1. ¿Quién es Hume?
Hume es un filósofo escocés,
de cultura inglesa, cuya vida transcurre
durante el siglo XVIII, el Siglo de las
Luces. Su sistema de pensamiento viene determinado, en buena medida, por
ser un filósofo moderno y por ser un
filósofo empirista.
En tanto que filósofo
moderno Hume toma como punto de partida el análisis del conocimiento; el análisis, para ser
exactos, de nuestra capacidad de conocer.
Como filósofo moderno considera, también, que la verdad ha de ser entendida, ante todo,
como certeza, como imposibilidad de
dudar.
Y, como filósofo moderno, finalmente, Hume asume los
presupuestos del idealismo
epistemológico. Asume, por lo tanto, que la realidad conocida no es independiente
del sujeto que la conoce. Asume, dicho de otro modo, que no conocemos la «realidad en sí», que solo conocemos
directamente nuestras propias representaciones
mentales, y solo a través de ellas accedemos, en la medida en que esto sea
posible, al conocimiento de la realidad externa.
En tanto que filósofo
empirista Hume considera que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Esto quiere decir que la
verdad -esto es, la certeza-, se
alcanza cuando el entendimiento es pasivo,
y se limita a recibir los datos tal como llegan a nuestros sentidos. Frente a, por ejemplo, Descartes, que consideraba que solo podemos obtener certeza cuando
el entendimiento construye -él solo, prescindiendo de los sentidos- sus propias
ideas.
2. El personaje: vida y obras
David Hume nació en Edimburgo,
en 1711.
En una breve autobiografía,
redactada unos meses antes de morir, el propio Hume nos cuenta que era de «buena
familia» -con antepasados nobles-,
aunque no rica. Su padre murió siendo él todavía un niño, por lo que su madre
-a la que describe como «mujer de singular mérito», por entonces «joven y
bonita»-, tuvo que cargar, ella sola, con la crianza de tres hijos.
A instancias de la familia estudió leyes, pero sus verdaderas pasiones eran la literatura y la filosofía.
En 1734 se fue a Bristol
-sur de Inglaterra-, donde trabajó para reputados comerciantes, lo que le ayudó
a familiarizarse con el cálculo
estadístico. Pocos meses después marchó a Francia -Reims, La Flèche, Anjou- con la intención de proseguir sus
estudios. Allí redactó el Tratado de la
naturaleza humana; obra con la que pretendía conseguir para la «ciencia del
hombre» resultados similares a los que Newton había conseguido para la ciencia
de la naturaleza con Principios
matemáticos de filosofía natural.
En 1737 regresó a Inglaterra,
instalándose en Londres. Dos años
más tarde se publica, de forma anónima, el Tratado,
que no tuvo la acogida que Hume esperaba. Poco después se fue a vivir al campo,
en compañía de su madre y su hermano.
Considerando que el fracaso del Tratado se debía a su dificultad, Hume publica -en 1740, y también
de forma anónima- un resumen del mismo, el Compendio
sobre el tratado de la naturaleza humana.
En 1742 publica -en Edimburgo y con mejor fortuna que el Tratado-, otra de sus obras
fundamentales: los Ensayos morales y
políticos.
Tras un fracasado intento de ocupar la cátedra de Ética y Filosofía del espíritu de la Universidad de Edimburgo -se le rechazó porque algunas de las tesis defendidas en
sus obras fueron declaradas heréticas- aceptó la invitación del Marqués de Annandale, para acompañarle
a Inglaterra como tutor. Con el joven noble permaneció un año.
Después trabajó como secretario del general St. Clair; lo que le llevó, entre otras
cosas, a visitar las cortes de Viena
y Turín.
En 1748, mientras se encontraba en esta última ciudad, se
publicó su Investigación sobre el
entendimiento humano, que es una reelaboración del Tratado, pero que no tuvo más éxito que este.
De vuelta a Escocia
-en 1749-, vivió otros dos años con su hermano. Allí compuso los Discursos políticos y la Investigación sobre los principios de la
moral, que es una reelaboración del libro III del Tratado. Ambas obras se publicarían en 1752. Entretanto, sus
aportaciones comenzaban a ser estimadas y las ventas de sus libros se
dispararon.
En 1751 intentó optar a la Cátedra de Lógica de la Universidad
de Glasgow, para lo que se mudó a esa ciudad. Pero la poca simpatía que
despertaba Hume en los ámbitos religiosos hizo que la Universidad optara por un
profesor menos polémico.
A partir de 1752 trabajó como Bibliotecario de la Facultad de Abogados. En este nuevo cargo
comenzó a escribir una monumental Historia
de Inglaterra, que se publicó -en seis volúmenes-, entre 1754 y 1762, y que
sería elogiada por Voltaire como
ejemplo de historia rigurosa e imparcial.
En 1757 se publica Cuatro
disertaciones, que incluye los siguientes ensayos: Historia natural de la religión, Sobre las pasiones, Sobre la tragedia,
y Sobre la norma del gusto.
Dueño, para entonces, de una pequeña fortuna, Hume se
retira a Escocia, con la intención, según dice él mismo, de no volver a salir
de su tierra natal. Pero en 1763 recibe la invitación del Conde de Hertford para acompañarle a París como secretario de embajada.
En París Hume fue extraordinariamente bien recibido,
hasta el punto de que se planteó quedarse a vivir definitivamente en esa
ciudad. No obstante, en 1766 estaba de vuelta en Edimburgo.
En 1767 volvió a ser requerido -esta vez por parte del
general Seymour Conway, hermano del Conde
de Hertford-, para ocupar el cargo de Subsecretario
de Estado para el Departamento Septentrional.
Regresó a Edimburgo en 1769. En 1972 padeció un desorden
intestinal del que no llegó a recuperarse. Murió en 1776.
Póstumamente, en 1779, se publicaron sus Diálogos sobre la religión natural.
3. Antecedentes de la filosofía de Hume
Recodemos que la Escolástica,
especialmente su versión tomista,
domina el panorama filosófico y teológico de la Baja Edad Media. Y sigue siendo
el sistema de pensamiento dominante en la mayoría de las escuelas y universidades
europeas hasta bien entrado el mundo moderno. No obstante, ya desde los inicios
de la Baja Edad Media, comienza su proceso de disolución y superación.
Por un lado, en el mundo anglosajón, se va constituyendo
una corriente de pensamiento de carácter empirista.
Así, ya en el siglo XIII, Roger Bacon
llama la atención sobre la excesiva y acrítica apelación a los textos dotados
de autoridad, y preconiza una mayor atención a la experiencia, a las cosas,
como fuente válida de conocimiento.
En el siglo XIV, Ockham
defiende, frente a Tomás de Aquino, que no hay zona de confluencia entre razón y fe. Ambas tienen campos totalmente
independientes. Con ello Ockham pretendía liberar la fe de su excesiva
racionalización, pero al mismo tiempo se libera a la razón, y a la filosofía,
de su subordinación a la fe. Además Ockham sostiene que todo conocimiento
comienza por una intuición sensible
(frente a la abstracción tomasiana), una intuición a través de la cual se
captan las cosas individuales y
concretas que configuran la realidad (pues no hay más universales que los
significados de los nombres).
A finales del siglo XVI y principios del XVII, Francis Bacon defiende la experimentación
como método para conocer las causas
de los fenómenos, con el objeto de dominarlos y poner la naturaleza a nuestro
servicio.
