miércoles, 30 de marzo de 2016

(I) LOS ORÍGENES DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO

1. Grecia y la filosofía

Para decidir dónde nace la filosofía tendremos que comenzar estableciendo qué entendemos por filosofía. Cuestión que se ha convertido en uno de los problemas con los que se encuentra la propia reflexión filosófica y a los que esta tiene que dar una respuesta.

Dejando de lado ciertos planteamientos que consideraremos «ocurrencias», las controversias suelen centrarse en si la filosofía tuvo un origen «oriental» (China, la India, Japón) o hay que circunscribir su nacimiento y constitución inicial al mundo griego.

Quienes defienden el origen oriental de la filosofía apelan, para defender esta tesis, al supuesto carácter filosófico de los upanishads (los libros sagrados del hinduismo), el budismo, el confucianismo, el taoísmo, el sintoísmo, etc.

Frente a esta tesis cabe objetar dos cosas: la primera, que, de todas estas doctrinas, solo los upanishads tienen una datación anterior a los primeros textos filosóficos griegos. La segunda, que tales doctrinas son, igualmente, calificadas de religiosas. Pero una doctrina religiosa no es una doctrina filosófica, o tendríamos que incluir también a la mitología griega o de cualesquiera otros pueblos, o ciertos textos del Antiguo Testamento, entre las primeras manifestaciones filosóficas de la humanidad (todo discurso es, al final, filosofía, pero, por la misma razón, nada es filosofía).

Claro que las nociones de «religión» y «doctrina religiosa» también son problemáticos. En principio, la apelación a dioses como causas de los fenómenos debería incluir a un sistema doctrinal entre las doctrinas religiosas. Tal sucede con el hinduismo o algunas manifestaciones del budismo. Pero esto tampoco es absolutamente determinante para decidir acerca de la inclusión de una doctrina en el ámbito filosófico o religioso. El taoísmo, las formas originarias del budismo, etc., prescinden de los dioses. ¿Debemos considerarlas auténticas doctrinas filosóficas? Las doctrinas de pensadores judíos, cristianos o musulmanes como Filón de Alejandría, Agustín de Hipona o el cordobés Averroes son inseparables de la apelación a Dios como causa primera. ¿Debemos excluirlas del ámbito filosófico?

El caso es que el taoísmo o el budismo (al margen de su «degeneración» posterior) son saberes instauradores. No se ofrecen para ser debatidos, sino para ser asumidos, no inauguran una «historia», sino que son, en cierto modo, «atemporales». ¿Tiene sentido hablar de filosofía sin una dimensión histórica?

Y el caso es que el Dios de Filón, Agustín de Hipona y Averroes, es, en buena medida, heredero del Dios aristotélico; un Dios que es un ente puramente «formal», que es «acto puro», «pensamiento del pensamiento», que es «causa final» del movimiento del mundo físico. Es decir, un Dios que es una exigencia de la razón (al margen de que pueda ser una razón errada), no de la fe o la revelación. ¿Tiene sentido, entonces, excluir a aquellas doctrinas que introducen tal concepción de Dios, y en la medida en que introduzcan tal concepción de Dios, de la filosofía? (No decimos que el Dios de Filón, Agustín o Averroes -aunque este último en mayor medida- pueda reducirse al Dios aristotélico, pero sí que el Dios que está detrás de las doctrinas de tales «pensadores» sería, con toda seguridad, muy distinto sin la doctrina aristotélica del acto puro).

Lo cierto es que, al margen de cualquiera otra consideración, en el mundo griego de los siglos VII-VI a. C. (que no debemos circunscribir al territorio de la actual Grecia, ni siquiera a Europa) comenzó un tipo de reflexión con características propias, entre las cuales cabe mencionar dos: (1) Nace de «tomar distancia» frente a lo dado (es teoría en el sentido que ya explicaremos). (2) Toma a eso dado en su totalidad (pretende dar una «visión» global, construir un «mapa conceptual» global). (3) Fue puesta a disposición del juicio público; se expuso para ser discutida y enfrentada a otras propuestas, adquiriendo así una dimensión dialéctica e histórica de la que parecen carecer las «filosofías» orientales.

Tomando esta preconcepción de la filosofía, sostendremos que esta disciplina surgió entre los siglos VII y VI a. C. (Tales nació en el siglo VII y falleció en el VI) en Mileto, una polis griega situada en las costas asiáticas del Mediterráneo. A partir de entonces se expande, al mismo tiempo que se consolida, por otras numerosas polis griegas. Finalmente, se configura como un saber académico en Atenas.

