miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXVI) NIETZSCHE: PROFETA DE LA INMANENCIA

1. ¿Quién es Nietzsche?
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Nietzsche es un filósofo alemán que vive en la segunda mitad del siglo XIX.
El siglo XIX es el siglo del positivismo, de la revolución industrial (con todas sus secuelas: liberalismo, movimiento obrero, socialismo, expansión económica) y de la unificación alemana.
Y en medio de este periodo de transformación social, económica y política, aparece Nietzsche, que se convertirá, junto a Marx, en la más importante conciencia crítica del mundo contemporáneo, etapa histórica en la que alcanza su plenitud el proyecto de la modernidad o proyecto ilustrado.
Pero, así como la crítica marxiana está realizada desde el interior del proyecto de la modernidad (para mostrar sus insuficiencias, para mostrar cómo el proyecto de la modernidad, o, lo que viene a ser lo mismo, el modo de producción capitalista, incumple lo que promete, y para mostrar una posible reorientación de ese proyecto de modo que pueda ser llevado a su culminación), la crítica de Nietzsche es una objeción al proyecto mismo. Pues, para Nietzsche, el proyecto de la modernidad representa la cumbre del nihilismo, esa voluntad de nada que impregna toda la cultura occidental. Para ello, para realizar esta crítica, se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental, a sus momentos fundacionales (la filosofía -y la ciencia-, griegas, y la religiosidad –y la moral- judeocristiana) para, desde allí, plantear una objeción a la totalidad.
Tras la deconstrucción de los fundamentos de la tradición occidental, Nietzsche se propone reconstruir el pensamiento filosófico sobre nuevas bases, sobre nuevos valores (llevando a cabo lo que denomina una «transvaloración de todos los valores»).
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Los escritos de Nietzsche reúnen una serie de características que les dotan de una especial singularidad dentro de la literatura filosófica.
Así, emplea frecuentemente el aforismo y la sentencia breve, en los cuales alcanzó una maestría nunca antes lograda en la lengua alemana.
Crea, o recrea, metáforas, símbolos, alegorías, con los que pretende superar la rigidez de los conceptos filosóficos clásicos, y que posibilitan, para bien o para mal, interpretaciones variadas de su mensaje.
Hace un uso recurrente de la experiencia personal, de modo que sus propuestas parecen surgir directamente de las vivencias íntimas del individuo Friedrich Nietzsche.
Pero, en cualquier caso, su obra nos interesa por la profundidad y radicalidad de su pensamiento. Y por la manera en que nos apela. No se puede leer a Nietzsche sin sentirse afectado, sin sentir que lo que dice tiene que ver con nosotros mismos, con nuestra manera de representarnos el mundo, con nuestra manera de valorar.
Su obra nos muestra las contradicciones a que parece verse abocada nuestra civilización, su falta de sentido. Nos obliga a enfrentarnos con los fundamentos de nuestras propias creencias, y con sus consecuencias.
Nos interesa, también, porque se plantea reconstruir los fundamentos de nuestra concepción del mundo, con una radicalidad que solo logran los grandes sistemas de pensamiento.
Y para llevar a cabo esta crítica, y para fundamentar una nueva concepción de la realidad, Nietzsche no parte de cero, sino desde su conocimiento de la tradición filosófica; tradición filosófica que, en gran medida, cuestiona, pero que le proporciona las categorías intelectuales con las que puede pensar.

2. Algunos datos biográficos
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Friedrich Wilhelm Nietzsche nació en Röcken, un pequeño pueblo situado en el actual estado alemán de Sajonia-Anhalt, en 1844. Sus padres fueron Carl Ludwig Nietzsche, un pastor protestante, y Franziska Oeler. En 1846 nació su hermana Elisabeth, que tendría una gran importancia en su vida, y dos años más tarde su hermano Ludwig Joseph.
En 1849, cuando Nietzsche aun no había cumplido aún los cinco años, falleció su padre y, al año siguiente, su hermano pequeño. La muerte del padre obligó a la familia a abandonar la casa parroquial de Röcken, por lo que se trasladaron a Naumburgo, una pequeña ciudad de la que procedía su abuela materna, y en la que reinaba un ambiente conservador, clerical y monárquico.
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Con catorce años ingresó, como interno, en la Escuela Provincial Real de Pforta, que estaba considerada como el mejor centro de formación humanista de la época. Allí conoció a Paul Deussen, que destacaría posteriormente como historiador y orientalista, y a Carl von Gersdorff, descendiente de una familia de nobles prusianos, con los que mantendría una prolongada amistad.
Durante ese periodo de formación llegó a adquirir un conocimiento notable de los autores griegos antiguos. Así como de historia y literatura germánica y nórdica. También leyó con entusiasmo a Shakespeare y, sobre todo, a Byron.
Otras lecturas de esta época que le marcaron fueron La esencia del cristianismo, de Feuerbach, y la obra del poeta y filósofo norteamericano Ralph Waldo Emerson. Lee a Hölderlin, que entonces era considerado un poeta menor, y presenta un elogioso trabajo sobre su obra.
También toma contacto con Wagner, cuyas composiciones no parecen impresionarle, aunque su ruptura con el clasicismo le incita a reflexionar sobre la naturaleza de la música.
Durante el periodo de formación en Pforta los intereses intelectuales de Nietzsche se dividieron entre su pasión por la poesía y la música, pasiones que cultivó desde niño, y su nuevo interés por la filología clásica.
Parece ser que Nietzsche era capaz de improvisaciones notables al piano, pero como compositor fue mediocre (su aportación más destacada de esta época es el poema sinfónico Ermanarich).
Cabe señalar, no obstante, que, además de sus intereses musicales y filológicos, Nietzsche tuvo, desde muy joven, una predisposición natural a la reflexión filosófica. Así lo demuestra un breve escrito de esta época sobre el tema Fatum e historia, en el que aparecen prefigurados muchos de los problemas en torno a los que girará su obra filosófica posterior.
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Tras su graduación -en 1864- se matricula en la Universidad de Bonn, eligiendo como especialidades teología (para atenerse a los deseos de su madre, empeñada en que siguiese los pasos de su padre) y filología.
Poco después abandona la teología, centrándose, exclusivamente, en los estudios filológicos; campo en el que tuvo como profesor a Friedrich Wilhelm Ritschl, del que guardaría siempre un agradecido recuerdo. Nietzsche creyó descubrir en el mundo griego antiguo el modelo que habría de transformar la cultura alemana, una cultura que él consideraba anquilosada, falta de auténtica vida. Esa parece ser la razón por la que, al abandonar el cristianismo, dirigió sus intereses a la filología.
Al año siguiente decide trasladarse a la Universidad de Leipzig, donde continuará siendo discípulo de Ritschl, que también había pedido traslado a esta universidad.
En 1865 lee El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, convirtiéndose en un fervoroso seguidor de sus doctrinas. Leerá también con entusiasmo la Historia del materialismo, de Albert Lange, donde cree encontrar una confirmación de las tesis shopenhauerianas.
A finales de 1868 conoce personalmente a Richard Wagner -otro shopenhaueriano convencido-, y a su mujer Cósima -hija del compositor Franz Liszt-. Con ellos mantendrá una intensa relación intelectual que será determinante en la orientación que Nietzsche acabará dando a El nacimiento de la tragedia, su primera obra filosófica.
Mientras estudia en Leipzig publica dos escritos con interés filológico: Para la historia de la colección teognídea, y Sobre las fuentes de Diógenes Laercio.
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En 1869, y a propuesta de Ritschl, que lo describe como el filólogo más prometedor que ha encontrado a lo largo de su carrera, Nietzsche es nombrado profesor extraordinario de filología clásica en la Universidad de Basilea. Presenta como lección inaugural: Homero y la filología clásica. Al año siguiente, con tan solo veinticinco años, es nombrado catedrático.
Para poder dar clase en Basilea, tuvo que renunciar a la nacionalidad alemana, permaneciendo en su condición de apátrida el resto de su vida.
No obstante, se ofreció para participar como voluntario en la guerra franco-prusiana. Aunque tan solo permaneció alistado un mes (debido a las lesiones producidas por la caída de un caballo). En ese tiempo contrajo difteria y disentería, que, según parece, fueron las causas de la mala salud que soportó el resto de su vida (otros lo atribuyen a una sífilis no bien tratada).
La principal consecuencia de la guerra franco-prusiana fue la unificación de Alemania (con la denominación de Imperio alemán -Deutsches Reich- y con Guillermo I coronado emperador), y el liderazgo de Otto von Bismarck. Ante ambas cosas (la creación del Imperio alemán y el liderazgo de Bismarck), Nietzsche mantiene una actitud entre distante y escéptica.
En esta época traba amistad con el profesor de teología Franz Overbeck, que será uno de sus más fieles amigos; lee El único y su propiedad, del filósofo anarquista Max Stirner, y La cultura del Renacimiento en Italia, del historiador Jakob Burckhardt, también profesor en Basilea y una de las pocas personas a las que Nietzsche tributará respeto hasta su muerte.
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En 1872 publica su primer libro, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, que fue mal recibido en el ámbito filológico. En un escrito polémico, Para una filología del porvenir, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff invita a Nietzsche a abandonar la enseñanza. Aunque también recibió elogios públicos de Richard Wagner -no en vano Nietzsche presenta su obra operística como una resurrección de la tragedia antigua-, y del filólogo de Kiel, Edwin Rhode.
Se puede decir que la polémica en torno esta obra nace de un malentendido -en el que, en cierto modo, incurre el propio Nietzsche-. Pues, bajo la apariencia de un tratado histórico-filológico, se ofrece, en realidad, una interpretación filosófica del mundo: la primera filosofía trágica desarrollada en el mundo contemporáneo.
En 1973 elabora dos escritos breves: La filosofía en la edad trágica de los griegos, y Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, que no publica.
Entre 1973 y 1976 publicó las Consideraciones intempestivas, en cuatro volúmenes, que llevan por títulos: I. David Strauss: el confesor y el escritor, II. Del beneficio y del perjuicio de la historia para la vida, III. Schopenhauer como educador, y IV. Richard Wagner en Bayreuth.
En 1875 conoce al compositor Heinrich Köselitz, que Nietzsche rebautiza como Peter Gast (Pedro el Huésped) que será, junto a Overbeck, uno de sus amigos incondicionales.
En el círculo de Wagner conoce también al filósofo alemán de origen judío, Paul Rée, y a la escritora, también alemana, Malwida von Meysenbug, precursora del movimiento feminista, y autora de un libro Memorias de una idealista, que alcanzaría cierta fama.
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En 1878 publica Humano demasiado humano; un libro para espíritus libres. En esta obra marca distancias con Schopenhauer y Wagner, y adopta una concepción de la filosofía y de la ciencia que parecen aproximarle al movimiento ilustrado.
La ruptura con Wagner comenzó en el festival de Bayreuth, de 1876, y se fue acentuando con el tiempo. Su nacionalismo, su antisemitismo, y la orientación cada vez más cristiana de sus óperas, provocaron una repugnancia creciente en Nietzsche.
En 1879 la mala salud le obligó a abandonar definitivamente sus clases, comenzando, a partir de entonces, un periodo de vida errante que le lleva a Sils Maria, en la Engadina (Suiza), Génova, Rapallo, Turín, Niza, etc.
A partir de entonces la producción escrita de Nietzsche se dispara.
En 1881 publica Aurora; pensamientos sobre los prejuicios morales. En 1882, La gaya ciencia, en donde aparece anunciada, por primera vez, la idea del eterno retorno de lo mismo.
Ese mismo año Paul Rée le presenta a Lou-Andreas Salomé, una joven escritora de origen ruso, con una extraordinaria formación intelectual, de la que el propio Rée estaba enamorado. Nietzsche cree encontrar en ella un espíritu afín y le propone, sin éxito, matrimonio.
No obstante, los especiales vínculos afectivos e intelectuales que se establecieron entre los tres les llevó a plantearse vivir juntos en una comunidad de estudio. Pero los celos de Nietzsche y Rée, y las intrigas de Elisabeth, la hermana de Nietzsche, a la que escandalizaba esta relación, provocaron finalmente su ruptura.
Lou se integraría posteriormente en el círculo psicoanalítico de Sigmund Freud, y publicaría la primera biografía de Nietzsche.
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Entre 1883 y 1885 se publica Así habló Zaratustra, su obra más conocida, y la más importante publicada en vida. En ella toman protagonismo las nociones fundamentales que configuran el sistema de pensamiento del Nietzsche maduro: la muerte de Dios, el eterno retorno de lo mismo, el superhombre.
En 1885 se publica Más allá del bien y del mal; preludio de una filosofía del porvenir. En 1886 aparece una nueva versión de La gaya ciencia a la que ha añadido dos par­tes nuevas: Opi­nio­nes y sentencias varias, y El viajero y su sombra. En 1887 publica La genealogía de la moral; en esta obra lleva a cabo un corrosivo análisis de los valores morales remontándose a su origen.
En 1888 publica El caso Wagner. En 1889 El crepúsculo de los ídolos, o como filosofar a martillazos; y deja preparadas para la imprenta: Ditirambos de Dio­ni­sio (una breve colección de poemas), El Anticristo: maldición sobre el cris­tia­nis­mo, Nietzs­che contra Wagner, y Ecce Homo: cómo se llega a ser lo que se es (una especie de autobiografía).
El 3 de enero de 1989, hallándose en Turín, sufre un colapso mental. Overbeck fue a recogerlo y se lo llevó a una clínica psiquiátrica en Basilea. De ahí lo sacó su madre Franziska, para llevarlo a una clínica de Jena y, posteriormente, a su casa de Naumburgo.
Tras el fallecimiento de su madre, en 1897, se ocupó de él su hermana Elisabeth, que lo lleva consigo a Weimar, donde muere el 25 de agosto de 1900.
Tras su muerte se publicaron, bajo el título de Voluntad de poder, una larga colección de frag­mentos de un libro que estaba elaborando y que, a juicio de algunos estu­dio­sos, es su obra más importante.

