miércoles, 30 de marzo de 2016

(X) LA FILOSOFÍA EN LA EDAD MEDIA: DEL SIGLO V AL XII

1. Con­tex­to his­tó­ri­co gene­ral
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En los primeros siglos de la Alta Edad Media sucedieron varios acontecimientos especialmente relevantes para la historia de la humanidad: la caída definitiva del Imperio romano de Occidente, la aparición de las primeras órdenes religiosas, la formación de la sociedad feudal y la aparición y expansión del islam.
En el año 476 los bárbaros entran en Roma y deponen al que sería el último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo. Se suele tomar esta fecha para señalar el fin del la Edad Antigua y el inicio de la Edad Media, que los historiadores suelen dividir en dos subperíodos: (1) La Alta Edad Media, que abarcaría hasta mediados del siglo XI, cuando se inicia el despegue económico del mundo cristiano Occidental. (2) La Baja Edad Media, cuyo final se suele fechar en 1453, con la caída de Constantinopla en poder de los turcos, o en 1492, con el descubrimiento de América.
De la destrucción del Imperio romano de Occidente surgen varios reinos -el Reino visigodo de Hispania, el Reino lombardo de Italia, el Reino franco de la Galia, etcétera-, controlados por los invasores germánicos.
Las ciudades se despueblan. Hay una vuelta al campo, donde se genera una econo­mía que gira en tor­no a la agricultura basada en el auto­abas­teci­mien­to y que emplea una tecnología muy rudi­men­ta­ria.
Paulatinamente se va gestando un siste­ma de orga­niza­ción social que sería conocido como socie­dad feu­dal, que alcanza su pleno desarrollo tras la liquidación del Imperio carolingio, y cuyo ras­go más caracte­rístico es la división tripartita de la sociedad en esta­men­tos con funciones clara­mente dife­ren­ciadas: la aristocracia guerrera, la Iglesia y los campesinos.
Otra novedad es la aparición de las órdenes religiosas. En Occidente la pri­mera es la de los bene­dictinos, fundada por Benito de Nursia (480‑557), que tuvo un pa­pel muy destacado en la conservación y tras­mi­sión de la cultura antigua (dado que, aparte de los mon­jes, nadie sabía leer ni escribir).
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Después de caído el Imperio romano de Occidente, el emperador de Oriente era el único con derecho a lle­var el distintivo imperial. Por ello los emperadores de Orien­te mantuvieron una política tendente a la reu­ni­fi­ca­ción universal del mundo cristiano bajo su man­do. Justinia­no I (527‑565) reconquistó gran par­te del Mediterráneo oc­cidental, de modo que el nor­te de África, el sudeste de España, Sicilia, Cer­de­ña, Córcega, y toda la península italiana, quedaron bajo su go­bier­no.
Pero, sobre el 640, parte de los territorios orientales fueron conquistados por el emergente poder ára­be‑islámico. Al mismo tiempo, casi toda Italia pasó a poder de los lombardos.
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Mientras en la Europa Occidental se está fraguando la sociedad feudal y el Imperio romano de Oriente se transforma en el Imperio bizantino, en la península arábiga aparece una nueva religión que tendrá un papel determinante en la historia: el islam.
El islam surgió como una nue­va religión monoteísta, fundada por Abû I-Qâsim Muhammad (570‑632), más conocido en Occidente como Mahoma, a partir de su personal interpretación de ele­mentos judeo‑cristianos (sus seguidores asumen como propia gran parte de la tradición bíblica), y de las tradiciones religiosas árabes.
Los dogmas fun­da­­mentales del islam están recogidos en el Corán, su libro sagrado. Algunos de tales dogmas son: (1) Existe un solo Dios, creador del mundo, que se ha revelado a los hombres a través de los pro­fetas (entre ellos: Abraham, Moisés, Jesús, y Mahoma, el último profeta). (2) Existe vida tras la muerte, en la cual los buenos recibirán recompensas y los malos castigos. (3) Existen ángeles que son los mi­nis­tros de Dios. (4) Existen demonios (o genios ma­lignos). Etcétera.
Cuando Mahoma comenzó a predicar la nueva fe en su ciudad natal, los comerciantes, temiendo que pusiera en peligro sus negocios, planearon ase­si­narle, con lo que tuvo que huir (el 15 de julio del 622 de la era cristiana, fecha que se toma como punto de partida del calendario islámico), a la ciu­dad que luego sería rebautizada como Medina (Me­dinat el Nabi = ciudad del profeta).
En Me­dina, Mahoma encontró apoyo en dos tribus que do­mi­na­ban la ciudad y desde ella inició una expansión reli­gioso‑mi­litar que le llevó a hacerse con el con­trol de la propia Medina, de La Meca, y de toda la re­gión adyacente conocida como Hiyaz.
Tras la muerte de Mahoma, sus sucesores, deno­minados califas, continuaron la labor de expan­sión del islam. A Mahoma le sucedió su suegro Abu Bark, a este le sucedió Omar ibn al‑Jattab que inició la expansión imperial: Me­so­po­ta­mia, Siria, Palestina y Egipto pasaron a po­der del califato. Le sucedió Otmán ibn Affán, que tomó una serie de me­di­das impo­pu­la­res generando un periodo de conflictos en el naciente califato. Como consecuencia, Alí (yerno de Mahoma) y Aixa (viu­da del pro­feta) crearon un grupo de opo­si­ción que se hizo con el poder, proclamando califa a Alí.
Mwa­viya, primo de Otmán y gobernador de Si­ria, se negó a aceptar al nuevo califa. Poco des­pués se produjo un en­fren­ta­miento entre Alí y Aixa, y, aunque los se­guidores de esta última fue­ron derrotados, Alí tuvo que dimitir y, en el 661, fue asesinado. Tras la muerte de Alí, Mwaviya fue pro­cla­mado califa, y con él se inicia la dinastía de los Ome­yas.
Mwaviya trasladó la capital a Damasco y convirtió el califato en un régimen mo­nár­quico hereditario, nombrando heredero a su hijo Yazid. Bajo el gobierno de este se pro­dujo una grave división interna, que afectó profun­da­mente al islam: uno de los hijos de Alí (en quien mu­chos se­guían viendo al suce­sor legal de Ma­ho­ma), se rebeló. Fue derrotado y muerto. Esto im­pul­só el origen del movimiento chiíta, enemigo de los Omeyas y de sus seguidores sunnitas (or­to­do­xos musulmanes).
Con los Omeyas el Imperio se extendió, por orien­te, hasta el Indo y el Turquestán, siendo final­men­te deteni­dos por los chinos. Por el occidente, con­quistaron el norte de África y, en el 711, inva­die­ron el Reino visigodo de Hispania, que es rebautizado como al-Ándalus (del que que­da­ron excluidos únicamente pequeños núcleos de cristia­nos resistentes en el norte), sien­do detenidos por Carlos Martel en Poitiers.
La organización política el Imperio quedó así: al fren­te del Imperio estaba el califa; cada provincia es­taba al mando del vali (gobernador); al frente del ejér­cito estaba el emir.
En el 750, Abu‑Abbas, un des­cendiente de Maho­ma por línea masculina y de los reyes persas por la femenina, asesinó a todos los miembros de la familia de los Omeyas (excepto a Abde­rramán que huyó a al- Ándalus), y se hizo con el poder, fundando una nueva dinastía: la de los Abba­síes. Trasladó la capital a Bagdad. Con la nue­va dinastía, el poder árabe comien­za a ser sus­ti­tui­do por el persa y se imprime un aire orientalizante al Imperio.
Entre el 750 y el 850, se produce un ex­tra­or­dinario auge del comercio, del arte, y de la cul­tura en general. El momento de máximo esplendor de la dinastía abasí se alcanza bajo el gobierno del califa Harun al‑Recite (el que aparece en los cuentos de Las mil y una noches). Con al‑Mamúm (813‑833) se crea la Casa de la Sabiduría, que, entre otras cosas, propicia la introducción en el mundo islá­mico, y a su tra­vés en el Occidente europeo, de la nume­ración y métodos de cál­culo de los hindúes (sus­tituyendo a la numeración romana, mucho me­nos eficaz).
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En el 755 Abde­rramán I llega a al‑Ándalus huyendo de las ma­tan­zas abasíes y consigue imponer su autoridad. En el 756 funda el Emirato independiente de Cór­doba rom­piendo con el poder abasí y el Imperio.
Abderramán III lo­gra pacificar el territorio andalusí y, en el 929, asume el rango de califa, con lo que se con­vier­te en jefe religio­so, además de político. A partir de entonces el Califato de Córdoba inicia un periodo de desarrollo co­mer­cial y cul­tural sin parangón en ningún reino cris­tiano de la época, que llega, casi, a competir con el de la pro­pia Bagdad.
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En el 768 Carlomagno, hijo de Pipino el Breve y nieto de Carlos Martel, es coronado rey de los francos. Poco tiempo después incorporará el reino de los lombardos, Frisia y Pomerania, y mantendrá el control sobre otra serie de territorios. Carlomagno era un ejemplo de monarca cris­tiano de la época, y los territorios que ocupaba iban sien­do, al mismo tiempo, cristianizados.
En el 800, hallándose en el trono de Cons­tanti­nopla una mujer, Irene, los cristianos de Occidente, con el papa León III al frente, consideraron que el trono Im­pe­rial estaba vacante y nombraron a Carlo­mag­no em­perador. Bajo el gobierno de Carlomagno se desarrolló una es­pecie de mi­nirenacimiento: el Renacimiento caro­lingio. Pero a su muerte el Im­perio se divide.
Entre los siglos IX y primer a mitad del X el mundo cristiano occidental fue sometido a constantes saqueos por parte de los normandos, magiares y sarracenos (lo que se conoce como las segundas inva­sio­nes).
En Alemania (la parte orien­tal del antiguo Imperio fun­dado por Carlomagno), la di­nas­tía carolingia fue sustituida por la de los Oto­nes. En el 962, Otón I fue coro­nado emperador por el papa Juan XII, por lo que de nue­vo resurgió el Imperio cristiano de Occi­dente, esta vez como Sacro Imperio Ro­mano‑Germá­nico.