La civilización griega constituye, pues, la matriz donde se gesta la filosofía. Por lo que parece oportuno conocer lo que de peculiar tiene esa civilización, conocer aquellos de sus rasgos constitutivos que posibilitaron la aparición en su seno de este singular modo de estar en el mundo, de este singular tipo de saber.

(Que la filosofía -al menos esta concepción de la filosofía de la que partimos- haya nacido en la civilización griega, y vinculada a modos de expresión propios de esta civilización, no significa que la filosofía quede circunscrita al ámbito griego -ni siquiera a lo que se ha dado en llamar «civilización occidental», signifique tal expresión lo que signifique-. Del mismo modo que, del hecho de que el primer teorema matemático del que tenemos noticia sea el teorema de Tales, no se puede desprender que la geometría sea algo circunscrito al ámbito griego u «occidental». La filosofía -como la geometría, con la que guarda un vínculo esencial, como la química o la termodinámica, y, en general, las ciencias-, tiene una dimensión universal, o no es filosofía. En rigor, tiene sentido hablar de una filosofía hecha en Grecia, Alemania, Francia o Inglaterra -como tiene sentido hablar de la física desarrollada en Grecia, Alemania, Francia o Inglaterra-, pero no es del todo correcto hablar de una filosofía «alemana», como no sería correcto hablar de una química alemana. O acabaremos asumiendo la validez de expresiones tales como «ciencia aria», cosa que ya no debería sorprendernos en esta época en la que, en ciertos ámbitos al menos, parece que lo importante no es «lo» que se dice, ni los argumentos detrás de lo que se dice, sino «quién» lo dice.

Cabe, también, claro está, sostener que allí donde imperan las ciencias y la filosofía, queda una cultura determinada bajo una forma; integrada, por ese hecho, en una única civilización a la que podemos dar los nombres, por denominarla de algún modo, de civilización occidental o civilización científico-técnica. Pero, precisamente, esta civilización, por estar fundada sobre tales bases, ya no tiene su asiento en ningún lugar geográfico concreto, se expande por el planeta entero).
 
2. Los orígenes de la civilización griega

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Los his­toriado­res sue­len distin­guir cinco etapas en la evo­lución de la his­to­ria general del mundo grie­go: la cultura micénica, que abarca un período que va del 2000 al 1150 a. C.; la época oscura, que abarcaría desde el 1150 al 800 a. C.; la época arcaica, que va del 800 al 500 a. C.; la época clásica, que abarcaría desde el 500 al 338 a. C.; y, finalmente, la época helenística, que abarcaría desde el 338 al 146 a. C.

Por lo que sabemos, la Grecia continental es­tuvo habitada desde el paleolíti­co.

Sobre el año 2000 a. C., se establecieron en la región nuevos po­bla­dores, a los que hoy conocemos como mi­nios. Estos po­bladores, mezcla­dos con la gen­te que ya estaba allí, dieron lugar a la civilización mi­cénica, cu­yos principales asen­ta­mien­tos estaban en el Pelo­po­neso (península situada al sur de la Grecia continental, a la que se une por el estrecho de Corinto).

Los micénicos eran una civilización guerrera, formada por una serie de reinos inde­pen­dien­tes. Cada reino estaba controlado desde un palacio-fortaleza por una casta mi­li­tar que tenía bajo su dominio un grupo de al­deas, a expensas de las cua­les vivía.

El caso es que, en torno al siglo XII a. C., y por razones no del todo claras, la cultura micénica se derrumba. Muchos de los habitantes del Peloponeso huyeron hacia las cos­tas del Asia Menor, donde fundaron una serie de colonias que serían conocidas como la Jonia, y donde surgirá, con el tiempo, la filosofía.

Desmoronada la civilización micénica, sobreviene un período del que conocemos muy pocos datos, y que, por esta razón, denominamos época oscura.

Durante este período el sis­tema político se transformó. Desaparecieron las castas mi­litares gobernantes y los palacios-fortaleza. Con ello las aldeas -que vivían fundamentalmente de la agricultura- se independizaron del poder central, aunque siguieron conservando sus instituciones propias heredadas de la época anterior. Se perdió la escritura -debido probablemente a que estaba al servicio del palacio y ahora no tenía ninguna fun­ción-. Desapa­re­ció, igualmente, el arte antiguo, surgiendo en su lu­gar un tipo nuevo de decoración a base de figuras geométricas.