3. Antecedentes del pensamiento nietzscheano
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A partir de Kant, la filosofía se desarrollará siguiendo dos direcciones, dos líneas de pensamiento. Una lleva de Kant al Idealismo alemán (Fichte, Schelling, Hegel), y a Marx. La otra lleva de Kant a Schopenhauer, y de este a Nietzsche.
Veamos cómo se desarrolla esta segunda línea de pensamiento.
Recordemos que Kant construye una teoría del conocimiento con la que pretende dar una fundamentación al conocimiento científico, al mismo tiempo que concluye que la metafísica no es una ciencia, pero posibilita darle un fundamento a la moral.
La teoría del conocimiento kantiana nos muestra que hay que diferenciar entre la «realidad en tanto conocida» y la «realidad en sí».
Conocer significa organizar e interpretar los datos brutos que nos llegan de fuera de la mente, las impresiones. Para organizar e interpretar esos datos los sometemos al espacio, al tiempo y a las categorías del entendimiento (unidad, totalidad, pluralidad, realidad, negación, limitación, sustancia, causalidad, comunidad, etc.). La realidad así organizada -la realidad conocida-, es lo que denominamos mundo de la experiencia, o mundo fenoménico, que es el objeto del conocimiento científico.
Pero, como el mundo de la experiencia está sometido a las categorías del entendimiento -entre las que se encuentra la de causalidad-, se convierte en un mundo absolutamente determinista. Esto quiere decir que, dado un estado de cosas (causa), producirá necesariamente otro estado de cosas (efecto), que, a su vez, será causa de otro estado de cosas; y así indefinidamente. En el mundo en tanto conocido no hay, por tanto, ni azar, ni libertad.
Pero si hay una realidad «en tanto conocida», es que hay una realidad «en tanto no conocida», una realidad «en sí», una realidad no sometida al espacio, ni al tiempo, ni a las categorías del entendimiento.
Esa realidad «en sí» constituye el límite del mundo de la experiencia, del mundo determinista de la ciencia. Y que existan tales límites es el fundamento de la moral. Pues solo si el mundo determinista de la ciencia tiene límites, solo si no todo está sujeto al determinismo, es posible que exista la libertad. Y solo si hay conductas libres, entonces, y solo entonces, se puede plantear qué «se debe» o qué «no se debe», hacer. Es decir, solo entonces tiene sentido hablar de conductas morales.
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La concepción del mundo de Schopenhauer arranca de la kantiana. Ahora bien, Schopenhauer hace una peculiar reinterpretación de la ontología, y de la teoría del conocimiento, kantianas.
Schopenhauer comienza por reducir las doce categorías del entendimiento a una sola: la causalidad. La realidad «en tanto conocida», surgirá, entonces, de someter los datos brutos a espacio, tiempo y causalidad.
Esa realidad sometida a espacio, tiempo y causalidad es, dice Schopenhauer, una representación, es «mi representación» de la realidad.
Pero si esa es mi «representación» de la realidad, ¿qué es la realidad «en sí misma»?
Lo que puede constatar cualquiera es que la realidad, la vida (pues Schopenhauer emplea ambos términos como sinónimos), es cambio incesante, devenir incesante. Pero ¿por qué ese cambio incesante? ¿Qué arrastra a todo a este permanente devenir? Según Schopenhauer el origen de todo está en algo que llama voluntad, y que es un impulso ciego a la existencia.
De modo que el mundo es en esencia voluntad de existir. Pero como todo tiende a existir, y no todo es compatible con todo, la vida se convierte en una lucha despiadada. Esto hace del mundo, de la vida, algo horrible; un escenario en el que predominan el azar, la injusticia, el sufrimiento y la infelicidad continuos.
Existen, no obstante, ciertos remedios para paliar el dolor y la insatisfacción producidos por esa voluntad de existir: el arte y la ascesis.
El arte proporciona al ser humano un tipo especial de experiencia, la experiencia estética, que consiste (en esto Schopenhauer sigue a Kant) en una contemplación desinteresada del mundo. Esta contemplación desinteresada funciona como un calmante de la voluntad; un calmante que nos sustrae momentáneamente a su influjo, y a todo lo que acarrea ese influjo (dolor, insatisfacción).
La tragedia y la música son, según Schopenhauer, las formas supremas del arte.
Hay otra vía, cuya finalidad no es calmar la voluntad de existir sino suprimirla. Es la vía de la ascesis, que tiene tres fases:
(1) Practicar la justicia, que consiste en adoptar un punto de vista imparcial. Con ello reconocemos a los demás como iguales, propinando un golpe a nuestro egoísmo; al egoísmo nacido de esa voluntad de existir que nos arrastra.
(2) Practicar la compasión, que nace de comprender la unidad en el dolor de todo lo viviente, poniéndonos en el lugar del otro y suprimiendo con ello los intereses egoístas.
(3) La ascesis propiamente dicha, que consiste en la eliminación de toda voluntad, de todo deseo, lo que nos permitiría alcanzar la absoluta serenidad. (Esta es la vía practicada por el budismo, que Schopenhauer considera, por esta razón, una religión superior al cristianismo, y a toda otra religión).
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Nietzsche está familiarizado, desde muy joven, con la filosofía griega, conoce también la obra kantiana y de otros autores alemanes, franceses e ingleses. Pero el pensador que ejerce una influencia más determinante sobre su vida y sobre su obra es Arthur Schopenhauer.
No obstante, lo que le atrae de Schopenhauer no es tanto su ontología o su teoría del conocimiento (de hecho cuestiona su identificación de la cosa en sí kantiana con la voluntad), como su concepción trágica de la existencia y su pesimismo.
La filosofía trágica es aquella que asume, sin esconderlos, los aspectos problemáticos de la existencia. Aquella que asume que la realidad es conflicto, cambio incesante, azar. Que la realidad no nace de un orden inteligible, y, por lo tanto, no es una creación destinada a fin alguno.
Esa visión trágica y pesimista del mundo rompe con la visión positivista, heredera de la tradición ilustrada, que triunfa en el siglo XIX. La visión positivista reduce toda la realidad a hechos y leyes. Hechos con los que se encuentra la ciencia, y leyes que esta descubre para explicar los hechos. Posteriormente, este mundo conocido y explicado por la ciencia, es sometido por la técnica para ponerlo a nuestro servicio. De ese modo, la ciencia, unida a la técnica, se pone a la tarea de transformar el mundo, inaugurando una época de progreso constante.
Y, al lado de la ciencia, la moral nos proporciona unos códigos de comportamiento para orientar nuestra conducta. Unos códigos de comportamiento indiscutibles, en los que el bien y el mal están perfectamente establecidos y claramente diferenciados.
De ahí nace una visión optimista del mundo: todo es explicable, todos los problemas podrán ser resueltos, el bien y el mal -y, por lo tanto, lo que se debe, y no  se debe, hacer-, están claramente definidos.
Pero esa visión optimista solo puede ser lograda a partir del autoengaño, a partir de ocultarnos, a nosotros mismos, que el mundo carece de una dirección, de un sentido; que el azar gobierna el mundo; que el conflicto y el cambio constituyen la esencia misma de la vida; que nuestras decisiones y deseos conscientes surgen, con frecuencia, de deseos inconscientes; y que nuestros valores morales, surgen, también frecuentemente, de sus contrarios (así, por ejemplo, el deseo de perfección nace, habitualmente, del deseo de despreciar a los demás, que no son perfectos).
Y a partir de aquí, a partir de esta crítica a las «cosas modernas», y su asunción del pensamiento trágico y pesimista de Schopenhauer, comienza el desarrollo de la obra filosófica nietzscheana.