2. Contexto filosófico
Con el triunfo de las religiones monoteístas so­bre el antiguo mundo pagano greco‑latino, la filo­so­fía que­da subordinada a la teología. El proceder pro­pio de la filoso­fía, que opera a través de la ratio, la ra­zón, y el proceder propio del hombre religioso, a través de la fe, se enfrentan unas veces, o esta­ble­cen raros acuerdos en los que la razón se su­bor­dina a la fe, y por ello la filosofía a la teología, en otras.
En el orbe cristiano occi­den­tal las Sagradas Escrituras son el punto de arran­que para cualquier ulterior interpretación filo­sófi­ca o teológi­ca.
Pensemos que la época de la fun­da­ción y lucha del cristianismo por sobrevivir que­da lejana, y que ahora la palabra de Dios más que del ejemplo depende de la Escritura. Donde antes había unos hombres luchando en un mundo hos­til con su ejemplo (su disposición al sacrificio, su vivir cotidiano) hay, ahora, una tradición histórica, a lo lar­go de la cual se ha decidido qué libros son y cuáles no son, sagrados, cómo deben entenderse de­ter­minados elementos fundamentales, cómo deben traducirse (al latín) determinadas expre­sio­nes, etcétera. Sin forzar demasiado las cosas, po­dría­mos decir que el Logos, que se había hecho carne, se hace aho­ra tradición y Escritura.
El filósofo que marca de modo más notorio la orien­tación filosófica durante toda la Alta Edad Me­dia es Agustín de Hipona. Otro filósofo que va a tener gran influencia y cuyas doctrinas se moverán en los límites de la ortodoxia es el conocido como Pseu­do‑Dionisio o Dionisio el Areopagita.
Hemos de tener en cuenta, también, que gran parte de los tex­tos de los filósofos griegos no son conocidos. De Pla­tón se conoce el Timeo. De Aristóteles la Lógica, a través de una versión de Porfirio (un neo­pla­tó­nico del siglo III) y Boecio (470‑525).
Entre los siglos IV y VI fueron traducidas al siríaco mu­chas obras de autores griegos (sobre todo de Pla­tón, Aristóteles, Porfirio, el Pseudo‑Dionisio y Ale­jan­dro de Afro­disia).
So­bre el 640 Siria es ocupada por los musulmanes y muchas de estas obras son tra­ducidas al árabe. Poco des­pués, Alejandría y otros centros culturales del helenismo caerán bajo el poder del Im­pe­rio islámico, con lo que serán los pen­sadores musulmanes quienes recojan el legado de la cultura he­lénica y quienes trans­mi­tan a Occi­dente muchos conocimientos filosófi­cos o mate­máti­cos del mundo an­tiguo.
A través de los filósofos mu­sul­manes y judíos de España, Aristóteles será redes­cubierto por los cristianos occidentales, hasta que, fi­nal­mente, la interpretación cristiano-aris­toté­lica se impondrá en toda la Baja Edad Media en el orbe de in­fluen­cia romana.
Hemos de señalar, no obstante, que los cono­ci­mien­tos que tuvieron musulmanes y cristianos, a lo largo de toda la Edad Media, de Aristóteles y otros pen­sadores griegos, fue muy confuso. Así, atri­buían a Aristóteles una Teología (que era en realidad un re­sumen de las Enneadas, obra de Plotino) de autor desconocido, y el Liber de causis (que era un resumen de una obra de Proclo).