La época oscura da paso a la época arcaica. Durante esta época se producen una serie de cambios que serán fundamentales para constituir la identidad de la civilización griega.

Entre estos: (1) La aparición de las polis, que se habían ido gestan­do ya du­ran­te la época oscura. (2) Las colo­ni­za­ciones, que les llevan a expandirse por todo el Mediterráneo. (3) La participación cada vez mayor de los ciudadanos en los asuntos públicos (democratización). (4) La apari­ción de un nuevo tipo de escritura, la escritura alfabéti­ca, para la que se to­ma­ron ca­racteres fenicios. (5) El sur­gimiento de la literatura y la filosofía pensada y escrita en griego.

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Las aldeas, liberadas del co­ntrol a que estaban so­me­ti­das por el palacio‑for­taleza, se desarrollaron, en un primer momento, con in­depen­dencia política unas de otras. Pero, con el tiem­po, aquellas más próximas ‑por ejemplo, las que ocu­pa­ban un mismo valle‑, y que man­te­nían relaciones co­merciales o religiosas más flui­das, acabaron agrupán­dose en una unidad política: la polis (Ciudad‑Es­tado).

En general, la polis con­sistía en un territorio no muy extenso, que incluía una serie de al­deas (con fre­cuen­cia agrupadas en torno a una ciu­dad‑capital), gran­jas, tierras de cultivo y pas­to­reo, y bosques. Cada polis, al igual que los anti­guos rei­nos mi­cénicos, era in­de­pen­diente polí­ti­ca­mente.

Entre el 750 y el 550 a. C., el aumento de la población y la mala distribución de la tierra, entre otras causas, provocó una enor­me ex­pansión colonial de los griegos por todo el Me­di­te­rrá­neo.

Una vez esta­ble­cida la nueva co­lo­nia, esta se convertía, auto­má­ti­ca­men­­te, en una nueva polis in­­de­pendiente, sin más re­la­ciones con la polis‑madre que las que se podían esta­ble­cer por intereses co­mer­ciales ‑de ambas partes‑ o afec­tivos.

En las aldeas, y en las polis surgidas a partir de aquellas, el poder institucional fue aca­pa­rado paulatinamente por los nobles terrate­nientes (que lo arre­ba­taron a la realeza heredera de las ins­titu­ciones micénicas.

Los nobles justificaban ideológicamente su dominio apelando a su superioridad natural, basada en la posesión, innata, de la areté (= virtud, excelencia).

Por esta razón los nobles eran los aristos (= los buenos, los virtuosos, los mejores), de donde proviene el término aristocracia (= gobierno de los mejores).

Pero dos factores hicieron que la nobleza fuera perdiendo paulatinamente poder:

Por un lado, la expansión colonial hizo que la importancia del comercio y de la na­ve­gación fuese cada vez mayor, con lo que gran parte de la población ya no vivía de la tierra a expensas de los nobles terratenientes.

Por otra parte, la aparición de la infantería (los hoplitas), do­tada de una fé­rrea organización, hizo que la caballe­ría, constituida por la nobleza, dejase de ser imprescindible para la defensa de la polis. El hoplita podía hacerse con su instrumental de guerra sin necesidad de po­seer una fortuna, lo que permitió que muchos ciu­da­da­nos normales pudieran convertirse en guerreros y te­ner un peso en las decisiones políticas (ya que, como guerreros, podían participar en las asam­ble­as).

La no­ble­za seguía pretendiendo acaparar el po­der, pero nuevas fuerzas estaban entrando en ac­ción. Por todo ello se producían continuos conflic­tos de intereses entre los diversos grupos sociales. Co­mo elementos clave para re­solverlos, surgieron dos nue­vas figuras políticas: el legislador y el ti­ra­no.

El legislador era un individuo con prestigio, elegido por los gru­pos enfrentados para que solucionase los conflictos me­diante la promulgación de leyes adecuadas. Le­gis­ladores famosos fueron Draco y Solón -de Ate­nas-, Licurgo -de Es­parta, Zaleuco -de Locros-, etc.

El tirano era un individuo al que se encumbraba al poder -generalmente con ayuda de los sectores de la población más desfavorecidos-, para poner en marcha las reformas necesarias. Una vez que las re­for­mas habían sido llevadas a cabo y se había restableci­do la con­vivencia, el tirano de­jaba de ser necesario. Tira­nos famosos fueron Polícrates -de Sa­mos-, Pi­sís­trato -de Atenas-, Periandro -de Corintio-, etc.

