miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXX) LA FILOSOFÍA ANALÍTICA

1. Caracteres generales
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La filosofía analítica constituye un amplio movimiento filosófico, originado en Inglaterra a partir de la obra de George Edward Moore y Bertrand Russell (este último influido por los mate­má­ti­cos, y a la vez lógicos, George Boole y Friedrich Ludwig G. Frege), que adquiere, además, un enorme auge en EE.UU. y Austria.
Aunque dentro de este movimiento se pueden distinguir varias corrientes, todas ellas tienen en común los siguientes rasgos:
(1) Mantienen una actitud empirista: la experiencia ha de ser la fuente de todo nuestro co­no­cimiento.
(2) Consideran que la filosofía no es un saber con contenido propio sino que es una ac­ti­vidad.
(3) Esta actividad filosófica se centrará casi exclusivamente en el análisis de problemas de tipo lógico o lingüístico.
Precisamente este tercer punto es el que permite distinguir dos subcorrientes diferenciadas dentro del mo­vi­miento analítico (ya desde sus inicios):
(1) Los que, a partir de Russell, tratan de en­contrar las expresiones lingüísticas mí­nimas (algo así como átomos lingüísticos) para, a par­tir de ellas, construir un lenguaje perfecto que, al mar­gen de las ambigüedades del len­gua­je común, pueda ser usado con absoluta precisión en el tratamiento de problemas cien­tí­fi­cos. A esta subcorriente filosófica se la ha denominado a veces filosofía del lenguaje ideal.
(2) Los que se dedican a descomponer el lenguaje común para eliminar las incorrecciones de su fun­cio­na­miento sin re­currir a su conversión en lenguaje lógico (supuestamente perfecto). A esta pos­tura se la ha denominado fi­loso­fía del lenguaje corriente.
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Para la filosofía del lenguaje ideal el análisis filosófico tiene como misión llevarnos a distin­guir los pro­ble­mas reales de la ciencia de aquellos problemas (pseudoproblemas) que sur­gen debido al mal empleo del len­gua­je (casi todos los problemas de tipo filosófico).
El len­gua­je común incurre inevitablemente en este tipo de pseudoproblemas, por lo que se hace necesario abandonarlo y sustituirlo por un lenguaje per­fecto. Este lenguaje perfecto tiene que ser desarrollado por los pro­ce­di­mientos de la lógica. Para la cons­­ti­tu­ción de tal lenguaje perfecto será necesario descomponer el lenguaje en sus elementos mínimos o simples (algo así como «átomos lógicos»). Estos elementos simples se han de corresponder con los hechos sim­ples de la realidad.
Ese intento de construir un lenguaje perfecto no es una novedad que aparezca con la filosofía analítica, sino una vieja aspiración de la filosofía (que se remonta a Leibniz, en el siglo XVII, y Ramon Llull, en el siglo XIII), pero solo a partir de principios del siglo XX tendrá algún re­sultado.
Dentro de esta corriente analítica que hemos denominado «filosofía del lenguaje ideal» pueden distinguirse, a su vez, dos subcorrientes:
(1) El atomismo lógico, desarrollado fundamentalmente por Russell y el primer  Witt­genstein (centrado en la construcción de un lenguaje perfecto tomando como base los «átomos lógicos»).
(2) El positivismo lógico (también llamado «neopositivismo», «neoempiris­mo» o «em­pirismo lógico»), que centra su preocupación en despojar a la ciencia de todo vestigio metafísico y en analizar el tipo de relaciones que se establecen entre el «lenguaje» y los «hechos». Los representantes más des­ta­ca­dos del positivismo lógico -Otto Neurath, Hans Hahn, Moritz Schick, Rudolf Carnap-, per­tene­cen al gru­po conocido como Círculo de Viena. También siguieron en gran medida las tesis del cír­culo Carl Hem­pel y Willard Quine.