4. El conocimiento trágico: lo dionisíaco y lo apolíneo
(El valor de la vida)
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Nietzsche hace su incursión en el terreno filosófico con El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. La obra se presenta como un estudio histórico-filológico, centrado en analizar los orígenes de la tragedia ática. No obstante, bajo esta apariencia de tratado filológico se desarrolla una innovadora concepción filosófica del mundo. Esta presentación de un proyecto filosófico bajo la apariencia de un tratado filológico provoca no pocos malentendidos.
Para evitar, en lo posible, esos malentendidos, y facilitar la comprensión de El nacimiento de la tragedia, conviene comenzar aclarando que:
(1) Esta obra se escribe bajo una clara influencia de la filosofía de Schopenhauer, aun cuando se trate de una influencia crítica.
(2) Está animada por el intento de desarrollar una justificación intelectual de la ópera de Wagner (la obra de arte total). De hecho, Nietzsche se dejó aconsejar por el matrimonio Wagner -más tarde se arrepentiría de ello-, acerca del enfoque dado a algunos de sus capítulos.
(3) En ella se lleva a cabo el primer intento de desarrollar una «metafísica de artista».
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Bajo la influencia de Schopenhauer, Nietzsche nos presenta una visión crítica con el optimismo -positivista y cientifista-, de la época.
La visión optimista del mundo solo puede triunfar a costa de ocultar los aspectos problemáticos de la existencia, a costa de mantenerse en la superficie de las cosas.
Schopenhauer, por el contrario, enfrenta la realidad cara a cara, sin esconder los aspectos desagradables y contradictorios de la existencia.
En esto reside la labor fundamental de Schopenhauer como educador: nos enseña a enfrentarnos a la realidad con dureza y profundidad (que es la esencia de la visión pesimista del mundo), a no esconder sus aspectos problemáticos.
Pero el pesimismo de Schopenhauer le lleva a condenar la vida. La vida es voluntad de existir, que arrastra a todo a enfrentarse con todo, lo que convierte al mundo en un lugar horrible, donde predominan el azar, la injusticia y el sufrimiento. Por ello la vida es un impulso carente de sentido, un negocio que no compensa.
No obstante, el conocimiento de la cultura griega antigua le descubre a Nietzsche otra manera de enfrentarse con la vida. Le descubre lo que Nietzsche denominará un «pesimismo de la fuerza», una visión del mundo profunda, y por ello pesimista, pero que no lleva a condenar la existencia, a condenar la vida, sino a afrontarla de modo afirmativo. (Este pesimismo de la fuerza podría ser denominado también optimismo trágico, pues se trata de asumir los aspectos trágicos de la existencia, haciendo de ello algo afirmativo, valioso).
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En la época de Nietzsche predominaba una cierta visión del mundo griego antiguo nacida en el Renacimiento. Los renacentistas creyeron encontrar en la Grecia y la Roma clásicas, un ideal de racionalidad, serenidad, medida, belleza, armonía, perdido en la Edad Media, la «época oscura».
Esta imagen de Grecia fue construida a partir de la escultura y la arquitectura griega conservadas, y a partir de la filosofía de la época clásica (Platón, Aristóteles).
Pero Nietzsche descubre otra Grecia, la Grecia de los cultos orgiásticos en honor de Dionisos; la Grecia de los mitos trágicos, de Edipo y Prometeo; la Grecia de la filosofía presocrática, que asume el devenir, el conflicto y la contradicción como componentes esenciales de la vida; y la Grecia de la sabiduría popular, expresada en leyendas, como la de Sileno, que Nietzsche cita en El nacimiento de la tragedia:
El rey Midas, tras haber capturado al sátiro Sileno, le pregunta qué es lo mejor para el hombre. A lo que este responde: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería mejor no conocer? Lo mejor de todo es, para ti, inalcanzable: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es, morir pronto».
Los griegos no fueron, por lo tanto, el pueblo jovial, sereno y racional que nos trasmite la tradición. Los griegos fueron un pueblo profundo, que conoció como nadie los abismos de la existencia. Conocieron el horror que significa la existencia, con su dosis de sinsentido, de azar, de dolor, de conflicto permanente.
Y como los griegos conocieron como nadie el horror de la existencia, tuvieron la necesidad de crear ese mundo sereno, de orden y medida, de armonía y belleza, que nos trasmite, por ejemplo, el culto de los olímpicos, en el que todo aparece transfigurado y divinizado. Tuvieron, precisamente, que crear ese mundo de belleza y armonía no solo para soportar la existencia, sino, sobre todo, para poder amarla.
Y, ciertamente, y esa es una segunda característica que Nietzsche destaca de los antiguos griegos, estos vivieron pegados a la vida terrena y consiguieron amarla como nadie.
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Desde esa visión del mundo proporcionada por el mundo griego antiguo, desde ese pesimismo de la fuerza, Nietzsche rechaza la condena de la vida al estilo de Schopenhauer. La vida no puede ser juzgada porque para ello tendríamos que colocarnos fuera de la vida. Pero no hay ninguna instancia, ningún «fuera de la vida», donde situarnos.
La vida es lo primero, es el impulso primordial, es el fundamento de todo, también la fuente de toda valoración. Por lo tanto, cualquier pretensión de juzgar a la vida, de valorarla, de condenarla, no es más que un acto llevado a cabo desde la propia vida. Todo juicio que valore la vida como algo negativo, todo juicio condenatorio de la vida, no es más que la expresión de una vida debilitada, cansada, enferma, esto es, decadente.
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También discrepa Nietzsche de Schopenhauer con respecto a la naturaleza del arte y su papel. El arte, según Schopenhauer, funciona como un calmante de la voluntad de vivir, que nos permite, así, sortear ese impulso que lo arrastra todo, y que es fuente de todo dolor.
Frente a Schopenhauer, Nietzsche sostiene que el arte es una expresión de la propia voluntad, es una manifestación de ese impulso ascendente que es la vida. El arte no es un calmante de la voluntad de vivir, sino una expresión de la vida misma, un intensificador de la vida.
Además, dado que el arte es una expresión de la propia vida, constituye, por ello, un órgano de conocimiento privilegiado, una manera de penetrar en el fondo del mundo, de la existencia, superior a cualquier otra, superior, especialmente, a la ciencia.
La metafísica tradicional -que Nietzsche, como veremos, identifica con el platonismo-, se expresa mediante conceptos, con los que pretende atrapar la realidad.
Frente a esta metafísica tradicional, la metafísica de artista, desarrollada por Nietzsche, parte de que el arte es el auténtico órgano y la expresión del pensamiento metafísico.
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El arte nace, sostiene Nietzsche, de dos impulsos antagónicos pero que se estimulan recíprocamente, que confluyen en su antagonismo (de modo similar a como los púgiles confluyen en su lucha). Estos impulsos son la embriaguez y el ensueño.
La embriaguez es la intensificación del sentimiento vital, la pasión que tiende a disolver lo individual, reintegrando las cosas en su unidad originaria, la emoción en estado puro. A este tipo de impulsos le denomina Nietzsche impulsos dionisíacos.
El ensueño es el impulso a dar forma, figura, a simbolizar, a configurar. (Del mismo modo que en los sueños la mente convierte las sensaciones o emociones en imágenes). A este tipo de impulsos le denomina impulsos apolíneos.
Pues bien, el arte nace de la intensificación del sentimiento vital, de la pasión que tiende a desbordarse. Pero esa pulsión inicial, esa intensificación del sentimiento vital, esta pulsión emocional, necesita -para expresarse y no quedar simplemente anulada, disuelta, en el seno del todo-, darse forma, darse figura, ser configurada, ordenada. De modo que ese impulso primordial es corregido y reorientado por ese impulso antagónico a dar forma, a dar figura, a ordenar.
Los impulsos dionisíacos y apolíneos están, por lo tanto, en el origen de toda obra de arte auténtica. Pero tales impulsos confluyen sobre todo, de una manera magistral y nunca superada, en la tragedia ática, donde se combinan la música, proporcionada por el coro de sátiros (el elemento dionisíaco), con el recitado y la puesta en escena (el elemento apolíneo).
La tragedia ática (que tuvo entre sus más destacados cultivadores a Esquilo, Sófocles y Eurípides) nació como una recreación de los sufrimientos de Dionisos. Recreación que aparece encarnada, por ejemplo, por Edipo y Prometeo, los héroes trágicos por excelencia.
Pero Dionisos es algo más que un dios que sufre. Es el símbolo de la vida concebida como Uno-primordial, como el caos originario, como el impulso primero del que todo procede. La vida, así concebida, es creación incesante de seres individuales, pero, con esta creación, la vida se escinde. De ahí el sufrimiento, el conflicto, que solo se resuelve con el regreso al Uno-primordial tras la muerte.
La tragedia ática no es por ello una simple representación teatral, un divertimento, un ejercicio de catarsis, sino que ella recrea una concepción del mundo, un modo de expresión de la realidad, que alcanza unos niveles de profundidad nunca luego alcanzados. Por ello constituye una forma de sabiduría superior, porque muestra la vida en su esencia, una vida que es trágica en esencia, porque es azar, es impulso, devenir permanente, creación y destrucción, y también necesidad, destino.
La concepción trágica del mundo será liquidada por Sócrates y lo que este representa: la concepción racional, científica y optimista del mundo. Con él el hombre trágico es sustituido por el hombre teórico, por el científico.
Pero el descubrimiento de la ópera wagneriana, especialmente de su Tristán e Isolda, hace concebir esperanzas a Nietzsche en un resurgir del sentimiento trágico. De hecho El nacimiento de la tragedia está escrito bajo la doble influencia de la filosofía de Schopenhauer y de la teoría musical de Wagner.
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Terminaremos este apartado con algunas aclaraciones:
La primera tiene que ver con la relación entre lo apolíneo y lo dionisíaco en la configuración de la obra de arte.
Pues, aunque los impulsos dionisíacos y apolíneos confluyen en toda forma auténtica de arte, es necesario tener en cuenta que:
(1) La música tiene un componente más acendradamente dionisíaco (aunque no habría composición musical sin escalas, sin ritmo, es decir sin la figuración apolínea). Otras artes, como la escultura, el recitado, tienen un componente más claramente apolíneo.
(2) Aunque impulsos dionisíacos y apolíneos se estimulan mutuamente para producir la obra de arte, Nietzsche parece darle una preeminencia -en la creación artística- a los impulsos dionisíacos.
De ahí concluye Nietzsche que la música es el arte fundamental, el arte que está detrás de toda otra forma de arte. La música es la manifestación más pura de la ebriedad, el impulso original en toda creación artística. El diálogo, el recitado, surge como un intento de ese impulso inicial de expresarse, de consolidarse. Por eso dice Nietzsche en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, que, en la tragedia ática, el coro (la música, lo más puramente dionisiaco) sueña la escena.
Quizá puedan entender mejor esta conexión entre impulsos dionisíacos y apolíneos quienes alguna vez hayan tenido la experiencia de que cierto estado emocional (que se podría describir, como hace Schiller, como «estado de ánimo musical») les ha llevado a crear un poema, que surge como expresión verbal de ese estado emocional.
La segunda aclaración tiene que ver con la relación entre el Nietzsche de El nacimiento de la tragedia y Schopenhauer.
Lo que Nietzsche simboliza con Dionisos y Apolo, concuerda, hasta cierto punto con lo que Schopenhauer denominaba voluntad y representación.
Pues con los nombres de embriaguez o impulsos dionisíacos denomina Nietzsche a un cierto tipo de impulso primordial, originario, que arrastra a la totalidad de las cosas. Lo que recuerda la noción schopenhaueriana de voluntad.
Y lo que Nietzsche denomina ensueño, o impulsos apolíneos, da origen a lo individual, lo que tiene figura, aquello que aparece bajo una organización espacio-temporal. Lo que recuerda la representación schopenhaueriana.
No obstante, hay algunas señaladas diferencias:
(1) Schopenhauer sigue expresándose en términos de metafísica tradicional, que quiere encajar la realidad en conceptos. Nietzsche se expresa en términos de la metafísica de artista, que echa mano del arte, de la metáfora, de la alegoría, para expresarse.
(2) En Schopenhauer lo único real es la voluntad, la representación es la forma subjetiva bajo la cual captan la realidad los seres humanos. Para Nietzsche lo dionisíaco y lo apolíneo configuran, ambos, la realidad. Los impulsos dionisíacos y apolíneos nacen del fondo mismo de la realidad, ninguno de ellos es solo cosa humana; antes bien, el sujeto humano es un instrumento en sus manos.
(3) Nietzsche no saca de su interpretación del mundo una condena de la vida, sino, de modo similar al pensamiento trágico antiguo, su exaltación.