3. El Pseudo-Dionisio
Hacia finales del siglo V alguien escribió una serie de textos, con­sis­tentes en una interpretación cristiana de la filosofía de Proclo, y los publicó con el nom­bre de Dionisio Areopagita. Se da la circunstancia de que Dionisio Areopagita fue un personaje histórico, convertido al cristianismo por Pablo de Tarso, fue más tarde el primer obispo de Roma. Al atribuir tales obras a un personaje que fue discípulo directo de san Pablo adquirieron una enorme autoridad sobre los pensadores cristia­nos. En el Renacimiento, tras un minucioso aná­lisis filológico, se descubrió que tales obras no pudieron ser escritas antes de fines del siglo V, por lo que el misterioso autor pasó a ser conocido como el Pseudo‑Dionisio.
Las obras de este autor, escritas originalmente en griego, que se conservan son: De la jerarquía celeste, De la jerarquía ecle­siás­tica, De los nom­bres divinos, De la teología mística, y una serie de cartas.
Siguiendo la concepción neoplatónica, el Pseudo-Dionisio considera que el mundo es una emanación de Dios (no es creado por­que no hay voluntad por parte de Dios de crearlo, sino que procede de Dios de modo necesario, por lo mis­mo que Dios es).
Sin embargo Dios no se identifica con el mundo (al modo panteísta). La diferencia entre Dios y el mundo reside en que el mundo es la manifesta­ción de Dios, quien, como tal, no posee presencia alguna, determinación alguna. Precisamente porque Dios no posee presencia, determinación, alguna, es incog­noscible. Esto no quiere decir que no lo conozcamos por una incapacidad nuestra, sino que Dios es «de suyo» incognoscible, dado que en Él no hay nada que conocer, está más allá de todo, más allá del ser, por lo que ni siquiera se puede decir de Él que es (y por lo tan­to Dios es, en cierto modo, «nada»).
Dado que en Dios no hay nada que conocer, cualquier conocimiento afirmativo es siempre un conoci­mien­to de segundo orden, frente al conoci­miento negativo de Dios. Tal conocimiento negativo consiste en decir lo que Dios no es: esta es la forma de operar de la teología negativa (de la cual Dionisio es el más des­tacado representante cristiano) que es la que está a la base de todo misticismo.
Los textos de Dionisio fueron, después de los de Agustín, los que ejercieron un mayor influjo en el pensamiento cristiano de la Alta Edad Media (influencia que se deja notar especialmente en la angelología y el misticismo).

4. Boecio
Anicio Manlio Severino Boecio nació en Roma, en torno al año 480. Ocupó un cargo relevante en la corte de Teodorico el Grande. Tras caer en desgracia fue encarcelado y, en el 525, decapitado.
Se propuso traducir al latín las obras de Platón y Aristóteles, y comentarlas, con el objetivo de demostrar que coincidían en lo fundamental. Pero de este proyecto solo logró traducir el Organon, así como el comentar las Categorías y Sobre la interpretación. También escribió algunas obras de lógica. Pero su obra más célebre es La consolación de la filosofía, compuesta mientras estaba encarcelado.

5. Isidoro de Sevilla
Isidoro nació en torno al 570. Su familia procedía de Cartagena, de donde huyó tras la conquista bizantina, estableciéndose en Sevilla. En el 599 fue nombrado arzobispo de esta ciudad, permaneciendo en el cargo hasta el año 636, en que falleció. Fue canonizado por la Iglesia católica.
Entre sus obras destacan: Chronica majora (La crónica grande), De natura rerum (Sobre la naturaleza de las cosas), De ordine creaturarum (El orden de la creación), Sententia (Sentencias). Pero su obra más célebre son sus veinte libros de Etimologías, una especie de enciclopedia, donde pretende recoger todo el conocimiento del pasado. Gracias a esta obra se consiguió salvar, en buena medida, la ciencia antigua.

6. Juan Escoto Erígena: las divisiones de la naturaleza
Escoto Erígena nació sobre el 810 en Irlanda. Fue profesor en la escuela palatina de París en tiem­pos de Carlos II el Calvo (nieto de Carlo­magno). Realizó comentarios y una nue­va traducción al latín (ya habían sido traducidas antes) de las obras del Pseudo‑Dionisio, del que toma lo esen­cial de su doctrina. Mu­rió sobre el 877.
Lo fundamental de la obra de Escoto está recogido en De las divi­sio­nes de la natu­ra­le­za. En este escrito comienza definiendo naturaleza como la totalidad de lo que es y de lo que no es. Esa totalidad de lo que es y lo que no es se da de cuatro formas (cuatro divisiones):
(1) La primera es la naturaleza que crea y no es crea­da: con esta expresión se refiere a Dios en tanto que es principio de todo. Dios es trascendente a todo, está más allá incluso del ser (por ello en cierto modo no es nada). Pues bien, en el momento que Dios es, ya ha producido algo. El «es» del «Dios es» implica, ya, algo que no había antes: el ser. Por lo que, con el hecho de «ser», Dios ya ha creado.
(2) La segunda es la naturaleza que es creada y crea: en cuanto Dios «es», po­demos decir que, de algún modo, se ha salido de sí (se ha salido de lo que era Dios en sí mismo, ya que, como tal, esta­ba incluso más allá del ser), se ha vuelto consciente de sí. Por eso al ser Dios, ya es Logos, Verbo, es decir, el lugar de las «ideas». Las «ideas» son los modelos en base a los cuales se crea todo (por eso las designa como la naturaleza «que es creada» y «crea»). Ahora bien, las «ideas» son el ser de todo lo demás, por ello en las «ideas» está todo (si a todo lo demás, a las cosas, le quitamos su ser, que radica en las «ideas» ‑re­cor­demos a Platón‑, no queda nada).
(3) La tercera es la naturaleza que es creada y no crea: con esta expresión se refiere a la totalidad de las cosas del mundo, que son la manifestación de Dios.
(4) La cuarta es la naturaleza que ni es creada ni crea: con esto se refiere a Dios en sí, al que todo vuelve. Dios es concebido a la manera neoplatónica, como lo Uno que es trascendente a todo, que está más allá de todo, inclu­so del ser (por lo que se puede decir que, en cierto modo, Dios no es). De Dios procede todo y a Él retorna todo. Todo lo que podemos conocer de Dios, así concebido, será a través de la teología negativa (di­cien­do lo que no es). No obstante, Dios se hace presente, se manifiesta, incluso de cara a sí mis­mo, a través de los procesos 1, 2, y 3.
Cada una de estas divisiones no se refiere a una parte de la naturaleza, sino que cada divi­sión abarca la tota­lidad pero en un momento de su desarrollo. (Ahora bien, con la pa­la­bra «momento» aquí empleada hemos de tener cuidado, ya que no se trata de que esto sea un proceso que se desarrolla en el tiem­po, de modo que «pri­mero» esté Dios en sí, luego, den­tro de «x» tiempo, sur­ja el ser, etcétera., sino que todo el proceso es intem­poral, se ha dado des­de siempre.)
Como cada uno de estos momentos es una manifestación (teofanía) de Dios, se dice, a veces, que la doc­trina de Escoto es un panteísmo.  Pero en el Erígena no es así, dado que Dios en sí mismo no es, solo es en tanto se «sale de sí» y se manifiesta, eso sí, como mundo.
Toda la obra de Juan Escoto es un intento de interpretar las Escrituras desde la filo­so­fía. Aunque para mu­chos cristianos Escoto se hace sospechoso de apartarse del dogma (has­ta el punto de que en el 1225 el papa Honorio III ordenó que se quemase De las divi­sio­nes de la naturaleza), él, sin embargo, no pretende sino inter­pretar las Escrituras. Asume el dog­ma cristiano pero cree que su sentido tiene que ser buscado por la filo­sofía, en defi­ni­ti­va por la razón.