La experimentación consiste, para Bacon,
en aislar ciertas cualidades que se
quiere explicar. A continuación enumerar todos aquellos casos en los que
aparece una determinada cualidad, y aquellos en los que, siendo similares a los
primeros, no aparece esa cualidad. A partir de ahí, por inducción se alcanza lo que Bacon llama «forma general» que rige ese fenómeno. Bacon parece emplear el
término forma como sinónimo de ley.
En Bacon aparecen, pues, algunos elementos que
jugarán un papel importante en el nacimiento de la ciencia moderna, tales como
la experimentación, la inducción, y la búsqueda de leyes, aunque falta un elemento
decisivo, la matematización.
Por otra parte, en la Italia del Renacimiento surge el Humanismo y se consolida, con Galileo,
la Revolución científica.
El Humanismo hace del ser humano el centro de la
reflexión (antropocentrismo), frente
al teocentrismo medieval. De la Revolución científica del Renacimiento surge la
nueva ciencia, caracterizada
por la matematización y la experimentación (la experiencia
planificada y controlada de antemano para que nos permita decidir qué hipótesis
matemática da cuenta de la realidad empírica).
Descartes lleva a su culminación los presupuestos del humanismo. Pues, su intento de dar una
fundamentación a la nueva ciencia lo lleva a encontrar esta fundamentación en
el propio sujeto pensante. El ser humano encuentra en su propio entendimiento
los procedimiento que lo llevan a alcanzar una certeza absoluta: «pienso, luego
existo». Y a partir de esa certeza se reconstruye todo el sistema del saber. Lo
primero es garantizar la validez del propio entendimiento, garantía que viene
dada por Dios, cuya existencia se demuestra, también, pensando. Garantizada la
validez del entendimiento nos encontramos con que este tiene la capacidad
espontánea de construir ideas de carácter matemático,
para, posteriormente, someter a la experiencia a esas ideas.
De ese modo, con Descartes se produce un giro idealista o subjetivista, según el
cual no se conoce directamente la realidad sino tras su previa reducción a ideas del entendimiento.
La síntesis de la tradición empirista inglesa y el idealismo cartesiano, dará origen a la teoría del conocimiento de Locke, caracterizada por sostener que
solo conocemos directamente las ideas
que encontramos en nuestra mente, pero que tales ideas solo pueden formarse a
partir de la experiencia (no hay
ideas innatas, tales ideas no son conceptos, sino imágenes producidas por las
sensaciones).
Sin embargo, Locke no es del todo coherente con su
punto de partida, y acabará admitiendo la validez de ideas que, como las de sustancia o causalidad, no pueden proceder de la experiencia. Por lo que serán Berkeley y, sobre todo, Hume, quienes lleven a su culminación
el proyecto empirista.
4. Impresiones e ideas
&1
El punto de partida de Hume es, como ya hemos indicado
-en el Apartado 1- el análisis de en qué consiste, y cómo funciona, nuestra
capacidad de conocer.
Y la primera
conclusión fundamental a la que llega Hume, tras este análisis, es la de
que todo conocimiento comienza con las impresiones.
Las impresiones son los estímulos que recibimos de manera directa. Una
impresión es, por lo tanto, el fruto de una presión
que se realiza sobre nuestros sentidos.
Las impresiones pueden ser simples o complejas, de sensación o de reflexión.
Impresiones simples son aquellas que no pueden
descomponerse en otras. Así, la luz reflejada sobre la superficie de mi mesa,
que impacta con mi retina, me produce una impresión simple de verde, de este matiz concreto
de verde. El fuego cerca de mi piel me produce una impresión simple de calor. Un
mal recuerdo me produce una impresión simple de angustia. Etcétera.
Impresiones complejas son impresiones tales como
las de una manzana, mi habitación, una ciudad vista desde el aire, etc. Toda
impresión compleja está compuesta por impresiones simples.
Cuando las impresiones han desaparecido -es decir, cuando
han desaparecido los estímulos directos que recibían mis sentidos-, quedan
huellas, en la memoria o en la imaginación, de esas impresiones. A
esas huellas o recuerdos les denomina Hume ideas.
&2
Las ideas, al
igual que las impresiones, pueden ser simples
o complejas. Las ideas que proceden
de las impresiones simples serán ideas
simples. Las ideas que proceden de las impresiones complejas serán ideas complejas. No obstante, las ideas
complejas se pueden formar también por otros procedimientos. Se pueden formar
ideas complejas a partir de otras ideas mediante la actividad de la imaginación. Por ello no toda idea
compleja procede directamente de una impresión. Pero toda idea compleja se
puede descomponer en ideas simples. Y toda idea simple procede directamente de
una impresión.
Y de aquí surge la segunda
conclusión fundamental que saca Hume de su análisis de nuestra capacidad de
conocer: todas las ideas simples proceden
de impresiones. Son las impresiones las que dotan de significado a las ideas simples. De modo que, cuando una idea
resulte confusa hay que buscar de qué impresión procede, que será la que vuelva
clara y precisa, esto es, cierta,
la idea. Si, por el contrario, no encontramos impresión alguna anexa a esa idea
hemos de concluir que carece de significado.
Pero si las ideas proceden de las impresiones entonces no
hay ideas innatas.
Recordemos que Platón denominaba así, ideas innatas, a las ideas que el alma
trae consigo al nacer. Tales ideas serían, según Platón, el recuerdo de las «ideas» o «formas» que el alma habría contemplado en el mundo inteligible.
Recordemos, igualmente, que Descartes denominaba ideas
innatas o conceptos, a las ideas
que el entendimiento construiría por sí solo, con independencia de la
información suministrada por los sentidos.
Pues bien, si, como asegura Hume, toda idea procede de
una impresión no existen ideas innatas. Ni entendidas al modo platónico, ni
entendidas al modo cartesiano. Las ideas simples nacen, siempre, de las
impresiones.
Tales impresiones, y las correspondientes ideas nacidas
de ellas, constituyen todo el contenido
del conocimiento. No hay conocimiento que pueda ir más allá de tales contenidos.
&3
Pero las ideas pueden producir, a su vez, nuevas
impresiones, que pueden suscitar sus propias ideas. A las impresiones
producidas por las ideas, o por otras impresiones, les denomina Hume impresiones de reflexión (o, también, impresiones secundarias). Mientras que
a las impresiones suscitadas en el individuo de un modo directo (bien sea por
una causa externa -como puede ser una impresión de color-, o por la propia
naturaleza humana -como puede ser el amor o el odio-), les denomina impresiones de sensación (o, también, impresiones primarias).
Así, por ejemplo, mientras conduzco observo un gato
parado en la calzada (impresión de
sensación), al que no puedo esquivar y atropello. Posteriormente, el recuerdo
de haber atropellado al gato (idea)
puede suscitar en mí un sentimiento de culpa (impresión de reflexión), que puede suscitar una nueva idea (el recuerdo de ese sentimiento de
culpa).
Al conjunto de impresiones e ideas, es decir, al conjunto
de los contenidos con los que está equipada la memoria y la imaginación, les
denomina, Hume, percepciones.
Percepciones son, por lo tanto, las impresiones, y percepciones son las ideas.
Si bien, las impresiones constituyen unas percepciones
fuertes (dado que los sentidos están siendo directamente estimulados,
directamente presionados); y las ideas constituyen unas percepciones débiles (pues los sentidos ya no están siendo
directamente presionados y solo quedan las huellas o recuerdos de esa presión).
5. Las leyes de asociación de ideas
Tenemos, entonces, que las impresiones y las ideas derivadas
de las impresiones constituyen el contenido de nuestro conocimiento. Tenemos,
también, que las impresiones pueden ser simples
o complejas; y, en consecuencia, las
ideas derivadas pueden ser también simples o complejas. Tales ideas, simples o
complejas, son las huellas de las impresiones guardadas en la memoria o en la imaginación.
Existe, no obstante, una diferencia entre las ideas de la memoria y las ideas de la imaginación. Las ideas de
la memoria reproducen las impresiones en el mismo orden en que estas se han
producido, y tienen una intensidad mayor que las de la imaginación. La
imaginación puede cambiar el orden temporal en el que han sido recibidas las
impresiones, y puede separar las ideas y mezclarlas configurando nuevas ideas
complejas.
Así la imaginación puede descomponer la idea compleja
-procedente de una impresión- de un hombre
y la idea compleja -procedente, igualmente, de una impresión- de un caballo y recomponer las partes
construyendo una nueva idea compleja: la de un centauro -que no responde ya a impresión alguna.
En este ejemplo la imaginación ha trabajado produciendo
una asociación libre de ideas. Pero lo más habitual es que las ideas simples tiendan
a asociarse en la imaginación de cierta forma (esto es, tiendan a asociarse de
un modo natural y espontáneo), como si hubiese una atracción entre ciertas ideas. Una atracción similar -dice Hume,
pensando en la ley de la gravitación universal de Newton-, a la que existe entre
los cuerpos físicos.
Esa tendencia de las ideas simples a asociarse en la
imaginación de un modo natural produciendo ideas complejas sigue ciertas reglas
o leyes, las leyes de asociación de
ideas.
Estas leyes de asociación de ideas son las siguientes:
Ley de contigüidad
espacio-temporal: consiste en que la imaginación tiende a agrupar bajo una
sola imagen al conjunto de impresiones o ideas que aparecen unidas en el
espacio y el tiempo. Así, por ejemplo, agrupo un determinado sabor, con un
característico olor, una textura y una gama de colores que aparecen unidos
espacial y temporalmente, bajo la idea de manzana, de esta manzana que estoy comiendo. (Es así como surge la idea
compleja de sustancia. La cual, como veremos, puede ser reducida a una
colección de ideas simples unidas espacial y temporalmente entre sí).
Ley de semejanza:
esta ley lleva a la mente a asociar ideas semejantes. Así, el retrato lleva a
nuestra mente a pensar en la persona retratada. Tendemos a asociar una clase de
objetos que se parecen incluyéndolos bajo un mismo nombre. Etc.
Ley de causalidad:
esta ley lleva a la mente a establecer ciertas conexiones entre objetos o
sucesos, de modo tal que ante la presencia de un objeto o suceso (denominado causa), me adelanto a los
acontecimientos y preveo la producción de otro objeto o suceso (denominado efecto).
6. Tipos de conocimiento
&1
Hemos mostrado cuáles son los elementos a partir de los cuales se constituye el conocimiento; a
saber: las percepciones y la
actividad de la imaginación.
A partir de esos elementos se elaboran dos tipos de
conocimiento: aquel que atañe a las relaciones
entre ideas y aquel que atañe a las cuestiones
de hecho.
El «primer tipo de
conocimiento», el «conocimiento de relaciones entre ideas», está
constituido por aquel tipo de proposiciones «que son intuitiva o demostrativamente
ciertas». Es decir, por aquel tipo de proposiciones que la razón construye al
margen de la experiencia. Que las construye al margen de la experiencia
significa que la experiencia no es necesaria para construir tales
proposiciones, pero sí, como siempre, para construir las ideas que componen
tales proposiciones.
¿Y cómo construye la razón tales proposiciones? Pues
estableciendo relaciones (que pueden ser de semejanza, contraposición, grados
en la calidad o proporciones en la cantidad y el número) entre ideas partiendo
del significado de tales ideas. Así, la proposición «el todo es mayor que cada
una de sus partes», surge del establecimiento de cierta relación entre los
términos «todo» y «partes», en base al significado de los propios términos. O
la proposición «dos más tres es igual a cinco», surge de establecer una
relación de semejanza entre, por un lado, las ideas de «dos», «más» y «tres» y,
por otro, la idea de «cinco».
Este tipo de proposiciones son las propias de la geometría, el álgebra y la aritmética.
Se caracterizan porque su contrario es impensable -implicaría admitir una
contradicción-. Por ejemplo, sostener que «el todo no es mayor que la parte» o
que «la parte es mayor que el todo», implicaría una contradicción con respecto
al significado de los propios términos.
Dado que su contrario es inadmisible, tales proposiciones
son verdaderas siempre (esto es, son universales
y necesarias).
&2
El «segundo tipo
de conocimiento» es el que atañe a los hechos,
es el conocimiento de hechos. Consiste en conocimientos tales como que «la mesa
de mi estudio es verde», «las gaviotas ponen huevos», «el Sol saldrá mañana», o
similares. La certeza de este tipo de conocimientos no se puede obtener
intuitiva o demostrativamente, pues su contrario es perfectamente pensable -no
implica contradicción-. Por ello, lo único que puede asegurar la certeza de
este tipo de conocimientos es la experiencia, las impresiones.
Al estar supeditado a la experiencia -a las impresiones-,
tal tipo de conocimiento no puede ir más allá de lo particular (pues no hay impresiones de nada universal), ni puede ir
más allá de las experiencias pasadas
o presentes (esto es, no puede adelantarse
al futuro, pues no hay experiencias de futuro).
Solo se podrían obtener conocimientos universales a
partir de los particulares aplicando el principio
de inducción, que Hume considera indemostrable. Y solo se podrían predecir
sucesos futuros a partir del presente por aplicación del principio de causalidad, que Hume considera,
igualmente, indemostrable.
No obstante, los enunciados empíricos universales, y los
razonamientos causales tienen un fundamento, como veremos, en la costumbre, que engendra en nosotros una
creencia.
7. La crítica del principio de inducción
&1
Recordemos, ahora, que, desde Sócrates venimos considerando que el auténtico conocimiento -el
conocimiento racional, el conocimiento científico-, tiene que ser conocimiento
de lo universal.
Tal tipo de conocimiento se da en las proposiciones que
atañen a «relaciones entre ideas», que se construyen a partir de la comparación
de ideas entre sí.
El problema es cómo obtener proposiciones universales
relativas a las «cuestiones de hecho». Es decir, ¿cómo se puede pasar de los
enunciados singulares, sacados de la
experiencia, a los enunciados universales, que constituyen la ciencia?
Tradicionalmente se viene considerando (ya desde
Aristóteles, y eso es asumido por los empiristas anteriores a Hume, tales como
Locke) que se puede pasar de los enunciados singulares a los universales
aplicando el método inductivo.
El método inductivo consiste en la aplicación del «principio
de inducción» a la experiencia para elevar lo particular, lo que se da en
algunos casos, a lo universal. El principio
de inducción dice así: «Aquello que se constata en un limitado número de
observaciones es lícito generalizarlo y atribuirlo a todas las experiencias de
la misma clase».
Así, por ejemplo, si observamos, en algunas ocasiones,
que el agua que hemos calentado en un recipiente rompe a hervir a los 100º C
podemos generalizar lo observado para constituir un enunciado universal del
tipo: «El agua hierve a 100º C».
&2
Ahora bien, podemos preguntarnos, ¿qué nos permite
concluir que tal generalización es válida?
El principio de inducción se expresa, él mismo, como un
enunciado universal, como auténtico conocimiento. Pues bien, ¿de dónde hemos
sacado que el principio de inducción constituye, él mismo, un conocimiento
válido?
Recordemos que Hume sostiene que todo conocimiento válido
se reduce a dos tipos: «conocimiento de relaciones
entre ideas» y «conocimiento de cuestiones
de hecho».
¿Pues bien, a qué tipo de conocimiento corresponde el
«principio de inducción»?
No es un conocimiento de «relaciones entre ideas», porque
no podemos demostrar, al margen de la experiencia (es decir, comparando los
términos que constituyen el principio, tales como «constata», «limitado»,
«número», «observaciones», «lícito», «generalizado», etc.), la validez de dicho
principio. O, dicho de otro modo, el significado de los términos no nos muestra
que el principio sea verdadero.
Queda, entonces, la posibilidad de que el principio de
inducción sea una «cuestión de hecho».
Ahora bien, los hechos son siempre singulares, y el
principio de inducción es un enunciado universal. ¿Cómo pasamos de los hechos
singulares a un enunciado universal? Pues aplicando el principio de inducción,
que dice que lo observado en una serie de experiencias es lícito generalizarlo,
atribuyéndolo a todas las experiencias del mismo tipo. (Lo cual aplicado a este
caso querría decir lo siguiente: como hemos visto que la aplicación del
principio de inducción en algunos casos ha funcionado, y nos ha permitido
obtener conocimiento universal a partir de experiencias particulares, pues es
lícito generalizarlo y considerar que el principio de inducción en válido en
todos los casos).
Pero entonces estamos justificando el principio e
inducción apelando al principio de inducción. Eso es caer en un «razonamiento
circular», una falacia conocida como petición
de principio. Para entendernos, es algo parecido a pretender sacarse de un
pozo tirando de los propios cabellos (como nos cuentan que hacía el barón de
Münchhausen).
No es posible, por lo tanto, justificar racionalmente el
principio de inducción. Y, en consecuencia, no es posible justificar
racionalmente el método inductivo. Y, en consecuencia, no es posible justificar
racionalmente los enunciados universales de las ciencias empíricas, las
ciencias que tratan con el mundo de la experiencia.
8. La crítica de la idea de causalidad
&1
Hemos concluido que no se pueden justificar racionalmente
los enunciados universales relativos a cuestiones de hecho. Vamos a ver, ahora,
si es posible adelantarnos a los hechos y justificar enunciados relativos al
futuro. Tal cosa solo se puede hacer a partir de una inferencia causal. Una inferencia tal que dada una causa me permite
inferir un efecto aun no producido.
Es una máxima filosófica -nos recuerda Hume en el Tratado- que «todo lo que empieza a
existir debe tener una causa de su existencia».
Podemos encontrar enunciada tal máxima ya en los orígenes
mismos de la filosofía -en los fragmentos conservados de Parménides, y, de manera más clara, en el Filebo, de Platón-.
Desde entonces el principio
de causalidad ha tenido un papel determinante en todo intento de dar un
fundamento filosófico al conocimiento en general y al conocimiento de ciertas
realidades en particular. (Recordemos, por ejemplo, que Tomás de Aquino recurre al principio de causalidad en sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios).
&2
Pues bien, esta idea de causa, o causalidad, será
sometida en el Tratado -y en otras
obras de Hume- a un minucioso análisis.
Recordemos, una vez más, que todo conocimiento es un conocimiento
de relaciones entre ideas o una cuestión de hecho. Y recordemos que
conocimiento de relaciones entre ideas
es aquel obtenido a partir del análisis y comparación de las ideas, que puede
ser establecido a partir de la intuición
o la demostración.
Pues bien, ¿responde el principio de causalidad a este
tipo de conocimiento?
Hume demostrará que no. El principio de causalidad no
constituye una certeza intuitiva ni demostrativa. Una certeza intuitiva se caracteriza porque su
contrario es impensable. Pero es perfectamente pensable que algo suceda sin
causa. Podemos, por ejemplo, imaginar que algo no exista y, a continuación,
imaginarlo existiendo, sin necesidad de imaginar una causa asociada a su
existencia. Luego, no es una certeza intuitiva.
Algunos filósofos consideraban que se podría demostrar el principio de causalidad
por vía indirecta. Es decir, mostrando el absurdo
a que conduciría negar el principio de causalidad.
Así, por ejemplo, Samuel
Clarke, sostenía -reproduciendo una argumentación ya empleada por Tomás de
Aquino-, que toda cosa tiene que tener una causa; de lo contrario habría que
admitir que una cosa se produce a sí misma. Pero para ello tendría que existir
antes de existir. Lo cual es absurdo.
Locke sostenía que si algo existe sin causa quiere decir que
es causado por nada. Pero nada no puede ser una causa. Por lo tanto todo tiene
que tener una causa, que sea algo, de su existencia.
Pero ambos argumentos, dice Hume, comenten el error de
dar por sentado lo que quieren demostrar. Ambos parten de que todo tiene que
tener una causa y suponen que si rechazamos otras causas entonces estamos
admitiendo que la causa de algo es el propio suceso causado o la nada.
Pero, precisamente, lo que rechazamos es que haya causa (o,
para ser exactos, que se pueda demostrar
que debe haber una conexión causal entre un suceso y otro).
&3
Pues bien, si el principio de causalidad no constituye un
conocimiento de relaciones entre ideas (es decir, si no constituye una certeza
intuitiva ni demostrativa), entonces el conocimiento de dicho principio
constituirá una cuestión de hecho.
Pero toda cuestión de hecho se basa en la experiencia, es decir, en las impresiones.
Tratemos, entonces, de determinar de qué impresión
procede la idea de causalidad.
Pues bien, lo primero que descubrimos es que tal idea no
procede de ninguna cualidad que
exista en los objetos, no hay en los objetos cualidad alguna que podamos
asociar a la causalidad (es decir, la causalidad no es algo de la misma
naturaleza que la textura, el color, el olor, etc.).
Pero si no encontramos la procedencia de la idea de
causalidad analizando las cualidades de los objetos vamos a ver si la
encontramos analizando las relaciones
entre estos. Y, efectivamente, allí donde se dice que algo es causa de algo
encontramos dos tipos de relaciones:
en primer lugar una contigüidad
espacio-temporal entre la causa y el efecto. En segundo lugar encontramos una
prioridad temporal de la causa sobre el efecto, es decir, una relación de sucesión.
Pero no basta con la contigüidad y la sucesión para que
se pueda hablar de relación causal. Podría darse un suceso y a continuación
otro contiguo sin que percibamos una conexión causal, en este caso lo
atribuiríamos a la mera casualidad. Para que hablemos de causalidad es
necesario un tercer tipo de relación, una conexión
necesaria entre el suceso al que consideramos causa y el suceso al que
consideramos efecto.
Pero ¿de dónde sacamos la existencia de esa conexión
necesaria entre determinadas causas y determinados efectos?
Una vez más tal conexión necesaria no puede establecerse
intuitiva o demostrativamente. Solo cabe buscarla en los hechos, en la
experiencia. Pero ¿qué experiencia encuentro allí donde mi imaginación
establece conexiones necesarias?
La experiencia me muestra que tiendo a establecer una
conexión necesaria allí donde descubro una conjunción
constante entre un suceso y otro.
De modo que hemos encontrado finalmente todos los
elementos de experiencia -todas las impresiones- que acompañan a la conexión
causal. Cuando observo que entre un objeto y otro hay contigüidad espacial y temporal, que hay prioridad temporal de uno sobre otro y que hay una conjunción constante -es decir, que
reiteradamente a uno le sigue el otro-, mi mente establece espontáneamente una
conexión causal entre el primer objeto y el segundo.
&4
Hemos encontrado finalmente la base, el fundamento, de la
conexión causal que establecemos entre los objetos o sucesos. Pero tal conexión
no ha podido ser establecida racionalmente,
no ha podido ser «demostrada». Mi
convicción de que existe tal conexión nace, por el contrario, de la costumbre de encontrarme las relaciones
antes señaladas. La costumbre engendra en mí la creencia en una tal conexión causal. De modo que, ante la presencia
de la causa, mi mente me lleva
espontáneamente al efecto; esto es, mi
mente se adelanta a la experiencia esperando el efecto.
Todo lo dicho podemos resumirlo en seis pasos:
(1) No se puede fundamentar racionalmente, esto es, intuitiva o demostrativamente, el principio de causalidad.
(2) La imaginación
tiende a asociar ideas en virtud de la ley
de causalidad. Esto significa la posibilidad de relacionar unas ideas con
otras mediante una conexión causal.
(3) Pero no se puede establecer a priori la existencia de
una conexión causal necesaria entre un objeto concreto y otro objeto concreto.
(4) Por la misma razón tampoco se puede descartar a
priori la conexión causal entre un objeto concreto y cualquier otro
objeto concreto.
(5) Por lo tanto, la conexión causal entre un objeto y
otro tendrá que venir dada por la experiencia.
(6) La experiencia nos muestra que cuando reiteradamente
encontramos una relación de contigüidad,
sucesión y conjunción constante entre dos objetos, se genera en nosotros la creencia de que hay una conexión causal entre esos objetos, y
que por ello esas relaciones van a seguir dándose en el futuro. De modo que,
ante la presencia del objeto que consideramos causa, la mente me lleva a la
idea del objeto que consideramos efecto.
9. La crítica de la idea de sustancia
&1
Recordemos que el término sustancia es introducido en la filosofía por Aristóteles. Y será
incorporado a otros sistemas filosóficos posteriores de base aristotélica -tales
como los sistemas desarrollados por Boecio,
Averroes o Tomás de Aquino-, pero también a los nuevos sistemas filosóficos
desarrollados en el mundo moderno, que habían roto con el aristotelismo -tales
como el empirismo de Locke o el
racionalismo de Descartes-.
Para Aristóteles
y los aristotélicos -y, también, para algunos empiristas como Locke-, sustancia es aquello que tiene realidad
en sí mismo, el soporte de las cualidades. (De hecho el término castellano «sustancia»
es una traducción del latín substantia,
que viene a significar «lo que está debajo» -se entiende que hablamos de lo que
está debajo de las cualidades-).
Así podemos decir que una manzana es una sustancia, que,
como tal, es el soporte de una serie de cualidades tales como un color, un
olor, un característico sabor, una textura o serie de texturas, etc.
Para Descartes,
sustancia es aquello que «no necesita de nada más para existir». Con lo cual solo Dios -en la medida en que consideremos, como Descartes, que Dios es
el creador de todo lo existente- sería una sustancia. Aunque también define la
sustancia como «aquello que solo necesita de Dios para existir» -de donde
concluye que las almas y el mundo también son realidades
sustanciales-.
De modo que el concepto de sustancia pasa a tener un
papel clave en buena parte de los sistemas filosóficos desarrollados con posterioridad
a Aristóteles.
&2
Recordemos, ahora, que la tesis central de la gnoseología
elaborada por Hume es la de que toda idea
ha de proceder de una impresión. O,
dicho de otro modo, que el significado
de una idea viene dado por la impresión de la que procede.
Pues bien, no podemos señalar impresión alguna de la que
proceda la idea de sustancia.
Cuando, por ejemplo, decimos que una manzana es una sustancia, en la cual van insertadas,
por decirlo así, una serie de cualidades,
las únicas impresiones que podemos señalar referentes a la manzana son esa
serie de cualidades.
Así, podemos señalar el color, podemos señalar qué
impresión es la causante de la idea de sabor que asocio a la manzana, podemos
señalar, igualmente, de que impresión procede la idea de textura que asocio a
la manzana. Pero supongamos que se pudiesen eliminar de la manzana todas las
cualidades. Que se pudiese eliminar el color, el sabor, la textura, el olor,
etc. ¿Qué quedaría de la manzana? Ni siquiera somos capaces de imaginar qué
podría ser la sustancia manzana desprovista de ese conjunto de cualidades. Lo
que denominamos sustancia se reduce, pues, a un conjunto de cualidades que
aparecen unidas.
Y lo que vale para el concepto aristotélico de sustancia
vale, igualmente, para las sustancias cartesianas.
Descartes habla de un alma o sustancia pensante.
Tal alma o sustancia pensante sería, según Descartes, una cosa -una sustancia-,
que produce o posee pensamientos.
Ahora bien, de lo único que tenemos noticia -de lo único que tenemos impresiones-,
es de esos pensamientos, de los pensamientos concretos, ya sean formados por
ideas o por pasiones, deseos o emociones. Pero, una vez más, si pudiésemos
quitar del alma -o sustancia pensante- las ideas, pasiones, deseos o emociones,
¿qué quedaría? No hay impresión alguna de la sustancia pensante, del alma, al
margen de ese conjunto de pensamientos; ni somos capaces de imaginar siquiera
qué podría ser tal alma, tal sustancia pensante, al margen de los pensamientos
concretos que la constituyen.
A este respecto dice Hume en el Compendio del tratado de la naturaleza humana, que los pensamientos
«componen la mente», pero no «pertenecen a la mente». Es decir, la mente
-también llamada alma o sustancia pensante-, es el conjunto de pensamientos. No
una cosa que tenga pensamientos. (De un modo similar a como un castillo hecho
con piezas de Lego es el conjunto ordenado de esas piezas, no una cosa en la
que van esas piezas).
Descartes hablaba también de una sustancia extensa o mundo.
Ahora bien -se pregunta Hume- ¿cómo llegamos a tener impresiones de algo
extenso? A modo de ejemplo, frente a mí tengo una mesa, de color verde, lisa,
ligeramente fría, indeformable ante la presión de mis dedos. A esas impresiones
que percibo a través de mis sentidos (el verde, el liso, el frío, la
resistencia a la presión) les denomina Descartes cualidades secundarias. Y dice de ellas que son percepciones
subjetivas de mi mente. Lo real, lo objetivo, de la mesa, es lo medible y cuantificable: su extensión.
La mesa es, por lo tanto, una cosa extensa, una sustancia extensa.
Pues bien, supongamos que pudiésemos suprimir de la mesa
esas cualidades de las que el propio Descartes dice que son subjetivas, tales
como el color, la textura, las sensaciones térmicas, de presión, etc. ¿Qué
podríamos captar de la mesa? No se puede captar nada extenso si eso extenso no
posee un color, una textura, una resistencia a la presión, etc. Lo que
Descartes denomina sustancia extensa se reduce a ser, una vez más, un conjunto
de cualidades.
Descartes hablaba, finalmente, de una sustancia infinita o Dios. De tal sustancia no hay impresión. Pero nadie pretende
tal cosa. Quienes defienden la existencia de una sustancia infinita, de Dios, lo
hacen apelando a la fe o ciertos argumentos racionales.
Para demostrar la existencia de un ser tal Descartes
apelaba a una serie de argumentos a priori. En el Discurso del método Descartes echa mano de tres de estos
argumentos: el argumento ontológico
y otros dos elaborados por el propio Descartes. En los tres casos se parte de
una idea de Dios construida por el propio entendimiento con independencia de
los sentidos; es decir, se parte de lo que Descartes entendía por una idea innata. Pero Hume, como ya hemos
visto, rechaza la existencia de ideas innatas; toda idea ha de proceder de una
impresión o carece de significado. Por lo que los argumentos cartesianos para demostrar
la existencia de Dios fallan en el punto de partida.
10. Costumbres y creencias
&1
Hume lleva los planteamientos empiristas hasta sus
últimas consecuencias. Esto quiere decir que Hume parte de que todo
conocimiento comienza con los datos directos de la experiencia (a los que denomina impresiones) y se atiene a este supuesto hasta el final.
Pero toda impresión lo es de algo singular o particular;
no hay impresiones de realidades universales. Y toda impresión lo es de algo
que ya ha pasado, y que guardamos en
la memoria, o de algo que está pasando;
no hay impresiones de hechos futuros.
Por lo que, coherentemente con su punto de partida, Hume
sostiene que no se puede fundamentar el conocimiento de lo universal. Otros filósofos empiristas han defendido que se puede ascender
de lo singular a lo universal aplicando el principio
de inducción. Principio que nos dice que es lícito generalizar, que es
lícito extender lo observado en algunos casos a todos los casos de la misma
clase. Pero ya hemos visto que, según Hume, no se puede fundamentar
racionalmente el principio de inducción.
Y coherentemente con su doctrina Hume sostiene, también,
que no se pueden fundamentar conocimientos relativos al futuro. Para hacerlo tendríamos que suponer que lo observado en el
pasado va a mantenerse en el futuro, lo que sería una aplicación del principio de inducción que ya hemos
visto que no se puede fundamentar. O tendríamos que suponer que determinados
sucesos -causas- provocarán necesariamente determinados sucesos futuros -efectos-,
lo que sería una aplicación del principio de causalidad, que, como demuestra Hume,
tampoco se puede fundamentar.
&2
No obstante, los seres humanos nos desenvolvemos en el
mundo, y nos desenvolvemos relativamente bien, presuponiendo que el futuro es
conforme con el pasado, y presuponiendo que hay ciertas conexiones necesarias
entre ciertas causas y ciertos efectos. De modo tal que el mundo es predecible
y explicable.
Pero ¿en qué se fundamentan tales pretensiones, dado que
no se pueden explicar racionalmente (esto es, ni intuitiva ni
demostrativamente)?
Hume tiene una
respuesta para la que no es necesario abandonar sus presupuestos empiristas; para
la que no es necesario abandonar el supuesto de que todo conocimiento comienza
con la experiencia y no puede ir más allá de la experiencia.
La respuesta es
que nuestra pretensión de que el futuro será conforme con el pasado, y de que
existen ciertas conexiones necesarias entre causas y efectos, se basa en la costumbre, que engendra una creencia. La costumbre de encontrar
conectados ciertos sucesos reiteradamente engendra en nosotros la creencia de
que seguirá siendo así en el futuro, de que hay una conexión necesaria entre
tales sucesos y que, por lo tanto, seguirán conectados así en el futuro.
&3
Pero ¿no traicionamos, así, la tesis inicial de que toda
idea ha de proceder de una impresión y de que el conocimiento no puede ir más
allá de los contenidos establecidos por las impresiones?
Pues ciertamente no, porque la creencia no añade contenido nuevo alguno a la idea, sino que,
simplemente, varía el modo de aprehender esa idea. La creencia añade vivacidad, intensidad, al modo como esa idea se hace presente. De modo que esa
idea adquiere la fuerza de una impresión, actúa sobre la mente como si se tratase
de una impresión.
Así, por ejemplo, desde que tengo recuerdos he ido
constatado que el Sol sale todas las mañanas. Sin embargo no puedo demostrar a partir de este hecho de experiencia
que tal cosa vaya a seguir sucediendo en el futuro. Es perfectamente racional
pensar que el Sol dejará de salir mañana, pues lo contrario de todo hecho es
siempre posible. Pero aunque es perfectamente racional pensar tal cosa -que el
Sol no saldrá mañana- sin embargo no puedo creerla. La costumbre de ver salir
el Sol todas las mañanas ha engendrado en mí la creencia de que tal cosa
seguirá sucediendo así en el futuro.
Para ilustrar esta conclusión imaginemos -nos propone
Hume en el Compendio y en las Investigaciones- que existiese un hombre
como el Adán bíblico. Es decir, un hombre creado en plena madurez, con su
capacidad de razonar plena, pero sin experiencia previa alguna.
Ahora situémoslo ante un estanque de agua pura y
transparente. ¿Podría deducir Adán, con la simple contemplación del agua, que
se podría ahogar en el estanque?
Situemos a Adán ante una mesa de billar en el instante en
que una bola se aproxima hacia la otra, y a continuación ocultémosle la mesa.
¿Podría deducir Adán lo que va a pasar? ¿Deduciría que una bola al golpear a la
otra la pondría en movimiento?
En ambos casos tratamos con cuestiones de hecho. Y lo que se pregunta en ambos casos es: ¿podría
Adán deducir racionalmente -esto es demostrar, inferir a priori- la respuesta a
ambas preguntas?
Según Hume no podría hacer tal cosa. Solo la experiencia podría llevarle a Adán a
descubrir, primero, que un ser humano sumergido bajo el agua se ahoga, y que el
impacto de una bola de billar sobre otra la pone en movimiento. Y solo la
experiencia reiterada con fenómenos similares -esto es, la costumbre- engendraría, posteriormente, en él la creencia en una conexión causal
necesaria entre los sucesos señalados.
11. El rechazo de la metafísica:
fenomenismo y escepticismo
«Metafísica»
es un término empleado por vez primera por Andrónico
de Rodas para designar a aquello que Aristóteles
denominaba filosofía primera, y que
tendría como objetos de estudio el ser
en tanto ser, y de la primera causa
o principio del movimiento.
Posteriormente se ha ido asociando a la metafísica con la
disciplina que trata del ser, de lo que las cosas son. Es decir, de lo que «verdaderamente
son», de lo que son en el fondo, en contraposición a lo que «parecen ser».
Una vez que se ha entendido así la metafísica, se puede,
retrospectivamente, señalar que la metafísica nace con la filosofía misma. Pues
ya los presocráticos habrían
pretendido mostrarnos cuál es el fondo, el origen, el substrato -dicho en
griego: el arkhé- que constituye a todas las cosas.
Posteriormente Platón
nos llevaría al descubrimiento de que ser es tener una determinación, un
aspecto. Y a esto, a lo que determina a algo, al aspecto, de algo, es a lo que
denomina «idea» o «forma»; por ello concluirá que lo que verdaderamente es, la
verdadera realidad, son las «ideas»
o «formas», en las que reside la esencia de todas las cosas.
Ya en el mundo moderno Descartes nos descubre dos cosas. La primera es que el ser de la
cosas se da en la conciencia, en el
pensamiento, en forma de ideas
construidas por el propio entendimiento. A partir de esas ideas descubrimos que
existen tres tipos de realidades o sustancias: la sustancia pensante (también
llamada «yo» o «alma»), la sustancia
infinita (también llamada «Dios»), y
la sustancia extensa (también llamada «mundo»).
Pues bien, Hume
niega la posibilidad de elaborar un discurso sobre la verdadera realidad, sobre
la realidad en sí. Los contenidos del entendimiento, aquello a partir de lo que
pensamos, son -en esto coincide con Descartes-, las ideas. Pero -a diferencia de Descartes-, Hume sostiene que tales
ideas proceden, siempre, de las impresiones.
Y no sabemos cuál es la causa de
tales impresiones.
El mundo conocido es, pues, el mundo representado en la imaginación, en forma de ideas. No hay un acceso
a la «verdadera realidad», a la «realidad en sí».
Al mundo tal como nos lo representamos en la mente, al
mundo en tanto conocido y que diferenciamos de la realidad en sí, le
denominamos mundo fenoménico o mundo
de los fenómenos. De ahí que la
filosofía de Hume conduzca a un fenomenismo.
12. El emotivismo moral
&1
El análisis de la naturaleza humana, que comienza con un
análisis de la capacidad humana de conocer, continúa con el análisis de la conducta.
Y lo primero que constata Hume es que lo que mueve a los
seres humanos a la acción no es el conocimiento,
no es la razón. O al menos no es
solo la razón. El conocimiento trata, como ya hemos visto, de las «relaciones
entre ideas» o de los «hechos», con el objeto de establecer alguna verdad con
respecto a tales relaciones o a tales hechos.
Pero, una vez establecida una verdad -por ejemplo, que «el área de un cuadrado es igual a lado
por lado»-, no encuentro nada en ella que mueva a mi voluntad. Salvo que quiera emplear ese conocimiento con algún fin.
Pero en ese caso la voluntad está movida por ese fin, y tal conocimiento solo
es un medio a su servicio.
Pero entonces ¿qué es lo que mueve a la voluntad? Para
responder a esta pregunta hay que comenzar aclarando que la voluntad no es
algún tipo de facultad que posean los individuos, sino un impulso o una serie de impulsos. Y tales impulsos son fruto de
alguna pasión, son la manifestación
de ciertas pasiones. De pasiones tales como el deseo o la aversión.
A este respecto dice Hume que la razón es sierva de las
pasiones, no puede ser otra cosa. Sin el impulso a la acción surgido de las
pasiones la razón no sabría qué hacer. La razón solo puede ser un instrumento al servicio de fines que ella misma no puede establecer.
Y si el conocimiento o la razón no determinan nuestra
conducta, tampoco pueden enjuiciarla.
Es decir, no es la razón o el conocimiento quienes pueden determinar si nuestra
conducta es correcta o incorrecta, virtuosa o viciosa, buena o malvada.
Los juicios
morales (aquellos que nos llevan a calificar una conducta como virtuosa o
viciosa) no nacen del conocimiento o de la razón. El conocimiento trata de lo
que hay. Pero los juicios morales hacen algo más que constatar lo que hay,
enjuician, valoran, lo que hacemos.
Así, hay una diferencia irreductible entre decir, acerca de
la conducta de alguien, que «ha robado tal cosa» y decir, acerca de la conducta
de ese alguien, que «es inapropiada», que «no debería haber robado tal cosa»,
que «su conducta ha sido poco virtuosa». En el primer caso nos limitamos a
describir una acción. En los demás la enjuiciamos, esto es, la valoramos, o
indicamos «cómo debería» haber orientado esa acción.
&2
¿En qué se fundamenta, entonces, la posibilidad de enjuiciar
una conducta? ¿Qué es lo que me lleva a determinar que una conducta es correcta
o incorrecta, virtuosa o viciosa?
Según Hume los juicios valorativos que emitimos acerca de
la conducta surgen de nuestros sentimientos
o pasiones; esto es, de ciertas
impresiones de reflexión. Cuando alguien manifiesta que «se debe» o «no se
debe» hacer algo puede estar manifestando, por ejemplo, que le agrada, o le
desagrada, que se haga ese algo.
A esta doctrina -desarrollada inicialmente por Hume-, que
fundamenta la conducta moral y los juicios morales en los sentimientos, se le
conoce como emotivismo moral.
Pero cabe, ahora, preguntarse por qué nos agrada o
desagrada algo, por qué algo nos suscita unos u otros sentimientos. Según Hume
en unos casos los sentimientos morales tienen su origen en la propia naturaleza humana. En otros casos se
debe a la percepción de la utilidad
o el perjuicio que algo puede tener
para uno mismo o para la colectividad.
Es decir, en ciertos casos tendemos a sentir como grato
aquello que nos resulta útil a nosotros, a la comunidad en la que vivimos o
incluso a la humanidad en general. Y como ingrato o desagradable aquello que
nos resulta perjudicial a nosotros, a la comunidad en la que vivimos o a la
humanidad en general.
Por esta razón Hume ha sido considerado un precursor del utilitarismo, una corriente filosófica
surgida en el siglo XIX y que convierte a la utilidad en el fundamento de la
conducta correcta. Aunque Hume, como vimos, no hace de la utilidad el fundamento
exclusivo de la moral.
&3
También atribuye Hume a la empatía (el término que emplea Hume es sympathy, que se traduce habitualmente por simpatía, pero el sentido con el que emplea Hume ese término queda
mejor recogido en el castellano empatía) una función esencial en la conducta
moral.
La empatía (sympathy)
es la capacidad de sentir con otro, de sentir sus pasiones, de ponerse en el
lugar de otro. Esta capacidad surge debido, en primer lugar, a que hay una naturaleza humana compartida. Eso quiere decir que las pasiones que puedan
afectar a otros seres humanos son básicamente las mismas que pueden afectarnos
a nosotros.
Pero la capacidad de ponernos en el lugar de otro, de
sentir con otro, implica además que hay una comunicación de pasiones, de sentimientos, de estados de ánimo. Esta
comunicación se produce de la siguiente manera: a través de los gestos, la
expresión del rostro, de la conversación, etc., con otro advertimos que está
poseído por determinado tipo de pasiones; es decir, nos hacemos una idea de las
pasiones que le dominan en ese momento. Esta idea que nos hacemos de sus
sentimientos o emociones puede adquirir suficiente vivacidad como para
engendrar en nosotros sentimientos o emociones parecidas.
La empatía, la capacidad de ponernos en el lugar de otro,
viene facilitada por las dos primeras leyes de asociación: la semejanza y la contigüidad. Así, el simple hecho de que el otro sea un ser humano
ya facilita la identificación con él. Si además comparte lengua, religión,
patria, aficiones, etc., conmigo la semejanza es mayor y me resulta más fácil
ponerme en su lugar. Esa posibilidad viene facilitada también por la cercanía
física, por la observación directa de su estado emocional.
La empatía favorece la creación de sentimientos morales
compartidos, y es un elemento fundamental, por lo tanto, para la convivencia.
13. La crítica de la religión
&1
Hume
comienza por negarle validez a las pruebas que pretenden demostrar racionalmente
la existencia de Dios. Estas pueden ser reducidas a tres tipos diferentes:
(1) Las
que parten de la concepción de un ser que existe necesariamente (el argumento ontológico de Anselmo y
Descartes). Hume argumenta que todo lo que concebimos como existiendo también
puede ser concebido como no existiendo, por lo tanto, no hay nada que exista
necesariamente.
Efectivamente
la existencia es un hecho, y ya hemos explicado que para las verdades de hecho
su contrario no implica contradicción.
(2) Otras
pruebas parten de la experiencia,
del hecho de que algo existe. Luego aplican a esto el principio de causalidad (todo lo que existe, existe por una
causa); lo que les lleva, finalmente, a
postular la necesidad de una causa incausada. Las cuatro primeras vías
de Tomás de Aquino siguen este razonamiento.
Hume
también niega validez a este tipo de pruebas. En primer lugar porque ya hemos
visto que el principio de causalidad no se puede fundamentar; pero además Hume
sostiene que esta prueba no conduce a una primera causa, sino que más bien
nos llevaría a través de un proceso infinito (tan lógico sería pensar en un
Dios infinito como en una sucesión infinita de causas).
(3) Otro
tipo de pruebas son aquellas que parten de que hay un orden en el universo y que, por lo tanto, tiene que haber una causa inteligente de ese orden. Así argumenta
Tomás de Aquino en la quinta vía.
De
nuevo nos encontramos con la problemática noción de causa de por medio. Pero además, esta prueba tiene otro fallo:
Hume dice que toda causa es proporcionada al efecto; si el mundo es finito e
imperfecto es difícil de sostener que su causa sea infinita y perfecta, y si
la causa del mundo es finita no hay razón para suponer que haya una causa
única y no varias.
No
hay por lo tanto ningún conocimiento
racional de Dios.
Pero
Hume también niega validez al concepto renacentista e ilustrado de religión
natural. Según los defensores de la religión natural Dios habría transmitido
en tiempos remotos un sentimiento
religioso a todos los hombres que se habría ido pervirtiendo con el tiempo,
dando origen a la multitud de religiones históricas. Pero, argumenta Hume,
en primer lugar, no es cierto que todos los hombres tengan sentimientos religiosos.
Y, en segundo lugar, los sentimientos religiosos varían de tal forma de
pueblo a pueblo, y aun de individuo a individuo, que no se puede suponer
que lo que defiendan unos y otros como religioso tenga algo que ver.
Hume
va todavía más allá en su crítica religiosa y sostiene que ni siquiera se puede
decir que la religión sea una superstición
útil. Al contrario, con frecuencia aquellos pueblos o épocas con sentimientos
religiosos muy vivos son más desgraciados que aquellos «en que ni se menciona
ni se considera el sentimiento religioso».
&2
Hume
explica así el origen de la religión: las primeras religiones son politeístas, y surgen de los sentimientos, al igual que la moral.
La ignorancia y el miedo a lo desconocido son los
factores que alimentan la religión. El pueblo adula a los dioses, igual que
se adula a los tiranos para conseguir sus favores. Esto es lo que hace que se
engrandezca a un Dios en especial, al que se le acaban atribuyendo todo tipo
de cualidades, hasta hacer de Él un ser infinito; así surge el monoteísmo.
Hume
encuentra algunas ventajas en el monoteísmo, frente al politeísmo, fundamentalmente
que la religión tiende a racionalizarse.
Pero encuentra muchos más inconvenientes.
El
primero es que el monoteísmo potencia el fanatismo
y la intolerancia. Cuando se cree
que un único dios es el verdadero, y que solo sus preceptos son los verdaderos,
se cree uno en el derecho, y aun en la obligación, de imponérselo a los
demás; así surgen las persecuciones religiosas. Como los demás tienen a su
vez su propia fe en lo que es el Dios verdadero, acaban en enfrentamientos,
así surgen las guerras religiosas.
Además,
cuanto menos poderosos y más cercanos a los hombres sean los dioses menos destructivos
son. Por contra, la creencia en un Dios único y todopoderoso genera en los
hombres sentimientos destructivos: autohumillación, sometimiento, penitencia,
mortificación, pasividad frente al sufrimiento, etc.
14. La filosofía política
15. Hume en la historia del pensamiento: aportaciones
fundamentales e influjo posterior
Hume hace algunas aportaciones fundamentales a la teoría del conocimiento, la ética y la filosofía política. Entre estas cabe destacar las siguientes:
En primer lugar, supuesto que todo conocimiento se
construye a partir de ideas, se
trata de encontrar un procedimiento para determinar cuándo una idea tiene significado. O, lo que viene a ser lo
mismo, para determinar cuándo una idea es realmente una idea. Pues una fuente
constante de error es tomar como ideas cosas que parecen ser ideas pero no lo
son. Así, por poner ejemplos radicales, la idea
de «círculo cuadrado», o la idea de
«triángulo con dos ángulos obtusos». En este caso es fácil de ver que tales
supuestas ideas carecen de significado por su propia imposibilidad lógica. Pero
¿son ideas las de «esencia», «substancia pensante» -también llamada
alma-, «sustancia infinita» -también
llamada Dios-, «causalidad», etc., en torno a las cuales se construye buena
parte no solo de la «filosofía académica» sino también de la «filosofía mundana»
que todos manejamos a diario?
Hume propone que una idea tiene significado, es decir,
que una idea es realmente una idea, cuando podemos remitirla a una impresión o conjunto de impresiones.
La segunda gran aportación de Hume tiene que ver
con la moral. A este respecto Hume
sostiene que el ámbito moral no tiene que ver con el conocimiento, sino con las
decisiones. Y estas no dependen, o
no enteramente, del conocimiento, sino de las impresiones. En este caso de ciertas impresiones de reflexión, de
los sentimientos.
Que el ámbito moral no tiene que ver con el conocimiento
quiere decir que de lo que «es» -es
decir, del ámbito del conocimiento, que trata de lo que hay- no se puede
derivar lo que «debe ser» -es decir,
lo correcto o incorrecto, lo bueno o malo-.
La tercera gran aportación de Hume consiste en dar
un fundamento a la tolerancia,
especialmente a la tolerancia política y religiosa, virtud esencial para
permitir la convivencia en sociedades complejas.
Pues, al derivar todo conocimiento de la experiencia, y
al no poder inferir de la experiencia verdades universales ni conexiones
causales necesarias, nos obliga a estar expuestos a la revisión permanente de
nuestras certezas. Nos obliga, por lo tanto, a negar toda forma de dogmatismo y superchería en el terreno del conocimiento, que son el origen del fanatismo y la intolerancia.
El sistema de pensamiento desarrollado por Hume tendrá
una influencia decisiva en
pensadores o corrientes de pensamiento posteriores.
Así, Kant dirá
que fue la lectura de Hume la que le hizo despertarse de su «sueño dogmático»,
encarrilando su pensamiento hacia el desarrollo de una filosofía crítica.
La influencia de Hume se dejará sentir en el movimiento utilitarista, desarrollado a
mediados del siglo XIX y que tendrá una enorme influencia en el mundo
anglosajón, sobre todo en el ámbito ético y político.
En pleno siglo XX Hume será reivindicado por la filosofía analítica.
Bibliografía
-Abbagnano, Nicola: Historia
de la filosofía. SARPE, S. A. Barcelona, 1988.
-Copleston, F.: Historia
de la filosofía. Ariel. Barcelona, 1989.
-Hume, David: Diálogos
sobre la religión natural. Editorial Tecnos (Grupo Anaya, S. A.). Madrid,
2004.
-Hume, David: Ensayos
políticos. Editorial Tecnos S. A. Madrid, 1987.
-Hume, David: Investigación
sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1990.
-Hume, David: Investigación
sobre los principios de la moral. Editorial Espasa-Calpe, S. A. Madrid,
1991.
-Hume, David: Tratado
de la naturaleza humana. Editora Nacional. Madrid, 1981.
-Martínez Marzoa, Felipe: Pasión tranquila. Ensayo sobre la filosofía de Hume. Antonio
Machado Libros. Boadilla del Monte (Madrid), 2009.
-O´Connor, D. J. (comp.): Historia crítica de la filosofía occidental. Vol. IV. El empirismo
inglés. Ediciones Paidós Ibérica, S. A. Barcelona, 1982.
Los derechos de autor de esta entrada pertenecen a D. Alejandro Bugarín
Lago.
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