miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXXIII) LA ESCUELA DE FRANKFURT: LA CRÍTICA DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL


1. ¿Qué es la Escuela de Frankfurt?
La Escuela de Frankfurt es una escuela de pensamiento -que, como tal, incluye ideas y a los productores de tales ideas-, que surge en el Instituto para la Investigación Social, creado en 1923, en la Universidad de Frankfurt.
Los pensadores más destacados de esta escuela son: Max Horkheimer, Herbert Mar­cuse, Theodor W. Ador­no, Erich Fromm, y Jürgen Habermas (de este último se suele decir que pertenece a la segunda generación de la escuela).
El interés de la Escuela de Frankfurt se centra en dos aspectos prin­ci­pa­les:
(1) Rea­li­zar una crítica a las sociedades indus­triales avanzadas (tanto las capitalistas como las regidas por el socialismo soviético). Esta crítica iría di­ri­gida tanto a sus sistemas polí­ti­cos, en donde rige una de­mo­cra­cia aparente, como a sus as­pectos económicos, que llevan a la explotación de los hom­bres y a la des­truc­ción de la naturaleza.
(2) Criticar la concepción del cono­ci­miento, entendido como dominio, que se impone a partir de Descartes y la Ilustración. Esa manera de entender el conocimiento lleva a concebir a la realidad como «objeto» al servicio de un «sujeto», y a concebir la razón como «razón instrumental», es decir, como un instrumento para ejercer ese dominio. Pero con ello se han olvidado los fines últimos, los fines-en-sí.
Los pensadores de la Escuela de Frankfurt reciben una fuerte influencia de Hegel, Heidegger, y, sobre todo, de Marx y Freud (por esta razón se les califica, a veces, de freudo-marxistas). Pero re­cha­zan, sin embargo, algu­nos as­pec­tos esenciales de estos pensadores. Así, de Marx, re­cha­zarán la primacía de la infraestructu­ra eco­nómica y la lucha de clases como mo­tor de la historia. De Freud re­cha­zan el que la represión de los ins­tin­tos sexuales sea bá­si­ca y ne­ce­saria para el funcionamiento de cualquier sociedad. Etcétera.
Adorno, Horkheimer y Marcuse llamarán a su forma de hacer análisis social «teoría crí­tica», que pre­ten­den distinguir de la «teoría tradicional». Características de la teoría crítica son:
(1) No hay imparciali­dad: toda teo­ría está sustentada en intereses. La aparente obje­tivi­dad que pretende la teo­ría tradicional sirve solo para ocultar intereses ideológicos (re­to­man la con­tra­posición ideología/ciencia de Marx).
(2) Toda teoría está determinada por mediaciones históricas, sociales, económi­cas, etcétera.
(3) Toda abstracción deforma la rea­li­dad: hay que partir de la rea­li­dad como un todo  (usan los términos «abs­tracción» y «totalidad» en sen­tido hege­lia­no-marxista).
(4) No se puede ser científicamente neutral en los juicios de valor. Hay que estar al ser­vi­cio de la eman­cipa­ción del ser humano y elaborar teo­rías que puedan derivar en praxis libe­ra­dora.

2. Marcuse: el hombre unidimensional
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Herbert Marcuse nace en 1898, en Berlín. De familia judía.
En 1933 in­gre­sa en el Ins­ti­tu­to para la In­ves­tiga­ción Social. El mismo año, tras la as­cen­sión de Hitler al poder, se cie­rra el ins­ti­tu­to y se traslada a la Universidad de Co­lumbia en Nueva York.
En 1934, Mar­cu­se, junto con Horkheimer, se tras­lada a dicha Uni­versidad en donde continuará su trabajo de inves­ti­ga­ción. En 1941 publica Razón y revolución que pre­ten­de ser un análisis crítico del fas­cis­mo triun­fante.
En 1950 el Instituto vuelve a trasladarse a Frankfurt y con él vuel­ven Adorno y Horkheimer, pero Marcuse se quedará definitiva­mente en Amé­rica donde se de­di­cará a es­tudiar fenómenos sociales caracterís­ti­cos de los países industrializa­dos avan­za­dos to­man­do como pro­toti­po a los EE. UU.
En 1953 publica Eros y civilización que en ese mo­men­to pasa de­sa­percibida. En 1964 publica El hombre unidimensional, que correrá la misma suer­te, pero en la revuelta de París de mayo del 68, los estu­dian­tes usan postulados teó­ri­cos de Mar­cu­se para fundamentar la revuelta, lo que le convierte en el pensador de moda y se disparan las ventas de sus libros.
Muere en 1979.