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La filosofía del lenguaje corriente, desarrollada a partir de la obra de Moore, parte del lenguaje dado (la lengua natural de cada hablante). Este ha de ser sometido a análisis pero no para sustituirlo por un lenguaje lógico perfecto, sino para ver dónde se hace un mal uso de las reglas del lenguaje. Algunos autores desarrollan la teo­ría de los juegos del lenguaje; esto es, dentro de una misma lengua se pueden dar diversos usos del lenguaje, con sus reglas propias cada uno. Y cada uno de estos usos sería un jue­go. La filosofía tendrá por misión desentrañar (a través de un análisis) dónde se pro­ducen es­tos malos usos del lenguaje. Con ello se cura de sí misma.
Además de Moore pueden ser encuadrados en esta corriente la segunda versión de la obra de Ludwig Witt­gens­tein, Gilbert Ryle, Peter F. Strawson, John L. Austin, etc.

2. La filosofía del lenguaje ideal: el atomismo lógico de Russell
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Bertrand Arthur William Russell nació en Trellech (Gales, Reino Unido) en 1872, descendiente de una familia noble inglesa (es tercer conde de Russell). Estudió en el Trinity College de Cambridge, donde fue profesor hasta 1916 en que fue expulsado por manifestarse en contra del servicio militar obligatorio. Más tarde fue condenado a seis meses de cárcel por la defensa de sus tesis pacifistas. En 1938 se fue a vivir a EE.UU. donde impartió clases en el City college de Nueva York, del que también fue despedido por motivos ideológicos. En 1940 fue readmitido en su antigua cátedra del Trinity College. En 1950 recibió el Premio Nobel de Literatura. Murió, en Gales, en 1970, a los 97 años de edad.
Entre sus obras destacan: (1) Una exposición crítica de la filosofía de Leibniz: de 1900. (2) Principios de matemáticas: de 1903. (3) Sobre la denotación: de 1905. (4) Principia Mathematica: de 1910, escrito en colaboración con el también matemático y filósofo Alfred N. Whitehead. (5) En 1914 publica Nuestro conocimiento del mundo externo y El método científico en filosofía. (6) En 1918, Misticismo y lógica y Los caminos de la li­bertad. (7) En 1927, El análisis de la materia y Por qué no soy cristiano. (8) Investigación sobre el significado y la verdad: de 1940. (9) El conocimiento humano: su ámbito y límites: de 1948.
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Russell recibió una formación filosófica de tipo idealista, en concreto fue educado en el idealismo de Bradley.  Más tarde, la influencia de Moore le llevó a defender tesis realistas. Veamos los puntos centrales de este debate:
Francis Herbert Bradley (Claphan, 1846-Oxford, 1924) defendía un sistema metafísico con muchos elementos en común con el hegeliano. Así, sostenía que las cosas son lo que son en un sistema de relaciones. Estas relaciones constituyen, por lo tanto, un ele­mento esencial de las cosas, forman parte de su ser, de su naturaleza. Es decir, son «relaciones internas» a las cosas. Entre este tipo de relaciones está la que mantienen las cosas con una conciencia (tesis idealista). Además, por estar todas las cosas en relación  interna unas con otras, constituyen una unidad (tesis monista), y esta unidad es lo absoluto.
George Edward Moore (Londres, 1873-Cambrige, 1958), critica la teoría de las relaciones internas. Se­gún Moore las relaciones en que entran las cosas no afectan para nada a la naturaleza de estas, que permanece inde­pen­dien­te de tales relaciones. Una misma cosa puede entrar en unas relaciones en un momento y en otras en otro y permanecer siendo la misma cosa. Esta tesis es la básica en el realismo contemporáneo: las cosas tienen una realidad «en sí» al margen de sus relaciones, incluidas las relaciones con respecto a la conciencia que las co­no­ce.
A esto hay que añadir el interés de Moore por el análisis de las expresio­nes del lenguaje co­mún, que lo con­vierten en el iniciador de una de las corrientes analíticas conocida como «filo­sofía del lenguaje común».