7. Alfarabí: esencia y existencia
Alfarabí nació en Fãrãb, en Tranxosiana, cerca del mar de Aral, hacia el 873, y murió en el 950, en Damasco. Escribió: La Inteligencia y lo inteligible, El alma, la uni­dad y lo uno, y Concordancia entre Platón y Aristóteles.
Elaboró un sistema filosófico‑teológico a partir de elementos aris­to­té­licos y neo­pla­tó­ni­cos. Emplea la argumentación de Aristóteles (el movimiento es paso de po­tencia a acto; todo lo que se mue­ve es movido por algo en acto; es imposible una ca­de­na causal infinita; lue­go, es necesario un primer mo­tor que sea acto puro) para demostrar la existencia de Dios. Hecho esto concibe a Dios como lo Uno neo­pla­tónico. De lo Uno ema­na la Inteligencia (Nous de Plotino),  y el  Alma del Mundo. De esta procede el Cos­mos.
Pero la importancia filosófica de Alfarabí descansa sobre todo en ser el primer pen­sa­dor que formula explí­citamente la idea de que el mundo es contingente, es decir, que podría no existir. Y esto, entendido de otra manera, significa que hay una dis­tin­ción entre esencia y existencia. Es decir, no todo lo que es concebido de determinada ma­nera, existe. Se pueden determinar perfectamente las carac­terís­ticas (esencia) de un ele­men­to «x» sin que necesariamente tal elemento exista. Una vez en posesión del con­cep­to de una cosa, para llegar a su existencia, esta tendrá que sernos dada a través de una per­cep­ción directa (a través de los sentidos), o indirecta (a través de una demostración).
Los filósofos griegos tendían, en general, a considerar que el mundo existe nece­sariamente. Esto no ha de entenderse como que todas las «cosas» existen desde siempre, pero sí que aquello en que reside el ser de las cosas (su esencia), es necesario (y por lo tan­to eterno). Así, para Pla­tón, las «ideas» son necesarias, y no tiene sentido, dentro de su filosofía, preguntarse por qué, o cómo, han llegado a existir las «ideas» (antes bien, son ellas las que explican todo lo demás), y por tanto no tiene sentido distinguir entre esencia y existencia. Igual­men­te, en Aristóteles, las for­mas sustanciales (que son la esencia de las cosas) tienen carácter «necesario». El neoplatonismo distingue entre el Uno‑Dios y el mundo, pero el mundo emana «necesariamente» de lo Uno. Tampoco, por lo tanto, tiene sentido plantearse el problema de unas esencias, que sin embargo no existiesen.
Con la concepción judeo‑cristiana (y posteriormente islámica) de la creación, se produce un cambio fundamental. Ahora se par­te de que el mundo ha sido creado voluntariamente (de modo libre, no necesario) por Dios, y por lo tanto, el mundo po­dría no existir. Por ello, en el concepto de creación ya estaba implícita la idea de que el mundo es «contingente»; o, lo que es lo mismo, que en su esencia no está el que tenga que existir. Pero aun­que tal idea ya estaba implícita en la concepción ju­deo‑cristiano‑is­lámica de la creación, el mérito de Alfarabí ra­dica en ser el primero que la hace explícita.