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Marcuse parte de la crítica a lo que denomina «sociedad cerrada» o «sociedad unidimensional». Marcuse usa la expresión sociedad cerrada para denominar a aquellas so­ciedades que han con­se­gui­do des­terrar todo tipo de oposición de su interior, todo tipo de negación (re­cor­demos a He­gel y a Marx) de modo que quedan im­posibilitadas de toda evolución pos­te­rior. Tales sociedades son también uni­di­mensionales, lo que quiere decir que solo se mueven en una dimensión de la realidad (como consecuen­cia de haber des­terrado -de haber absorbido- toda oposición).
Sin embargo, no de­bemos pensar que con ello se está refi­riendo a cualquier dictadura, antes bien, son, sobre todo, las so­cie­dades de­mocrático-bur­guesas desa­rrolladas del mundo occidental (aunque tam­bién inclu­ye a los paí­ses so­cia­lis­tas desarrollados) las que mejor han conseguido im­po­ner un esti­lo unilateral de vida mediante la absorción de todo tipo de opo­si­ción.
Mediante esta absorción de las distintas formas de oposición han con­se­gui­do convencer a los individuos de que esta sociedad es perfectamente ra­cio­nal, que sus fines son los más ra­cionales posibles y que todo tipo de di­si­den­cia es una forma de irracionalidad.
Frente a esto, Marcuse (y la Escuela de Frankfurt en general) considera que tomadas las me­tas indi­vi­dua­les parecen perfectamente racionales, pero es­tudiada la sociedad como un todo es absolutamente irracional. El objetivo úl­timo de la sociedad y del sistema es automantenerse y mantener con ello un modelo de organización clasista y una forma irracional de enfrentarse con la na­tu­raleza destruyéndola.
Veamos pues, cómo, a juicio de Marcuse, el sistema social utiliza mé­todos sutiles de control en los distintos campos del saber o de la praxis:
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Comenzamos por el control social de la sexualidad. Para explicar este punto vamos a recordar algunos elementos del psi­co­a­ná­lisis, intro­du­ci­dos por Freud:
(1) Existen dos instintos básicos en el individuo que Freud denomina eros y thanatos. Por eros entiende el deseo sexual en sentido muy amplio (no iden­ti­fica sexualidad y geni­ta­li­dad). Thanatos (expresión tomada del griego que sig­ni­fica «muerte») es el instinto comple­men­tario del eros y contradictorio con él, que en el indi­vi­duo guía toda ten­dencia destructiva.
(2) Toda forma social limita, esto es, reprime, el instinto sexual. Para Freud esto es ine­vi­table y nece­sa­rio ya que ni la felicidad en general ni, por lo tanto, la felicidad inmediata­men­te derivada de la satisfacción se­xual, es un va­lor último. La sexualidad debe ser subor­di­na­da al trabajo, a la reproducción monogámica y a las leyes del orden social. Abandona­dos a sí mismos, los ins­tin­tos lo destruirían todo.
(3) A partir de esto, Freud explica el origen del arte y del trabajo cre­ativo como su­bli­mación de los instintos sexuales. (La sublimación consiste en la sustitución de un de­seo sexual prohibido por otro fin asociado a este, no sexual y socialmen­te per­mi­tido).
(4) A esta sustitución de la búsqueda del placer, de la felicidad inmediata pro­piciada por el deseo sexual (eros), por principios impuestos por el orden so­cial, lo llama Freud: «trans­for­mación del principio de placer en principio de rea­lidad». Freud considera a estos dos principios como eternamente anta­gónicos. Según esto, una civi­liza­ción no represiva sería im­posible y la represión aumenta en relación al gra­do de civilización mismo.
Marcuse acepta gran parte de la doctrina freudiana respecto al funciona­miento de nues­tra psique y las mo­tivaciones sexuales. Pero sostiene que Freud confundió lo biológico con lo histórico en muchos aspectos y, como con­se­cuencia, presentó como necesario lo que solo es necesario en una época his­tórica determinada. (Par­­timos de la idea de que lo his­tó­rico es lo contingen­te, lo que puede ser modificado por el hombre, mien­tras lo biológico for­­maría par­te de la naturaleza inamovible de la especie). 
De ahí que Mar­cu­se realice una crí­­tica a ciertas con­cep­cio­nes freudianas, para lo cual introduce nue­vos con­ceptos téc­ni­cos: «sobrerrepre­sión» y «prin­ci­pio de rendimiento». A partir de estas dos nociones va a criticar el «orden sexual» exis­tente.