5. Sócrates y la corrupción del pensamiento antiguo
(El triunfo del hombre teórico: la ciencia como problema)
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Recordemos que Sócrates vive en el siglo V a. C. Es contemporáneo del movimiento sofista y maestro de Platón.
Pese a no haber escrito nada, la influencia posterior de Sócrates será enorme. De entrada Sócrates cambia el modo de plantearse los problemas relativos al conocimiento. Y, en consecuencia, cambia lo que se entiende por conocer. Y cambia también el papel del conocimiento como guía para la vida.
La enseñanza de Sócrates está orientada a hacer ciudadanos justos y virtuosos, buenos ciudadanos. Pero para que un ciudadano sea justo y virtuoso tiene que empezar por conocer qué es la justicia, qué es la virtud. Solo sabiendo, por ejemplo, lo que es la justicia puede un ciudadano ser justo. Y además, añade Sócrates, quién conoce lo que es la justicia no podrá obrar injustamente, sería algo absurdo.
El conocimiento tiene, por tanto, una función ético-práctica: dirigir la conducta de los ciudadanos.
Ahora bien, si para ser justo hay que conocer qué es la justicia, si para ser virtuoso hay que conocer qué sea la virtud, lo primero que tenemos que aclarar es en qué consista conocer tales cosas.
Pues bien, la propia manera de preguntar orienta la respuesta.
Si preguntamos ¿qué es la justicia? La repuesta tiene que ser algo del tipo: «La justicia es ...».
Es decir, la única respuesta aceptable sería dar una definición que valga para todos los casos incluidos en la pregunta. Si lo que preguntamos es qué es la justicia tendríamos que dar una respuesta que valga para todos los actos justos. La respuesta tiene que ser, por tanto, una definición universal.
Y de ahí que, a partir de Sócrates, se entienda que conocer es conocer lo universal. El conocimiento se expresa, por tanto, mediante términos universales, mediante conceptos.
Con esto se introduce un cambio radical en la manera de entender el conocimiento, y en la manera de entender la razón.
Hemos visto en su momento que la filosofía nace cuando el pensamiento racional, el discurso racional, sustituye al pensamiento mítico. Pero, ¿qué entendemos por pensar racionalmente? A partir de Sócrates esta pregunta tiene una respuesta clara: pensar racionalmente es pensar empleando términos universales, conceptos. La razón es la capacidad humana de pensar empleando tales conceptos. Y a la razón, así entendida, se le encomienda ser guía de la vida.
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Frente a esta concepción del conocimiento (como razón, que se expresa en conceptos) y de su papel (como guía de la vida), se posiciona Nietzsche.
Nietzsche considera que la vida es impulso, pasión, acción. La razón solo puede ser un freno, una invitación a la prudencia. Que Sócrates convierta a la razón en guía, en impulso para la vida, es una anomalía. Si alguien necesita a la razón para que le mueva a actuar es que sus instintos vitales, sus impulsos vitales, se han debilitado. Tal individuo solo puede ser un decadente, un enfermo.
Además, someter la vida a la razón, a una razón abstracta, que opera mediante conceptos, es momificarla, simplificarla, esquematizarla.
El socratismo (y por socratismo entendemos la dialéctica, la racionalización de la vida, el cientifismo) es, por tanto, fruto de una enfermedad. Una enfermedad que consiste en el debilitamiento de los impulsos vitales, de la salud vital.
En El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que esta enfermedad nace del descontrol de los instintos que se iba apoderando del ciudadano griego. Para esa enfermedad descubre Sócrates un remedio, el remedio que ya hemos visto, el control racional, la racionalización de la vida. Pero esa racionalización de la vida la momifica, la esclerotiza.
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Nietzsche ve confirmada su tesis de que Sócrates es un enfermo, a partir de una información que encuentra en el Critón. En este diálogo Platón nos recuerda las últimas palabras de Sócrates antes de morir: «Critón, le debemos un gallo a Asclepios».
Asclepios era, para los griegos, el dios de la medicina y la curación; por ello, cuando alguien estaba enfermo se le hacían ofrendas. Que Sócrates, a punto de morir, diga que se le debe un gallo a Asclepios nos da a entender que la vida es un enfermedad, de la que va a ser curado, y que, por ello, hay que pagarle la ofrenda al dios.
Esta es la prueba manifiesta, sostiene Nietzsche, de que Sócrates era un enfermo, un decadente, alguien cuyos impulsos vitales se habían deteriorado, y que, por ello, consideraba la vida una enfermedad.
Pero era un enfermo que supo seducir a toda una generación de jóvenes atenienses -especialmente a Platón-, que asumieron su actitud ante la vida y ante el conocimiento.
Esa actitud ante la vida, y esa manera de entender el conocimiento, serán las que acaben imponiéndose en la cultura occidental. La actitud del hombre teórico, del hombre científico, del hombre optimista, que esconde todo lo problemático de la existencia bajo un orden conceptual, eterno, inmutable. Esa visión del mundo liquidará la cultura trágica antigua, que supuso, a juicio de Nietzsche, un momento de vitalidad y profundidad sin parangón en la historia de la humanidad.
¿Cómo sedujo Sócrates a los jóvenes atenienses, a los jóvenes nacidos en el seno de esa profunda cultura trágica? Con la dialéctica. A unos jóvenes atenienses que amaban la lucha, que eran educados para la lucha, Sócrates les descubrió un nuevo tipo de lucha, la lucha con palabras, con argumentos.
Con la dialéctica como arma, Sócrates destruye la cultura, el modo de vivir, instaurado por la antigua nobleza.
El noble antiguo piensa con todo su cuerpo, posee una sabiduría incorporada a su carácter, fruto de una educación inconsciente, y de un determinado tipo de salud. A eso podemos denominarle instinto.
Frente a esa sabiduría instintiva, Sócrates presenta argumentos y pide razones. En él se produce una hipertrofia de la razón, de la dialéctica (pues razón ahora es el arte del preguntar y del responder).
Frente a sus argumentos, frente a este nuevo tipo de lucha, el noble está desarmado. No ha tenido que buscar razones que justifiquen lo que hace porque su vida era su razón. Pero ahora la razón pide cuentas a la vida. Pide a la vida que se justifique.

6. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
(El valor de la verdad)
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En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche se pregunta por el valor de la ciencia, contraponiendo conocimiento trágico a conocimiento teórico, científico.
El conocimiento trágico aparece como una forma de conocimiento superior. Frente el cual, la visión científica del mundo solo es posible a cambio de mantenerse en la superficie de las cosas, a cambio de esconder los aspectos problemáticos, contradictorios, de la existencia.
Al año siguiente de la publicación de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche escribe una obra breve, que no publica, titulada Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. En esta obrita somete a análisis el valor de la verdad. La obra gira en torno a cuestiones tales como: ¿De dónde surge el impulso a la verdad? ¿Es posible la verdad? ¿Qué es la verdad?
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La tradición filosófica viene defendiendo que hay un impulso natural del hombre hacia la verdad, que el hombre busca, de manera natural, la verdad. («Los hombres desean por naturaleza saber», decía ya Aristóteles).
Sin embargo, dice Nietzsche, lo que realmente descubrimos en la naturaleza es que lo habitual es el engaño. El engaño constituye una estrategia común de supervivencia. Especialmente entre los animales más débiles.
Y el hombre es un animal débil, un animal que carece de los medios de defensa que poseen otros animales (tales como cuernos, dientes afilados o garras). Pero el hombre suple esta carencia con la inteligencia, que es un extraordinario medio de engaño al servicio de la supervivencia.
No obstante el hombre, «ya sea por necesidad o por aburrimiento», desea vivir en sociedad. Y así es como hace su aparición la verdad. Esta surge como una convención social para facilitar la paz y la convivencia. El mentiroso destruye estas convenciones sociales, creando un conflicto, y por ello es apartado de la sociedad, estigmatizado.
De donde concluye Nietzsche que el ser humano no busca la verdad, lo que busca es no ser perjudicado, busca las consecuencias agradables de la verdad
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El medio a través del cual establecemos esas convenciones sociales que denominamos verdad es el lenguaje. Pues bien, ¿es posible, mediante el lenguaje, acceder a la verdad?
El análisis del funcionamiento del lenguaje lleva a Nietzsche (al Nietzsche de Sobre verdad y mentira) a las siguientes conclusiones:
La primera es que el lenguaje es arbitrario. Así, por ejemplo, se establece que la Luna es femenina, el Sol masculino, se denomina serpiente a un animal que serpea, pero no al gusano que también lo hace, etcétera. (Ciertamente existe un tipo de lenguaje no arbitrario, pero ese lenguaje es tautológico –aquellas proposiciones que son verdaderas por principio, tales como las que Hume denominaba conocimiento de relaciones entre ideas-, y por ello no dice nada acerca del mundo).
La segunda conclusión es que, de ser posible la verdad, tendría que consistir en una acceso a la cosa en sí (recordemos que Kant diferenciaba entre realidad en tanto conocida y realidad en sí).  Pero eso es imposible.
El lenguaje se limita, por lo tanto, a nombrar a las cosas en tanto se relacionan con el hombre (en tanto fenómenos, no en tanto cosas en sí). Y para hacerlo se vale de metáforas. Eso que denominamos conocimiento es un puro juego de metáforas y antropomorfismos. La realidad, la cosa en sí, permanece ignorada.
Así, en un primer momento, recibimos impulsos nerviosos. Esos impulsos nerviosos se convierten en una imagen en mi mente (primera metáfora). A continuación la imagen se convierte en sonido articulado, en palabra (segunda metáfora).
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Posteriormente interviene la ciencia -el modo de operar de la ciencia-, convirtiendo la palabra en concepto. Esto sucede cuando una palabra se usa para designar a numerosas experiencias distintas.
Pero la ciencia no aumenta el conocimiento de la realidad en sí. No supone un avance en el acercamiento a la verdad.
En primer lugar, con la creación de los conceptos se introduce una nueva falsificación de la realidad, porque el concepto iguala lo no igual, uniformiza. Así surgen las esencias, las cualidades ocultas, y se habla de la «justicia», de la «honestidad». (O, como diría Platón, de la «idea de justicia», de la «idea de honestidad», etc.).
Los conceptos constituyen, además, otro tipo de antropomorfismos: el hombre crea conceptos para ordenar la experiencia, y luego descubre en la experiencia eso mismo que él ha puesto.
Así, por ejemplo, crea el concepto de «mamífero» (que, como todo concepto, no tiene nada que ver con ninguna experiencia). Luego, examinando un camello descubre que es un mamífero. Aparentemente ha descubierto una nueva verdad pero, en realidad, solo ha descubierto lo que el propio hombre ha puesto en la naturaleza.
Lo mismo sucede con las denominadas leyes de la naturaleza. Aparentemente las leyes de la naturaleza describen regularidades fijas e inmutables, independientes de nosotros, de nuestras percepciones. Ahora bien, las leyes de la naturaleza se construyen a partir del tiempo, el espacio y el número. Pero tiempo, espacio y número no forman parte de la realidad en sí (Nietzsche sigue con su particular interpretación de Kant), sino que es algo que nosotros ponemos en la naturaleza. Por lo tanto, una vez más, solo descubrimos en la naturaleza lo que nosotros hemos puesto en ella. Si un insecto o un pájaro pudiesen pensar encontrarían seguramente un mundo distinto, sujeto a un orden distinto, al servicio de sus propios intereses.
No hay, por tanto, una «percepción correcta», «objetiva» de la realidad, porque toda percepción consiste en una reducción del objeto al sujeto, y no hay forma de reducir la realidad a algo captado por un sujeto sin llevar a cabo una interpretación de esa realidad. Los supuestos hechos son solo interpretaciones.
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Armado con los conceptos el hombre construye un mundo seguro, ordenado, un mundo de leyes, jerarquizaciones. Pero es un mundo frío, gobernado por las abstracciones.
Ese mundo y ese tipo de verdad tienen que defenderse continuamente contra otro mundo (otra interpretación del mundo) y otro tipo de verdad, más originaria, más humana, más cálida. Esta es la que nace del impulso a la creación de imágenes, de metáforas. Cuando esta predomina tenemos, como en la Grecia antigua, un mundo gobernado por el mito y el arte. Un mundo en el que el hombre vive su vida despierta como si se tratase de un sueño. Un mundo en el que «un árbol puede hablar como una ninfa; en el que un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas; o en el que la misma diosa Atenea es vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas». Un mundo en el que, hasta la más simple vasija de barro, aparece cubierta con un manto de belleza.

7. La genealogía de la moral
(El valor de la moral)
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Nietzsche comienza su crítica a los «prejuicios morales» en Humano, demasiado humano y la continúa en obras posteriores como Más allá del bien y del mal, pero la lleva a su culminación en La genealogía de la moral.
En esta obra, y haciendo uso del método genealógico (método que consiste en explicar un fenómeno remontándose a sus orígenes) lleva a cabo un análisis sistemático de las nociones de bueno y malo, de las nociones de culpa, mala conciencia y similares, y del ideal ascético. Lleva a cabo, por tanto, un análisis, una crítica, de las nociones fundamentales implicadas en nuestras valoraciones morales.
El propio Nietzsche nos dice que los problemas con los que se enfrentó ya desde muy joven, y que le llevaron a esta crítica de la moral, fueron problemas del tipo: ¿Cómo se originaron los juicios de valor implicados en las nociones de bueno y malvado? ¿Qué valor tienen tales valores? Es decir, tales valores ¿han sido útiles o perjudiciales para el desarrollo humano? ¿Son un signo de plenitud, de desarrollo de la vida, o un signo de decadencia?
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Con respecto a las nociones de bueno y malo, de bueno y malvado, Nietzsche explica su origen así: inicialmente las nociones de bueno y malo fueron una creación de los poderosos, de la casta de los señores. Estos, que están poseídos por una vitalidad ascendente (y un sentimiento de distancia -pathos de la distancia- que nace de esa vitalidad ascendente), crean valores para afirmarse a sí mismos. Se califican a sí mismos de veraces, felices, justos, virtuosos, queridos de Dios.
Recordemos, por ejemplo, que los señores de la Grecia antigua se designaban a sí mismos como los aristos (= los mejores), y eran los mejores porque poseían -de modo innato, por nacimiento-, un conjunto de cualidades a las que denominaban areté (= virtud, excelencia).
Frente a estas cualidades con que se adornaban los señores, los sometidos, la plebe, eran calificados de infelices, cobardes, deshonestos, es decir, malos.
A esta moral, nacida de la afirmación de sí mismos, y de ese sentimiento de distancia, le denomina Nietzsche «moral de señores», o también «moral de hombres fuertes».
El término «señor», empleado aquí por Nietzsche, tiene, por tanto, un sentido histórico: hace referencia a las antiguas castas dominantes; pero tiene, también, un sentido vital y psicológico: hace referencia a aquellos individuos fuertes (esto es, activos, afirmativos), capaces de asumir la vida tal como es, capaces de asumir el carácter trágico de la existencia.
Pero, frente a esta moral de señores, o de los fuertes, triunfará, finalmente, una «moral de esclavos», de «hombres débiles», una «moral de rebaño».
El término «esclavo» tiene, igualmente, un sentido histórico y vital-psicológico. Esclavos son los individuos sometidos del mundo antiguo, pero también los individuos débiles (es decir, pasivos, reactivos), arrastrados por una vitalidad descendente, que les vuelve incapaces de asumir la vida tal cual es, por lo que reniegan de la vida y se convierten en seres resentidos frente al mundo.
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¿Cómo llega a triunfar la moral de esclavos frente a la moral de señores?
Según Nietzsche merced a una inversión de los valores llevada a cabo por los sacerdotes judíos y sus herederos cristianos.
¿Y cómo se produce esta inversión de valores?
La casta sacerdotal constituye una casta aristocrática, que disputa el poder con la aristocracia guerrera. Pero se trata de una casta aristocrática peculiar, una mezcla de aristócrata y esclavo, de señor y siervo. Una casta cuya virtud principal no es el valor, la energía creadora, o la salud, sino la astucia.
Como casta de señores, la casta sacerdotal quiere dominar, crear su mundo, someter a los hombres para dar forma a la sociedad. Pero carece de la capacidad creativa propia de los señores, carece de la vitalidad ascendente, de la energía activa, afirmativa, que caracteriza a los señores. A consecuencia de esto el sacerdote solo puede crear de modo reactivo, reaccionando frente a lo que hay, negado los valores instaurados por la aristocracia guerrera.
Y así, empleando la astucia, los sacerdotes judíos y, sobre todo, cristianos, llevan a cabo una auténtica inversión de los valores.
De modo que aquello que los aristócratas antiguos consideraban bueno, virtuoso (en el sentido de superior, elevado) pasará a ser calificado como moralmente malvado. Mientras que aquello que era considerado por los aristócratas antiguos como malo (en el sentido de bajo, inferior), pasará a ser considerado moralmente como bueno, y a sus poseedores como los buenos, los justos, los amados de Dios.
Así, el poder, la riqueza, el orgullo, la plenitud, el goce, la salud (es decir, los valores consustanciales a una vida más intensa, a una vitalidad ascendente, que eran los valores amados por los señores antiguos), serán despreciados por los cristianos, y sus poseedores serán considerados malvados.
Y, justo las contrarias, serán las cualidades que adornen a los buenos. Los buenos serán, por tanto, los pobres, los simples, los humillados, los humildes, los sufrientes, los que se empequeñecen; tales serán los queridos de Dios.
Tras este cambio de valores el sacerdote cristiano consigue un doble objetivo, derrotar a los antiguos señores, y hacerse con el poder.