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La lógica monista de Bradley sostiene que conocer una cosa es conocer la totalidad de las relaciones en las que entra, en definitiva conocer lo absoluto (de modo similar a lo que ha­bía sostenido Hegel).
Por contra, Russell, al asumir la crítica de Moore al idealismo y sus tesis de que las re­la­ciones son ex­ter­nas a las cosas, sostiene que estas (las cosas) deben ser conocidas por sí mismas, con independencia de las demás. El conocimiento lo es, por lo tanto, de cosas par­ti­cu­lares, de individuos.
El problema es decidir qué cosas son particulares, independien­tes. Es decir, percibimos multitud de cosas, pero la mayoría de las veces estas están com­pues­tas a su vez de otras, etcétera. Se trata de buscar cuáles son los particulares últimos de que se com­pone la experiencia.
Podemos seguir denominando con el nombre de metafísica a la ciencia que trata de lo que las cosas «son». El problema que estamos planteando es, por lo tanto, un problema de tipo metafísico. No obstante, para Russell, la metafísica está en dependencia de la lógi­ca, pues pretende llegar a estos particulares últimos por un análisis lógico. Este análisis se de­sa­rrolla así:
Antes de nada hay que depurar el lenguaje común para evitar las ambigüedades e im­precisiones; lo que debe llevarnos a construir un lenguaje perfecto (con lo que se evi­ta­rían muchos de los problemas de tipo filo­sófico: los universales, las sustancias, etc., se ge­ne­ran como consecuencia de la imperfección del lenguaje natu­ral). Un lenguaje perfecto será un lenguaje con estructura lógica. Pero será una lógica de tipo matemático (dis­tinta de la lógica aristotélica y, aunque no tanto, de la estoica).
Un lenguaje perfecto deberá tener las siguientes características:
(1) No podrá emplear términos ambiguos.
(2) Cada palabra deberá corresponder a un único elemento simple.
(3) Cada oración simple describirá un hecho simple.
(4) Solo podrá admitir oraciones que sean verdaderas o falsas (lo que hemos dado en lla­mar pro­posi­cio­nes).
(5) La verdad o falsedad de las proposiciones complejas dependerá de la verdad o fal­se­dad de las simples que las compongan.
Los hechos simples, también denominados por Russell hechos atómicos, son los com­po­nentes más sim­ples de la realidad. Se pueden reducir a dos tipos: (1) La posesión de una pro­piedad por un particular (ejemplo: «Esto es duro»). (2) Una relación entre particulares (ejemplo: «Esto es más grande que aquello»). Los par­ticu­la­res son las entidades más simples, son cosas tales como datos sensibles (colores, olores, texturas), re­cuer­dos, estados psi­coló­gi­cos, etc. Los particulares son individuales (de ahí el nombre) e independientes, lógi­ca­men­te, entre sí (por lo que Russell defiende una tesis pluralista frente al monismo idealista).
Hay que tener en cuenta que el análisis que estamos haciendo es lógico y no físico; entidades que desde el punto de vis­ta de la física no pueden ser consideradas par­ticulares sí pueden serlo desde el punto de vista de la lógica.
Esta concepción del lenguaje perfecto implica, al menos, dos cosas de suma im­por­tan­cia: (1) Se está dan­do por supuesto que la estructura lógica del lenguaje y la estructura de la realidad es la misma (iso­mor­fis­mo). (2) Se defiende una teoría referencialis­ta del sig­ni­fi­cado (es decir, el significado de los términos son los objetos a que se «refieren»).
Si la estructura lógica del lenguaje y de la realidad son iguales quiere decir que al ana­li­zar el lenguaje esta­mos analizando la realidad: la lógica conduce a la metafísica.
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Russell distingue entre nombrar y describir. Describir es mencionar las propiedades o relaciones de algo. Nombramos algo cuando lo conocemos directamente.