Para Marcuse existiría una represión fundamental inevitable para el man­te­nimien­to de cual­quier civi­liza­ción. Pero a esta represión fundamental se aña­de -en cual­quier época histórica, y, singularmente, en la nuestra-, un plus de represión, que Marcuse denomina sobrerrepresión. Este plus de represión, o sobrerrepresión, tendría por finalidad encauzar la energía sexual ha­cia el trabajo (en esto vendría a consistir, en el fondo, el pri­ncipio de realidad).
Pues bien, a la forma que adquiere el principio de realidad en nuestra época, le llama Marcuse principio de rendimiento.
En la época actual todo se orien­ta a la ganancia, a la competencia, a la ex­pan­sión. Como con­secuencia también la libido (= pulsión se­xual) se deriva hacia acti­vi­da­des so­cial­mente útiles. Así, los instintos eróticos parciales quedan subordinados a la genitalidad pro­creadora. Todo lo que no apunta a la procreación se vuelve tabú con el nom­bre de perversión. Y es el prin­ci­pio de ren­dimiento el que opera esta trans­formación. Y la represión, a juicio de Mar­cu­se, será mayor cuanto menos consciente de ella es el individuo, al presentarse bajo la forma de una su­pues­ta racionalidad.
Aquí, sin embargo, se presenta una cierta paradoja en el pensamiento de Marcuse: en las so­cie­da­des in­dustrializadas más avanzadas el sexo cum­ple una función social impor­tan­te y en apariencia libre. Se fo­men­ta el sexo a través de la publicidad, el cine, la televisión, etcétera. ¿Por qué cree entonces, Marcuse, que existe una sobrerrepre­sión se­xual? Para solucionar esta aparente contradicción con sus tesis, Marcuse sostendrá que la satis­facción sexual tam­­bién puede ser un modo de manipulación del individuo. Se usa el sexo para vender. Se controlan nuestros de­seos para orientarnos hacia la com­pra. Etcétera.
Por otra parte, aunque el thanatos, instinto de muerte, no está sometido a control, la sociedad hace una utilización de él por medio de su desviación. Así desvía la agresividad hacia el mun­do exte­rior que se trata de dominar. De esta ma­ne­ra la canalización de la destructivi­dad es un factor de progreso tecnológico.
Esta canalización de la destructividad y del instinto sexual tienen un sentido en tiempo de es­ca­sez, pero esta ex­cusa es cada vez menos aceptada con­for­me el propio desarrollo tec­no­ló­gico, propiciado por la dominación de la na­tu­ra­le­za, disminuye la necesidad del empleo de grandes dosis de energía corporal para el trabajo. Sin em­bargo en las sociedades indus­tria­les desarrolla­das no de­sa­parecen las coacciones, si bien, conforme avan­zan en su desa­rro­llo tien­den a controlar las conciencias más que los instintos a través de una serie de cir­cuns­tan­cias:
(1) Desaparece la oposición interna. Aunque siga habiendo partidos polí­ticos todos tie­nen el mismo men­saje en lo fundamental y solo discrepan en cuestiones marginales.
(2) Hay libertad de prensa pero todos los periódicos destilan los mismos valores.
(3) Aumenta el nivel de vida, pero también los controles de todo tipo.
(4) El sistema absor­be a todos los disidentes, los individuos se vuelven es­tandarizados, in­ter­cambiables.
Al mismo tiempo el individuo vive esta situación como la racionalidad misma. Se siente sa­tis­fecho en ella. De aquí nace la «conciencia feliz» (recuérdese la «conciencia infeliz» he­ge­lia­na), en la que ya no hay lugar para el sen­ti­miento de culpa. La muerte, los crímenes con­tra la humanidad, los campos de concentración, le tienen sin cuidado. Es la felicidad para todos en la unidimen­sionalidad cultural y la anestesia general.
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Tras la crítica al control de la sexualidad, Marcuse se propone realizar una crítica similar con respecto al arte y a la cultura en las so­cie­dades indus­tria­les avanzadas. Esta crítica se cetra en dos órdenes:
Se produce una uniformización cultural como consecuen­cia de lo que Marcuse llama desublimación represiva (recuérdense las nociones de sublimación y represión en Freud). Es una uni­for­mi­za­ción a nivel de lo in­fe­rior.
Esto quiere decir, no que la cultura se vulgarice en la cultura de masas, sino que los modelos cul­turales que se proponen son una cosa del pa­sado, to­tal­mente superado por la realidad misma. Pues aunque el hombre moderno pue­de, gra­cias a la racionalidad tecnológica, superar a los héroes y se­mi­dio­ses propuestos por cul­tu­ras pasadas, se mantienen como ideales ... «El culto a la personalidad, a la auto­no­mía, al huma­nis­mo, al amor trágico y romántico [...]». Es decir, se mantienen como ideales co­sas que la realidad ya ha supe­rado, de ahí el concepto de desublimación: en lugar de re­pri­mir lo peor de no­so­tros en aras de algo más ele­vado proponemos como ideal lo ya su­pe­ra­do por la propia realidad.