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Hacia mediados del siglo VII a. C. la mo­narquía, que hasta en­ton­ces había gobernado Ate­nas, fue sustituida por un sistema político de cor­te aris­tocrático.

Los nobles terratenientes (eupá­tri­das) ele­gían a los supremos ma­gistrados (arcon­tes); otros dos grupos de ciudadanos -los demiurgos (pe­que­­ños campe­sino artesanos y comerciantes) y los georgoi (trabajado­res del campo)- vivían supedi­ta­dos a la nobleza. Junto a estos grupos sociales exis­tía una numerosa población de esclavos que no eran con­siderados ciudadanos y no tenían derechos de ningún tipo.

Debido a que los latifundios fueron creciendo a cos­ta de los pequeños campesinos, se generaron pro­blemas sociales para cuya resolución se echó mano de los legisladores. Primero Draco -en el 621 a. C.-, y luego Solón -en el 594 a. C.-, ambos arcontes, fue­ron encar­gados de redactar códigos legislativos. Des­pués de Solón hubo un período de luchas entre tres facciones principales: por un lado estaban los habitantes de la cos­ta, en su mayo­ría comerciantes y navieros; por otro los habitantes de la llanura, donde eran fuertes los no­bles; y, en tercer lugar, estaban los habitan­tes de la montaña, que era la zona más pobre.

Con el apoyo de estos últimos,  en el 547 a. C. Pisístrato instaura la tiranía. Durante su gobierno se consolidaron las instituciones da­das por Solón, se desa­rrolló el comer­cio y la producción agrícola, se construyó la que se­ría la primera versión del Partenón, y se instituye­ron las fiestas Panateneas y las Grandes dio­ni­sias (donde uno de los elementos principales era el con­curso de autores trágicos, lo que iba a tener gran importancia en la evolución de la tragedia). Tam­bién en esta época se redactaron por escrito la Ilia­da y la Odisea.

Muerto Pisístrato -en el 528 a. C.-, y tras un período de cierta inestabilidad política, Clístenes es elegido ar­conte -en el 508 a. C.-, y pone en marcha una serie de reformas en­tre las que destacan la creación de un Consejo de 500 miembros encargado de preparar las sesio­nes de la Asamblea (ecclesia). Puesto que, tanto en el Consejo como en la Asamblea, podían participar to­dos los «ciudadanos» quedó instaurada for­mal­men­te la  democratía (= democracia). (Aunque ha de quedar claro que el sentido de la demokratía griega es muy distinto del que han adquirido nuestras modernas democracias).

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Esparta (también llamada La­cede­monia) constituye un caso especial dentro del sis­te­ma organizativo de las polis griegas.

Hasta el si­glo VI a. C. estuvo abierta al comercio y mante­nía unas relaciones normales con el resto del mundo he­lénico. Entre los siglos VIII y VI mantuvo, incluso, un notable desarrollo artístico.

Pero, pau­­latinamente, se fue convirtien­do en un Estado mi­litarizado y replegado sobre sí mismo. Ello se de­bió, pro­ba­blemente, a la peculiar manera que si­guie­ron de solucionar la falta de tierras. En lugar de fun­dar nuevas co­lonias como era práctica habitual en las demás polis, se dedicaron a con­quistar las tie­rras de los alre­de­do­res (sobre todo la llanura de Me­se­nia) y so­metieron a sus habitantes a la escla­vi­tud.

Como los con­quistadores (es­partia­tas) eran una mi­noría frente a los dominados, tuvieron que crear una organi­zación militar y social de una férrea dis­ci­pli­na para mantener el poder.

La organización social constaba de tres estamentos básicos:

Los espartiatas: eran el grupo dominante, de origen dorio mezclados con la antigua nobleza aquea. Eran los únicos ciudadanos de pleno dere­cho, pero tenían, a su vez, obligaciones muy duras. De entrada, los niños que nacían débiles eran ex­pues­tos en el monte Taigeto (lo que quiere decir que, nor­malmente, se les dejaba morir). Los niños sanos vivían en casa hasta los siete años y luego pa­sa­ban a cargo del Estado que los educaba en una dura disciplina orienta­da a la guerra.