8. Avicena: ser necesario y ser posible
Avicena (ibn Sina) nació en Bokhara en Persia, en el año 980. Fue médico y un pro­fun­do conocedor de multitud de dis­ci­pli­nas: literatura ‑árabe‑, lógica, geometría, juris­pru­den­cia, física, teo­lo­gía. Buena parte de estas disciplinas las estudió por su cuenta. Murió en Hamadan, en 1037.
Su principal obra es el As‑sifa, tra­ducida al castellano (por Juan His­pa­no, en la Escuela de Traductores de Toledo), y posteriormente al latín con el título de Suffi­cien­tiae, ejerciendo una gran influencia en muchos pensadores cristianos, entre ellos Tomás de Aquino.
Avicena parte de la distinción, planteada por Alfarabí, entre esencia y existencia. A partir de esta idea dis­­tin­gue dos maneras de entender el ser:
(1) Ser necesario: lo poseen aquel tipo de seres que existen necesariamente, es de­cir, que no pueden no existir. Esto significa que en su esencia está el que tengan que exis­tir; o, mejor aún, su esencia consiste exclu­sivamente en existir. Este tipo de «ser» solo lo po­see Dios.
(2) Ser posible: lo poseen aquel tipo de seres que son contingentes, es decir, que pue­den no existir. Es el propio de las criaturas, los seres que no son Dios.
Ahora bien, hemos de tener en cuenta que Avicena concibe la creación al modo neo­pla­tó­nico: del Dios‑Uno procede, por emanación, la Primera In­te­li­gencia, que se distingue de Dios en que su existencia le es dada por Aquél, y en que es múltiple (al contrario de Dios, que es simple). Y es múltiple porque en ella se puede distinguir la esencia de la existencia (en Dios no, porque ya hemos dicho que su esencia con­siste en existir).
A partir de esta Pri­mera Inte­li­gencia todavía surgirán otras nueve en grado descendente, cada cual con un mayor grado de multiplicidad. La última, la Décima Inteligencia, tiene dos funciones básicas: (1) Lleva en sí las for­­mas (concebidas al modo aristotéli­co) y las pone en la ma­teria, surgiendo así la multitud de seres sen­sibles. (2) Hace de entendi­miento agente (recordemos, una vez más, a Aris­tó­te­les) en el hombre.
Pues bien, dado que Avicena concibe la creación al modo neoplatónico, como ema­na­ción, esta será un pro­ceso necesario, que no depende de la «vo­lun­tad» de Dios. Dios no es libre de crear o no crear, sino que lo hace por ne­ce­sidad de su propio ser. Y esto nos lle­va a otra consideración: dado que Dios existe nece­saria­mente, y que crea nece­sa­ria­men­te, lo creado también será necesario. No obstante, antes hemos dicho que solo Dios es ne­ce­sario, y que los demás seres son solo posibles. Debemos, por lo tanto, precisar cuál es la diferencia entre posible y necesario en Avicena: necesario es aquello que tiene la exis­ten­cia por sí mismo, y posible es aquello que es necesario en virtud de una causa.

9. Salomón ibn Gabirol y el hilemorfismo universal
Salomón ibn Gabirol, también conocido como Avicebrón, nació en Málaga, aproxima­da­men­te sobre el 1021. Con él entró en España la especulación oriental judía, de orien­ta­ción neo­platónica.
Escribió una obra que, traducida al castellano por Juan His­pano, y de ahí al la­tín por Domingo Gun­di­salvo, con el título de Fons vitae (La fuente de la vida), ejerció una enor­me influen­cia sobre la filosofía esco­lástica cristiana. Murió sobre el 1069.
Lo fundamental de su doctrina es la teoría del hilemorfismo uni­ver­sal. Tal doc­tri­na sostiene lo siguiente: todos los seres creados son un compuesto de ma­teria y forma (in­clui­dos los seres espirituales com­puestos de «materia espiri­tual» y for­ma). Toda la materia pue­de ser reducida a un tipo único de materia: la materia universal. Igual­mente toda forma pue­de ser reducida a una única forma: la forma universal.
Esta ma­­te­ria y esta forma univer­sa­les solo pueden darse separadas en la mente de Dios, quien, en vir­tud de la Vo­lun­tad (¿una hipóstasis divina?), genera el mundo uniendo materia y forma. En cada ser hay una mul­titud de formas que se superponen y que determinan el lugar que le corresponde en la je­rarquía del cosmos. Así, toda criatura corporal tiene la forma «cor­po­rei­dad»; si es una plan­ta tiene la forma que determina la cor­po­rei­dad, más la forma que de­ter­mina la vida ve­ge­tativa; si es una animal, la forma que determina la corporeidad, más la que determina la vida vegetativa, más la que determina la vida sensitiva; etcétera. En la cum­bre jerárquica de las cria­turas está el Alma del mundo, que procede de la Voluntad pero ya no es Dios sino un com­puesto de materia y forma.

10. Anselmo de Canterbury:
el argumento ontológico
Anselmo na­ció en Aosta (Piamon­te) en 1033. Fue abad de Bec (Norman­día) y luego ar­zo­bispo de Canterbury. Tomó parte en la querella de las investiduras (disputa mantenida entre el papa y el emperador en torno a quien tenía autoridad para nombrar cargos eclesiásticos) en fa­vor del papa.
Sus obras más importan­tes son: Soliloquio (Monologium), Co­loquio (Pros­lo­gium); una serie de cuatro diá­lo­gos titulados respectivamente: De la verdad, Del libre ar­bi­trio, De la caída del diablo, y Del gramático. Es­cribió además: ¿Por qué Dios se hizo hombre?, el Liber de fide Trinitatis, Meditaciones, De la coincidencia de la presciencia, la pre­des­tinación y la gracia de Dios con la libertad humana, etcétera. Murió en 1109.
La importancia de Anselmo radica fundamen­tal­men­te en ser el primer cristiano que in­ten­ta dar una prueba de la existencia de Dios sin re­cu­rrir a la fe ni a las Escrituras. Esta prue­ba se conoció posteriormente como argumen­to on­tológico. En ella pretende no tomar co­mo premisa nin­gún dato de fe, pero sí toma de la fe la noción de Dios, entendida como «el ser mayor que puede pen­sarse», noción que se ha­lla presente en el entendimiento (da­da, según Anselmo, por la fe). Dicha prueba se for­­mu­la así:
Pensamos a Dios como el ser mayor que puede pensarse (mayor quiere decir aquí, más per­fecto). El que niega a Dios, así entendido, lo que está negando es que Dios exista; pues, co­mo mera idea ya está en su pen­sa­miento (de lo contrario no lo podría negar).
Pero si Dios es lo mayor que puede pensarse, Dios tiene que exis­tir, de lo contrario podríamos pen­sar algo mayor. Algo con los atributos del Dios pensado pero que ade­más existiese. Y, por la definición que hemos hecho de Él, eso sería Dios.
Ya en vida de Anselmo, un monje llamado Gaunilón negó validez a la prueba, ya que ‑se­gún Gaunilón‑ no se puede demostrar que Dios exista basándose en el significado de la pa­labra «Dios»; porque, de ser así ‑ar­gumenta Gaunilón‑, si definimos «Isla Perdida» como la mayor que cabe imaginar, de esa definición se de­duciría que dicha isla existe.
Anselmo contraargumenta diciendo que tal noción solo puede aplicarse al ser infinito, pues cualquier ser finito (por ejemplo, la «Isla Perdida») es, por la propia noción de finito, algo de lo que pueden pensarse cosas ma­yores. (Efectivamente, solo la noción de «el ser mayor que pueda pensarse» implica necesariamente que la existencia esté entre sus atributos; cual­quier ser que no responda a esa noción, cualquier ser finito, no im­plica la existencia).
Digamos que el problema está en si, al establecer la noción de Dios que hemos dado («el ser mayor que pue­de pensarse»), estamos solamente profiriendo unas palabras o es una noción que está en la mente (esse in intellectu). Con un ejemplo distinto lo entenderemos mejor: se trata de decidir si la noción de «Dios» guar­da con la de «el ser mayor que puede pensarse» la misma relación en nuestra mente, que la de «trián­gulo» con la de «superficie cerrada por tres líneas». Anselmo piensa que sí, y que tal noción está en nuestra mente (in intellectu) dada por la fe; por lo que, una vez en posesión de la noción de Dios, quien niega su existencia es un insensato que se autocontradice.