Al mismo tiempo, si, en épocas pasadas, los ideales culturales tenían por cuestionarse la rea­li­dad social, esto no sucede en las modernas so­cie­dades industriales. La cul­tura en lugar de ser otra di­men­sión de la rea­li­dad que, negando el sistema, lo obliga a evo­lucionar, se ha convertido en algo per­fec­ta­men­te inte­gra­do en el sistema, se ha conviertido en un producto más de consumo, perfectamente asi­milado por el sistema.
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Siguiendo el esquema marxista en el que cada forma social desarrolla una con­cepción ideo­lógica deter­mi­nada, que incluye a la política, el derecho, el arte, la filosofía, etcétera, Mar­cuse descubre asimismo la existencia de un tipo de fi­losofía característico de la sociedad uni­di­mensional.
Este tipo de filosofía es la llamada filo­so­fía analítica o positivismo, al que se opone el pensamiento dia­léc­tico heredado de Hegel y Marx, que es esen­cial­men­te ne­ga­ti­vo (en el sen­tido de que es la negación dialéctica el motor del pensamiento o de la so­cie­dad). Este pensamiento positivo (al que también se conoce como «ra­cio­na­lis­mo crítico») es el resul­tado de una ra­cio­nalidad tecnológica que busca fun­da­men­talmente la eficacia, y de una lógica de la dominación que no es sino la cul­minación de la inversión subjetivista ope­rada en la filosofía por Descartes. La Escuela de Frankfurt, y Marcuse en particular, de­fiende, por el contrario, el pen­sa­mien­to negativo, el pensamiento dialéctico.
La filosofía positivista al limitarse al análisis de lo que hay, deja todo como está y pierde su función trans­formadora. Pero con ello pierde además todo va­lor. Para la Escuela de Frankfurt la filosofía no tendría nin­gún objeto si se li­mi­ta­se a hacer lo mismo que las cien­cias particulares. Los frankfurtianos piensan, por el contrario, que su obje­tivo es analizar la sociedad como un todo con objetivos trans­for­ma­dores.
Por otro lado, si la filosofía del análisis lingüístico (positivista) desvanece la vieja meta­fí­si­ca, sin embargo crea una mitología nueva que es la glorifica­ción acrítica de la tec­no­logía.
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La crítica a que somete Marcuse a la tecnología no es una crítica a toda forma tecno­ló­gi­ca, sino solo aque­lla que tiene como objetivo manipular al individuo y mantener una so­cie­dad jerárquica y basada en la ex­plotación.
La crítica al desarrollo se centrará también en aquel tipo de desarrollo que toma a la na­tu­raleza y a los hom­bres como una cosa a dominar. Por contra, un desarrollo racional debe­ría ser armónico con el resto de los hombres y con la naturaleza.
Igualmente, la crítica a la cultura es una crítica de la cultura puesta al servicio del sis­tema vigente y que ya no puede salirse de él para proponer ideales nuevos (incluyendo arte, filosofía, etc.).
Frente a esta actitud consentidora del hombre unidimensional que vive en una sociedad uni­dimensional, Mar­cuse propone la negación total del sistema (contra todo pacto, contra todo reformismo suave). Aceptar algo del sistema es acabar siendo absorbido por él, como con­secuencia solo se podrá hacer la revolución si nega­mos totalmente el sistema sin acep­tar nada de él.
Pero ¿quién llevará a cabo esta negación revolucionaria del sistema?
En los países desa­rro­llados, los obre­ros, que para el marxismo tradicional eran la clase revolucionaria por exce­len­cia, han sido asimilados por el sistema, han pasado a formar parte de la pequeña bur­gue­sía. Ya no les interesa, por tanto, la revolución. Para esta revolución necesaria, Marcuse cuen­ta con aquellos marginados que aun no han sido absorbidos por el sistema: colec­tivos femi­nistas, ecologistas, homosexua­les, negros (en EE.UU.), etc. Es decir, con aque­llas cla­ses o grupos sociales que se mantienen al margen de este sistema y que por lo tanto, no tie­nen nada que per­der con su caída. (Recordemos, a este respecto, que la mini-revolución de París de mayo del 68 fue mon­tada, en un principio, por los estudiantes y solo muy tar­de se les sumaron los sindicatos obreros de filiación co­munista).

3. Habermas
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Jürgen Habermas nació en Düsseldorf (Alemania) en 1929. Fue ayudante y colaborador de Adorno en el Instituto para la Investigación Social.