De ahí que lo que co­múnmente se llaman nombres propios: Alejandro, Tomás, etc., no lo son en el sen­ti­do ló­gico que le da Russell, pues nos per­miten nombrarlos sin tenerlos delante. Los nom­bres pro­pios son en realidad descripciones encubiertas. Es decir, «Aris­tó­te­les» es una des­crip­ción, al igual que lo es «El preceptor de Alejandro Magno».
Los únicos nom­bres que fun­cio­nan como tales, en un sentido lógico, son términos como «esto», «eso», «aquello».
Así, pues, los elementos simples a los que podemos llegar tras el análisis son los par­ti­cu­lares, pro­pie­da­des y relaciones, que están representados en el lenguaje por nombres ló­gi­cos (que nombran a los par­ticu­la­res) y adjetivos, ver­bos y adverbios (que describen a las pro­pie­dades y relaciones). No obs­tante, las pro­pie­da­des no se dan al margen de los par­ti­cu­la­res, ni las rela­cio­nes, esto quiere decir que lo único que se da de modo independiente son los hechos simples (atómicos). La realidad es una multitud de hechos atómicos.
Los hechos atómicos se expresan, como hemos indicado, por proposicio­nes atómicas. Las proposiciones ató­micas se pueden unir entre sí usando partículas lingüísticas (llamadas co­nectores, que son: «o», «y», «no», «o ...o», «si ... entonces», «si y solo sí ... entonces»), dan­do lugar a proposicio­nes moleculares. Ahora bien, los conectores no tienen referente al­guno en la rea­lidad, y por lo tanto en la realidad no hay hechos mole­culares, solo ató­mi­cos. ¿Cómo po­demos saber entonces si las proposiciones moleculares tienen algún sen­ti­do? Pues descomponiéndolas en las simples. La verdad o falsedad de las proposiciones mo­le­culares de­pen­de de la verdad o falsedad de las simples y de los valores de verdad atri­bui­dos a los co­nec­tores. (Así, la proposición molecular «Esto es alto y aquello es duro», es ver­dadera úni­ca­mente si las dos proposiciones atómicas que la componen son ver­da­de­ras).

3. La filosofía del lenguaje ideal: el atomismo lógico del Tractatus (Wittgenstein I)
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Ludwig Wittgenstein nació en Viena, en 1889. A partir de 1906 estudia ingeniería en el Technische Hos­chule de Berlín. En 1908 viaja a Inglaterra para ampliar sus estudios. Se in­teresa por los problemas de la fun­damentación de las matemáticas y la lógica. En 1912 co­noce a Frege, quien le recomienda estudiar con Russell en Cambrige. En 1914 se alista como voluntario en el ejército de Austria. En medio de la guerra es­cribe su obra fun­da­men­tal, el Tractatus Logico-Philosophicus. Después de la guerra ejerció como maestro de es­cuela en un pueblecito de Austria. En 1929 volvió a Cambridge, y en 1939 sucedió en la cá­te­dra a Moore. Murió, en Cambridge, en 1951.
Póstumamente se publicaron otros escritos suyos con los títulos de Investigaciones filo­só­fi­cas (1953), Notas sobre los fundamentos de la matemáticas (1956) y los Cuadernos azul y ma­rrón (1958). En estas obras, espe­cial­mente en las Investigaciones, adopta planteamien­tos nue­vos acerca del lenguaje con respecto a los sostenidos en el Tractatus. De ahí que se ha­ble de Wittgenstein I y Wittgenstein II, o del Wittgenstein del Tractatus y del Wittgens­tein de las Investigacio­nes.
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La lógica del lenguaje: el Wittgenstein del Tractatus sigue básicamente el programa del atomismo lógico de Ru­ssell al que per­fecciona. Así: (1) Concibe la filosofía como la suma de lógica y metafísica. (2) Defiende el isomorfismo len­gua­je-mundo. (3) Defiende una teoría referencialista del sig­ni­fi­cado. (4) Sostiene que los hechos atómicos se com­po­nen de elementos simples.