8. La crítica a la metafísica
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Desde el inicio de su obra filosófica Nietzsche somete a crítica la concepción metafísica de la realidad. En El nacimiento de la tragedia, esta crítica aparece como el intento de desarrollar una metafísica de artista, que sustituya a la metafísica tradicional.
La metafísica tradicional, tiene su origen en el mismo impulso que origina la ciencia, en el triunfo del hombre teórico.
El hombre teórico surge de la incapacidad de asumir la existencia tal cual es, de la incapacidad de enfrentarse con los aspectos problemáticos de la existencia (de enfrentarse con el devenir, con el conflicto, con el sinsentido), de una manera afirmativa. El hombre teórico carece de la salud suficiente, de la fuerza vital, para asumir la vida tal cual es, y de convivir con ese conocimiento, con esa sabiduría trágica. Por ello necesita de la razón como guía para la vida. Necesita construir un mundo racional, un mundo de conceptos, fijo, inmutable, al que somete la vida.
Esta concepción racional, teórica, del mundo, nace, como hemos visto, con Sócrates. Pero será Platón, el genial y extraordinario discípulo de Sócrates, el que construya una nueva concepción del mundo a partir de los postulados socráticos. Con Platón nace el dualismo ontológico. Nace esa concepción de la realidad que la divide en mundo sensible y mundo inteligible. Colocando el ser y la verdad, en lo inteligible.
Y a eso es a lo que denomina Nietzsche metafísica; o, para ser más precisos, interpretación metafísica del mundo. Pues metafísica significa, literalmente, más allá de la física. Nietzsche toma el término metafísica en este sentido literal para denominar a aquella concepción del mundo que sitúa la realidad, la verdad, más allá del mundo físico, en un mundo suprasensible, suprafísico. Metafísica es, por tanto, sinónimo de platonismo.
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El problema es que la metafísica, la concepción metafísica del mundo, convierte en real, en verdadero, el mundo imaginario de los conceptos. Un mundo constituido por entidades eternas, simples, inmutables, inmateriales.
Pero, al hacerlo así, el mundo real -el mundo cambiante, lo sensible, en suma-, acaba devaluado. A partir de Platón, la auténtica realidad (lo que Nietzsche considera que es la única realidad, que es la realidad material, sensible), es concebida como una mera apariencia, como una falsa realidad (el mundo de lo opinable, le denomina Platón).
Posteriormente, el cristianismo asumirá, en lo esencial, esta concepción metafísica de la realidad, poniendo a Dios en el lugar del mundo de la ideas. El cristianismo no es más que una vulgarización del platonismo, es «platonismo para el pueblo», en palabras de Nietzsche. Aunque con una diferencia: si para Platón la verdad, el mundo inteligible, era accesible al sabio, con el cristianismo se produce una moralización de la existencia, de modo que la verdad, Dios, solo es accesible al justo, al bueno.
Con el triunfo del cristianismo esta devaluación de lo sensible a favor de lo suprasensible contaminará toda la cultura europea, conduciendo a esta al nihilismo.

9. Nihilismo y muerte de Dios: el último hombre
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El término nihilismo procede del latín nihil (= nada). Fue empleado por vez primera por el escritor ruso Iván Turgueniev, convirtiéndose en un término de uso corriente en el mundo literario, filosófico y político ruso de la segunda mitad del siglo XIX. Nihilistas eran quienes negaban sentido a la existencia, o, de manera menos radical, cualquier tipo de sentido trascendente a la existencia.
Nietzsche se apropia el término para designar a la voluntad de nada que acompañan a la moral y la metafísica occidental.
La moral triunfante, es, como hemos visto, una moral de hombres débiles, de esclavos, fruto de una vitalidad descendente. Esa moral niega todo lo que intensifica la vida, pregonando, por el contrario, como valores positivos, como «bueno», el desinterés, el sometimiento, la autohumillación, etc.
La metafísica surge, igualmente, de esa vitalidad descendente, que engendra al hombre teórico, al hombre incapaz de asumir los aspectos terribles de la existencia, de asumir el devenir, el azar, el conflicto, el sufrimiento. Ese hombre teórico crea un mundo ideal, un mundo de entidades eternas, inmutables, fijas, racionales. Es decir, un mundo suprasensible donde coloca la verdad y la realidad.
Pero, al negar todo lo que intensifica la vida, al defender el desinterés, la autohumillación, el sometimiento al deber, y al poner la verdad y la realidad en un mundo suprasensible, se condena a la vida real, a la vida inmediata, sensible.
La moral y la metafísica occidental arrastran consigo, por lo tanto, el nihilismo, que es la negación de valor a lo sensible, a lo real, para subordinarlo a lo inteligible, a lo ideal.
Pero, esa voluntad de nada, que está detrás de la moral y la metafísica, esa incapacidad de querer, de asumir la vida, acaba, finalmente, negando valor a lo suprasensible, a lo inteligible, al mundo ideal. Eso sucede, dice Nietzsche, en nuestra época. Por eso, finalmente, «Dios ha muerto».
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La expresión «Dios ha muerto» que Nietzsche emplea para constatar la consumación del nihilismo, no es, como pudiera parecer, una simple manifestación de ateísmo. Nietzsche no problematiza la existencia de Dios. El ateísmo lo da por supuesto.
Ahora bien, con esta expresión Nietzsche va más allá del simple ateísmo, del ateísmo corriente, incapaz de ver todo lo que la muerte de Dios trae consigo.
En primer lugar, con el término «Dios» no se refiere a una simple figura que adopta la fe. No se refiere solamente al Dios cristiano, por ejemplo. El término Dios incluye todo ideal, toda instancia suprafísica desde la cual se juzgue lo físico; incluye, por ejemplo, el bien, la verdad, la belleza, la justicia, etc.
Que Dios ha muerto significa, por tanto, la liquidación de la metafísica (es decir, del platonismo, que es como entiende Nietzsche lo metafísico). Que Dios ha muerto significa que ya no hay ninguna instancia suprafísica desde la cual juzgar lo sensible. Significa que ese lugar, esa instancia, desde el que se juzgaba, ya no existe; ya no hay ninguna fuente de valoración.
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La consumación del nihilismo, la muerte de Dios, el final de la metafísica, trae consigo el reinado de último hombre.
El último hombre constituye la humanidad que ha perdido todo ideal, pero, al perder toda instancia valorativa no tiene un criterio para juzgar, por lo que es incapaz de darse cuenta de su pérdida. El último hombre es el hombre que vive en la muerte de Dios, pero que todavía no ha asumido las consecuencias de la muerte de Dios.
El último hombre sobrevive sobre la faz de la Tierra, «con sus pequeños placeres para el día y sus pequeños placeres para la noche», incapaz de toda grandeza, incapaz de entender, incluso, qué pueda significar grandeza.
El último hombre, es no obstante, el paso previo al superhombre.
Para esta transformación del último hombre tiene que producirse una radicalización previa del nihilismo.
Esta radicalización del nihilismo se produce con la asunción de la muerte de Dios. Asumir la muerte de Dios significa asumir la muerte de todo ideal. Pero esa negación de todo ideal significa negar los propios valores que nos han traído hasta aquí. Significa negar la concepción moral y metafísica imperante.
Esta negación de los valores imperantes, de los valores que han conducido al nihilismo, sigue siendo nihilismo, pero un nihilismo que podemos denominar positivo, por contraposición al nihilismo implícito en la evolución de la cultura occidental (que podríamos denominar nihilismo negativo).
Ese «nihilismo positivo», que no deja de ser una consecuencia del discurrir del nihilismo, al negar valor a los valores dominantes (a los valores surgidos de una voluntad de nada, a los valores impregnados de nihilismo), prepara la humanidad para un nuevo comienzo, para la creación de nuevos valores, para una transvaloración de los valores.

10. La transvaloración de todos los valores
(Acerca de camellos, leones y niños)
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En el primer capítulo de Así habló Zaratustra, Nietzsche expone, por boca de Zaratustra, las tres transformaciones que ha de sufrir el espíritu humano.
Estas transformaciones aparecen explicadas mediante símbolos, como es habitual en la obra nietzscheana. Así, el espíritu se convierte en camello, el camello en león y el león, finalmente, en niño.
El camello, que es el animal de carga por excelencia, simboliza al hombre moral, al hombre que carga con el deber (entendido como una carga ajena, una carga que le es impuesta, pero que asume). Simboliza, al mismo tiempo, al hombre que se autoniega, que castiga continuamente su voluntad para que solo se haga el deber. Por ello, podría entenderse, también, como un símbolo del nihilismo en su aspecto negativo (esto es, que niega sentido a su existencia real, inmediata, en la medida en que pone su vida en función de otra cosa).
Pero, en medio del desierto el camello se convierte en león. El león simboliza al hombre que puede decir no, que niega el deber impuesto para ganar su propia libertad. Podría simbolizar también el nihilismo en su aspecto positivo, el nihilismo que dice no a los valores instaurados, con lo cual prepara el terreno para la creación de nuevos valores.
Pero el león ha de transformarse todavía en niño. El niño simboliza dos cosas: la inocencia, y un nuevo comienzo.
El niño simboliza al hombre posterior a la muerte de Dios, al hombre que contempla el mundo desde la perspectiva del eterno retorno. Es decir, el hombre que acepta el instante, el devenir, como el valor supremo, pues no hay ninguna instancia desde el que este pueda ser juzgado. Eso es lo que significa la inocencia. No hay culpa porque ya no hay frente a qué ser culpable. No hay un criterio (Dios, el mundo inteligible) frente a lo cual se juzgue lo sensible.
Pero una vez negados los valores del hombre moral, y ganada la libertad, simbolizadas ambas cosas por el león, se impone, ahora, la creación de nuevos valores, de valores afirmativos (el niño es «un santo decir sí»), guiados por la voluntad de poder, cuya máxima expresión consiste en asumir el eterno retorno. Por ello el niño es un nuevo comienzo.
Por todo lo dicho el niño parece simbolizar, en definitiva, el superhombre.
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El capítulo en su conjunto simboliza, en cualquier caso, el discurrir de la cultura occidental (y, acaso, la peripecia vital del propio Nietzsche).
Con el triunfo de la interpretación metafísica (platonismo) y moral (cristianismo) del mundo, la cultura occidental sufre su primera transformación.
Pero la metafísica y la moral son esencialmente nihilistas. Conducen, en primer lugar, a la devaluación del mundo sensible, de la vida terrena. Pero, finalmente, el propio mundo inteligible, el trasmundo desde el que se determinaba el valor de lo sensible, también se devalúa (Dios ha muerto).
Llegados a este estado de cosas es el momento de radicalizar el nihilismo -y en esto consiste el nihilismo en su aspecto positivo-, negando valor a los valores que nos han traído hasta aquí. Esa es la labor que Nietzsche lleva a cabo con su crítica a las raíces de la cultura occidental.
Hecho esto es el momento de la creación de nuevos valores, de aproximarse al mundo desde una nueva perspectiva. Y aquí aparece la parte positiva de la obra de Nietzsche, que reconstruye la concepción filosófica del mundo a partir de las nociones de voluntad de poder, eterno retorno de lo mismo, y superhombre.