En 1961 es nombrado profesor de Filosofía en Heidelberg, y en 1964 de Filosofía y So­cio­logía en Frankfurt. A partir de 1971 trabaja en el Instituto Max-Planck de Stan­berg.
Entre sus obras destacan: (1) Lógica de las ciencias sociales, de 1967. (2) Conocimiento e interés, de 1968. (3) Ciencia y técnica como ideología, de 1968. (4) Teoría de la acción comunicativa, de 1981. (5) El discurso filosófico de la modernidad, de 1985.
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Recordemos que en el mundo moderno triunfa una determinada concepción del ser humano y del conocimieto. El ser humano es entendido -por la filosofía de la conciencia que nace con Descartes- como «sujeto», frente al cual se sitúa el mundo, entendido como «objeto» a dominar y reducido a aquello que es cuantificable, medible, contable.
En el siglo XVIII la Ilustración saca las consecuencias prácticas de esta concepción del ser humano y del conocimien­to. El conocimiento debe ser puesto al servicio de la emancipación del hombre: (1) Sometiendo a análisis crítico todo aquello que coarta su libertad, ya sean las supersticiones, la autoridad o la tradición. Y (2) dominando a la naturaleza para ponerla a su servicio.
Las pretensiones de la Ilustración eran, a juicio de los frankfurtianos, loables, pero el triunfo de esta manera de entender al hombre y al conocimien­to trajo consecuencias negativas no previstas entonces.
Por un lado, la razón se redujo a racionalidad instrumental. Esto es, a una forma de racionalidad a la que ya no preocupan los fines últimos sino solo el desarrollo de los medios técnicos para un mayor control y dominio de la naturaleza. Esto conduce a una «cosificación» de la naturaleza y, finalmente, de los propios seres humanos.
Esta concepción del conocimiento es la que está en la base de la con­cep­ción positivista de la ciencia, que lo reduce todo a «hechos» y «leyes». La versión fi­lo­sófica actual de esa concepción del conocimiento es el neopositivis­mo y, en general, la filosofía analítica.
Tales concepciones de la filosofía (a las que los frankfurtianos designan con el nombre de «teoría tradicional») se limitan a dar una fundamen­ta­ción de las ciencias positivas sin preocuparse por los fi­nes, y, por ello, sin cuestionarse la realidad vigente, sin preguntarse por cómo queremos vivir, por qué tipo de vida es deseable. Abando­nan, por lo tan­to, toda función crítica. De ese modo se convierten en justificadoras del pre­sen­te, en ideología.
Pues bien, frente a este estado de cosas y frente a esta teoría tradicional, ­pre­­ten­de situarse la «teoría crítica» desarrollada por la Escuela de Frankfurt.
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Habermas es el más destacado representante de la llamada «segunda gene­ración» de la Escuela de Frankfurt. Su pretensión es, también, la de desarrollar una teoría crítica que permita someter a análisis las modernas sociedades industriales desarrolladas. Para ello parte, al igual que otros miembros de la Escuela, de concepciones próximas al materialismo histórico de Marx, cuya crítica de las sociedades capitalistas les sirve de referente para elaborar una nueva teoría crítica.
Ahora bien: (1) Las circunstancias histórico-sociales han cambiado desde los tiempos de Marx, de modo que los análisis que eran válidos a mediados del siglo XIX, no lo son a finales del XX o principios del XXI. (2) La propia concepción de la ciencia que tenía Marx se ha vuelto obsoleta.
Analizaremos estas discrepancias con más detalle:
Por lo que respecta al primer apartado, la crítica de Habermas a Marx se centra en los siguientes puntos:
(1) La lucha de clases ha dejado de ser motor de cambio. En las socieda­des capitalistas avanzadas el Estado interviene en la economía con una política de compensaciones (seguridad social, gratuidad del sistema educati­vo, pen­siones de jubilación, etcétera) que garantizan la lealtad de las masas trabajado­ras al sistema.
(2) La concepción marxista de la ideología tampoco es aplicable a la nueva situación.
Según Marx en toda sociedad hay una estructura ideológica que constituye la legitima­ción de un estado de cosas dado; que está, por lo tanto, al servicio de la clase social dominante, que como tal, está interesada en mantener ese estado de cosas. La ideología sirve, pues, para dar una justificación de derecho a una situación de hecho.