El supuesto básico del Tractatus es que el lenguaje tiene una estructura lógica. Otro su­puesto básico es que el mundo también tiene una estructura lógica. La estructura lógica es, pues, lo que tienen en común len­guaje y mundo. Sobre estos supuestos desarrolla Witt­gens­tein su teoría figurativa del sentido. Según esta, una proposición es una «figura» (Bild) de una parcela del mundo (de un hecho atómico). Es decir, es una es­pecie de copia, dibujo, ma­pa o representa­ción de la realidad. Y una proposición puede figurar un hecho (ató­mico) por­que, como hemos visto, lenguaje y mundo tienen algo en común. A esto que tienen en co­mún le llama Wittgenstein la forma (o estructura) lógica.
Ciertamente, para que una proposición figure un hecho concreto y no sea ella misma ese hecho concreto, tendrá que tener también al­go que la dis­tinga del hecho al que figura; pro­posiciones y hechos figurados han de estar cons­ti­tuidos por distintos materiales, por llamarle de alguna manera. A modo de ejemplo, una foto­grafía «figura» un hecho si hay algo en común entre esa fotografía y el hecho en cues­tión, pero, ob­viamente, en tanto la fo­­tografía no es el hecho mismo, tendrá que distinguirse de él en algo -entre otras cosas la fotografía es bidimensio­nal-.
En esta forma común entre las proposiciones y los hechos atómicos radica, para Witt­gens­tein, el iso­mor­fis­mo lenguaje/mundo.
Ahora bien, para que pueda haber identidad de «estructura» entre las propo­siciones y los hechos atómicos, ambos tienen que tener, obviamente, una estructura. Es decir, una articulación de varios elementos. En el caso del lenguaje, los elementos articulados dentro de la proposición son los nombres. En el caso del mundo, los elementos articulados dentro del hecho son los objetos o cosas. Por eso Wittgenstein a los hechos atómicos les llama también «estados de cosas» (Sachverhalt). Para que una proposición figure un hecho cada nombre de la proposición tiene que tener como correlato un objeto en el hecho, es decir, cada nombre refiere (denota, significa) un objeto. En esta relación nombre-objeto radica, para Wittgenstein, la teoría referencialista del significado.
De lo dicho se desprende una distinción importante: los nombres no tienen sentido por sí solos, los nombres solo tienen significado. Las proposiciones no tienen significado, solo sentido.
La forma lógica es lo que hace que una proposición tenga sentido. Si lo «figurado» (representado) en la proposición existe en la realidad, esa proposición es, además, verdadera. Pero para que una proposición tenga sentido no es necesario que figure (represente) un estado de cosas existente, basta que figure un estado de cosas posible (es decir, basta que tenga una forma lógica).
Wittgenstein, al igual que Russell, distingue entre proposiciones atómicas y moleculares. La verdad de las proposiciones atómicas depende, como hemos visto, de que tengan un correlato en el mundo; es decir, de que figuren un hecho atómico existente. La verdad de las moléculas no depende, sin embargo, de que tengan como correlato un hecho (Wittgenstein llama hecho, sin más -Tatsache-, a un conjunto de estados de cosas, es decir, a un hecho complejo), sino de la verdad de las atómicas que la componen y del tipo de conexión entre estas. La razón de por qué la verdad de las proposiciones moleculares no depende de hechos (complejos) se debe a que mientras las proposiciones moleculares se forman uniendo las atómicas mediante conectores, en el mundo no hay, sin embargo, conectores que unan a los estados de cosas (explicación similar a la de Russell).
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El mundo es el conjunto de todos los hechos. Un hecho es, a su vez, un conjunto de estados de cosas (de hechos atómicos), conjunto que puede, en el límite, tener un solo elemento o infinitos. Ahora bien, la relación entre varios estados de cosas que dan lugar a un hecho es meramente accidental, los estados de cosas son lógicamente independientes entre sí.   