Los periecos: la palabra perieco quiere de­cir «los de alrededor». Eran el grupo que vivía en las fronteras del territorio espartano. No tenían la ciu­­da­da­nía pero sí ciertos derechos: tenían derecho a tener pro­piedades, a for­mar parte del ejército en tiem­pos de gue­rra, y tenían una organización au­tó­no­ma en sus al­deas. Eran los que manejaban el es­caso comer­cio.

Los hilotas: constituían la mayor parte de la po­blación, en su mayoría de origen mesenio, y es­taban re­ducidos a la esclavitud. Trabajaban las tie­rras de los es­partiatas y no tenían ningún tipo de de­rechos.

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Hacia el 499 a. C. las ciudades griegas de la Jonia, tributarias del Imperio persa, se sublevaron. (Los historiadores suelen tomar esta sublevación para fijar el fin de la época arcaica y el comienzo de la época clásica). En el 494, los persas arrasaron Mileto y enviaron una expedición contra la Grecia continental que fra­casó de­bido al naufragio de su escuadra. En el 490, una segunda expedición consiguió desembar­car en Eu­de­ba. La mayoría de las polis griegas formaron un frente común y derrotaron al ejército persa en la lla­nu­ra de Maratón a pesar de su inferioridad nu­mé­rica.

En el 483 a. C. los persas volvieron a enviar otra expedición que llegó hasta Atenas, sus habi­tan­tes hu­yeron y la ciudad fue destruida. No obs­tan­te, cuando los persas, al mando de Jerjes, se dis­ponían a aniquilar definitivamen­te a los griegos, estos le derrotaron en la batalla naval de Salamina, otra vez, a pesar de su inferioridad en hombres y bar­cos. Al año siguiente volvieron a derrotar a los per­sas en Pla­tea y estos abandonaron Grecia.

Atenas, que lideró la guerra contra los persas, vivió, a partir de entonces, un momento de es­plen­dor sin parangón en su historia (e incluso en la his­toria de la humanidad). Bajo el gobierno de Peri­cles se consolidó y mejoró el sistema democrá­tico (eli­minando ciertas prerrogativas de que aún disfru­taban los nobles), se reconstruyó la Acrópolis (cuyo edificio central fue el Partenón). En esta épo­ca vive el his­toriador Tucídides; los filósofos Ze­nón, Protágoras, y Sócrates; los trágicos Esquilo, Só­focles, y, algo más tarde, Eurípi­des; Hipócrates, que será considerado el padre de medicina, y el come­dió­grafo Aristófanes.

Sin embargo, al mismo tiempo que en el interior se consolidaba el sistema democrático, Atenas adop­­taba una actitud imperialista frente a sus ve­ci­nos. Para poder defenderse de cualquier nuevo in­ten­to de agresión por parte del Imperio persa, Ate­nas y algunas otras polis formaron una confede­ra­ción con el nombre de Liga de Delos (por ser en De­los, una isla consagrada a Apolo, donde se guar­daba el tesoro de la confederación). Pero Atenas, apro­vechando su superioridad militar (funda­mental­men­te na­val) usó la liga en beneficio propio, impo­nien­do al resto de los confederados sus condicio­nes e impi­dién­doles abandonar la liga. Finalmente el tesoro común fue trasladado, desca­radamente, a Ate­nas.

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Esparta, temerosa de la superioridad ateniense, bus­caba una oportunidad para acabar con su pre­do­minio.

En el año 431 a. C., aprovechando que par­te del ejército ateniense se había desplazado para so­focar una re­be­lión, Esparta, en alianza con una serie de polis con las que había fundado la Liga del Pe­lo­poneso, llegó con sus tropas hasta Ate­nas y le puso sitio. El hacinamiento provocó una epi­demia de peste dentro de la ciu­dad en la que murió el propio Pericles. En el 421 a. C., se firmó la paz de Ni­cias, tras un acuerdo entre es­par­ta­nos y ate­nienses, que no fue aceptada por los aliados de Es­parta que se negaron a respetar el acuerdo.

En el 416 se reinició la lucha, a consecuen­cia de una expe­dición ate­niense a Sicilia, en ayuda de Siracu­sa, pa­trocinada por Alcibíades (personaje que apa­rece en los diá­logos de Platón como discípulo de Só­crates). La expedición fracasó y Alcibíades, acu­sado de sa­cri­le­gio, tuvo que huir y se refugió en Es­par­ta, po­niéndose a su servicio.