Pues bien, Habermas considera que las formas de legitimación de la situación social han variado en nuestra época. La legitima­ción descansa ahora en el triunfo de una con­cien­cia tecnocráti­ca. Tal conciencia consiste en que los individuos asumen que la tarea del Estado consiste, exclusivamente, en desarrollar soluciones técnicas para satisfacer sus deseos privados de bienestar. Esta concepción del Estado lleva consigo la supresión del debate público de las cuestiones referentes a «cómo» queremos vivir. Por decirlo de un modo más sencillo, el poder cuida de nuestros intereses privados (en esto reside su legitimación), pero a cambio nos impone que no discutamos acerca del modelo de convivencia que queremos.
(3) El componente fundamental de las fuerzas productivas ya no son las fuerzas de trabajo, sino la investigación científica y técnica.
Con respecto al segundo apartado, Habermas considera que Marx sigue inmerso en la concepción positivista de la ciencia, la cual toma como modelo de ciencia a las ciencias naturales, que pretenden explicarlo todo reduciéndolo a hechos, que pueden ser descritos objetivamente, y leyes que dan cuenta de esos hechos.
Pero Habermas considera que los fenómenos sociales, los fenómenos pro­du­cidos por los hombres, no pueden ser explicados de esa manera. No pueden ser reducidos a leyes determinísticas estrictas porque los seres hu­ma­nos son capaces de autorreflexión y, por lo tanto, de dirigir su propia vida. Por eso Habermas considera que los fenómenos histórico-sociales, aquellos que son producto de la actividad humana, no pueden ser, simplemente, expli­cados mediante leyes y causas, sino que han de ser comprendidos.
Y comprenderlos quiere decir descubrir su sentido, su finalidad, para lo cual hace falta interpretarlos. De ese modo Habermas se acerca a los planteamien­tos de la hermenéutica.
Ahora bien, algunos defensores de la hermenéutica (Dilthey, Heidegger, Gadamer) parecen sostener que toda actividad humana es fruto de decisiones conscientes y con sentido, el cual puede ser descubierto y comprendido. Pero esto tampoco es correcto porque muchas de nuestras de­cisiones vienen determina­das por mecanismos sociales que no controlamos, por lo que esa capacidad de autodirigir nuestra propia vida es parcial.
Pues bien, frente a estas dos formas de reduccionismo científico (la de quienes consideran que toda actividad humana puede ser explicada objetiva­mente a partir de leyes y causas, y la de quienes consideran que toda actividad humana es producto reflexivo, con un sentido que hay que interpretar) Habermas elabora su propia teoría de conocimiento.
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Con respecto al conocimiento Habermas parte de dos tesis fundamen­tales: (1) Todo conoci­mien­to responde a un interés. (2) Los intereses que orientan el conocimiento humano son de tres tipos: técnicos, prácticos y emancipativos.
Comencemos analizando el primer punto: la vinculación de conocimiento e interés.
La pretensión de elaborar una teoría pura desvinculada de todo interés, es según Habermas, una ilusión.
Así, en el mundo griego antiguo, el conocimiento teórico, el conocimiento contemplativo, tenía preeminen­cia absoluta sobre cualquier otra forma de conocimiento técnico o práctico. Tal conocimiento era el propio de la ontología, orientada al conocimiento del ser, de la realidad en sí, del orden eterno y perma­nente del universo.
Pero bajo esa apariencia­ de teoría pura subyacía un interés emancipativo: al representar el mundo como una realidad en sí, y al pretender que la identidad del sujeto se construye en el conocimien­to de esta realidad en sí (tal como sucede con Platón, para quien el sujeto se constituye contemplando las «ideas», o con Aristóteles cuando sostiene que el alma es, en cierto modo, todas las cosas, todas las formas sustanciales) se libra al sujeto del someti­miento a aquellas realidades que llenaban el mundo prefilosófico, las deidades y demo­nios, que, de otro modo, aparecen como fuerzas extrañas que dominan su voluntad.
A esto, a la pretensión de elaborar una teoría pura, que esconde sin embargo, sus motivaciones ocultas, sus intereses, le llama Habermas «la ilusión ontológica de la teoría pura». Tal ilusión no se encuentra solo en la ontología antigua, sino también en la ciencia contemporánea. Pues también las ciencias pretenden «describir teóricamente el universo en su ordenación conforme a leyes, tal y como es».
Frente a esa ilusión de la teoría pura Habermas sostiene que el conoci­mien­to es un instrumento al servicio de la autoconservación y autoconstitu­ción de la especie humana.
Los seres humanos carecen de órganos e instintos que le permitan sobrevivir en una ambiente natural, por ello para su conservación es necesario un orden social (y aquellos procesos de conocimiento que son necesarios para la instauración de ese orden social) que proteja al hombre frente a la naturale­za, que le libere de la naturaleza.
Este orden social trae consigo una ruptura cultural con la naturaleza. Pues bien, en el seno de ese orden socio-cultural se decide qué tipo de vida es la que debe ser conservada. Por ello esta conservación es más que la simple conservación biológica, es, al mismo tiempo, una autoconstitu­ción del hombre a lo largo de la historia.
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En este orden socio-cultural podemos diferenciar tres esferas, o elementos de socialización, a cada uno de los cuales corresponde un tipo de interés que guía al conocimiento.
(1) Por un lado el trabajo o acción racional-teleológica, es aquel tipo de acción orientada a la consecución de una meta, al éxito, que se mide por la realización de un estado de cosas en el mundo. El concepto de acción racional- teleo­lógica tiene un sentido similar a lo que Marx llamaba produc­ción. Puede ser, a su vez, una acción instrumental, que es aquella orientada al control y la predicción de los fenómenos del mundo material en el que vive insertada toda sociedad; o una acción estratégica, que es aquella orientada a la valoración de alternativas.
El tipo de racionalidad propio de la acción racional-teleológica es el que está en la base del concepto moderno de racionalidad, es el que se impone en las modernas sociedades industriales. Hasta tal punto es así que el propio Marx asume este concepto de racionali­dad como el único posible.
A esta forma de socialización corresponde un interés técnico, que es el propio de las ciencias empírico-analíticas (entre las cuales incluye Habermas a la Sociología y a las ciencias de la naturaleza).
(2) La acción comunicativa -que constituye una forma de interacción social mediada por símbolos, por el lenguaje- es, por el contrario, un tipo de acción social orientada al entendimiento entre dos o más individuos. A esta forma de socialización correspon­de un interés práctico, orientado a la comprensión del significado de los signos que nos ponen en comunicación con los otros individuos, con las otras sociedades o con el pasado. Este es el interés que mueve a las que Habermas denomina ciencias histórico-hermenéu­ti­cas.
La racionalidad inherente a este tipo de acción es, por lo tanto, de naturaleza distinta de la racional-teleológica. No busca el éxito, sino el entendimiento. No se impone a través del dominio y sometimiento de la naturaleza y los hombres, sino a través del consenso. No es una razón monológica (el individuo solo frente al mundo), sino dialógica (nace de la relación, de la comunicación entre individuos, del diálogo).
Por ello, el análisis de la acción comunicativa le va a permitir a Habermas dotar a la teoría crítica de un fundamento: le permitirá plantear una alternativa al modelo tradicional de racionalidad y de entender al ser humano. Ya no será el trabajo el paradigma de la acción humana, sino la interacción.
(3) Finalmente, el dominio es la relación de poder que se esta­blece en el seno de toda sociedad. A esta forma de socialización corresponde un interés eman­cipativo, que es el que guía algunas disciplinas como el psicoanálisis y la «teoría crítica». La emancipa­ción con­siste en la liberación del individuo de toda coerción externa (ya sea la de la na­turaleza o de otros individuos) con objeto de alcanzar la autonomía.
No hay, pues, un modelo de conocimiento, sino tres, en función de los intereses que están a su base, y tres formas de acción. Analizaremos con más detalle la relación entre la acción comunicativa y la teoría crítica.
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Habermas de­fi­ne la «acción» como aquello que hacemos siguiendo reglas y con una inten­cio­na­li­dad. Además, como hemos visto, Habermas diferen­cia entre acción ra­cional-teleológica y acción comunica­ti­va.
La acción comunicativa es aquella orientada al entendi­mien­to y mediada por el lenguaje. Pues bien, para que el entendi­miento sea posible cuando utilizamos el lenguaje con este fin estamos presuponiendo una serie de pretensiones de validez. Tales pretensio­nes son:
(1) Inteligibilidad: que lo que se dice es inteligible, puede ser entendido.
(2) Verdad: que lo que se dice es verdadero.
(3) Veracidad, sinceridad: que el hablante es sincero.
(4) Justificación, corrección: que lo que dice es correcto, está justi­fi­ca­do en función de ciertas normas y valores sociales aceptados por los que dia­logan.
Cuando se dan estas condiciones la comunicación no está distorsionada. Pero puede suceder que haya interferencias en la comunicación. De modo que un interlocutor cuestione alguna de estas cuatro pretensiones de validez. En ese caso la validación de la inteligibilidad y sinceridad del hablante solo puede llevarse a cabo desde fuera del propio lenguaje. (Por ejemplo, el hablante solo podrá justificar su sinceridad demostrándola en la práctica, en sus acciones). Pero la verdad y corrección de un enunciado puede justificarse mediante el uso del propio lenguaje, empleando el propio lenguaje para argumen­tar, esto es, discursivamente. La explicación de cómo se puede justificar argumentati­vamente la verdad y corrección de un enunciado da lugar a la teoría consen­sual de la verdad y a la ética del discurso.
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Aclaremos primero que es eso de la teoría consensual de la verdad.
Cuando existen dudas acerca de si lo que alguien dice es verdadero (por ejemplo, supongamos que un científico enuncia una nueva teoría explicativa que a otros les parece, sin embargo, cuestiona­ble) ¿cómo se restablece el entendimiento? En este caso se trata de argumentar, la verdad se alcanzará a través del diálogo con los demás, la verdad se alcanzará de nuevo cuando exista un consenso racional.
Ahora bien, no cualquier tipo de consenso es válido. No cualquier tipo de consenso es racional. No lo es, por ejemplo, aquel que apela a la tradición, o a la autoridad de alguien. Solo será válido, solo será un consenso racional, aquél que cumpla una serie de condiciones:
(1) Usar las palabras sin intención de engañar, sin incurrir en contradiccio­nes, etc.
(2) Todos los que participan en el discurso deben poder expresarse libremente.
(3) Todos deben tener un poder igual, de modo que ninguno de los participantes del discurso esté sometido a otro.
Al diálogo en que se dan estas condiciones le llama Habermas, la situación del habla ideal.
Obviamente, tales condiciones no siempre se cumplen. Quizás, incluso, se podría decir que se cumplen en raras ocasiones. No obstante Habermas sostiene que:
(1) La situación del habla ideal es inherente al uso del propio lenguaje. Pues el lenguaje nació para entendernos. Y dado que entenderse es el uso primario del lenguaje, este tiene que presuponer en su propia estructura las condiciones que hacen posible este entendimiento.
(2) La situación del habla ideal sirve, además, como instancia crítica desde la cual juzgar a las situacio­nes sociales dadas. Sirve de fundamento a una teoría crítica de la sociedad.
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Aclaremos ahora qué es eso de la ética del discurso.
Del mismo modo que los seres humanos recurrimos a la argumentación cuando la pretensión de verdad de un enunciado es cuestionada, igualmente recurrimos a la argumentación, al discurso, cuando la corrección de una norma es cuestionada.
Y, del mismo modo que para alcanzar la verdad a través del discurso era ne­cesario que los hablantes cumpliesen una serie de condiciones, igualmente para alcanzar un acuerdo sobre la validez de las normas éticas los que par­ti­ci­pan en el diálogo tiene que cumplir unas condiciones similares, que básica­mente se reducen a que: (1) Todos puedan defender igualmente sus intereses. Y, (2) haya una cierta simetría en cuanto al poder de los interlocu­to­res.
Una vez que se llega a un acuerdo sobre la norma, esta ha de cumplir otra condición, la de que «todos los afectados puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos que se seguirían de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada uno». Esta es la versión habermasiana del principio de universalización de la ética kantiana.
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La teoría crítica está mo­vida por un interés emancipativo. La emancipación consiste en la liberación de toda coerción externa al sujeto. Para ello será necesario desenmascarar las nuevas formas de ideología que impiden al individuo tomar conciencia de su situación de sometimiento.
La ideología surge, ahora, del triunfo de la razón instrumen­tal, tecnocrática. Al reducir todo a problemas técnicos que el poder resuelve, se niega a los individuos la posibilidad de preguntarse por los fines, por cómo quieren vivir. La razón instrumental-tecnocrática se presenta como la única forma de razón, por lo que pareciera que los individuos racionales no pudiesen aspirar a otra cosa sino a que el poder solucione sus necesidades de bienestar mediante el empleo de cada vez más medios técnicos para el dominio de la naturaleza, y una, cada vez mejor, organiza­ción burocrática de la sociedad.
Pero el análisis de la acción comunicativa nos ha descubierto otro tipo de racionalidad no movida por intereses particulares y e­goís­tas, no orientada al dominio. Esa racionalidad, que es inherente al uso del lenguaje, puede servir de modelo para una nueva forma de organizar nuestras vidas.
El paradigma de conocimiento que propone Habermas será el de una re­la­ción entre sujetos que buscan entenderse a través de reglas del lenguaje acep­tadas por consenso y teniendo al mundo de la vida como referente común.

Bibliografía
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-Cortina, Adela: Crítica y utopía: la Escuela de Fráncfort. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1986.
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-Marcuse, H.: La agresividad en la sociedad industrial avanzada. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1981.
-Taberner Guasp, J., y Rojas Moreno, C.: Marcuse, Fromm, Reich: el freudomarxismo. Editorial Cincel, S. A. Madrid, 1988.
-Ureña, Enrique M.: La Teoría Crítica de la Sociedad de Habermas. Editorial Tecnos, S. A. Madrid, 1997.

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