Ya hemos dicho que una proposición puede figurar (pintar, representar) un estado de co­sas porque ambos tienen la misma estructura: la forma lógica. Pues bien, para que haya una estructura tiene que haber una arti­culación de elementos. Los elementos articulados en los estados de cosas son los objetos. Los objetos son ele­mentos simples, esto quiere de­cir que el análisis lógico no puede descomponerlos en otra cosa (atomismo ló­gico). Los ob­je­tos constituyen la sustancia del mundo. Lo que Wittgenstein entiende por objetos es, pues, lo mismo que Russell entendía por «particulares»; pero discrepa de Russell al considerar que las relaciones solo pue­den ser «figuradas», y que las propiedades son el resultado de re­la­ciones entre objetos.
Wittgenstein distingue además entre realidad y mundo. Llama realidad al conjunto de to­dos los mundos posi­bles (existentes o inexistentes). Un mundo es posible cuando puede ser figurado por una proposición con sen­tido. Y para que una proposición tenga sen­tido tie­ne que tener una forma lógica. Tanto los mundos posi­bles como las proposicio­nes con sen­tido se dan, por lo tanto, den­tro de lo que Wittgenstein llama el espacio ló­gico. Fuera de este espacio lógico no es posible imaginarnos ningún mundo, ni construir una pro­posi­ción con sentido. (El espacio lógico es un a priori, una condición de posibilidad del len­gua­je y del mundo).
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Una proposición tiene, desde el punto de vista semántico (es de­cir, desde el pun­to de vista de las relaciones del lenguaje con el mundo), dos funciones: de­cir y mostrar.
Decir es figurar (re­presentar) el mundo. Ello es posible, volvemos a re­cor­dar, porque entre lenguaje y mundo hay algo en co­mún: la forma lógica. Sin embargo, las pro­po­siciones no pueden figurar su propia forma lógica. Para ello de­be­rían estar fuera de la lógica, lo cual es imposible porque lo que se sale del espa­cio ló­gi­co carece de sentido. (A modo de ejemplo: una fotografía representa un hecho del mun­do, pero es imposible fotografiar lo que tienen en común la fotografía y el hecho).
La pre­gunta que se impone ahora es, ¿cómo sabemos, entonces, que las proposiciones tienen una for­ma lógica? La respuesta de Wittgenstein es: porque la muestran (la expresan, la ex­hi­ben).
Con otras palabras: no puede haber una metalógica, ni una fundamenta­ción de la lógica, porque la lógica precisamen­te, es el fundamento de todo dis­curso con sentido. La forma ló­gica simple­mente se nos da, se nos impone. Las pro­po­si­cio­nes sobre la lógica carecen de sentido, no son ver­daderas proposiciones. Wittgenstein las llama pseudopro­po­siciones. Pero todo el Tractatus es un libro sobre lógica. Luego las pro­pias proposiciones del Tractatus son pseudoproposiciones. ¿Para qué molestarse, en­ton­ces en escribirlo? Por una razón: el Tractatus sirve para descubrir al falta de sentido de este tipo de proposiciones. Una vez descubierto esto, el propio Tractatus ya ha cumplido su cometido y puede ser desechado (con una metáfora del propio Wittgenstein: funciona como una escalera que debe ser tirada después de haber subido).
Lo que vale para el discurso acerca de la lógica también vale para la me­tafísica, la éti­ca, la estética y la mística. Sus proposiciones «muestran» pero no «dicen».     Wittgenstein nos dice que «[...] todas las proposiciones tienen el mismo valor» [Trac­ta­tus, & 6.4.]. Es decir, todas figuran estados de cosas, los cuales como hemos dicho son in­de­pen­dientes entre sí y no guardan nin­guna pre­e­mi­nen­cia de unos sobre otros. Las pro­po­si­ciones éticas pretenden describir valores, pero en el mun­do no hay valores, solo hechos. (Por ejemplo, la proposición «Es malo robar», no representa ningún estado de cosas). Esto no quiere decir, sin em­bargo, que la ética no importe. Obviamente, no es lo mismo un mundo en el que si­gamos normas morales que uno en el que no las cumplamos. Es decir, el que consideremos malo robar, y por ello no robemos, cambia los hechos del mundo. La ética es por lo tanto una condición de posibilidad del mundo, en lenguaje de Wittgenstein: «es trascendental». E igualmente la estética.