11. Avempace
Ibn Bayyah, conocido en el mundo cristiano occidental como Avempace, nació en Zaragoza, que entonces era la capital de la Taifa de Saraqusta, en torno al año 1080. Fue nombrado visir por los almorávides. Tras la conquista cristiana emigra al sur, viviendo algún tiempo en Sevilla y en Granada, pasando posteriormente a África. Murió en Fez, en 1138.
Además de ser uno de los filósofos más importante de al-Ándalus, destacó como astrónomo, matemático, médico, botánico y político. Escribió numerosas obras, la mayoría perdidas, entre las que destacan los comentarios a Aristóteles. Su principal obra original es el Régimen del solitario, donde pretende enseñar a los hombres a identificarse con el entendimiento en acto.
Su tratamiento de la obra aristotélica tendrá una gran influencia en el mundo andalusí, especialmente en Averroes y Maimónides.

12. Pedro Abelardo y el problema de los universales
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Un problema central en las discusiones de los pensadores medievales es el de la naturaleza de los universales. Más concretamente, la cuestión que se debate es la de si los universales tienen realidad extramental o no (si, por ejemplo, «hombre» tiene alguna realidad en sí, al margen de los hombres concretos, o no).
El primero en plantearse este problema fue el neoplatónico Porfirio, en su Intro­ducción a la lógica aristotélica. De él lo toma Boecio, que es quien lo introduce en el pensamiento medieval. Su posición al respecto, que pretendía ser reflejo fiel de la de Aristóteles, es la siguiente: el universal es algo real, que se encuentra enteramente en cada individuo, y es de naturaleza incorpórea. No se da separado de los individuos, pero podemos considerarlo por separado en el pensamiento.
Posteriormente a Boecio, las posiciones con respecto a la realidad de los universales se dividieron en dos grandes tendencias a las que se ha dado en llamar realismo y nominalismo. (Hemos de tener en cuenta que solo se discute la realidad de los universales pertenecientes al mundo natural. La realidad de los universales trascendentes, es decir, las «ideas», que los pensadores cristianos medievales sitúan en la mente de Dios, no se cuestiona hasta Ockham).
(1) Posturas realistas: son las que sostienen que el universal tiene realidad extra­mental. Esta es la postura de Boecio, y es sostenida por otros pensadores bajo­medievales entre los que destaca Guillermo de Champeaux (1070‑1121).
(2) Posturas nominalistas: sostienen que el universal no es más que un nombre (nomem, de donde «nominalismo»). Esta postura se debe a Roscelino de Compiégne (1050‑1120) quien sostuvo que el universal no es más que mero flactus vocis (sonido de la voz). Pero los representantes más conocidos de esta postura son Pedro Abelardo, en el siglo XII, y Guillermo de Ockham, en el XIV.
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Pedro Abelardo nació en Nantes, en 1079. Las noticias que tenemos de él lo des­criben como un hombre extraordinario en todos los aspectos. Enseñó en París (hay quien dice que al influjo de su enseñanza se debe la fundación de la Universidad de París y el prestigio que adquirió en la Baja Edad Media).
Entre sus obras destacan: Dialéctica, Sic et non (es decir, Si y no, donde se expone el mé­todo de las cuestiones, que será el método es­co­lás­tico por excelencia), Tra­­tado acerca de la unidad y trinidad de Dios, Introduc­ción a la teo­­lo­gía, y Teo­logía cristiana. Mu­rió, después de una vida muy accidentada, en 1142.
Abelardo sostiene que si la esencia es algo real en sí misma, es de­cir, si es «una cosa», que se puede considerar aparte de las cosas individua­les, no se ex­pli­ca como tal esencia pue­da ser una y al mismo tiempo múltiple. Esto es, si la esencia «ca­ba­llo» es algo real, es una cosa en sí misma, no se ex­pli­ca cómo, al mismo tiempo, pueda estar re­partida en mul­ti­tud de caballos indi­vi­dua­les. (Recordemos que problemas similares ya se le planteaban a Platón, cuando intentaba explicar la relación entre las esencias y las cosas físicas.)
Hecha esta objeción Abelardo caracteriza así los universales:
(1) El universal no tiene más realidad que la mental.
(2) El universal no es siquiera un nombre, ya que un nombre está com­pues­to de una par­te corporal (el soni­do o los signos escritos), y por lo tanto es algo individual. El universal es algo del nombre, una parte de él, a saber, el «sentido», que, como tal, es incorpóreo. Es precisamente el sentido el que de­signa las cosas (indi­viduales). Este sentido se con­ser­va­ría aun en el caso de que desapareciese la cosa designada. Es decir, en el supuesto de que no hu­biese caballos el sentido del término «caballo» seguiría teniendo validez (tal como lo tiene, para nosotros, la expresión «dinosaurio»).

13. Pedro Lombardo
Nació en Lumello, cerca de Novara, en Italia, en torno al año 1100. En el 1136 se estableció en París, donde trabó relación con Hugo de San Víctor y Pedro Abelardo. Fue maestro en la Escuela catedralicia de Notre-Dame, donde ganó fama como teólogo. En 1159 fue nombrado obispo de París, donde falleció, en 1160.
Escribió los Cuatro Libros de Sentencias, que se convertiría en uno de los textos más comentados en la Universidades medievales.

14. Domingo Gundisalvo
También conocido como Dominicus Gundissalinus y Domingo González. Existen pocas noticias sobre su vida. Nació, probablemente en Segovia, a principios del siglo XII y falleció hacia finales del mismo siglo. Fue arcediano de la localidad segoviana de Cuéllar y desarrolló su obra (como traductor y filósofo) en Toledo.
Como traductor vertió al latín obras de: (1) Alejandro de Afrodisia (De intellectu et intellecto). (2) Al-Farabi (De intellectu et intellecto, Fontes quaestionum, Liber exercitationis ad viam felicitatis, Exposición del Libro V de los Elementa de Euclides). (3) Al-Kindi (De intellectu). (4) Avicena (De anima seu sextus naturallium, De convenientia et differentia subjectorum, Lógica, De universalibus, Liber de philosofhia prima, Liber primus naturalium, tractatus primus, Liber primus naturalium, tractatus secundus, Prologus discipuli et capitula, De viribus cordis). (5) Al-Gazali (Logica, Metaphysica). (6) Salomón ibn-Gabirol (Fons vitae). (7) Isaac Israeli (Liber de definitionibus). (8) El pseudo al-Farabi (De ortu scientiarum). (9) El pseudo al-Kindi (Liber introductorius in artem logicae). (10) El pseudo Avicena (Liber caeli et mundi).
Como filósofo escribió: (1) De divisione philosophiae (Sobre las divisiones de la filosofía). (2) De scientiis (Sobre la ciencia). (3) De anima (Sobre el alma). (4) De unitate et uno (Sobre la unidad y el uno). (5) De Processione mundi (Sobre la procesión del mundo).

15. Juan de Salisbury
Nació en Salisbury, en torno al 1115. Siendo joven emigró a Francia, y se instaló en París, donde tuvo como maestros a Pedro Abelardo y Gilberto de la Porrée, entre otros. En 1176 fue elegido obispo de Chartres, donde murió, en 1180.


16. Averroes
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Averroes (ibn Rusd) es la figura más importante e influyente de todo el pensamiento ára­be. Nació en Cór­­do­ba en 1126. En principio contó con el favor de la corte, pero más tar­­de se hizo sospechoso de herejía, por lo que fue confinado en Lucena, y pos­­teriormente des­terrado a Marruecos don­de murió en el 1198. De­bido a sus numerosos co­men­ta­rios a la obra de Aris­tó­te­les fue conocido co­mo El Comentador.
Sus obras fueron mandadas des­truir, pero se con­ser­varon en ver­siones hebreas. Las más importantes son: La des­tr­uc­ción de la des­trucción (que es una crítica a una obra de Algazel, otro filósofo árabe, titu­la­da La des­truc­ción de la filo­sofía), La felicidad del alma, y La sustancia del orbe.
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Su doctrina no pretende ser sino una ex­po­sición de la de Aristóteles, en quien veía al más sabio de los hombres. Tal defensa de la filosofía de Aristóteles le lleva a sostener las siguientes tesis:
(1) Mantiene, siguiendo a Aristóteles, que el alma es mortal, aunque cree que una parte de ella, el enten­di­miento agen­te (que Averroes identifica, siguiendo a Avicena, con el úl­ti­mo motor inmóvil), es eterna y común para todos los hombres.
(2) La materia primera es coeterna con Dios, no es por lo tanto creada. Sobre ella opera el último Motor in­móvil (el entendimiento agente, la última Inteligencia).
(3) Dios solo conoce las formas universales, pero no a los individuos sensibles, por cuya suerte se de­sin­te­resa.
Tales tesis no son asumibles por la ortodoxia musulmana (tampoco lo serán por la cris­tia­na), de ahí su con­dena (y la de sus seguidores cristianos por parte de las autoridades de esta religión). Averroes, no obs­tan­te, era un fiel musulmán y no creía que su doctrina es­tu­vie­se en contradicción con la fe islámica. El que las ver­dades de la filosofía (aristotélica) y de la fe no coincidiesen literalmente se lo explicaba así: hay tres di­ver­sos tipos de hom­bres atendiendo al grado de su desarrollo espiritual:
(1) Los filósofos: representan el grado de conocimiento más alto, aquel que se basa en la demostra­ción, es decir, en la filosofía.
(2) Los teólogos: representan el segundo grado de conocimiento, que opera a través de argumentos pro­ba­bles pero no necesarios (lo que Aristóteles entendía por dialéctica).
(3) El común del vulgo: representa el grado de conocimiento más bajo, el que es dado por la fe, que opera a través de la imaginación y los sentimien­tos.
Pues bien, resulta que el Corán es un libro que pretende hablar a todo el mundo, cual­quie­ra que sea su nivel de desarrollo espiritual. Es por eso que, depen­dien­do del grado de ele­va­ción espiritual, se podrán hacer de él dis­tintos tipos de lecturas. Eso no quiere decir que la filosofía y la fe estén en contradicción, sino que se ex­presan con distintos lenguajes.
Averroes tuvo numerosos e importantes seguidores en el mundo cristiano, a los que se conoce como averroístas latinos, entre los que destacan Siger de Brabante y Boecio de Dacia.
Siguiendo a Averroes, los averroístas latinos pretendían explicar de modo fiel la doctrina de Aristóteles. Y admitían que a veces la doctrina de Aristóteles no coincidía con las Escrituras. Aunque ellos sostenían que la verdad es la recogida en las Escrituras, sin embargo se les acabaría acusando, con cierta base, de defender la existencia de una doble verdad (la de la fe y la razón).
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Pese a la pretensión de Averroes de no expo­ner sino la filo­sofía de Aristóteles, intro­du­ce en su explicación elementos de procedencia neo­platónica. Averroes sostiene que hay va­rios motores inmóviles (siguiendo en esto a Avi­ce­na y otros filósofos árabes). Cada esfe­ra celeste es un Motor Inmóvil, de modo que cada cuer­po celeste se mueve por deseo de su esfera. Pero además Ave­rroes sostiene que todos los motores son en cierto modo uno, to­dos están en dependencia de un Primer Motor In­­mó­vil.
¿Cómo es posible compaginar que cada Motor sea inmóvil (y que por lo tanto no sea cau­sado por nin­gún otro), pero que, al mis­mo tiempo, esté en dependencia de otro? Aquí es donde introduce Averroes con­cepcio­nes neoplatónicas para explicarlo: cada motor es pro­ducido (o emanado) eternamente por su inme­diato superior. De modo que todos son ema­nados a partir de un Primer Motor. Cada Mo­tor es una Inte­ligen­cia (o entendimiento, cosa que también sostenía Aristóteles con res­pec­to al Primer Motor Inmóvil), que, según Ave­­rroes, se conoce a sí misma (no conoce otra cosa fuera de ella, sino no sería un motor in­móvil), pero (y aquí vuelve a introducir concep­cio­nes neoplatónicas) conociéndose a sí misma cono­ce su proce­den­cia de la Inteligencia superior, con lo que, en cierto modo «es» la Inteligencia superior. Eso es lo que explica que, siendo una multitud de motores inmóviles, sean, a la vez, uno.
La última de la Inteligencias, es la corres­pon­dien­te a la esfera de la Luna, que es iden­ti­fi­cada con el enten­dimiento agente, que es uno para todos los hombres.