Tras la huida de Al­ci­bíades, y des­moralizada Atenas por las derro­tas, los oligarcas provocaron una revolución (en el 411 a. C.) y se hi­cieron con el poder (la oligarquía de los Cuatrocientos), ins­taurando un régimen de te­rror.

De­rro­ca­dos los oligarcas, y huido de Esparta, don­de había dejado em­ba­ra­za­da a la mujer de uno de los reyes, Al­ci­bíades se puso de nuevo al ser­vi­cio de la Liga de Delos, y finalmente se le pidió que vol­viese a Ate­nas, donde fue derrotado por los es­par­tanos, aliados, ahora, de los persas, en Notion. Al­ci­bíades tuvo que huir de nuevo y se refugió en Tra­cia.

Finalmente Atenas fue derrotada incluso en su propio cam­po: en la batalla marítima de Egos­pó­tamos, que puso fin a la guerra con la victoria de Es­parta. La democracia fue sustituida por una nue­va oligarquía, la llamada oligarquía de los Trein­ta (404 a. C.)

Aunque, al año siguiente, la democracia volvió a ser res­taurada, Atenas ya nunca volvió a recuperar su pa­sada grandeza. Por su parte, Esparta, que fue la ven­cedora de la guerra, también sufrió las con­se­cuen­cias de esta. En general, tras la guerra del Pelo­poneso se inició el derrumbe del mundo griego.

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El paso  de la época clásica a época helenística comienza con la conquista de Grecia por Ale­jan­dro.

Esta época se caracteriza por el de­rrumbe de­fi­nitivo de las polis, y, por lo tanto, de la base de lo que constituía la organización social griega. Esto trae como consecuen­cia numerosos cambios de orden político, social, religioso, e, incluso, psicológi­co. Al mismo tiempo, la cultura griega se extiende por zonas a las que nunca había accedido, mez­clándose con otras culturas y crean­do una forma espe­cial de mestizaje cultural que es la base del hele­nismo.
 
3. La religión griega: los dioses y el destino

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Para los griegos todo está sometido al Destino, gobernado por este. El Destino es más antiguo que dioses y hom­bres, está por encima de unos y otros.

Los dioses eran concebidos por los griegos como seres con las mismas pasiones y deseos que los hu­ma­nos. La dife­rencia principal entre los dioses y los hom­bres es que aquellos son inmortales (de hecho, con frecuencia, los griegos se refieren a ellos como «los inmor­ta­les»). A veces in­ter­vie­nen en los asuntos humanos, tomando parte en ellos.

Los dioses griegos surgieron de una mezcla de las divinidades que trajeron consigo los invasores de ori­gen indoeuropeo (los aqueos), con los dioses pre­micénicos (procedentes fundamentalmente de la cul­tura cre­tense -mi­noica- y quizás anteriores incluso a la cul­tura minoi­ca).

Los primeros eran, en su mayoría, dio­ses celestes y mas­culinos, donde la preeminen­cia la tenía algún Dios‑Pa­dre. Los segundos eran, ge­neralmente, dioses te­rres­tres y femeninos, donde la preeminencia la tenía alguna Diosa‑Madre.

Se­gún la mitología griega hubo va­rias generaciones de dio­ses, tras las que acabaron prevale­ciendo Zeus, Hera, Palas Ate­nea, Ares, Afro­dita, Artemis, Hermes, etcétera, que si­tuaron su morada en el monte Olimpo (de ahí que se les conozca como dioses olímpicos).

Algunos dioses, que no tenían una función rele­van­te en el mundo del Olimpo, llegaron, sin em­bar­go, a jugar un papel destacado en la religiosidad grie­ga. Así sucedió con Apolo (símbolo de la be­lle­za mas­culina, dios de las artes, y máximo porta­dor de los oráculos divinos), y con Dionisos (quien, a pe­sar de ser un dios mas­culino, aparece, paradó­jica­mente, vinculado a ritos de fertilidad, y en rela­ción con diosas de la fertilidad ‑según una versión mí­tica es educado por Cibeles, antigua Diosa‑Ma­dre de pro­cedencia oriental‑; esa puede ser la ex­pli­ca­ción de por qué también es un dios muy re­cu­rrido en los cultos mistéricos, cultos asocia­dos, con fre­cuen­cia, a la identificación con la naturaleza ‑la muer­te y el renacer‑; también es el dios de la em­bria­guez, la sexualidad y, en general, de todo lo pa­sio­nal y exul­tante; y en su séquito aparece acompa­ñado por las mé­nades, los sátiros y el dios Pan).