Problema aparte es el de las proposi­cio­nes filosóficas. La filosofía «[...] consta de ló­gi­ca y me­tafí­sica, la primera es su base». Lo que podemos decir acerca de la filosofía es lo que ya se dijo acerca del Trac­tatus. Su objetivo es esclarecer el pensamiento poniendo lí­mi­tes al lenguaje. Establecer cuándo una pro­posi­ción tiene sentido y cuándo es solo una pseu­do­pro­posición. Ello se descubre estableciendo un análisis lógico del lenguaje. Wittgenstein critica muchas de las proposiciones de la filosofía tradicional por ser ca­ren­tes de sentido.
Hay que decir además que las proposiciones de la lógica y de las matemáticas son tau­tologías. Es decir, sean lo que sean los hechos simbolizados por sus signos la pro­po­si­ción siempre es verdadera. Por lo tanto, no «dicen» nada acerca de ningún hecho concreto. Así la proposición matemática «5 + 5 = 10», será siem­pre verdadera, tanto si sustituimos los sig­nos («5» y «10») por patatas, zanahorias o individuos con un lunar en la barbilla. No obs­tante son condiciones de posibilidad del mundo.
Las únicas proposiciones que «dicen» algo acerca del mundo son las proposiciones de las ciencias natu­rales, cuya verdad o falsedad indica si existen o no los estados de co­sas que figuran.

4. La filosofía del lenguaje ideal: el neopositivismo
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El nombre de esta corriente se debe a la concepción de la filosofía que he­redan de Com­te: en especial su rechazo de la metafísica, su empeño en que solo han de tener­se en cuenta los hechos y las relaciones entre hechos, y su defensa de principios em­pi­ristas.
No obstante hay otra serie de filósofos que tienen una influencia no­ta­ble en el neo­posi­tivismo:
(1) De Hume asumen los neopositivistas la división entre proposiciones que tratan de relaciones entre ideas, que son siempre ver­daderas, y proposiciones que tratan de los hechos, cuya verdad se ob­tie­ne de la experiencia.
(2) Del empiriocriticismo, en concreto de Mach (1838-1916), asumen su teoría de las sen­saciones según la cual el mundo es reducido a un complejo de sensaciones con una or­ga­nización que se mantiene constante en el espacio y en el tiempo.
(3) De Russell y el primer Wittgenstein (el Wittgenstein del Tractatus) asumen su pretensión de cons­truir un len­guaje perfecto (lenguaje lógico).
Tras lo dicho podemos ca­rac­teri­zar al neopositi­vis­mo por los siguientes rasgos:
(1) Conciben a la filosofía como una actividad cuya función básica consiste en analizar, a nivel sintáctico y semántico, el lenguaje empleado por las ciencias, así como sus mé­to­dos.
(2) Pretenden lograr la unidad en las ciencias, en cuanto a contenido, a lenguaje y a mé­to­dos.
(3) Distinguen entre problemas y pseudoproblemas.
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Un tema que no queda nada claro ni en la obra de Russell ni en el Tractatus, es el de cuá­les son los ele­men­tos simples que componen los hechos del mundo. Es decir, cuál es el significado de los nombres de las pro­posiciones.
Wittgenstein en el Tractatus se había limitado a decir que una proposición es verdadera si representa un esta­do de cosas. Algunos neopositivistas interpretan las declaraciones del Trac­tatus al respecto, de la siguiente ma­nera: una proposición tiene significado cuando pue­de ser verificada. Y una proposición puede ser veri­fica­da cuando podemos indicar qué cir­cuns­tancias nos permiti­rían descubrir si es verdadera o no. Así, la proposición «Este bolígrafo no escribe» tiene significado porque puedo indicar qué circunstancias nos permiten descubrir si es verdadera (por ejemplo: presionando lige­ra­men­te la punta sobre un papel blanco y dejándola deslizar). Sin embargo, la proposición «Dios es uno» no tiene significado porque no puedo indi­car qué circunstancias me per­mi­ti­rían comprobar si es verdadera o falsa. A este criterio para descubrir las pro­posicio­nes con sig­nificado se le conoce como principio de verificación.
Sometidas a este principio de verificación resulta que la mayoría de las proposiciones de la metafísica no tie­nen significado. A modo de ejemplo: ¿Cómo podría ser verificada la pro­po­sición hegeliana «El ser puro y la nada son uno y lo mismo»?
(Debemos aclarar que de lo que se trata es de que una proposición «pueda» ser veri­fi­ca­da, para que sig­nifi­que algo. No de que sea verificada de hecho).

5. La filosofía del lenguaje corriente: Wittgenstein II: las Investigaciones filosóficas
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El atomismo lógico, tanto el desarrollado por Russell como el desarrolla­do por Witt­gens­tein en el Trac­tatus, defendía una teoría isomórfica del sentido y una teoría referencialista del significado: el sentido de una pro­posición vendría dado por su estructura o forma ló­gi­ca. Esta estructura o forma lógica es lo que permitiría des­cribir (según Russell) o figurar (se­gún Wittgenstein) los hechos o estados de cosas. El significado vendría dado por la ca­pa­cidad de los nombres de referirse a los elementos simples constitutivos de los hechos o esta­dos de cosas.
Pues bien, en las Investigaciones filosóficas Wittgenstein va a abandonar ambas teorías. En primer lugar no podemos entender el significado como una relación de un nombre a un ele­mento simple. ¿Por qué? Porque los términos «simple» y «complejo» son relativos. Así, un vendedor de ultramarinos puede usar los nombres «pan», «chorizo», etc., significando de­ter­minados elementos que, en su contexto habitual, puede considerar sim­ples. El pana­de­ro que fabrica el pan estará, sin embargo, predispuesto a considerar elementos simples la ha­rina, la levadura, el agua, etc. El químico que analiza el agua la considerará, sin em­bar­go, un elemento com­plejo. El significado de los nombres no viene dado, por lo tanto, porque se refieran a elementos (con­side­rados en sí mismos simples) sino por el uso que se hace de ellos.
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Pero, a la vez, el uso que se haga de un nombre depende del contexto lingüístico en que aparezca. Es de­cir, no hay un lenguaje único, constituido por la suma de todas las pro­po­siciones con sentido (tal como se sostenía en el Tractatus), sino multitud de lenguajes, o, en términos de Wittgenstein, de juegos de len­gua­je. En el ejemplo anterior, el lenguaje pro­pio del tendero con sus nombres y sus usos constituiría un jue­go de lenguaje, el del pa­na­dero otro, el del químico otro, etc., sin descartar que el químico pueda usar los nom­bres den­tro de un juego de lenguaje cuando está en su trabajo, y dentro de otro cuando va a com­prar a la tienda.
La tarea de la filosofía la concibe ahora Wittgenstein como el análisis de las reglas pro­pias de cada juego de lenguaje, con el objeto de ver cuándo se hace un mal uso de estas.

Bibliografía
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-Casañ Munoz, Pascual: Corrientes actuales de filosofía de la ciencia: Positivismo lógico. Nau llibres. Valencia, 1984.
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-Kenny, Anthony: Wittgenstein. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1984.
-Moore, George Edward: Defensa del sentido común y otros ensayos. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1983.
-Rorty, Richard: El giro lingüístico. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1990.
-Russel, Bertrand: El conocimiento humano. Ediciones Orbis, S. A. Barcelona, 1983.
-Russel, Bertrand: Los problemas de la filosofía. Editorial Labor, S. A. Barcelona, 1991.
-Wittgenstein, Ludwig: Los cuadernos azul y marrón. Editorial Tecnos, S. A. Madrid, 1989.
-Wittgenstein, Ludwig: Tractatus Logico-Philosophicus. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1985.

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