miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXXII) LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XX


1. La circunstancia española
España tuvo una evolución singular dentro de Europa Occidental, caracterizada por una serie de peculiaridades entre las que quizás convenga destacar cuatro:
(1) Siendo un país de órbita latina (forma parte del imperio romano, se adhiere al cristianismo) pasó a formar parte del orbe islámico para, tras siglos de convivencias y enfrenamientos, volver a reintegrarse en el orbe cristiano-latino.
(2) Inicia su consolidación como Estado moderno al mismo tiempo que se ve inmersa en una expansión imperial de dimensiones globales (a veces, se dice, a este respecto, que España fue antes imperio que nación). Esta expansión imperial asume, además, la defensa del catolicismo como ideología legitimadora.
(3) Es, también, el primer imperio moderno que inicia su desmantelamiento, lo que genera una crisis de identidad en un país que no se había consolidado como Estado nacional (quizá porque tal consolidación se vio truncada, precisamente, por la expansión imperial).
(4) No acaban de consolidarse tampoco los modelos políticos modernos de organización del Estado (democracia liberal) hasta bien entrado el siglo XX (tras el paso, además, por un largo periodo de dictadura militar). (Digamos que, el proyecto de la modernidad finalmente triunfante adquiere su forma definitiva fuera de España, por lo que su implantación llega con retraso y forzada -como a la mayoría de los países del planeta, por otra parte-).
Estas peculiaridades de la evolución histórica de España arrastran consigo dos consecuencias que tienen interés para el tema -la historia de la filosofía- que nos ocupa:
(1) El abandono de la reflexión y, en especial, del pensamiento filosófico, con algunas notables excepciones, durante más de dos siglos (desde mediados del XVII hasta los inicios del XX).
(2) Una reflexión sobre su propia identidad en una media poco habitual en otros países. En esta reflexión tienen un papel destacado algunos de los filósofos españoles más relevantes del último siglo (en especial Unamuno, Eugenio d'Ors, Ortega, María Zambrano y Gustavo Bueno), que convierten la preocupación por la identidad española, y el devenir político de España, en parte esencial de su propia obra. Es de destacar el debate entre «hispanófilos», aquellos que defienden la existencia de un modelo diferenciado de desarrollo para España y el mundo hispánico (Unamuno, Bueno, entre otros), y «europeístas», aquellos que ven en Europa y en los modelos de desarrollo europeos (hablamos de Europa Occidental, la Europa en la que se desarrolla el proyecto de la modernidad o proyecto Ilustrado), la solución para los problemas de España (entre los que destaca Ortega).
En cualquier caso, tras unos siglos de oscurecimiento, el pensamiento filosófico español -que en el Renacimiento y los inicios de la Edad moderna había contado con pensadores de la talla de Francisco de Vitoria, Joan Lluís Vives, Gómez Pereira, Domingo de Soto, Juan de Mariana, Francisco Suárez, Baltasar Gracián, Miguel de Molinos, etcétera-, vuelve a escena.
En la primera mitad del siglo se desarrolla la obra de Miguel de Unamuno, Eugenio d'Ors y José Ortega y Gasset. En la segunda destaca la obra de Xabier Zubiri, Juan David García Bacca, María Zambrano, José Luis López Aranguren, José Ferrater Mora, Agustín García Calvo, Eugenio Trías, Gustavo Bueno, Felipe Martínez Marzoa, etc.

2. Miguel de Unamuno
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Miguel de Unamuno y Jugo nació en Bilbao, en 1864.
Es un precursor, para algunos, o el representante más destacado, para otros, de la llamada Generación del 98 (amplio movimiento cultural -en el que participan novelistas, poe­tas, ensayistas, etc.- preo­cupados por la rege­ne­ra­ción de la vida española y por una de­fen­sa de los valores específicos de la cul­tura his­pánica).
Fue profesor y rector de la Uni­ver­si­dad de Salaman­ca. Su par­ticipación en la vida política, en de­fen­sa de la república y contra la dictadura de Primo de Rivera, le valió perder la cátedra y ser deportado. Re­gre­só a Es­pa­ña en 1930, a la caída de la dictadura.
Aparte de su obra filosófica, Una­mu­no se dedicó tam­bién a la novela, al teatro y a la poesía. Murió el treinta y uno de diciembre de 1936, poco después de iniciada la Guerra Civil Española.
Su pensamiento está disperso en ensayos (de contenido más estrictamente filosófico), novelas, obras de teatro y poesía, artículos periodísticos, etcétera. Cabe mencionar las siguientes obras:
(1) Ensayo filosófico: En torno al casticismo (1902). Vida de Don Qui­jote y Sancho (1905). Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913). La agonía del cris­tianismo (1925).
(2) Novela: Paz en la guerra (1897). Amor y pedagogía (1902). Niebla (1914). Abel Sánchez (1917). La tía Tula (1921), San Manuel Bueno, mártir (1931).
(3) Teatro: La esfinge (1898). La venda (1899). La princesa doña Lambra (1909). La difunta (1909). El pasado que vuelve (1910). Fedra (1910). Soledad (1921). Raquel encadenada (1921). Sombras de sueño (1926). El otro (1926). El hermano Juan (1929).
(4) Poesía: Poesías (1907). Rosario de sonetos líricos (1911). El Cristo de Velázquez (1920). Andanzas y visiones españolas (1922). Rimas de dentro (1923). Rimas de un poeta desconocido (1924). De Fuerteventura a París (1925). Romancero del destierro (1928). Cancionero (1953).
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Como otros numerosos pensadores de finales del siglo XIX y principios del XX (co­men­zan­do ya por Kier­kegaard en quién veía un alma gemela) Unamuno se encuentra con la insuficiencia de la razón para comprender los fenómenos vitales, históricos, y, en definitiva, para  comprender la vida humana.
Ante este problema se pueden adoptar, en principio, dos actitudes: (1) Tratar de ampliar los ho­ri­zon­tes de la razón, sacándola del molde clásico (tal como hacen Ortega, Heidegger, etcétera). (2) Dejar de lado la razón, en una actitud colindante con el irracionalismo, postura más propia de autores como Kier­ke­gaard, Nietzsche, Bergson y el propio Unamuno. (Hay ciertamente una tercera opción que de momento no se manifiesta: ampliar el concepto de lo matemático).
Unamuno pone como centro de su preocupación el hombre concreto. La ver­dad, la razón, el conocimiento, deben subordinarse a la vida individual, a los intereses de esa vida individual.
Pues bien, el interés máximo de este hombre concreto, del individuo, es su deseo de pervivir, su ansia de inmortalidad. Recordemos que ya Spinoza afirmaba que todas las cosas tienen una tendencia (conatus) a perseverar en su ser. Este impulso sería, según Unamuno, el que genera en el ser humano concreto, en el «hombre de carne y hueso», su deseo de persistencia, de inmortalidad.
Este ansia de inmortalidad es la que conduce, entre otras cosas, al afán por el conocimiento: uno busca descubrir por todos los medios qué puede perdurar de uno mismo. El conocimiento supremo sería el que nos permitiese tomar una decisión acerca de nues­tra propia muerte. Ante esta caben tres posibilidades:
(1) Alcanzar la certeza de nues­tra aniquilación.
(2) Alcanzar la certeza de nuestra inmortalidad.
(3) Mantenernos en la im­po­sibilidad de decidir; es decir, en la total incertidumbre acer­ca de nuestra muerte. Esta in­cer­tidumbre produce un especial estado de ánimo, que Unamuno denomina con­goja.
Pero esta congoja, esta incapacidad de decidir de modo definitivo acerca de aquello que es de nues­tro máximo interés, es la que dota a la vida de una especial intensidad. En palabras del propio Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: «[...] esa de­ses­peración puede ser la base de una vida, de una acción eficaz, de un ética, de una es­té­ti­ca, de una re­ligión y hasta de una lógica».
Gran parte de la obra literaria y filosófica de Unamuno surge como un intento de plas­ma­ción de esta con­goja.
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La vida del hombre concreto se despliega en la historia, produce la historia. Desde este punto de partida Unamuno se enfrenta con dos tipos de concepciones de la historia:
(1) Aquellas que pretenden explicarla desde fuera de la propia historia (tal como sucede con la concepción hegeliana que ve en la historia un momento del desarrollo de lo Absoluto).
(2) Aquellas que conciben la historia como la concatenación de grandes gestas, cuyos protagonistas son reyes, héroes, etcétera.
Unamuno defiende, por el contrario, que la esencia de la historia es interna a esta, está en lo que denomina intrahistoria. La intrahistoria es eso que van haciendo los hombres, que tiene un carácter personal, pero que al mismo tiempo tiene una dimensión de eternidad. Cada momento es como un presente eterno. Es eso «que se pasa quedando». A veces se intenta explicar este concepto para referirse a la tradición que se va construyendo a partir de la vida y actividad de los hombres, y que se desarrolla al margen de la historia oficial, al margen de las grandes gestas que recogen los periódicos y los libros de historia.

3. Ortega y el raciovitalismo
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¿Quién es Ortega?
De Ortega debemos mencionar tres facetas principales (inseparables unas de otras): su labor como filó­sofo, su labor como intelectual preocupado por la situación española, y su labor como divulgador de la filosofía.
(1) Como filósofo Ortega re­coge nu­­merosas preocupaciones que estaban en el ambiente cultural de la época a las que da su personal respuesta. Entre estas preocupaciones destaca el in­tento de diseñar una nue­va con­cep­ción de la razón que no ex­cluya, condenándolos a los territorios de la irra­cionalidad, a los fenó­me­nos de tipo vital e histórico. Surge así su doctrina ra­ciovitalista.
(2) Su preocupación por la situación intelectual, social y política en la que se encuentra la España de su época, de claro retraso con respecto a otras naciones. Para solucionar los problemas de España Ortega propone mirar hacia Europa: «España es el problema y Europa la solución», dice en algún momento. Esta inyección de europeísmo pasa por importar para España la filosofía, la ciencia y los modos políticos (liberalismo) desarrollados en Europa.
(3) Su tercera faceta fue la de divul­gador de la filosofía en el mundo his­pánico, en el que trata de dar a conocer las corrientes de pensamiento dominantes en ese momento en Europa: la fenomenología, el historicismo, el vitalismo, el existencialismo. Su notable éxito en este terreno, vino ayudado, en buena medida, por su considera­ble talento lite­rario.
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Vida y obras
José Ortega y Gasset nace en Madrid en 1883, en una familia burguesa, liberal e ilus­tra­da, en la época de la restauración de la monarquía (Alfonso XII bajo la regencia de María Cris­tina).
De 1905 a 1908 estudia filosofía en la Uni­­versidad de Madrid, luego pasa por las uni­versidades alemanas de Leipzig, Berlín y Mar­bur­go. En 1910 gana la cátedra de me­ta­fí­si­ca de la Universidad de Madrid. Desde 1917, año de su fundación, escribe en el diario El Sol. En 1923  funda la Revista de Occi­dente. Se opone a la dictadura de Primo de Rivera y critica a la monarquía.
Bajo la II República es diputado por León y por Jaén. En 1936, al inicio de la Guerra civil española, se exilia. Regresa en 1945, aunque manteniendo una escasa actividad pública y viajando frecuentemen­te al extranjero.
Su obra está in­fluen­ciada por multitud de pensadores, entre ellos: Kant y los neokantianos Nartop y Cohen -de los que fue dis­cípulo-, Nietzsche, Husserl y los fe­no­me­nólogos, Dilthey, Bergson y Heidegger. Como consecuencia re­co­ge temas del vitalis­mo, del historicismo, del existencialismo, etcétera.
Muere en Madrid en 1955.
Sus obras más importantes son: Meditaciones del Quijote: su primer libro. Publicado en 1914. Investi­gaciones psicológicas y Verdad y pers­pec­ti­va: de 1916. El tema de nuestro tiempo: de 1923. De 1925 son: La deshumanización del arte y La me­ta­fí­si­ca y Leibniz. En 1929 escribe: ¿Qué es la filosofía? y Sobre la fenomeno­lo­gía. En 1930 publica: La rebelión de las masas (su obra más popular). ¿Qué es conocimien­to?: una serie de artículos publicados en 1931. Unas lecciones de me­ta­fí­si­ca: escrito en 1932-33.  De 1933 son: Guillermo Dilthey y la idea de la vida y Meditación de la técnica (uno de los primeros es­tu­dios rigurosos de fi­lo­sofía de la tecnología que se han escrito). Entre 1933/35 escribe En torno a Galileo e Historia como sistema. Ideas y creencias: es­cri­ta en 1936. La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría de­ductiva: escrita en 1947, qui­zá sea su obra más importante. El hombre y la gente: pu­bli­cada póstuma­mente en 1957. En esta obra aparece lo fun­da­mental de la so­cio­logía orteguiana.
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Frente al realismo y al idealismo
La obra de Ortega comienza con una crítica del pensamiento filosófico de los siglos anteriores. Esta crítica se centra en dos aspectos: por un lado critica las concepciones realistas e idealistas de la realidad y el conocimiento (esto es, cuestiona el realismo e idealismo gnoseológicos y metafísicos), por otro lado, critica el racionalismo.
Comenzaremos por aclarar qué entiende Ortega por realismo, idealismo y racionalismo, para, posteriormente, explicar cómo se superan estas actitudes
Ortega sostiene que podemos dividir la historia de la filosofía en dos grandes etapas históricas según predomine la actitud realista o idealista.
El realismo domina el pensamiento desde Grecia hasta Descar­tes. Para esta actitud filo­só­fica lo real son las cosas tal como son «en sí mismas», al margen del sujeto cognoscen­te. O, dicho de otra manera, existe una realidad externa al sujeto que puede ser conocida tal como es «en sí misma».
Descartes imprime un giro idealista a la filosofía, que per­du­ra hasta Husserl. Para Des­cartes, y toda la filosofía idealista posterior, el co­no­cimien­to de las cosas está me­dia­do siempre por el su­jeto que conoce. La rea­­lidad que conocemos de modo inmediato y seguro no son, por lo tanto, las cosas «en sí mismas», sino el propio sujeto que conoce, la propia concien­cia, el yo. Solo a partir de las ideas generadas por el sujeto se puede acceder al conocimiento de la realidad, que tiene que ajustarse a esas ideas.
Para Descartes ese yo -que crea ideas a partir de las que puede accederse al conocimiento del mundo- es concebido como una sustancia, y, como tal, existente por sí mismo, independiente del mundo.
Pues bien, Ortega acepta la tesis ide­a­lista de que no se pueden conocer las cosas sino es a través del filtro que im­pone el sujeto (efectivamente, las cosas son siempre cosas «para mí»). Pero critica al idealismo cuando afirma que el sujeto es independiente de las cosas. No puede haber «cosas» sin yo, como sostienen los idealistas, pero tampoco puede haber «yo» sin cosas, pues el yo, la con­cien­cia, es siempre «conciencia de» (es decir, soy «consciente de» eso que estoy pensando, soy «consciente de» eso que estoy sintiendo, soy «consciente de» eso que estoy percibiendo, etc.).
El intento de superación del realismo y el idealismo lleva a Ortega a desarrollar su idea del «yo-con-las-cosas» como realidad radical, y su concepto de vida.  
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La crítica del racionalismo
Por «racionalismo» entiende Ortega aquella actitud que pretende someter la vida a la razón, y que concibe a la razón como aquel modo de pensar que, para conocer la realidad, la reduce a sus aspectos fijos e inmutables, a sus aspectos estáticos.
El racionalismo, así entendido, surge ya con Sócrates. Recordemos que para Sócrates conocer es conocer lo universal, y que tal conocimiento se expresa mediante conceptos, que muestran la esencia eterna e inmutable de las cosas. Platón irá un poco más lejos y dirá que las esencias de las cosas configuran un mundo propio, el mundo inteligible, que es el objeto de la razón. Ese modo de entender la razón culmina, finalmente, con el racionalismo continental europeo de los siglos XVII y XVIII, que identifican la razón con el proceder matemático.
Pero con esta actitud se produce una inversión de la perspectiva natural del hombre. El mundo en el que vive el hombre de un modo natural y espontáneo es el mundo de las cualidades (colores, sabores, resistencias, sones, etcétera), pero la razón no es capaz de manejar cualidades y re­du­ce lo cualitativo a lo cuantitati­vo, reduce la realidad a extensión y a número. De modo que el racionalista, para buscar la verdad, renuncia a la vida, a la historia, crea una visión del mundo antihistórica y atemporal.
A consecuencia de esta concepción racionalista del conocimiento y la realidad, se introduce una escisión en la existencia: (1) Por un lado aparece el mundo de los conceptos racionales, que son fijos, es­tables, precisos, eternos. (2) Por otro lado el mundo de la espontaneidad, de lo vital.
Ortega intentará superar esta concepción de la razón pero sin caer en el irracionalismo, al estilo de Schopenhauer, Nietzsche o Bergson. El problema, entiende Ortega, no se soluciona renunciando a la razón, sino a ese modelo de razón que se ha ido imponiendo en la cultura occidental. Frente a este tipo de razón, Ortega habla de la nece­si­dad de otro tipo de razón a la que denomina «razón vital».
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La realidad radical
Veamos, ahora, la propuesta de Ortega para superar el realismo y el idealismo.
Frente al realismo que privilegia la cosa en sí, o al idealismo que privilegia la conciencia, Or­tega sostiene que el fundamento absoluto de todo, el primer principio del que tenemos que par­tir, la au­téntica realidad, no son las cosas (sean concebidas de un modo u otro), ni la conciencia. La realidad pri­maria es la del «yo-con-las-cosas». El «yo» y las «cosas» son como dos mo­men­tos constitutivos de esa realidad.
Ortega expresa esa nueva manera de entender la relación yo-cosas con una fórmula que ha hecho fortuna: «Yo soy yo y mi circunstancia». «Circunstancia» es el mundo en el que vivo en tanto que me constituye, pero al mis­mo tiempo dicho mundo solo es tal para mí. El «yo» y la «circunstancia», no son por tanto, separables. No se puede indicar dónde acaba el mundo y dón­de empieza el yo.
A esta originaria en que se manifiestan el yo y las cosas, es a lo que Ortega llama, también, «vida». Pero no es la vida entendida en sentido biológico, sino «mi vida» (le da un sentido similar al de Unamuno cuando hablaba del hombre concreto, el hombre de carne y hueso).
La vida, así entendida, como relación yo-mundo, es la realidad radical, pues toda realidad se da en tanto algo aparece ante mí, o en tanto yo estoy haciendo algo, o en disposición de hacer algo, con las cosas. Esta realidad es, pues, el fundamento de cualquier otra, es el primer principio del que parte cualquier otra.
Esta vida de la que habla Ortega -entendida como «mi vida», y que constituye la realidad radical-, viene caracterizada por:
(1) Es personal, esto es, es la de cada uno.
(2) Se encuentra siempre con que tiene que hacer algo, en una determinada circunstancia.
(3) Es libre, es decir, se encuentra siempre con que tiene que elegir qué hacer o qué no hacer.
(4) Es intransferible, lo que significa que no puedo delegar mi vida en otro, solo yo puedo vivir mi vida.
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Ser y verdad
La concepción de la realidad radical como vida, como mi vida, lleva a una nueva concepción del ser y de la verdad.
Or­tega rechaza (de modo similar a como lo habían hecho ya Dilthey, Nietzs­che, e incluso Hegel) la con­cep­ción tra­di­cio­nal del ser, entendido como lo fijo, lo inmutable, etcétera. Por el contrario, sostiene Ortega, el ser es dinámico, es acción, es acontecer.
Aplicada esta concepción general del ser al hombre, Ortega concluye que la esencia del ser humano no queda definida ni por ser cuerpo -materia-, ni por ser alma -espíritu-, ni por nada que pueda ser objetivado como una «cosa»; sino por ser drama, historia, acontecimiento. El hombre no es una «cosa» (ni siquiera una «cosa espiritual»), y por lo tanto no se deja definir por categorías apropiadas para des­cribir cosas. «El hombre -dice Ortega- no tiene naturaleza, sino que tiene historia».
De la unidad original del yo y las cosas se desprende también una «nueva» concepción de la verdad. Si lo pri­mero no son las «cosas» por un lado y el «pensamiento», el yo, por otro, la concepción tradicional de la ver­dad también sufrirá un cambio de fundamentación; la ver­dad deja de ser fundamentalmente «adecuación» (del pensamiento a la cosa o de la cosa al pensamiento) para ser desvelamiento (tra­ducción literal de alétheia, la no­ción primitiva griega de ver­dad).
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El perspectivismo
Veamos, ahora, la propuesta de Ortega para superar la concepción tradicional de la razón.
Vimos que el racionalismo para salvar la verdad, para posibilitar el co­no­ci­miento y la cul­tura, niega la vida. Los fenómenos vitales no encajan dentro de una concepción del mun­do donde se iden­tifica el ser con lo eterno, fijo, in­mu­table, etcétera. Pues, los fenómenos vitales son cambiantes, mudables, perecede­ros.
Por ello, frente a la postura racionalista se ha dado a lo largo de la historia de la filo­sofía otra alternativa, cono­cida usual­men­te como re­la­tivismo (sofistas, Hume, en cierto modo Nietzsche, etcétera). Consiste en que, para salvar los fe­nó­menos vitales, se niega todo tipo de verdad absoluta, haciendo de la verdad un pro­ble­ma subje­tivo (es de­cir, propio de cada individuo, de cada pueblo). Pero el relativismo con­du­ce en último término al escepticismo, a la imposibilidad de fundamentar el conocimiento.
Frente a estas dos opciones históricamente dadas (relativismo y escepticismo), Ortega postula un nuevo tipo de enfrentamiento con la realidad que no tenga forzosamente que decantarse o por la cultura o por la vida, sino que pueda conservarlas a ambas, y que no tenga que renunciar al conocimiento de los fenómenos vitales. Esta alternativa la pre­senta en un principio bajo la noción de perspectivismo. Veamos en qué consiste:
Tanto la estructura de la realidad como la del conocimiento son siempre manejables des­de un «punto de vis­ta».
Pongamos un ejemplo: si contemplo un paisaje lo veo de una de­terminada forma. Ahora bien, si cam­bio mi posición, camino una distancia en una u otra di­rección y vuelvo a ver el mismo paisaje no lo veré, sin em­bargo, igual que antes. Es más, si después de este cambio de posición siguiese viendo lo mismo pensaría que aquello es irreal.
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la realidad es de tal forma, tiene tal es­truc­tura, que hemos de verla, conocerla, siempre desde un punto de vista, es decir, desde una perspectiva. Este punto de vista es espacial en el caso del paisaje mencionado, pero será histórico, individual, esto es, de una época o de un sujeto de­ter­mi­nado, en el caso de otro tipo de realidades.
De lo anterior tenemos que deducir que la realidad no podrá ser vista siempre igual de­bi­do a su propia na­turaleza; lo cual, por otra parte, no quiere decir que no exista un mundo co­nocible, un mundo real, sino todo lo contrario, sería un mundo ilusorio aquel que fuese siem­pre el mismo cualquiera que fuese el sujeto o la época histórica que le contemplase, del mismo modo que el mundo de la razón pura y el mundo de la razón matemá­tica es, en cier­ta forma, ilusorio (es una abstracción operada sobre la realidad, pero que deja fuera el contenido de la realidad).
Las perspectivas, a juicio de Ortega, no se excluyen, sino que se complementan (Dios, sería la suma de to­­das las perspectivas, el ente que pudiese situarse «en todas partes», tal y como dice el cristianismo).
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La razón vital
Posteriormente, conforme el sistema filosófico orteguiano va madurando, el perspectivismo pasa a ser incluido en una concepción de la razón más global, la razón será concebida como razón vital, que tendrá como una de sus categorías constitutivas la de perspectiva. Veamos cómo explica Ortega este proceso:
Al mismo tiempo que se impone la concepción del ser como lo fijo, lo eterno, lo in­mu­ta­ble, etcétera, se va im­poniendo una concepción de la razón: la razón sería el instrumento de conocimiento que capta eso fijo, inmutable, etcétera.
Recordemos, una vez más, como Sócrates identifica el conocer como conocimiento de lo uni­ver­sal, y lo uni­ver­sal se da en las definiciones que son invariables, válidas para todos los hombres y todos los tiempos. Con Pla­tón se acentúa este ca­rác­ter del ser y de la razón. A partir de la modernidad la razón es con­cebida como un proceder de tipo lógico-matemático (así en los racionalis­tas), que tra­ta de describir el mun­do sub specie ae­ternitatis (= bajo la forma de la eter­nidad).
La matematización de la razón permite un avance extraordinario de las ciencias de la na­tu­raleza (en par­ticu­lar a la física). Pero al mismo tiempo, se va haciendo manifiesto (sobre todo a lo largo del siglo XIX) que este tipo de razón es inapropiada para el co­no­ci­mien­to de lo humano.
Frente a las ciencias de la natu­ra­leza (que pretenden describir lo que en esta hay de fijo, inmutable, las leyes eternas), las ciencias humanas (la histo­ria, la so­cio­lo­gía, la política, e incluso la filosofía) parecen poco precisas y rigurosas, como inca­pa­ces de des­cribir su objeto de estudio. Ello se debe a que los asuntos humanos están en per­ma­nen­te cambio, son de natu­raleza temporal, histórica.
Dado que los asuntos humanos no se dejan describir como los naturales, es decir, dado que los asuntos hu­manos se escapan a la capacidad de comprensión lógico-matemática, ha­brá que considerar dos posi­bili­dades: o aceptamos que, con respecto a lo humano, solo cabe el irracionalismo (al estilo del practicado por Scho­penhauer, Nietzsche, Bergson y, ya en cierta medida, por Hume), o habrá que replantearse qué en­ten­demos por razón y buscar las insuficiencias de esta.
Ortega, como ya lo hicieran en cierta medida Dilthey y Husserl, se decide por esta se­gun­da posibilidad. Las insuficien­cias de la razón lógico-matemática para explicar la vida re­si­den en que este tipo de razón es solo un tipo peculiar de la razón, pero no toda la razón.
No se trata, por lo tanto, de quedarse con la razón de los racionalistas y renunciar a ex­pli­car los fenó­me­nos vitales, ni tampoco de hacer una defensa de la vida (al estilo de Nietzs­che y Bergson) por encima de la razón. Hay que comprender que la razón es un ins­tru­mento de la misma vida. Pero la razón entendida así, como ins­trumento de la vida, es más amplia que la concepción de la razón propia de los racionalistas. La razón de tipo matemáti­co, no es más que un uso peculiar de la razón vital, aplicada a un campo del conocimiento muy con­creto (los fenómenos naturales). Por el con­tra­rio la razón vital tiene un campo de co­no­ci­miento mucho más amplio, en el que se incluyen los fenómenos de tipo humano.
A partir de esta conclusión inicial Ortega intenta hacer explícitas las «categorías» de la razón vital que han de sustituir a las me­ras categorías del entendimiento, de la razón pura (tal como las formu­la­rían Aristóteles, Kant o incluso Hegel).
Las categorías de la vida, aquellas que estructuran la vida humana y que permiten expli­car­la, son:
(1) Encontrarse: la vida humana es, de entrada, un «estar ahí».
(2) Ocuparse: el hombre, como ya hemos indicado, es acción, drama. Esta acción se da en una re­la­ción yo-mundo. Lo contrario del ocuparse es la «despreocupación», el dejarse arrastrar, entregarse a las cos­tum­bres (que es también una forma de ocuparse).
(3) Perspectiva: mi vida es relación particular con el mundo, la realidad se me ofrece siempre desde un punto de vista.
(4) Libertad y proyecto: la libertad da un carácter problemático a mi vida. La vida no es una rea­lidad aca­bada, es algo que tengo que hacer. Puesto que el hombre es for­za­da­men­te libre, el mundo está abier­to a múlti­ples posi­­bilidades.
(5) Circunstancia: pero aunque el hombre es libre, su libertad no es pura inde­ter­mi­na­ción, pues el hom­bre no es una pura conciencia, sino una con­ciencia determinada por las circunstan­cias que le imponen una determina­ción relativa a su libertad, y que le dan un substrato a esta sobre el que ejercerse.
(6) Temporalidad: la vida es proyecto, futurización. El ser es dinámico, está en mo­vi­miento con­ti­nuo. Esta categoría hace a la vida radi­cal­mente histórica.
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La vida social
Tras desarrollar esta nueva concepción de la razón, como razón vital, Ortega la aplica, en primer lugar, a analizar los fenómenos sociales e históricos.
Dado que la vida humana es cosa individual, es «mi vida» (la realidad radical, según Ortega), ¿en qué cosiste la vida social? ¿Qué es lo social?
Para explicarlo Ortega comienza diferenciando entre lo interindividual y lo social. La vida interindividual es aquella que surge de la interacción de los individuos como tales, tales relaciones siguen siendo auténtica vida humana. De ella surge el amor, la amistad, etcétera.
La vida social propiamente dicha es impersonal, en ella el hombre actúa de un modo mecánico: saluda porque se saluda, obedece al guardia de tráfico porque se obedece, porque está mandado así, etcétera.
Esto que hacemos porque se hace, que pensamos porque se piensa, que decimos porque se dice, es lo que constituye un uso. Los usos forman la base esencial de la vida social. Los hechos sociales son los usos.
Los usos, con toda su impersonalidad, tienen una función determinante para el desarrollo de la vida individual. Pues: (1) facilitan la convivencia: nos permiten prever la conducta ajena y posibilitan una cuasi-convivencia con los extraños. (2) Nos convierten en herederos del pasado y nos colocan a la altura de los tiempos. Es, gracias a los usos, que puede haber historia y progreso. (3) Al automatizar muchas de las conductas necesarias nos permiten dedicar nuestra atención a lo personal.
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La vida histórica
Veamos ahora cómo podemos aplicar la razón, la razón vital, a la explicación de la historia.
El ser humano, a diferencia del resto de los seres vivos, no tiene una naturaleza fijada. Así, por ejemplo, mien­tras el tigre es siem­pre tigre, un tigre es intercambiable por cualquier otro. Sin embargo, el hombre no es siem­pre hombre de la misma manera. En esto consiste el que el hombre sea libre. La libertad implica una elección forzosa entre las posibilidades. Por lo tanto, solo podremos entender algo de la vida humana si com­pren­de­mos la historia en la que el ser humano está in­mer­so; pues, si el hombre no está sujeto por su instinto co­mo el animal, sí lo está en cambio (y dentro de cier­tos límites) por su cir­cunstancia his­tó­rica.
El cambio histórico en el que los seres humanos están inmersos, no es un continuum ho­mo­gé­neo, hay una cierta esta­bilidad que cristaliza por períodos. Ortega llama a estos períodos de cierta constancia vital, generaciones (una generación ocuparía aproximada­mente quince años).
En el seno de cada uno de estos periodos históricos, en el seno de una generación, podemos encontrarnos con dos tipos humanos: la masa y la minoría (minorías de vanguardia). La masa tien­de a conservar esquemas fijos, a vivir en el presente. La minoría a romper moldes, a vivir mirando al futu­ro. Por ello vive condenada, con fre­cuen­cia, a no ser entendida por la masa.
A partir de esta separación entre masa y minoría egregia, minoría de vanguardia, Ortega critica las concepciones colectivistas e individua­lis­tas de la historia.
Ejemplo de concepción co­lec­tivista es la marxista, para la que son las masas (clases sociales) las que mue­ven la historia. Ejemplo de con­cep­ción individualista de la historia sería toda concep­ción que explique esta por el influjo de individuos ex­cep­cio­na­les (reyes, héroes, sabios) que con­ducen a las masas tras de sí.
Para Ortega ambas concepciones de la historia son falsas. La primera por­que, según él, las masas son siempre conservado­ras, pasivas, tendentes a persistir en lo que hay. La se­gun­da porque si no hay cierto grado de comunicación entre las masas y los individuos, cier­ta sensibilidad vital compartida, los individuos nunca podrían influir sobre la masa.
¿Cómo se explican, entonces, las transformaciones históricas?
Para hacerlo Ortega comienza señalando que los fenómenos sociales, constitutivos de cada periodo histórico, mantienen entre sí una relación jerárquica. Unos de­pen­den de otros más pro­fundos. Así, las transformaciones de orden industrial y político de­pen­den de las de orden moral y estético y estas dependen a su vez de determinada sensibilidad vi­tal. La sensibilidad vital es lo que está en la base de cualquier estadio histórico, la sensibilidad vital es el modo cómo, en un momento dado, es sentida la vida.
Una vez aclarados estos conceptos, Ortega explica los cambios históricos así: la masa vive instalada en una determina sensibilidad vital, propia de un determinado periodo histórico, de una determinada generación.
Pero la minoría de vanguardia, que es la minoría reflexiva de la sociedad, la minoría consciente, puede vivir instalada ya en una sensibilidad vital distinta. Cuando esa minoría es una auténtica minoría de vanguardia lidera a la masa, y acabará arrastrándola hacia esa nueva sensibilidad vital.
El cambio de sensibilidad vital provoca cambios en las valoraciones mo­ra­les o estéticas (las condiciona), y estas a su vez con­di­cio­nan las transformaciones políticas e industriales.
Las relaciones de una generación con la anterior pueden ser, a su vez, de homogenei­dad, es decir, am­bas se mueven por los mismos intereses, tienen en su base la misma sensibilidad vital, y entonces estamos en lo que Or­tega llama una época acu­mula­tiva (se acumula lo desarrollado en ambas generaciones); o de heterogeneidad, es decir, ambas se mueven por intereses divergentes y entonces es­ta­mos ante lo que Ortega llama una época revolucionaria (la gene­ra­ción posterior rechaza lo que hizo la anterior e intenta desarrollarse sobre principios nuevos). (Esta distinción apa­­re­ce ya en Comte, con el nombre de épocas orgánicas y épocas críticas).
En Ortega, a diferencia de Marx o Hegel, no hay un momento final privilegiado de la his­to­ria y el pro­ceso continúa ininterrumpidamente.
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Razón vital y razón histórica
Puesto que solo en la historia puede el individuo acceder a un conoci­miento de su ser (que es siempre un acontecer y nunca un ser extático) esta razón his­tó­ri­ca se identifica con lo que antes hemos lla­mado razón vital. Como tal, es auténtica razón, pe­ro a diferencia de otros pensado­res (incluido Hegel) que han tomado las cate­gorías clá­si­cas de la razón y han intentado aplicarlas al análisis histórico, Ortega sostiene que la propia his­toria, el propio devenir humano es, de por sí, racional y maneja sus propias categorías ra­cio­na­les.

4. Xabier Zubiri
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Xavier Zubiri Apalategui nació en San Sebastián, en 1898. A los diecisiete años ingresa en el Seminario de Madrid, donde estudia filosofía con Juan Zaragüeta. En 1919 continúa sus estudios de filosofía con Ortega en la Universidad de Madrid.
Se doctora en teología -en 1920-, y filosofía -en 1921-. Este mismo año es ordenado diácono.
En 1926 gana la Cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad de Madrid. Obtiene un permiso de estudios para ir a Friburgo (Alemania) donde asiste a cursos impartidos por Husserl y Heidegger. En Berlín conoce a los científicos más importantes de la época (Planck, Einstein, Schrödinger).
Vuelve a Madrid para atender a su cátedra. En 1936 se casa con Carmen de Castro (hija del célebre historiador Américo Castro) después de tramitar su secularización.
Durante la Guerra Civil Zubiri se instala en París donde trata con el físico Luis de Broglie y el filólogo Emile Benveniste. Terminada la Guerra le ofrecen la Cátedra de Filosofía, en Barcelona, pero acabará pidiendo la excedencia. A partir de entonces imparte cursos privados y se gana la vida traduciendo.
Murió, en Madrid, en 1983.
Entre sus obras destacan: Naturaleza, Historia, Dios (publicada en 1943). Sobre la esencia (1962). Cinco lecciones de filosofía (1963). Inteligencia sentiente, que consta de tres volúmenes: Inteligencia y realidad (1980), Inteligencia y Logos (1982), e Inteligencia y Razón (1983). El hombre y Dios (1984).  Sobre el hombre (1986). Estructura dinámica de la realidad (publicada en 1989, recoge cursos impartidos en 1968). Sobre el sentimiento y la volición (publicada en 1992, recoge cursos impartidos entre 1961 y 1975).
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Una característica del pensamiento contemporáneo es la búsqueda de un nuevo comienzo para la filosofía; toda vez que realismo e idealismo, así como el modelo de racionalidad desarrollado en el mundo antiguo a partir de Sócrates y Platón, y en el moderno a partir de Descartes, parecían insuficientes.
Este nuevo comienzo tuvo una primera expresión exitosa en Husserl, para quien el punto de partida es la conciencia pura (la conciencia trascendental) convertida en un escenario en el que se aparecen las esencias, esto es, las cosas en su puro darse. Para Ortega ese comienzo, la realidad radical de la que partir, es «mi vida». Heidegger comienza con la comprensión del ser en la que estamos siempre inmersos.
Zubiri parte de otro planteamiento: la filosofía debe comenzar con un análisis del sentir, dato previo a la separación entre conocimiento y realidad, entre objeto y sujeto, entre sensibilidad y entendimiento.
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El sentir se da en un acto de aprehensión, que es el acto de darme cuenta de que algo está presente. Al aprehender algo, ese algo queda en nosotros como actualizado. Pero hay doy modos de actualización, dos modos de aprehensión:
(1) Aprehensión sensible: es la propia de los animales. En este caso el contenido de la aprehensión aparece como estímulo, que suscita una respuesta, por ejemplo: la huída.
(2) Aprehensión intelectiva: es propia de los seres humanos, para quienes sentir no es separable de la actividad intelectual, del inteligir. Por eso habla Zubiri de una sensibilidad inteligente o de una inteligencia sentiente. (Esta idea de que sentir es inseparable de inteligir había sido defendida ya en el siglo XVI por Gómez Pereira, un médico y filósofo natural de Medina del Campo; si bien Pereira saca de ahí la conclusión de que los animales no sienten. Zubiri hace una diferenciación entre el sentir propio de los animales y el humano, y lleva el análisis de la inteligencia sentiente a un nivel impensable en el medinense).
El desarrollo de la inteligencia sentiente puede ser descompuesto en tres momentos:
(1) Aprehensión primordial de realidad. En los hombres el contenido de la aprehensión no aparece bajo la forma de estímulos, como sucede con los animales, sino como siendo algo «de suyo». O, lo que es lo mismo, como siendo realidad (bien entendido que no hablamos de la realidad entendida al modo clásico: como realidad en sí, sino como realidad en la aprehensión). A este primer momento del desarrollo de la inteligencia sentiente le llama Zubiri aprehensión primordial de realidad.
(2) Logos. Consiste en una vuelta sobre lo aprehendido, una reactualización de lo aprehendido, que nos lleva a determinar qué son las cosas en realidad, qué es eso que había sido aprehendido en un primer momento como siendo algo de suyo distinguiéndolo frente a lo demás en el «campo» de la realidad. Así, puede determinarse que eso es transparente, que es agua, que es caliente, etc. Este segundo modo de aprehensión, que Zubiri llama simple aprehensión, da origen al juicio (por ejemplo: «Esto es agua», «Esto es caliente», etc.).
(3) Razón. Dado que las cosas son algo «de suyo», el propio movimiento de la inteligencia apunta a lo que las cosas son más allá de, allende, la aprehensión. La inteligencia busca los fundamentos, causas o principios, de eso que se da en la aprehensión. Así, el agua puede ser explicada como un compuesto de elementos tales como el oxígeno y el hidrógeno, el calor como movimiento de las partículas, etcétera. Esta tarea de la búsqueda de los fundamentos, causas o principios, es realizada por las ciencias y la metafísica, y es inacabable: tales fundamentos o causas son, siempre, problemáticos.
El concepto de inteligencia sentiente permite a Zubiri:
(1) Superar el realismo y el idealismo: la realidad no es concebida como la cosa en sí (independiente de mi acto de conocer); ni tampoco algo en mí. Sino que la realidad se da en ese acto de aprehensión por el que las cosas se hacen presentes como siendo «de suyo».
(2) Mostrar que sensación e inteligencia no son actos separados, no son dos actos diferentes, sino que la inteligencia humana es sentiente, para el hombre sentir e inteligir forman parte del mismo acto.
(3) Establecer una nueva definición de inteligencia: esta se da cuando se actualizan las cosas como siendo realidades, como siendo algo «de suyo». Por ello inteligencia propiamente hablando solo lo es la humana: no hay inteligencia animal, ni artificial, porque ni los animales ni las máquinas aprehenden los datos como siendo algo de suyo.
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Al realizarse en la realidad, al conocer, experimentar, etcétera, la realidad, el hombre experimenta el poder de lo real, pone en marcha desde sí el poder de lo real. El poder de lo real nos permite algunas acciones, nos limita o impide otras, y nos impele a otras, de modo que la realidad funda nuestro ser personal. A esta situación, al hecho de estar sometidos al poder de lo real, le llama Zubiri religación, estar religado.
La religación, al igual que cualquier otro «hecho», se actualiza en la aprehensión primordial como siendo algo de suyo, se reactualiza mediante el logos como siendo religación, y la razón busca su fundamento.
Pero ahora no se trata de buscar el fundamento de algo «concreto» en la realidad (de un color por ejemplo), sino de la realidad como tal (dado que lo que me religa no es ninguna «cosa» aprehendida como real, sino la realidad como tal). Y ahí aparece el problema de Dios: la reflexión sobre el fundamento de la realidad como tal lleva a la razón a plantearse en problema de Dios. Pues por Dios se entiende la realidad-fundamento (que, en tanto que fundamento, será también el fundamento de mi persona; pues, como hemos dicho, la persona se realiza religándose al poder de lo real).
El problema de Dios es, pues, previo a ser creyente, ateo o agnóstico. Dado que es la religación (que es un hecho, y como tal común a todos) la que me lanza a este problema; problema al que hay que dar una respuesta (incluso cuando la respuesta es la negación de la existencia de Dios, o la imposibilidad de solucionar el problema).

5. María Zambrano
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María Zambrano Alarcón nació en Vélez-Málaga, en 1904.
En 1908 su familia se traslada a Madrid, y al año siguiente a Segovia. De vuelta a Madrid, en 1924, se matricula en la Facultad de Filosofía y Letras. En 1927 asiste a las clases de Ortega y Gasset, García Morente y Xavier Zubiri, de la Universidad Central.
En 1931 es nombrada profesora auxiliar de la Cátedra de Metafísica de la Universidad Central, y colabora en las revistas Revista de Occidente, Los cuatro vientos, Cruz y Raya y Hora de España.
En 1936 se casa, su esposo es nombrado secretario de la embajada de España en Chile, y el matrimonio se traslada a ese país. En 1937 regresan a España y colaboran en la defensa de la República.
En 1939 María se exilia, viviendo, a partir de entonces, a caballo entre París, Nueva York, La Habana, Morelia (México), donde es nombrada profesora de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, Puerto Rico, donde es nombrada profesora de la Universidad de Río Piedras, Roma, Ginebra.
En 1981, después de restaurada la democracia en España, se le concede el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. En 1984 regresa de nuevo a España, y se instala en Madrid. En 1988 se le concede el Premio Cervantes.
Muere, en Madrid, en 1991, y es enterrada en su ciudad natal.
María Zambrano fue, ante todo, una discípula de Ortega, aun cuando se aparte del maestro en cuestiones fundamentales. Pero recibe también la influencia de numerosos filósofos, de entre los cuales cabe destacar: Platón, Plotino, Séneca, San Agustín, Spinoza, Nietzsche, Unamuno, Jung y Heidegger. Así como de la poesía y la mística española, en especial de la obra de San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos y Antonio Machado.
Entre sus obras destacan: Horizontes del liberalismo (1930). Hacia un saber del alma (1934). Filosofía y poesía (1939). Unamuno (1940). El pensamiento vivo de Séneca (1941). El hombre y lo divino (1953). Delirio y Destino (1953). Persona y Democracia: una historia sacrificial (1958). España, sueño y verdad (). Claros del bosque (1976). La tumba de Antígona (1983). Los bienaventurados (1979). De la aurora (1986). El reposo de la luz (1986). Para una historia de la piedad (1989).
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Recordemos que la filosofía nace vinculada al logos, a la razón. Muy pronto emplear la razón pasó a significar reducir lo múltiple, lo heterogéneo, a unidad; lo que cambia a lo inmutable; y lo particular a lo universal. (Conocer es conocer la esencia, lo universal, que, según Sócrates, se encuentra en las definiciones universales y, según Platón, en las «ideas»). En el mundo moderno este proceso de «abstracción» se radicaliza. Con Galileo, Descartes, Spinoza, etcétera, emplear la razón consistió en reducir todo a lenguaje matemático, a pensar la realidad «sub specie aeternitatis».
Tales modelos de racionalidad, centrados en lo inmutable, en lo que no cambia, en lo inerte, comenzaron a parecer insuficientes ya a partir del idealismo alemán.
Como consecuencia aparecen una serie de pensadores que defienden posturas colindantes con el puro irracionalismo. Así, Nietzsche desarrolla lo que llama una metafísica de artista: el arte es más apropiado que la ciencia para desentrañar la realidad. Bergson defiende que la realidad solo se puede captar en una intuición que está más allá del instinto y de la inteligencia. Unamuno reivindica la imaginación, frente a la razón, así como la contradicción, la paradoja.
Por otro lado aparecen una serie de pensadores que intentan desarrollar un modelo de razón dinámico, que no deje de lado los fenómenos históricos y vitales. Así, Hegel considera que la historia evoluciona dialécticamente. Dilthey desarrolla una razón histórica. Ortega trata de hacer de la razón un instrumento de la vida, lo que se conocerá como raciovitalismo.
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María Zambrano también coloca en el centro de su reflexión la capacidad de la razón para desentrañar la realidad. Esta reflexión le lleva a situarse en una especie de zona de encuentro entre filosofía, poesía y mística-religión.
En Filosofía y poesía María Zambrano sostiene que la filosofía nace de la admiración (tal como sostenía Aristóteles) y la violencia (tal como muestra Platón en el mito de la caverna).
La admiración ante las cosas nos lleva a preguntarnos por el ser de la cosas. Pero inmediatamente el filósofo se embarca en un tremendo esfuerzo por huir de las cosas hacia el «mundo de las ideas». Este esfuerzo tiene por objeto reducir lo múltiple a unidad, lo singular a lo universal y lo que cambia a la quietud, violentando así el ser de las cosas y del propio hombre. Este camino iniciado por el filósofo lleva al pensamiento conceptual, claro y sistemático; al pensamiento que lo explica todo a partir de principios. Pero deja fuera múltiples realidades.
El filósofo «busca» guiado por un método; busca el ser, el principio, la idea. Aspira a ser el dueño de la palabra. El poeta, por el contrario, vive pegado a las cosas, que son múltiples, heterogéneas, singulares, cambiantes.
El poeta, no obstante, también necesita alejarse de las cosas para decir algo; de lo contrario, al igual que Crátilo, no podría hablar. Este alejamiento le lleva a desarrollar también un tipo de unidad: la unidad expresada por la palabra en el poema. Pero esta unidad no violenta la diversidad de la realidad. Por el contrario, el poeta está movido por una piedad por las cosas: quiere conservarlo todo, quiere conservar, incluso, lo que todavía no es, los sueños, las posibilidades.
El poeta no busca, encuentra; la poesía se da, como una gracia, como un don gratuito. El poeta se siente poseído por la palabra, es su esclavo.
De esta reflexión acerca del la relación entre filosofía y poesía surge la noción de «razón poética». La razón poética es un intento de ir más allá de la «razón vital» orteguiana, que estaría, según Zambrano, demasiado pegada todavía al modo clásico de entender la razón.
Ortega dice que la razón está al servicio de la vida. Pero esa razón sigue teniendo un carácter instrumental. Zambrano busca una razón que no sea instrumento sino que sea ella misma vida y expresión de la vida: de la emoción, del sentimiento, de la esperanza. La razón poética será razón, pero una razón que no violente la realidad, que acepte cierto grado de relatividad, que hable en el interior del ser humano, que aúne razón e imaginación, que sea creadora (recordemos que poesía viene de poiesis = hacer, producir).
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En El hombre y lo divino María Zambrano explica el origen de lo sagrado a partir de lo que llama delirio de persecución: el hombre primitivo estaba sumergido en un mundo desbordante de realidad, de estímulos, de presencias. Ante esta situación se siente constantemente vigilado, observado, en presencia de algo indeterminado. A esto, a esta presencia constante, enigmática e indeterminada, es a lo que llamamos lo sagrado. En esta situación el hombre siente que su vida está en manos de algo que no controla, vive en la angustia de no tener un espacio propio en el que sentirse seguro.
En algún momento aparece Dios o los dioses. Tal aparición permite al ser humano ordenar un espacio en el que se siente seguro. Dios da tranquilidad porque a partir de su aparición eso que domina y controla la vida del hombre ya tiene un rostro, ya es algo determinado, algo con lo que se puede «dialogar». Tal aparición permite además que el hombre se determine a sí mismo frente a Dios o los dioses. Es entonces cuando el ser humano toma «conciencia de sí».
En el mundo moderno se produce otro cambio radical: el hombre pasa de tener conciencia de sí a determinarse a sí mismo como pura conciencia (recordemos a Descartes). Pero toda conciencia se caracteriza por la autonomía. El hombre moderno aspira, pues, a ser autónomo, prescindiendo de Dios. Ese es el proyecto de la Ilustración.
Pero esa autonomía con respecto a Dios se convierte en el intento de ocupar el lugar de Dios. Así Hegel descubrirá que el espíritu se realiza en la historia humana. La historia ocupa el lugar de Dios, se convierte en una nueva diosa, a la que, al igual que a los dioses aztecas, se ofrece el corazón y la sangre (las pasiones) en sacrificio.
En la historia, entendida como progreso, el hombre se dotará a sí mismo de la plenitud que le falta en su deseo de ocupar el lugar de Dios. Por lo que esta historia-progreso encamina al hombre al futuro. Pero el futuro es lo absolutamente desconocido que domina la vida del hombre, por lo que ocupa el lugar de lo sagrado. Como si hubiera una vuelta atrás, lo divino se reconvierte en lo sagrado. Pero, al igual que en los orígenes de lo sagrado el hombre carecía de ser, al no poder determinarse frente a algo (frente a Dios, o los dioses), ahora ante esta nueva manifestación de lo sagrado el hombre vuelve de nuevo indeterminado él mismo, un mero «proyecto de ser».

6. Gustavo Bueno
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Gustavo Bueno Martínez nació en Santo Domingo de la Calzada, en 1924.
Estudió en las Universidades de Logroño, Zaragoza y Madrid. En 1960 obtiene la cátedra de Fundamentos de Filosofía e Historia de los sistemas Filosóficos de la Universidad de Oviedo y se instala en Asturias. Fundó la revista filosófica El Basilisco. Desde 1998 colabora con la Fundación Gustavo Bueno, que tiene su sede en Oviedo.
Bueno recibe numerosas influencias, pero podemos destacar en especial las de Platón, Tomás de Aquino, la escolástica española, Hegel, Marx y diversos autores marxistas.
Su trabajo cristaliza en un sistema abierto que es conocido como materialismo filosófico, que cuenta con numerosos discípulos en España e Hispanoamérica. Sus aportaciones fundamentales son el desarrollo de una ontología materialista, una concepción de la ciencia conocida como teoría del cierre categorial, y su teoría de la religión.
Murió, en Niembro (Concejo de Llanes, en Asturias), en el año 2016.
Entre sus obras cabe mencionar: El papel de la filosofía en el conjunto del saber (1971). Ensayos materialistas (1972). La metafísica presocrática (1975). Etnología y utopía (1982). Nosotros y ellos (1983). El animal divino (1985). Materia (1990). Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas (1991). Teoría del cierre categorial: de la que se han publicado cinco tomos (1992). ¿Qué es la filosofía? (1995). ¿Qué es la ciencia? (1995). El sentido de la vida (1996). El mito de la cultura (1997). España frente a Europa (1999). Telebasura y democracia (2002). El mito de la izquierda (2003). Panfleto contra la democracia realmente existente (2004). El mito de la derecha (2008).
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Al igual que sucedía con otros filósofos españoles (Zubiri, Zambrano), podemos comenzar la exposición del sistema de Bueno con la caracterización del papel de la propia filosofía. La filosofía es una saber de segundo grado, lo que quiere decir que trabaja sobre las aportaciones de otros saberes, de «primer grado» (saberes técnicos, científicos, políticos, etc.).
El contenido de la filosofía son las Ideas. Las Ideas surgen a partir de los conceptos. Los conceptos constituyen el contenido de las ciencias y las técnicas. Así, por ejemplo, en física tenemos el concepto de «fuerza». Ahora bien, «fuerza» aparece también como un concepto sociológico o histórico (así cuando hablamos de fuerzas productivas), desbordando el campo de una ciencia concreta y dando origen a la «Idea de fuerza», que pasa a ser objeto de análisis filosófico. Otros ejemplos de Ideas pueden ser la Idea de Ciencia, la Idea de Verdad, la Idea de Sistema, la Idea de Dios, etc.
Sobre estas Ideas opera la filosofía sometiéndolas a análisis y sistematización.
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Bueno parte de una ontología de carácter materialista y pluralista. Esto quiere decir, en primer lugar, que rechaza la existencia de entidades espirituales (entendiendo por tal cosa la existencia de sustancias vivas de carácter no material). En segundo lugar rechaza las concepciones monistas de la materia (tales como la de Hobbes).
Siguiendo el esquema que viene de Cristian Wolf , Bueno distingue entre una ontología general, cuyo contenido es lo que denomina materia ontológico-general (definida como pluralidad, exterioridad y codeterminación); y la ontología especial, que trata de los tres tipos de realidad material, los tres géneros de materialidad, que serían los siguientes:
(1) Primer género de materialidad. Está constituido por entidades físicas, dadas en el espacio y en el tiempo: las cosas con sus cualidades, las relaciones entre cosas, los sucesos, etc.).
(2) Segundo género de materialidad. Incluye aquellos procesos dados en el tiempo, aquellos dotados de interioridad: las vivencias, las experiencias internas, tales como emociones, sensaciones, etc.
(3) Tercer género de materialidad. Incluye aquellas entidades abstractas, carentes de dimensión temporal: en general los objetos de la geometría, también pueden incluirse aquí las «ideas» platónicas, etc.
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Cada categoría de fenómenos constituye una ciencia. Según Bueno, el saber científico viene determinado por la posesión de tres rasgos:
(1) Una sintaxis interna a la propia ciencia, que consta de términos, relaciones que pueden llevarse a cabo entre los términos, y operaciones (realizadas por operadores objetivos -por ejemplo, en geometría el compás y la escuadra-, que permiten la eliminación del sujeto gnoseológico –en tanto un sujeto puede ser sustituido por cualquier otro-). Estas operaciones pueden generar nuevos términos, pero siempre dentro de un sistema cerrado para cada categoría.
Así, por ejemplo, provisto de una regla un compás y un lápiz de grafito puedo intentar demostrar el teorema de Pitágoras, dibujando figuras y líneas auxiliares. Pero no añadirá nada a mis conocimientos geométricos el análisis químico del grafito con que mi lápiz mancha la hoja: las relaciones y términos geométricos forman parte de una categoría distinta de los químicos. A este «encerramiento» de los términos, relaciones y operaciones en una categoría es a lo que llamamos cierre categorial.
(2) Una semántica: en toda ciencia tiene que haber referentes materiales específicos (propios de cada categoría). Así, por ejemplo, la teología no puede ser considerada una ciencia dado que carece de tales referentes.
(3) Una pragmática: que viene a ser la dimensión institucional de toda ciencia y que incluye un sistema de pautas profesionales y normas que permiten el entendimiento y la colaboración entre la comunidad de científicos, que estos puedan entenderse y la reproducción del conocimiento.
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Entre las aportaciones más interesantes de Gustavo Bueno está su filosofía materialista de la religión. Según esta el germen de la religión está en la presencia de los númenes y lo numinoso. Númen es toda entidad no humana a la que se atribuye voluntad e inteligencia, capaz de mantener relaciones más o menos lingüísticas con los humanos.
La tesis de Bueno es que tales númenes no son producto de procesos alucinatorios, sino que tienen una presencia material en la vida de los hombres: son ciertos animales cuya presencia es aterradora, o beneficiosa. A partir de este núcleo Bueno distingue un proceso religioso a través de tres fases:
(1) Religiones primarias: es la forma original de la religión centrada en los númenes animales.
(2) Religiones secundarias: surgen de la transformación de las religiones primarias, cuando los hombres comienzan tener control sobre los animales divinos. Son las religiones mitológicas en las que los dioses adquieren formas zoológicas (Egipto) o antropomórficas (Grecia).
(3) Religiones terciarias: surgen de la crítica a la que la filosofía griega sometió a las religiones mitológicas. De esta crítica surgen las religiones monoteístas y dará origen a un proceso de racionalización religiosa que será la antesala del ateísmo.

Bibliografía
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-Bueno, Gustavo: El mito de la cultura. Editorial Prensa Ibérica, S. A. Barcelona, 2000.
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-Bueno, Gustavo: Ensayos materialistas. Taurus Ediciones, S. A. Madrid, 1972.
-Bueno, Gustavo: El sentido de la vida. Pentalfa Ediciones. Oviedo, 1996.
-Bueno, Gustavo: España frente a Europa. Alba Editorial, S. L. Barcelona, 1999.
-Bueno, Gustavo: Materia. Pentalfa Ediciones. Oviedo, 1990.
-Bueno, Gustavo: ¿Qué es la ciencia? Pentalfa Ediciones. Oviedo, 1995.
-Bueno, Gustavo: ¿Qué es la filosofía? Pentalfa Ediciones. Oviedo, 1995.
-Bueno, Gustavo: Panfleto contra la democracia realmente existente. La esfera de los libros, S. L. Madrid, 2004.
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-García Bacca, Juan David: Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas. Anthropos. Barcelona, 1990.
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-Zambrano, María: Claros del bosque. Ediciones Seix Barral, S. A. Barcelona, 1978.
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-Zambrano, María: La España de Galdós. Ediciones Endymion. Madrid, 1989.
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-Zubiri, Xavier: Estructura dinámica de la realidad. Alianza Editorial, S. A. Fundación Xavier Zubiri. Madrid, 1989.
-Zubiri, Xavier: Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1984.
-Zubiri, Xavier: Inteligencia sentiente. Inteligencia y logos. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1982.
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-Zubiri, Xavier: Naturaleza, Historia, Dios. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1987.
-Zubiri, Xavier: Sobre la esencia. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1985.
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