contenidos con fines didácticos, pero no comerciales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario