miércoles, 30 de marzo de 2016

(XXVIII) FREUD Y EL PSICOANÁLISIS

1. Vida y obras
Sigismund Schlomo Freud nació en Freiberg (en Moravia, que entonces formaba parte del Imperio austro-húngaro, actualmente rebautizada como Príbor, en la República Checa), en 1856. De as­cen­den­cia ju­día, aunque su educación fue arreligiosa. Cuando tenía tres años su familia se traslada a Viena. En esa ciudad estudia medicina, doctorándose en 1881. Por estas fechas comienza a firmar con el nombre de Sigmund, por el que será conocido.
Se dedi­có al estu­dio de la anato­mía cerebral y las en­fer­me­da­des nervio­sas. Solo o en cola­bo­ración con otros médicos y psicólogos, fue de­sa­rro­llan­do una nueva con­cep­ción de la men­te humana en la que adquieren una gran im­portancia los elementos de tipo inconsciente. En 1908 funda la Socie­dad psi­co­ana­lí­ti­ca de Vie­na. Tras la anexión de Austria por la Alemania nazi (en 1938), fue declarado enemigo del Tercer Reich y sus libros quemados públicamente. Temiendo por su vida y la de su familia huyó a Inglaterra y se instaló en Londres, donde falleció en 1939.
Entre sus obras cabe mencionar: (1) Escritos sobre la histeria, de 1885. Elaborada en cola­bo­ra­ción con Josef Breuer. (2) La interpre­tación de los sue­ños, de 1900. Es el primer intento de lle­var a cabo un estu­dio científico de los sue­ños. (3) Psi­copa­to­logía de la vida cotidia­na, de 1901. (4) Tres ensayos para una teoría se­xual, de 1905. (5) El chiste y su rela­ción con el in­cons­cien­te, de 1905. (6) Ac­tos obsesi­vos y prácti­cas religio­sas, de 1907. (7) Cinco leccio­nes sobre el psico­aná­li­sis, de 1910. (8) Tó­tem y tabú, de 1913. (9) In­tro­duc­ción del nar­ci­sismo, de 1914. (10) In­tro­duc­ción al psi­co­análisis, de 1917. (11) Más allá del principio de placer, de 1920. (12) El yo y el ello, de 1923. (13) El por­venir de una ilusión, de 1927. (14) El malestar en la cultura, de 1930.

2. La mente como un sistema complejo y dinámico
La pretensión inicial de Freud es en­con­trar un tratamiento adecuado para aquel tipo de enfermeda­des que po­de­mos calificar en general de «nerviosas». Para curar tales enfermedades es necesario comprender su origen y naturaleza, y, con esa intención, Freud desarrollará una novedosa teoría de la mente (que acabará desbordando el campo de la psicología para convertirse en una auténtica antropología filosófica).
Freud centra sus estudios en los comportamientos patológicos de tipo neurótico (histerias, fo­bias, psicopa­tías, etc.). Pero acabará descubriendo que muchos fenómenos mentales no patológicos, como los sueños, los lapsus linguae, los olvidos reiterados, etc., pueden ser explicados a partir de similares causas.
El intento de explicar todos estos fenómenos llevará a Freud a descubrir que:
(1) La que tradicionalmente se entendía por mente, o conciencia, humana no es una entidad unitaria, sino una estructura compleja, compuesta de va­rias instancias o subestructuras que entran en conflicto entre sí. Estas subes­truc­tu­ras son: el ello, el yo y el superyó.
(2) Existen procesos mentales que operan sobre la conducta del individuo pero que este no conoce (son inconscientes), y, por lo tanto, no puede controlar.
(3) La existencia de la sociedad, la cultura y la religión, son indisociables del desarrollo de la psique humana.
El estudio de la mente es llevado a cabo des­de tres perspectivas: (1) Una perspectiva económica: trata de la energía a disposición de la mente y las transformaciones que sufre esa energía. (2) Una perspectiva topológica: trata de los «lugares o estructuras que componen la mente». (3) Una perspectiva dinámica: trata de los conflictos y deseos o defensas ins­tin­ti­vos.

    3. Presupuestos genera­les del siste­ma freudia­no
(1) Dualismo metodológico. Freud critica el dualismo de tipo carte­siano, frente al cual defiende la tesis de que los procesos mentales tienen su asiento en los procesos de tipo físico-quí­mi­co del cerebro. Aho­ra bien, Freud reco­noce que para una conside­rable can­ti­dad de proce­sos men­ta­les no se han des­cu­bier­to sus causas orgáni­cas. Por ello se ve obli­ga­­do a po­ner entre pa­rén­te­sis su monismo y aca­bará de­fen­dien­do una se­pa­ra­ción meto­do­ló­gica (es decir, a efectos de análisis) entre lo men­tal y lo fí­sico.
Una vez establecida esta separación metodológi­ca Freud explica la ac­ti­vi­dad mental como un pro­ce­so di­ná­mico fruto de la interacción entre tres es­truc­tu­ras: el «ello», el «yo» y el «superyó», cuyo motor es una forma básica de ener­gía a la que denomina «libido».
(Podríamos decir que su filosofía de la mente se acerca a lo que hoy se suele denominar emergentismo: la mente es un producto del cerebro que, sin em­bar­go, funciona como un conjunto dinámico de estructuras complejas cuya ac­ti­vidad no puede ser reducida a procesos fisio-quími­cos).
(2) Determinismo. Otro de los presupuestos de la psicología freudiana es que todo efec­to (de tipo psi­co­ló­gi­co) es pro­du­cido necesariamen­te por una cau­sa y que toda causa producirá un efecto. Esto es, no existe el azar en el com­portamiento humano. Todo, incluso las actividades más insignificantes como los sueños, los lapsus, los olvidos, etc., tiene una causa.
(3) Equilibrio energético. Un tercer presupues­to de la psicología freu­dia­na es el de que existe una for­ma de energía espe­cí­fica de la men­te, que fun­cio­na con las características de cualquier otro tipo de energía (ca­lo­rífica, eléc­tri­ca, me­cá­nica, etc.). Es decir, puede transformarse, acumularse, bloquearse, disiparse, descargarse, etc., pero no puede aniquilarse sin más. Cuando la ener­gía mental se ad­hie­re a una idea u objeto este queda car­gado de energía, o, dicho de otro modo, queda fuertemente vinculado a tensiones emocionales. (En términos de Freud queda catectizado. La catexis es el pro­ce­so por el que las ideas u objetos se cargan de energía mental).
El organismo de los individuos tiende a perma­necer en un estado de equi­li­brio ener­gé­tico (a esta tendencia le denomina Freud «principio de constancia»). Este es­ta­do de equili­brio se rompe cuando es sometido a estímulos (sean externos o internos). Pero en virtud del mencionado principio, el individuo tiende a retornar al estado de equilibrio anterior, por lo que se produce una descarga de ener­gía. Esta descarga de energía y la consecución del estado de equi­librio es vivida como placer.
A las fuerzas que impelen al organismo a descargar la energía que provoca tensión las llama Freud pulsiones (en alemán trieb, también traducida a veces por instinto). Pero junto a las pulsiones o «fuerzas liberado­ras» de las tensiones, Freud en­cuen­tra unas «contra­fuer­zas» o «fuerzas represoras». Son aquellas fuerzas (normalmente originadas fuera del individuo, pero que pueden interiorizarse bajo la forma de moral, miedos, tabúes, etc.) que tienden a impedir la descarga de energía.

4. El descubrimiento del inconsciente
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Recordemos que, ya desde Aris­tó­te­les, se vino de­fi­nien­do al hom­bre como ani­mal ra­cio­nal. El ra­cio­nalismo eu­ropeo de los siglos XVII y XVIII llevó más le­jos aún esa con­cepción del ser humano, propo­niendo como ideal de humanidad el con­trol absoluto de las pa­sio­nes, el some­ti­mien­to de estas a la racio­na­li­dad (de modo que in­clu­so lo de «ani­mal» pa­re­cería so­­brar). La lectura psi­cológi­ca de esto es que todos los fe­nó­menos men­tales son fenóme­nos cons­cientes (es decir, con­tro­la­bles, racionalizables).
Pues bien, Freud (siguiendo propuestas ya avanzadas por ciertos pensadores «irracionalistas» como Nietzsche) sos­tiene que una gran par­te de nuestra vida anímica es in­cons­ciente, y por ello irracio­nal, incon­tro­lable. Los sueños, am­ne­sias, la capa­cidad de su­gestión hip­nóti­ca, o algunos tipos de neurosis, son ejemplos de fenó­menos para cuya ex­pli­ca­ción es necesario recurrir a ele­men­tos sub­conscien­tes.
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El punto de partida de Freud es el estudio de los procesos hipnóticos y su aplicación a la cura de trastornos men­tales. Jean-Martin Charcot (un neurólogo francés con el que estuvo trabajando), consiguió demostrar que determinadas manifestaciones histéricas podían ser curadas mediante la sugestión hipnótica.
Más tarde, una serie de experimentos realizados por Hippolyte Bernheim (otro neurólogo francés), convencieron a Freud de que hay procesos en la mente del individuo de los que este no tiene noticia.
Básicamente los experimentos de Bernheim se re­ducían a lo siguiente: se hipnotizaba a un individuo y se le hacían vivir una serie de ex­perien­cias. Lue­go se le despertaba ordenándole previamente que olvidara lo sucedido. El indivi­duo ya des­pierto no conseguía re­cordar nada. En­ton­ces Bernheim le ordenaba que re­cor­dase las ex­pe­riencias vividas en es­ta­do de hip­no­sis y el in­dividuo recu­peraba, mi­la­grosa­mente, la me­mo­ria. La úni­ca explicación que Freud encuentra para este fenómeno es la de que exis­ten procesos men­ta­les que permanecen desconocidos para el in­di­vi­duo y que, sin embargo, de­ter­minan el comportamiento de este.
Finalmente, en 1895, Freud y Joseph Breuer (médico y psicólogo aus­tría­co), en cola­bo­ra­ción, dieron cuenta de un mé­todo para cu­rar las neu­rosis, que presupo­nía, ya, la existencia del in­cons­cien­te: se partía de que la neu­ro­sis sur­ge como con­se­cuen­cia de que el individuo reprime ciertos problemas emocionales obligándoles a replegarse hacia el inconsciente. De este modo el individuo se libra, aparentemente, de sus con­flic­tos emocionales; pero estos le pro­vocan, sin em­bargo, una acu­mu­la­ción de ener­gía mental, de tensión, que es la causa de sus sín­to­mas neu­róticos. Pues bien, el mé­todo pro­puesto por Freud y Breuer (de­no­minado catarsis) consistía en ayudar al pa­cien­te, mediante hipnosis, a recuperar sus conflic­tos emociona­les, haciéndose cons­ciente de ellos, con lo que se pro­du­ce una libe­ración de esa energía re­pri­mi­da y la desaparición de los síntomas neu­róti­cos.
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Con el tiempo Freud llegó al convencimiento de que la hipnosis no siempre es eficaz para la cura de trastornos histéricos.
Por ello desarrolla una técnica novedosa para hacer aflorar los recuerdos in­conscientes de tipo traumático: se hace hablar al enfermo a partir de ciertas ide­as que le son sugeridas (lo que algunos han denominado «curación por la palabra»). El analista debe estar atento para descubrir cuan­do el paciente queda bloqueado en sus manifestacio­nes, o no puede recordar co­sas, las confun­de, o intenta engañar al propio médico. Todas estas actitudes serían ma­ni­festaciones de que cierto tipo de recuerdos se resisten a salir a la luz. Esto quie­re decir que en el sujeto está operando algún tipo de defensa in­cons­cien­te; esto es, que están operan­do mecanismos represo­res que intentan blo­que­ar la liberación de la tensión. Es ahí donde el analis­ta tiene que centrarse para des­cubrir el origen del problema. Pues, cuando las tensiones no pue­den aflo­rar libremente lo hacen de forma derivada, buscando acciones sus­titu­ti­vas, en for­ma de obsesiones, fobias, ideas fijas, etc.
A procedimiento para enfrentarse con los trastornos de tipo neurótico se denominó psicoanálisis. El psicoanálisis nació, pues, como una «técni­ca terapéutica», pero Freud aca­bó dándole otros usos hasta hacer de él, además, un método para des­cu­brir los procesos inconscientes y una teoría sobre la estructura y el funciona­miento de la men­te.

5. Primera tópica de la mente: consciente, pre­conscien­te, incons­cien­te
La tópica (de topos = lugar) trata de los lugares (sis­te­mas, instancias) que cons­titu­yen el apa­rato psíquico. Freud desarrolla dos «teorías de los lu­gares» dis­­tintas, conocidas  como «primera tópica» y «segunda tópica». Según la primera tópica existen tres lu­ga­res en la mente, que de­no­mina «in­cons­ciente», «pre­conscien­te» y «cons­cien­te». Según la se­gun­da tópica existen tres subestructuras mentales que denomina «ello», «yo», y «superyó», en las cuales hay elementos inconscientes, preconscientes o conscientes.
La primera topología de la mente fue desarrollada tras sus estudios sobre la hipnosis y el mé­todo ca­tár­tico. Esta to­­po­logía tiene por objeto describir la estructura de la men­te par­­tiendo de que esta está constitui­da por diversas zonas cada una de las cuales cons­tituye a su vez una es­truc­tura (un sis­tema) con sus propia leyes de funcionamiento. Estas zonas son:
(1) El inconsciente: es la parte de la mente no accesible al individuo en condiciones nor­ma­les (se pue­de acceder a ella por hipnosis o tras sufrir un shock). Es el lugar de los de­seos, las fan­ta­sí­as, de todo lo que es instintivo. Estos deseos, fantasías, etc., que cons­titu­yen la materia del incons­cien­te es­tán fuertemente car­gados de energía la cual puede desplazarse (es decir, pa­sar de un contenido a otro) o condensarse (es decir, concentrarse en un solo contenido la energía emocional proveniente de varios).
El inconsciente no funciona con los esquemas de la lógica consciente. No ri­gen allí las coor­de­na­das espa­cio-temporales, ni el principio de no contradic­ción.
Cuando un niño nace todo en él es inconsciente. Pero las sensaciones que recibe del ex­te­rior (frío, ham­bre, ruido, etc.) van dejando huellas en su memoria. Con el tiempo apren­de a manejar algunos de estos re­cuer­dos, con lo que, de las capas superiores del incons­cien­te emerge el precons­ciente.
(2) El preconsciente: está constituido por aquellos contenidos no co­no­cidos de for­ma in­me­diata pero que pueden ser recordados con un pequeño es­fuerzo. En el preconscien­te es donde se al­ma­cenan, por lo general, los datos memorizados (solo las expe­riencias que sus­citan un fuerte re­cha­zo son repri­midas y que­dan en el inconsciente). Estos contenidos se al­macenan en el precons­ciente vin­cu­lados al lenguaje verbal del individuo.
Entre el inconsciente y el preconsciente se sitúa una barrera defensiva o cen­sura, que im­pide el paso de los contenidos inconscientes al preconsciente. Aho­ra bien, estos con­teni­dos pueden burlar esta ba­rrera disfrazándose. Esto acon­tece con frecuencia en los sueños.
(3) El consciente: está constituido por los conteni­dos que son di­rec­ta­men­te acce­si­bles al indi­vi­duo. Básicamente por percepciones (externas e in­ter­nas) y procesos reflexivos.

6. La economía mental: las pulsiones
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Los instintos o pulsiones sur­gen como consecuencia de los estí­mulos reci­bidos por el orga­nis­mo. Tie­nen, pues, un origen fisio-químico, pero sus­ci­tan de­man­das de la men­te, por lo que pue­den ser considera­dos como un lí­mi­te entre lo físico y lo mental.
En las pulsiones se puede distinguir su origen, objeto y fin.
(1) El origen o fuente es la ex­citación de algún elemento del or­ga­nis­mo. En el caso de los ins­tin­tos sexuales las fuentes son las lla­madas zonas eró­genas.
(2) El fin es eliminar la excitación producida. En virtud del principio de cons­tancia el indi­viduo tien­de a eliminar toda excitación que produzca un de­se­quilibrio energético.
Aho­ra bien, las pulsiones (a diferencia de los instintos de naturaleza pu­ra­men­te bio­ló­gi­ca) son fle­xi­bles (es­pe­cialmente las pul­sio­nes sexuales). Es de­cir, producida una tensión no lleva consigo, de modo au­to­má­tico, una des­car­ga de esa tensión. La pulsión puede ser, por ejemplo, inhibida en su fin. Esto quie­re decir, que las pul­sio­nes pueden ser suprimidas a nivel consciente antes de llegar a realizar su meta. 
(3) El objeto es el medio a través del cual se satisfacen las pulsiones.
Tanto los fines como el objeto pueden ser modifi­cados (sobre todo en las pul­siones se­xua­les). Un caso espe­cial de esto es la sublimación. La su­bli­ma­ción consiste en que las pul­sio­nes cambien su fin y su objeto por otros que pue­dan ser aceptados socialmente (por ejem­plo, se puede encauzar el deseo se­xual hacia la acti­vidad artística).
Además, dada la flexibilidad de las pulsiones, distintos objetos pueden sa­tis­facer un mismo fin.
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En un primero momento Freud consideró que la economía de la men­te está go­ber­nada por dos tipos de instintos: los instintos sexuales y los instintos de autoconser­va­ción.
Los instintos sexuales están regidos por el principio de placer, que pode­mos definir como la ten­den­cia a buscar el placer y evitar el dolor. Digamos que el interés máximo de los instintos sexuales es la obtención del placer, pero, a veces, esto acarrea, a la larga, dolor. Los instintos sexuales se ven, pues, obligados, en nu­merosas ocasiones, a posponer la satisfacción para evitar un dolor futuro. Esta tendencia que nos lle­va a renunciar al placer y a comprometernos con la realidad surge como con­se­cuencia de otro tipo de ins­tin­tos básicos: los instintos de autoconservación, los cuales se rigen por el prin­cipio de rea­li­dad.
Según esta primera clasificación freudiana de los instintos, los instintos se­xua­les y los ins­tintos de auto­con­servación tienen intereses antagónicos entre sí y se delimitan mu­tua­mente.
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Los estu­dios de Freud le lle­varon a la conclu­sión de que la libido puede investirse en el yo. Así es como se origina el nar­ci­sis­mo (térmi­no que retoma Freud de la mitología griega para designar a este fenómeno). El narcisismo es la forma pri­maria en que se manifiesta la afectividad en el niño, pero pue­de adquirir ca­rac­teres pa­to­lógicos en el adulto.
Pues bien, el estudio del narcisismo llevó a Freud a la conclusión de que los instintos del yo (tam­bién lla­mados de autoconservación) y los instintos se­xua­les, no son dos tipos dis­tintos de instintos. Los ins­tintos del yo o auto­con­ser­vación son el modo que adquiere la libido (la energía mental a dis­posi­ción de los instintos se­xuales) cuando se invierte en la pro­pia persona.
Reunidos los dos tipos de instintos Freud los designó con el nombre de eros. Eros es la suma de las fuer­zas instintivas cuyo objeto es la conse­cución del placer, impidiendo al mis­mo tiempo, la auto­des­trucción.
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El descubrimiento y estu­dio del sadismo y el masoquismo (formas patológi­cas de la afec­tividad en donde se siente placer in­fligiendo o recibiendo dolor) llevó a Freud a replantearse su clasificación de los instintos una vez más. Estos fenómenos parecen contradecir la concepción freudiana de la li­bido, pues no po­dían ser ex­plicados como una manifestación del eros, y, más aún, parecían contradictorios con él.
Para explicar tales fenómenos recordemos que todo organismo tiende a mantenerse en un es­ta­do de equilibrio energético. En consecuencia, dado que la vida supone un au­men­to del grado de excitación sobre la materia inor­gá­nica, Freud su­puso que hay una tendencia a aniquilar la vida y a re­gre­sar al estado inorgánico. Freud lla­mó a esta ten­den­cia o instinto thanatos (en griego muer­te). La exis­ten­cia de este ins­tinto o pulsión explicaría ade­más todo lo que en el hombre hay de vio­len­to, auto­des­truc­tivo, las guerras, etc.
Después de esto Freud considera que hay dos tipos de instintos básicos que rigen toda la actividad men­tal: eros y thanatos.

7. El desarrollo de la libido y la adquisición de los rasgos de carácter
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Según la teoría psicoanalítica el desa­rrollo sexual no comienza en la pu­ber­tad, como era cre­en­cia co­mún hasta entonces. Por el contrario, Freud, en co­la­boración con su dis­cí­pulo Karl Abraham, de­dica especial aten­ción a la sexualidad infantil. El niño pasa por una se­rie de fases de desa­rrollo de su li­bi­do cuya maduración dará origen a la se­xua­lidad hete­ro­se­xual nor­mal. Freud expli­ca esta im­por­tan­cia de la sexualidad infantil con una frase muy ilus­trativa «se­xual­mente el niño es pa­dre del hom­bre».
La no ma­duración y superación de estas fases dará origen a las per­ver­sio­nes sexuales, es decir, a manifestaciones ina­de­cuados de la se­xua­lidad en los adul­tos. Esta no ma­du­ra­ción y superación adecuadas puede deberse a dos motivos: fijaciones y regre­siones. La maduración de estas fases de la se­xua­li­dad tiene impor­tan­cia además en el desarrollo del carácter del individuo. La fijación en una fase supone, frecuentemente, adquirir un rasgo de carácter vinculado a esa fase.
La libido también puede desplazarse. Si se frustra un componente de la sexualidad, puede satisfacerse con otro. Un modo  de dominar la frustración que tiene un especial interés es la sublimación.
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La primera fase de desarrollo de la libido es la fase oral. Es una fase que se desarrolla in­me­dia­ta­men­te tras el nacimien­to (que supone, según Freud, una expe­riencia traumática, pues rompe vio­len­ta­men­te con la vida tranquila y equi­librada en el útero). Tras el nacimiento el aparato mental del niño se en­cuen­tra con estí­mu­los inasimilables. Por ello tiende a restablecer el equilibrio ener­gético hu­yen­do de la realidad, durmiendo.
Las primeras sensaciones de placer le llegan al niño vinculadas a su ins­tin­to de chupar para alimentarse. La zona erógena por excelencia en el primer año de su vida es la boca. Y el primer objeto de su deseo es el pecho ma­ter­no. Puesto que es la primera actividad que pro­duce placer, chupar se con­vier­te en el prototipo «de toda satisfacción posterior».
A instancias de Karl Abraham, Freud distingue dos subfases dentro de la fase oral: las lla­madas fase oral pasi­va (propia de los primeros meses de vida), y la fase oral agresiva (que surge tras la den­tición y cuando el niño toma conciencia de que el objeto de placer -el seno materno- no siempre está a su alcance, con lo que mani­fiesta su frustración mor­dien­do, y estableciendo una relación agre­siva con el mundo.
Los individuos en los que predomina el carácter oral tienden a ser ego­ís­tas y narci­sistas, tam­bién tien­den a desarrollar el placer por la buena mesa, y a ser grandes fumadores y con­ver­sadores. Cuando pre­domina el ca­rác­ter oral pasivo tienden a ser muy dependientes de los demás. Cuan­do pre­do­mina el carácter oral agre­sivo tienden a ser sarcásticos y pesi­mis­tas, y a man­tener una relación canibalesca (de­seo de incorporarlos) con los objetos que ama (en ca­so de patología extrema puede dar origen a au­tén­ticas ac­cio­nes de cani­ba­lismo).
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Entre los dos y tres años se desarrolla la fase anal. El ano se convierte en la zona eró­tica por ex­ce­len­cia, y las he­ces en su objeto. En esta fase el niño en­cuen­tra placer en la secreción o reten­ción de las heces.
Fren­te a la fase oral donde el erotismo se vive como un deseo de incor­porar el objeto amado, ahora el ob­jeto se torna algo inde­pendiente. El deseo de incor­pora­ción es sustituido por la preocupación por el objeto (las heces); en esta preo­cupación tie­nen su ori­gen los sentimientos de ternura.
En esta fase hace su aparición la intervención del mun­do adulto, que vio­len­ta la tendencia natural del niño con nor­mas acerca del adies­tra­miento del esfínter.
También, otra vez a instancias de Abraham, se dividió esta fase en dos sub­fases: la anal expulsiva (en la cual la gratificación se encuentra en la ex­pul­sión de las heces); y la anal retentiva (también deno­mina­da sá­dico-anal, en la cual la gratificación se halla en la re­ten­ción de las heces).
Los individuos en los que predomina un carácter anal tienden a ser mez­qui­nos y orde­na­dos. Cuan­do pre­do­mina el carácter anal-expulsivo tienden a ad­quirir como rasgo la par­si­mo­nia. Cuando pre­do­mina el carácter anal-re­ten­ti­vo tienden a ser obstinados.
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A la fase anal sigue la fase uretral. En esta fase la obtención de placer se centra en los órganos genitales, por lo que es una fase introductoria a la fase fálica. El placer aparece vinculado a la micción o a la retención de la orina.
En un cierto porcentaje de casos aparecen en esta fase problemas de enuresis (incapacidad para controlar la retención de orina), acompañada de castigos paternos. Esto provoca sentimientos fuertes de vergüenza, lo que genera posteriormente personalidades movidas por el deseo de no ser avergonzadas jamás y envidiosas de todo el que haya tenido éxito en la vida.
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Tras la fase uretral se desarrolla la fase genital. Esta fase consta de tres periodos o subfases:
(1) Alrededor de los cuatro años se entra en el periodo fálico. Los ge­nitales siguen sien­do el ór­ga­no erótico por excelencia, pero ahora el placer ad­quiere caracteres pro­pia­mente sexuales: se obtie­ne a través de las caricias de los genitales (masturbación).
El proceso más importante que tiene lugar en esta fase es el denominado com­plejo de Edi­po (deno­mi­na­ción que tomó Freud de la tradición griega re­pre­sentada en la tragedia de Edipo Rey). Con­siste en lo si­guien­te: en el niño apa­rece un deseo inconsciente de poseer se­xual­mente a su madre. La madre apa­rece an­te el niño simul­táneamente como ma­dre y mujer de modo indife­rencia­do. (Este tipo de de­seos se trasluce a veces en expre­sio­nes del niño tales como «cuando sea mayor me voy a casar con mi mamá», etc.). Este deseo de la madre va acompañado de odio hacia el padre, en quien ve a un rival. La superación del complejo de Edipo lleva al niño a la identificación con el padre, que se convierte en ideal a imitar.
(En algunas obras Freud explica la superación del complejo de Edipo así: el deseo de la madre genera en el niño sentimien­tos de culpa, motivados por­que al mismo tiempo que el niño odia a su padre se identifica con él y lo ad­mi­ra. Los sentimien­tos de cul­pa se hacen más fuertes cuando, con frecuencia, el niño es amenazado si se le en­cuen­tra tocándose. La ame­na­za suele ser interiorizada como amenaza de cas­tra­ción. Estos sen­ti­mien­tos de cul­pa acaba­rán haciéndole renunciar a la madre como su objeto eró­tico, y al mismo tiempo a la iden­tifi­ca­ción con el padre).
Las niñas también desarrollan su pecu­liar complejo de Edipo (al que pos­te­rior­men­te se ha deno­mina­do com­plejo de Electra). Aunque en el caso de las niñas no hay un momento de miedo a la cas­tra­ción, sino una fase de en­vi­dia del pene. Esta se desarrolla cuando la niña descubre que algunas per­so­nas no son como ella, por lo que en su imaginación surge la idea de que tuvo un pene pero lo per­dió. La superación del complejo de Electra pasa por­que la niña acabe identificándose con la madre, y asuma su papel de mujer que­rien­do tener un bebé (que según Freud, sería un sustituto del pene).
Los rasgos típicos del carácter fálico son la ostentación, agresividad, nar­ci­sis­mo y vani­dad. En el caso de las niñas la fija­ción en la etapa de envidia del pene puede generar dos tipos de actitudes, o una ten­dencia a ser humilladas ­por los hombres, o una tendencia agre­siva hacia los hombres vin­cu­lada al de­seo de humillarles.
(2) Entre los seis y los doce años se desarrolla un periodo de latencia. En este pe­rio­do ya se han repri­­mido los de­seos incestuosos (se in­hiben en su fin), siendo sustituidos por un amor desexualizado. De­sa­parece toda for­ma de manifes­tación sexual, y se asimila su rol sexual identificándose con los padres y niños del mismo sexo. Se produce el apren­dizaje social y el pleno de­sarrollo de la con­cien­cia. La inte­rio­ri­za­ción de la ley de los pa­dres da ori­gen al superyó.
(3) La pubertad: sobre los doce años se produce el desarrollo maduro de la se­xua­lidad. Los ge­ni­ta­les se convierten en la zona erógena por exce­len­cia (aunque no nece­saria­mente la única). Si el de­sa­rro­llo ha sido normal se de­sa­rrollará una sexuali­dad cuyo fin es el coito heterosexual.
El carácter genital es el propio de la madurez sexual.
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Muchas de las concepciones de la sexualidad expuestas anteriormente que aparecen en la obra de Freud han sido posteriormente cuestionadas (incluso por psicólogos que se mueven en la órbita del psicoanálisis). Entre estas: (1) Considerar que la única forma de sexualidad normal es la sexualidad heterosexual orientada al coito. (2) La preeminencia que parece darle a la sexualidad masculina sobre la femenina, sobre todo a la hora de analizar el complejo de Edipo y el complejo de Electra, especialmente con la introducción del concepto de envidia del pene. (En favor de de las tesis de Freud se ha dicho que la sobreva­lora­ción de los genitales masculi­nos frente a los femeninos -mani­fiesta en el propio concepto de «envidia del pene»- es un hecho real motivado por la propia si­tuación so­cial de la mujer de su época).

8. Segunda topología de la mente: ello, yo, y superyó
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Años más tarde del desarrollo de la primera teoría de los lugares de la men­te, en la que esta aparecía escindida en tres estructuras -inconsciente, pre­cons­ciente y consciente-, Freud desarrolló una nueva topología de la mente que no se limita a sustituir a la primera sino que la completa volviendo más com­pleja. En esta segunda topología la mente aparece escindida en tres es­truc­turas, «ello», «yo» y «superyó», cuyos contenidos pueden ser inconscientes, preconscientes o cons­cien­tes.
El ello es la parte más interior, más primitiva, de la mente. Está cons­ti­tuida por todos aquellos ele­men­tos inna­tos (es decir, que son heredita­rios y nacen ya con el niño), y los elementos re­pri­midos por la con­cien­cia. El ello es ener­gía mental en estado puro (toda la energía mental pro­cede del ello, que es puro deseo que se rige única y exclusivamente por el principio de pla­cer, sin con­sideracio­nes de tipo moral y sin prestar aten­ción al principio de ­­con­serva­­ción ni a la leyes de la lógica).
El ello es todo él inconsciente, aunque puede aflorar a la conciencia a tra­vés de los sue­­ños, los lap­sus lin­guae, los olvidos reiterados, etc.
Cuando el niño nace no posee más que ello, las otras dos estructuras men­tales, el yo y el superyó, se for­marán pos­te­rior­mente.
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El yo surge como consecuencia de todas las tensiones y exci­ta­ciones provocadas en el niño por los estímulos exteriores. Estas excitacio­nes y tensiones provocan la aparición de una con­cien­cia pri­maria (un yo ar­cai­co en palabras de Freud), totalmente volcada sobre sí misma (narcisista) pero que sir­ve como puen­te de enlace entre las puras apetencias del ello y la rea­lidad externa.
Una vez solucionadas las tensiones el niño vuelve a dormirse (regresa a la placidez de la incons­cien­cia) hasta que nuevos estímulos (hambre, sed, frío) le obligan a volverse hacia el mundo exterior.
Paulatinamente el niño va abandonando este estado de narcisismo ab­so­luto en el que vive cen­tra­do úni­ca­men­te en sí mismo para colocar el centro de su atención en el mundo ex­terno, que se le revela aho­ra como todo­poderoso (la fase en la que el mundo de los pa­dres parece poderlo todo). Esta pre­sen­cia cada vez mayor del mundo externo le va obli­gan­do a desarrollar plenamen­te su yo, que se en­car­gará de las funciones de auto­con­serva­ción. Es decir, es el yo el encargado de tener presente al mundo ex­terno (de proteger al in­divi­duo de sus amenazas y problemas, y de adaptar sus deseos a ese mun­do). Por eso la ley por la que se rige el yo es el «principio de realidad».
Del yo dependen también el lenguaje, el razonamiento, el control motor y de las ten­sio­nes in­ter­nas.
Freud sostiene que en el yo hay una parte inconsciente y una parte pre­cons­ciente. Una fun­ción im­por­tante desa­rrollada por las partes inconscien­tes y preconscientes del yo son los mecanismos de de­fensa, que son for­mas pa­to­lógicas por las que el yo se defiende de las demandas del ello o de las pre­sio­nes insoportables del superyó. Entre estos:
(1) Represión: consiste en que el yo se libra de un conflicto entre los de­se­os del ello y su sen­ti­mien­to de culpa por tener estos deseos, reprimiéndolos; esto es, enviándolos hacia el inconsciente y ha­ciendo como si ya hubieran de­sa­parecido. No obstante estos de­seos reprimidos se mantienen en el in­cons­cien­te y pueden aflo­rar a través de sueños o lap­sus. En casos extremos pue­den crear ten­sio­nes neu­róticas.
(2) Proyección: consiste en achacar a otro individuo o incluso a un ob­jeto inanimado un deseo nues­tro pero que resulta inadmisible para nuestra con­ciencia. En las paranoias y las fobias opera este me­ca­nismo. (Por ejemplo: su­pon­ga­mos que un individuo odia a su madre. Pero su educación y valores morales -su­peryó- le fuerzan a considerar que tal cosa es terrible, por lo que se ve como un miserable. Para superar la presión que ejerce el superyó sobre el yo se autoconvence de que es su madre quien le odia a él).
(3) Racionali­zación: consiste en urdir una explica­ción racional para auto­jus­tificar­se, ocultando los verda­deros motivos de nuestro comporta­mien­to, de modo que el yo pueda salvar su autoestima. Un ejem­plo claro de racionali­za­ción empleada como mecanis­mo de defensa apa­re­ce en la conocida fábula de la zorra y las uvas atribuida a Esopo: tras numerosos intentos frus­trados de alcanzar un her­mo­so racimo de uvas la zorra desis­te con un comentario desdeñoso: «¡bah, están verdes!».
(4) Fijación: se produce cuando la sexualidad se detie­ne en su desa­rro­llo en una fase del pro­ceso an­tes de llegar a la ma­ni­fes­tación madura normal.
(5) Regresión: se pro­du­ce cuando en un estadio de desarrollo de la libido se vuelve a acti­tudes ya supera­das. Ello puede ser  mo­tivado por una frus­tración.
(6) Negación: consiste en negarse a ver (es decir, en hacer como si no exis­tiera) aque­llo que re­sulta de­sa­gra­dable a la conciencia. En casos extremos la nega­ción de la realidad puede llevar a una descone­xión entre el individuo y aquella que provo­que estados psi­cóticos.
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El superyó surge como conse­cuencia de la interiorización de las nor­mas que le vienen im­pues­tas des­de afue­ra. Se desarrolla funda­mental­men­te en la fase fálica, duran­te el complejo de Edi­po. Ya sea por el miedo a la cas­tra­ción en el niño, o el miedo a per­der el amor de su ma­dre en la niña, ya sea por otros moti­vos, los deseos incestuo­sos son abando­nados, al mismo tiem­po que se inte­riorizan una serie de prohibi­cio­nes. Los pa­dres aparecen, en­ton­ces, co­mo arquetipo de toda autori­dad y de toda ley, cuya inte­rioriza­ción ge­nera la conciencia mo­ral. El superyó cas­tiga las in­frac­ciones del yo haciéndole sentirse culpable o deprimi­do.
Aunque el su­peryó no fun­ciona sola­mente como una instancia cas­tigadora sino que tiene también un com­ponente que Freud denomina «yo ideal». Este nace de la admiración hacia la figura paterna o mater­na que se con­vierten en mo­delos para el yo, cuyo com­porta­mien­to se trata de imitar.

9. El origen de la religión, las insti­tu­ciones sociales y la cultura
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En Tótem y tabú Freud explica el origen de la religión y, simultánea­men­te, de las instituciones sociales a partir de la an­tigua organización totémica de la sociedad.
En casi todos los pueblos primitivos se ha en­con­trado una institución cuyas características son sor­pren­dentemente similares por muy alejados que se hallen entre sí (los mismos rasgos aparecen en las tri­bus asiáticas, africanas, americanas, o de Oce­anía): el totemismo.
Un tótem es una especie de sím­bo­lo de un clan. El tótem puede ser una es­pe­cie animal, vegetal, o incluso una piedra. En to­das las tri­bus en las que rige un sistema totémico hay una serie de características comunes: todos los per­te­ne­cien­tes al mismo tótem se con­sideran her­manos entre sí (en cualquier caso hijos de un an­te­pasado co­mún). Está prohibido matar al ani­mal to­té­mico, salvo en casos excepcionales en los que se le mata si­guiendo un ritual. Está prohibido tener re­­la­­ciones sexuales con otro miembro perteneciente al mismo clan totémico (lo que sería considerado co­mo un incesto y castigado). En muchas tribus es cos­tumbre que se sacrifique un animal totémico de mo­do ritual en un día fijo del año, luego se consu­me su carne en­tre todo el clan, lo que suele ir acom­pañado de una fiesta.
Muchos antropólogos y sociólogos, antes y des­pués de Freud, han intentado explicar el origen de la religión y de las instituciones sociales, al menos al­gunas de ellas, a partir del totemismo, así como el origen del mismo sistema totémico común a tri­bus tan diversas. Freud también lo hace pero apli­can­do criterios extraídos de su concepción del psi­coa­nálisis.
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Freud (si­guiendo una tesis aventurada por Darwin) su­pone que el hombre primitivo vivía organizado en hor­das a cuyo frente estaría un macho dominante que las go­bernaba de un modo tiránico. Este macho se re­ser­varía todas las hembras impidiendo la sa­tis­fac­ción sexual de los machos jóvenes y castigando cual­quier infracción de esta norma con la cas­tra­ción.
En algún momento de la prehistoria los machos jó­ve­nes, hijos del macho dominante, unieron sus fuer­zas contra el tirano y lo asesinaron. Esto les de­ja­ría vía libre hacia las hembras. Pero esta vía se ve truncada ya sea por el propio sentimiento de cul­pa (que les fuerza a respetar los deseos del padre des­pués de muerto este); ya sea porque todos los hi­jos intentan ocupar el papel del padre, lo que da­ría ori­gen a peleas entre estos. En cual­quier caso, los hi­jos acabaron estable­ciendo algún tipo de acuerdo por el que renunciaban a las hembras de la familia (ma­dres y hermanas). En esta renuncia a las hem­bras de la familia estaría el origen del horror al in­ces­to que aparece explícito en todos los siste­mas to­té­micos; así como el origen de una organi­za­ción so­cial más compleja, donde el acuerdo demo­crático en­tre los hijos sustituye a la tiranía del padre.
Pero el poder del padre muerto se manifiesta de otras formas más sutiles. Su asesinato generaría fuer­tes y ambivalentes sentimientos de culpa y de sa­tisfacción. La superación de esos sentimientos solo se consigue por su proyección en un tótem. El tótem pasa a ser el símbolo del padre muerto (Freud sostiene, que incluso hoy, sobre todo entre cier­to tipo de neuróti­cos, es frecuente la asociación de un animal a los padres). Al pro­yec­tar sus senti­mien­tos acerca del padre en el tótem se hace como si aquel estuviera vivo (puesto que el tótem lo está); y, al mismo tiempo, la prohibición de matar al ani­mal tótem les descarga de sus sentimientos de cul­pa­bi­lidad por su muerte efectiva. Igualmente la muer­te del tótem y la comida ritual celebrada cada cier­to tiem­po vienen motivadas por la necesidad de los her­manos de renovar su alianza, y por la nece­si­dad de dejar pa­so al otro sentimiento asociado a la muer­te del padre: la satisfacción (de ahí la fiesta que acompaña a la comunión).
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Con el tiem­po el sistema totémico dejó paso a los sistemas re­li­giosos, en los que el tótem es sustitui­do por un dios, que es identificado igualmente con el padre. De hecho en muchas religiones se en­cuentran ele­men­tos propios del sistema totémico, tales como la co­munión ritual a través de la inges­tión de un ani­mal o algo que simboli­ce al tótem-dios. La muerte ca­da cierto tiempo del dios-padre, etc.
Un problema que se le plantea a Freud es el de ex­plicar cómo se produce la trasmisión de los sen­ti­mien­tos vinculados a la muerte del padre y a la alian­za entre los hijos a las generaciones que no han par­ticipado de estos hechos. Freud baraja varias explicaciones: (1) Puede deberse al funcionamiento de alguna es­pe­cie de alma colectiva. (2) Puede ser que los sentimientos de odio al padre y la alianza frente a él for­men parte de la propia vida psi­co­ló­gica de los individuos, sin necesidad de que el asesinato ritual haya tenido que producirse efectivamente.
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La cultura se puede explicar en gran parte como consecuencia de la represión de los deseos se­xua­les. Esta re­pre­sión es inevitable, pues de lo contrario la absolu­ta li­ber­tad del individuo a merced de sus deseos lle­va­ría a la destruc­ción de la sociedad. Como con­se­cuen­cia, la creación de un mun­do cul­tu­ral tiene un pre­cio a pagar: las neurosis, angus­tias y males­tar que esta produce de modo inevita­ble.

10. Freud en la historia del pensamiento
Jung, Adler, Lacan, Escuela de Frankfurt, surrealismo. Calificado como «maestro de la sospecha», junto a Marx y Nietzsche.

Bibliografía
-Deprats-Péquignot, Catherine: El psicoanálisis. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1997.
-Fedida, Pierre: Diccionario de psicoanálisis. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1985.
-Freud, Sigmund: El malestar en la cultura. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1979.
-Freud, Sigmund: Introducción al psicoanálisis. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2017.
-Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2014.
-Freud, Sigmund: Psicoanálisis del arte. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2000.
-Freud, Sigmund: Tótem y tabú. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1993.
-Gardner, Lindzey, Hall, Calvin S., y Manosevitz, Martin: Teorías de la personalidad. Editorial Limusina, S. A. México, 1992.
-Jung, Carl Gustav: Teoría del psicoanálisis. Plaza & Janés, S. A. Barcelona, 1962.
-Vázquez Fernández, Antonio: Freud y Jung: exploradores del inconsciente. Editorial Cincel, S. A. Bogotá, 1989.
-Wolman, Benjamin B.: Teorías y sistemas contemporáneos en psicología. Ediciones Martínez Roca, S. A. Barcelona, 1981.

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