11. La voluntad de poder
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Desde el momento en que Nietzsche comienza su reflexión filosófica, convierte a la vida en una categoría filosófica fundamental.
Ahora bien, Nietzsche no emplea el término «vida» con un sentido biológico, no se está refiriendo a alguna función o propiedad que posean ciertos seres como los animales o los vegetales. Tampoco tiene un sentido biográfico, no se refiere a la vida humana, personal e intransferible.
El término vida lo emplea Nietzsche con un sentido que recuerda al concepto presocrático de physis: la vida incluye a la totalidad de lo que es, y al fondo de donde brota continuamente la totalidad de lo que es.
La vida es, por tanto, el fundamento de todo. Por eso critica Nietzsche a quienes, como Schopenhauer, cuestionan la vida. La vida no puede ser juzgada porque no hay ninguna instancia desde la cual juzgarla, no hay un fuera de la vida, desde donde valorarla. Por el contrario, la vida es el fundamento de todo valor.
Posteriormente, cuando la reflexión nietzscheana ha alcanzado su madurez, la vida será calificada como voluntad de poder («la vida es voluntad de poder, y nada más»).
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¿Y qué es la voluntad de poder?
Para entender lo que significa esta categoría esencial hay que comenzar aclarando lo que «no» significa.
De entrada el término voluntad de poder no significa aspirar al poder (si por tal cosa entendemos algo ajeno a la voluntad y que la voluntad trataría de alcanzar). Eso supondría aspirar a algo que no se tiene. Pero, en ese caso, la voluntad de poder no podría ser el fundamento de todo; estaría subordinada al objeto de su deseo.
La voluntad de poder no es algo exclusivamente humano; no se trata de una facultad humana, que haya de estudiar la psicología, por ejemplo. La voluntad de poder es la sustancia del mundo, es el constituyente esencial de toda la realidad.
Voluntad de poder tampoco significa voluntad de existir. Esta última expresión había sido empleada por Schopenhauer para caracterizar la esencia del mundo. Schopenhauer entendía que todas las cosas están impulsadas por una voluntad de existir; voluntad de existir que llevaría a todo a enfrentarse con todo, y que, por ello, sería la fuente última de todo sufrimiento. Nietzsche considera este concepto un sinsentido, pues si lo que ya existe se limita a querer existir, entonces no está movido por voluntad alguna. Por el contrario Nietzsche sostiene que lo que ya existe quiere más, quiere ir más allá de sí mismo.
Nietzsche contrapone, también, la voluntad de poder a la voluntad de verdad. Desde antiguo se viene diciendo que el hombre está animado por una voluntad de verdad, de conocimiento. Así, por ejemplo, Aristóteles dice que todos los hombres desean por naturaleza saber, y que el saber no se busca con vistas a ninguna utilidad, sino por sí mismo. Pero Nietzsche considera que la verdad no constituye «en sí misma» un valor; la verdad es un valor subordinado, solo es querida en tanto sirve a la vida; es decir, en tanto sirve a la voluntad de poder, en tanto es una manifestación de esa voluntad de poder.
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¿Qué es, entonces, la voluntad de poder?
La voluntad de poder es un impulso de todo a «afirmarse» a sí mismo, que le lleva a «ir más allá» de sí mismo.
Esto quiere decir lo siguiente: la voluntad de poder es voluntad afirmativa, de afirmarse a sí misma. Pero, como está en la naturaleza de la voluntad el ir más allá de sí misma (puesta toda voluntad es «voluntad de»), al afirmarse a sí misma afirma ese impulso a ir más allá de sí misma, a sobrepasarse a sí misma.
(Para hacernos una idea de qué significa esto imaginemos que, en el seno de un movimiento acelerado, el movimiento pudiese afirmarse a sí mismo. Pues bien, como, en este caso, el movimiento es acelerado, al afirmarse a sí mismo estaría afirmando el ir más allá de sí mismo, estaría afirmando el aumento continuo de la cantidad de movimiento).
Este impulso a ir más allá de sí misma es lo que lleva a la voluntad de poder, a la vida, a la creación incesante de formas nuevas, y sobre todo, de valores nuevos. Por eso se puede decir que voluntad de poder es una voluntad de crear, y se manifiesta en el arte y en el artista mejor que en cualquier otra expresión humana.
Y tal impulso a afirmarse, y afirmándose, a ir más allá de sí mismo, constituye la sustancia del mundo, el ser del mundo, el ser.

12. El eterno retorno de lo mismo: la máxima aproximación de ser y devenir
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Desde los orígenes de la filosofía se viene identificando lo real con lo fijo, lo permanente, lo eterno. Mientras que lo que cambia, lo que deviene, será considerado mera apariencia, algo próximo al no ser.
El primero en diferenciar de manera clara entre «ser» y «parecer» fue un discípulo de Parménides, Zenón de Elea. Zenón elabora una serie de argumentos con los que pretende demostrar que el objeto de la razón es el ser, que es simple, eterno e inmutable; mientras que, por el contrario, cuando tratamos de explicar racionalmente lo que es múltiple y cambiante nos encontramos con paradojas. Pero como, siguiendo a Parménides, Zenón admite que lo mismo es ser y pensar, concluye que el cambio y la multiplicidad, dado que son impensables, no son, son solo aparentes.
Esa contraposición entre «ser» y «parecer» llevará, posteriormente, a Platón, a diferenciar entre mundo inteligible y mundo sensible.
El mundo inteligible es captado a través del entendimiento, y está constituido por cierto tipo de realidades inmateriales a las que denomina «ideas». Tales «ideas» son simples, eternas e inmutables. Por esta razón, el mundo inteligible constituye el mundo verdadero, el mundo real, lo que verdaderamente es.
El mundo sensible es el mundo captado a través de los sentidos, y está constituido por realidades materiales, que, como tales, son compuestas y cambiantes, sometidas al devenir. Por estar sometidas al devenir, tales realidades no tienen ser pleno (porque están permanentemente dejando de ser lo que son); el mundo sensible no es un mundo auténticamente real, posee solo una apariencia de realidad.
Esta identificación del ser con lo permanente (con lo inmutable y eterno), y de lo sensible y cambiante con el no ser, impregna, en buena medida, todo el pensamiento filosófico occidental. De modo que se podría decir que todo el pensamiento occidental hace suya la máxima de que «lo que es no deviene, lo que deviene no es».
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Siguiendo esta tradición filosófica occidental, Nietzsche identifica «ser» con «ser eterno», con «permanecer». Pero, frente a esta tradición tratará de demostrar que lo plenamente real es lo inmediato, lo sensible; es decir, que la permanencia es un rasgo de lo sensible.
Ese intento de pensar lo inmediato (lo sensible, lo que cambia), como poseyendo plenitud, permanencia, es lo que le lleva a desarrollar la noción de eterno retorno de lo mismo. A este respecto dice Nietzsche que el eterno retorno de lo mismo es la «máxima aproximación de ser y devenir».
Tenemos entonces que, la idea del eterno retorno de lo mismo es un modo de concebir el instante (lo inmediato, lo sensible, el devenir). El eterno retorno de lo mismo pretende concebir lo sensible de tal modo que no aparezca subordinado a nada suprasensible.
Dicho de otro modo: el eterno retorno de lo mismo es un intento de pensar lo sensible asumiendo la muerte de Dios. Esto quiere decir que no hay ninguna instancia (ningún mundo ideal, ninguna ley, ningún valor) que esté por encima de lo sensible e inmediato, y a la que debiese someterse lo sensible e inmediato.
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Veamos, ahora, en qué consiste eso del eterno retorno de lo mismo.
Partimos de que el universo tiene una duración temporal infinita: no tiene un principio en el tiempo ni tiene un fin temporal. (No tiene un principio porque, si no hay un creador, y el universo existe, solo cabe pensar que ha existido desde siempre. Y no tiene un final porque, si el universo estuviese abocado a un final, en un tiempo infinito este ya se tendría que haber dado.)
Ahora supongamos que los estados de cosas posibles son finitos (no es exactamente esta la suposición de la que parte Nietzsche pero nos sirve para aproximarnos a una explicación física de lo que es el eterno retorno).
Pues bien, si el tiempo es infinito y los estados de cosas posibles finitos, llegará un momento en que todos los estados de cosas posibles ya se habrán dado, ya habrán sucedido. De modo que, a partir de entonces, tendrán que repetirse de nuevo. Pero, como el tiempo es infinito, llegará de nuevo un momento en que todos los estados de cosas posibles se habrán vuelto a agotar. Por lo que, a partir de entonces, volverán a repetirse de nuevo. Y así eternamente. Cada estado de cosas, cada instante, se repetirá eternamente.
Ahora bien, esto es una primera aproximación a lo que significa el eterno retorno de lo mismo. Y cometeríamos un error si creyésemos que lo que está diciendo Nietzsche es que todo lo que pasa volverá a pasar «dentro de» mucho tiempo, y luego volverá a pasar, «otra vez», «dentro de» mucho tiempo, etcétera. De hecho, es frecuente entender así el eterno retorno de lo mismo.
Sin embargo, el tiempo no existe como algo distinto de los cambios en los estados de cosas, como algo independiente de los sucesos. No habría tiempo si no hubiese sucesos. Pero si el tiempo no es independiente de los sucesos, entonces, si un mismo suceso se repite, se repite el mismo tiempo. (Porque eso «mismo» también incluye el «mismo» tiempo).
El eterno retorno de lo mismo no significa, por tanto, que todo vuelva a repetirse dentro de una determinada cantidad de tiempo, sino que cada instante es, en sí mismo, un eterno retornar.
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El eterno retorno de lo mismo nos lleva, así, a concebir de otra manera el instante.
El rasgo más destacado del instante, de lo inmediato, es el «pasar». Todo instante viene caracterizado, ante todo, porque pasa -se desvanece-, para dar paso a otro instante. Y ese encadenamiento de instantes que pasan, que se desvanecen, es lo sensible. De ahí que sea fácil concluir que lo sensible es un puro desvanecerse, y que, por ello, carece de ser, carece de valor.
Pero si pensamos el instante desde la perspectiva del eterno retorno de lo mismo, tendremos que concluir que este no se caracteriza solo por el pasar, sino también por el retornar. Esto es, desde la perspectiva del eterno retorno de lo mismo cada instante pasa, pero retorna; se desvanece, pero permanece; deviene, pero es y conserva su plenitud. Ser y devenir significan, ahora, lo mismo.
Frente a la tradición metafísica (entendiendo por tal, siguiendo a Nietzsche, la tradición platónica), que separaba el ser del devenir, ambos, aparecen, ahora, fusionados.
El eterno retorno supone la máxima expresión de la voluntad de poder, pues es la voluntad absolutamente afirmativa, la afirmación absoluta de cada instante en su ser, en su plenitud, y, al mismo tiempo, el sobrepasamiento de cada instante, pues cada instante arrastra consigo el devenir de la totalidad de las cosas.
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Asumir la idea de eterno retorno provocará una transformación de la humanidad.
La primera consecuencia que parece sacar Nietzsche de tal asunción es que el eterno retorno dividirá en dos a la humanidad: por un lado se situarán los individuos fuertes, afirmativos, capaces de decir sí a la vida, para quienes el descubrimiento de tal idea se convertirá en «el instante más feliz». Por otro se situarán los individuos débiles, reactivos, resentidos frente a la vida, para quienes el descubrimiento de esta idea les volverá la vida insoportable, y «querrán abandonarla cuanto antes».
Pero la asunción del eterno retorno provocará, también, una transformación en el seno de los propios individuos: asumir que cada instante es eterno eliminará del individuo todo lo que en él es resentimiento, reacción, condena de la vida. Pues si cada instante es eterno, si cada decisión se repetirá eternamente, solo cabe tomar aquellas decisiones que podamos asumir en toda plenitud, todas aquellas decisiones a las que podamos decir sí, sin condiciones.
Dicho de otra manera: la asunción del eterno retorno potenciará lo que en el individuo (que no es más que un campo de fuerzas) hay de fuerte, y eliminará lo que hay de debilidad. Potenciará la voluntad afirmativa, ascendente, y eliminará la voluntad reactiva y decadente.
De ahí se puede sacar algo parecido a un imperativo moral, pero de una moral que ya no subordina la vida, la acción, a ninguna ley, a ningún ideal, fuera de la decisión misma, del acto mismo. Este imperativo moral dice lo siguiente: aquello que hagas has de quererlo de verdad, lo único que no te está permitido es el querer a medias.
Es decir, si tus decisiones arrastran tras de sí el retorno permanente, no podrás librarte de ellas, adquieren un valor absoluto en sí mismas, por lo que no podrás permitirte aquello que realmente no quieras, aquello que habías aceptado con la condición implícita de que, después de todo, todo desaparece y no importa lo que hagas.