17. Maimónides
Maimónides (Moisés ben Maimón) es un judío, nacido en Córdoba en 1135. Se convirtió al islam, pero debido al ambiente de des­con­­fian­za hacia los filósofos que reinaba por entonces en la España de los almoha­des se vio obli­gado a huir a Fez y luego a El Cairo. Fue nombra­do médico de la corte de Saladino, en la que se ganó una reputación de hombre sabio. Murió en 1204. Su obra más importante es Guía de per­ple­jos.
Maimónides intenta casar la doctrina del Antiguo Testamento con la filosofía, es­pe­cialmente con la de Aris­tóteles.
Tal intento le conduce a mantener las siguientes ase­ve­ra­ciones:
(1) Cuando lo narrado en el Antiguo Testamento contradice de modo obvio a la razón, de­be­mos suponer que tales narracio­nes tienen un sentido ale­górico.
(2) Cuando la posición del Antiguo Testamento con respecto a un tema es clara, debemos asu­mirla. Y Mai­mónides está convencido de que ese tipo de verdades que aparecen de un modo claro y rotundo en el An­tiguo Tes­ta­men­to no son nunca contradictorias con la razón. Así, en torno a la disputa de si el mundo es eter­no o creado en el tiempo, el Antiguo Testamento sostiene que el mundo es creado en el tiempo, mientras que Aris­tóteles y sus se­gui­do­res sostienen que es eterno. Maimónides cree sin embargo que tal contradic­ción entre la Biblia y la filosofía no existe, ya que la razón no puede demostrar de modo inequívoco ni una cosa ni otra: lo que si puede hacer la razón es de­mos­trar que no hay ninguna con­tra­dicción racional en el hecho de que el mundo sea creado en el tiempo, por lo que no te­ne­mos ninguna razón para no creer al Antiguo Tes­ta­mento.
(3) Con respecto al tema de la inmortalidad del alma su posición es la siguiente: el en­ten­dimiento pa­ciente es individual, pertenece a cada hombre particular y muere con el cuer­po. El entendimiento agente es una Inteligencia separada, la Décima Inteligencia, que pro­ce­de de la esfera de la Luna, y es la causa de que el entendimiento paciente pase de po­ten­cia para conocer, a conocer en acto. Pues bien, ese conocimiento ad­qui­rido por el en­ten­di­mien­to paciente, no muere, y retorna tras la muerte al entendimiento agente. Eso le lle­va a una conclusión que recuerda ciertas posiciones gnósticas y neoplatónicas: en tanto el hombre se haga sa­bio (haga de su entendimiento paciente, acto), se volverá inmortal. El saber salva.

18. Roberto Grosseteste
Nació en Stradbroke, en el condado de Suffolk, Inglaterra, en torno al año 1175. Enseñó en Oxford. Fue nombra archidiácono de Leicester, en 1229, y obispo de Lincoln, en 1235. Murió, en esta última ciudad, en 1253.
Entre sus obras cabe mencionar: De unica forma omnium, De Intellligentiis, De statu causarum, De potentia et actu, De veritate, De veritate propositionis, De sciencia Dei, De ordine emanandi causatorum a Deo y De libero arbitrio.
De­sarrolla del método de la reso­lu­ción y com­po­si­ción, el método de la eli­mina­ción y una curiosa teo­ría de la luz.
El método de la resolución y composición es una reformulación del método de análisis y sín­te­sis que empleaban los geómetras helenísticos. Por reso­lución entiende un proceso por el que se des­com­po­ne lo dado en partes simples, que lue­go son agru­padas en virtud de sus se­me­jan­zas, obteniendo así los principios o causas de las cosas. Una vez he­cho esto se lleva a cabo el proceso inverso me­dian­te la composición, que nos permite ver como las cosas particulares se cons­tituyen a partir de los prin­cipios.
El método de la eliminación es como un com­ple­mento del anterior. Siempre que haya dudas para ele­gir entre varias hipótesis se deben tener en cuenta dos prin­cipios: (1) Principio de unifor­midad: la natu­raleza tiende a com­portarse siempre de la mis­ma forma. (2) Prin­ci­pio de eco­no­mía: la natu­raleza tiende a operar del modo más sim­ple.
Sus consideraciones acerca de la naturaleza de la luz le llevan a una interesante conclusión: (1) La luz es la «forma primera» que, uni­da a la «ma­teria primera», constituye todos los cuerpos. (2) La naturaleza de la luz pue­de ser des­cri­ta en términos geométricos. (3) Por lo tanto, lo esen­cial de la física puede ser re­ducido a geo­me­tría.

19. Alexander Hales
Conocido en el ámbito hispano como Alejandro de Hales. Nació en Gloucestershire, en torno al 1180. En torno al 1231 ingresó en la Orden franciscana. Fue profesor de la Faculta de Teología, de París. Falleció en 1245.

20. Alberto Magno
Nació en Lauinguen, en Baviera, en torno al 1193. Ingresó en la Orden de Predicadores (dominicos), en 1223. Enseñó teología en Colonia y París, donde tuvo a Tomás de Aquino como discípulo. Murió en Colonia, en 1280.

21. San Buenaventura
 Juan de Fidanza conocido como san Buenaventura, nació en la Toscana, Italia, en 1214.


Bibliografía
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-Copleston, Frederick: Historia de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Cruz Hernández, Miguel: Historia del pensamiento en el mundo islámico. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1981.
-Fontana, J. y Ucelay Da Cal, E.: Historia Universal Planeta. Editorial Planeta, S. A. Barcelona, 1993.
-Gilson, Etienne: La filosofía en la Edad Media. Gredos, Madrid 1989.
-Martínez Marzoa, Felipe: Historia de la filosofía. Istmo. Madrid, 1980.
-Ramón Guerrero, Rafael: El pensamiento filosófico árabe. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1985.
-Reale, Giovanni, y Antiseri, Dario: Historia del pensamiento filosófico y científico. Editorial Herder, S. A. Barcelona, 1988.
Valdeón, Julio: La Alta Edad Media. Grupo Anaya, S. A. Madrid, 1988.
-Varela, M. I., y Llaneza, A.: La expansión del islam. Grupo Anaya, S. A. Madrid, 1989.
-VV. AA.: Historia de la filosofía. Del mundo romano al Islam medieval. Siglo XXI de España Editores, S. A. Madrid, 1990.
-www.wikipedia.org

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