13. El superhombre
(La humanidad más allá del hombre)
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Acerca de lo que entiende Nietzsche por superhombre también se han hecho muchas interpretaciones caricaturescas. Por ello conviene comenzar señalando lo que «no» es el superhombre.
Ante todo no es un tipo humano biológicamente diferenciado, no se trata de una evolución biológica a partir del hombre (aunque algunas expresiones empleadas a veces por Nietzsche se presten a esta confusión). Tampoco un modelo racial determinado.
El superhombre nace de la asunción del eterno retorno de lo mismo. Al asumir el eterno retorno de lo mismo, el hombre se libera de todo resentimiento frente al mundo, frente a lo sensible, frente al devenir. La asunción del eterno retorno libera al hombre de la venganza «contra el tiempo y su fue», que es la forma esencial de toda venganza.
¿Qué quiere decir esto?
Recordemos que lo que caracteriza a lo sensible, al instante, es el pasar; lo sensible es puro devenir. Eso hace que la voluntad, la vida, no pueda nada frente al devenir, pues este es pasar, y la voluntad no puede nada frente a lo ya pasado. Pero decir que la voluntad, la vida, no puede nada frente al devenir es lo mismo que decir que la voluntad, la vida, no puede nada frente a sí misma, no es dueña de sí misma. Porque la vida es devenir, la voluntad es devenir.
Por esta razón la voluntad, la vida, se ve impelida a mirar con desprecio lo sensible, se venga de aquello sobre lo que ya no tiene poder alguno engendrando un mundo inteligible, eterno, verdadero, consolador.
Pero asumir el eterno retorno, querer el eterno retorno, significa decir sí a lo sensible, decir si al instante y al encadenamiento de instantes que trae consigo (encadenamiento de instantes que se prolongan al futuro y al pasado). Es sustituir el «así fue», por el «así lo he querido yo». La voluntad, la vida, afirma la realidad, no reniega, no busca una venganza imaginaria contra aquello que se le escapa, porque lo hace suyo, se hace dueña de sí.
Y a esta voluntad afirmativa, que dice sí a lo terreno, le denomina Nietzsche, como ya vimos, voluntad de poder. Por eso el superhombre es también aquel individuo en el que la voluntad de poder es máxima, pues al afirmar el eterno retorno afirma la totalidad de lo que existe, quiere la totalidad de lo existente.
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De la concepción del superhombre que hemos expuesto se derivan una serie de consecuencias:
Primera consecuencia: el superhombre aparece como un tipo humano a conseguir. Por lo tanto, el superhombre aparece como un nuevo ideal. Pero ya hemos visto que Nietzsche critica todo ideal. Precisamente, la muerte de Dios y la asunción del eterno retorno de lo mismo significan la renuncia a todo ideal.
¿No está Nietzsche incurriendo, entonces, en una contradicción?
No, porque el superhombre no implica subordinar la vida humana a algo fuera de sí misma, por encima de sí misma, sino que, precisamente, nace de asumir, de querer, lo existente tal cual es, de afirmar la totalidad de lo existente, sin renegar de ningún instante.
Segunda consecuencia: la razón práctica conduce, según Kant, a la defensa de la dignidad, que consiste en que el hombre es valioso en sí mismo, es un fin en sí mismo.
Para Nietzsche, sin embargo, el hombre no es un fin en sí mismo, sino un puente hacia el superhombre. Pues el hombre, históricamente considerado, está movido por el resentimiento frente al mundo, lo que le lleva a la incapacidad de querer, de un querer afirmativo, que dice sí a la existencia, convirtiéndose en un ser débil; y le lleva además a crear un mundo ideal, al que somete sus decisiones, convirtiéndose en rebaño. Incluso Kant, subordina la acción del individuo a una regla, a una ley que uniformiza: el imperativo categórico. El superhombre nietzscheano, por el contrario, nace de querer el eterno retorno, cuya máxima es, haz lo que quieras de verdad, aquello que quisieses que quede fijado para toda la eternidad. Con ello el individuo gana su querer, y gana su libertad.
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Para finalizar, se pueden encontrar ciertas similitudes entre el superhombre nietzscheano y el hombre desalienado de Marx. Tanto el hombre desalienado de Marx como el superhombre de Nietzsche es el individuo que se autoposee.
En el caso de Marx porque el hombre desalienado es el individuo que, finalmente, vive acorde a su propia esencia, una vez eliminado el sistema de explotación que lo reducía a miembro de una clase, a no-humano.
En el caso de Nietzsche, porque el superhombre es el que ha desterrado todo resentimiento frente al mundo, y vive acorde con su propia ley, que es, en última instancia, la aceptación del devenir, la liberación de todo sometimiento a un supramundo.

14. Nietzsche en la historia del pensamiento
El pensamiento de Nietzsche, despreciado en principio por la filosofía ofi­cial, tiene, sin embargo, una gran acogida en­tre el mundo ar­tístico (novelistas, poetas e, in­cluso, músicos), ejerciendo una gran in­fluen­cia sobre personajes como Richard Strauss, Rainer Maria Rilke, Tho­mas Mann, Hermann Hesse, Robert Musil, André Gide, etc.
Más tarde será su­ce­si­vamente apro­pia­do, con finalidades políticas, por anar­quis­tas, na­cio­nal­so­cia­lis­tas, cierta derecha aristocratizante, etc. Ello es posible porque Nietzsche es un pensador asistemático, dado a expresarse mediante aforismos, y dado, también, a expresarse mediante alegorías, lo que facilita que se puedan hacer interpretaciones diversas de su obra (sobre todo si nos quedamos con el fragmento, con la parte, y no con la totalidad).
Posteriormente Nietzsche será considerado como un precursor de la filosofía de los valores (cuyos más destacados representantes serían Max Scheller y Nicolas Hartmann), del vitalismo (en que se incluyen a pensadores como Henri Bergson y José Ortega y Gasset -raciovitalismo-), y de la filosofía analítica, (por la importancia que da Nietzsche al análisis del lenguaje, para mostrar como el lenguaje determina el pensamiento, falsifica el pensamiento).
En 1961 se publica Nietzsche, del filósofo alemán Martin Heidegger. En este escrito Heidegger lleva a cabo una reinterpretación de la obra de Nietzsche que lo convierte en el último de los pensadores metafísicos, el que cierra la historia de la metafísica. A partir de entonces Nietzsche ha quedado ple­namente integrado dentro del pensamiento filo­só­fico occi­den­tal.
En un escrito de 1965, el filósofo francés Paul Ricoeur, emplea la expresión maestros de la sospecha, para calificar a aquellos pensadores que han mostrado como el ser humano vive instalado en una conciencia falsa de la realidad. Los maestros de la sospecha serían, a juicio de Ricoeur, Marx, Nietzsche y Freud.
Entre las décadas de los 60 y de los 90 del siglo pasado se desarrolla lo que se conoce como pensamiento postmoderno, en el que se suele incluir a pensadores de la talla de Jean Baudrillard, Jean-FranÇois Lyotard, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Gianni Vattimo, etcétera, que tiene a Nietzsche como uno de sus más importantes inspiradores.
           
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-Nietzsche, Friedrich: Crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1984.
-Nietzsche, Friedrich: El anticristo. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1984.
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