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Otro elemento fundamental de la religiosidad griega eran los oráculos. El oráculo es el mensaje trasmitido por el dios al que se ha preguntado acerca del futuro. Pero, por extensión, se denominan oráculos, también, al dios que habla, a los intérpretes del dios y al santuario o lugar donde se realiza la consulta.

Los oráculos eran tremendamente importantes en la vida pública grie­ga; determinado tipo de acti­vi­da­des ‑gue­rras, viajes comerciales, colonizaciones, etcétera‑ no se lle­va­ban a cabo sin antes consultar con el oráculo.

Los oráculos más numerosos eran los presididos por Apolo, de entre los cuales el más im­portante era el de Delfos ‑adonde acudían de todo el mundo he­lénico‑.

Su funcionamiento era el si­guien­te: una profetisa, la Pitia, después de se­guir un ritual que incluía la in­gestión de una bebida, entraba en trance; en ple­no delirio pronunciaba pala­bras incoherentes atri­bui­das a Apolo, y los sacerdotes las interpretaban.

Tam­bién eran numero­sos los oráculos pre­sididos por Zeus, y las sibilas (profetisas inspiradas por Dionisos) que profetizaban de un modo más libre, a ve­ces sin necesidad de un lugar especial donde hacerlo.

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Las práctica religiosas más usuales, ligadas a la vida pú­bli­ca y familiar, son:

La plegaria: su objetivo era solicitar el favor de los dio­ses; a cam­bio, se les ofrecía leche, vino, o cual­quier otro tipo de frutos de la tierra.

El sacrificio: tenía la misma finalidad de so­li­ci­tar el favor de los dioses. Normalmente se sa­cri­fica­ban ove­jas, cabras o bueyes, que eran de­go­llados sobre el altar siguiendo determinados ri­tua­les ya esta­ble­ci­dos para cada dios. Con el sacrificio se pretendía forzar al dios a obrar a nuestro favor, su objetivo era, por lo tanto, operati­vo, actuar sobre la naturaleza.

La purificación: tenía por objeto limpiar al in­di­vi­duo tras el contacto con cosas impuras (so­lía ha­cer­se des­pués de un nacimiento o de una muer­te), o antes de en­trar en contacto con algo sa­gra­do. Para rea­li­zar la pu­rificación se seguía un ri­tual llevado a cabo con agua.

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Aparte de estas prácti­cas usua­les, existían en el mundo griego otro tipo de prácticas religiosas cu­yo ca­rácter no era público y en las que única­men­te podían participar los iniciados. Estas prácti­cas re­li­giosas son las que conocemos como mis­te­rios, y a los cultos que las llevan a cabo los co­no­ce­mos como cultos mis­té­ricos (que al­can­za­rán una enorme expansión durante la etapa helenística).

El más importante centro de un culto mistérico se hallaba en el santuario de Eleusis, cercano a Atenas, consagrado a la diosa Deméter. No sabemos qué tipo de prácticas se realizaban en él porque los participantes tenían prohibido revelarlas bajo pena de muerte. En todo caso, sabemos que el culto a Deméter comenzó siendo un culto agrario, y las ceremonias llevadas a cabo tenían algo que ver con el sentido de la muer­te y el renacer.

Los mis­terios de Eleusis siguieron celebrándose durante mu­chos si­glos, incluso bajo el im­perio romano (el emperador Juliano, que se había convertido al cristianismo, renunció a esta fe para poder participar en los misterios eleusinos). Otro dios que aparece ligado frecuentemente a los cultos mistéricos es Dionisos.

Entre los cultos mistéricos destaca el orfismo. Es un culto que pregona la inmortalidad y la transmigración de las almas, concibiendo el cuerpo como una especie de cárcel para el alma. Su origen se atribuye a Orfeo, un poeta tracio del que se cuentan historias de carácter legendario (tales como que viajó al Hades para rescatar su amante Eurídice; o que fue despedazado por las ménades por haberlas despreciado, etcétera).
 
4. Poesía y tragedia

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En el mundo griego, la divulgación de los mi­tos religiosos estuvo, so­bre todo, en manos de los poe­tas, dado que, a diferencia de otras grandes ci­vili­zaciones antiguas, no tenían una casta sacer­do­tal que se en­car­gara de fijar la doctrina y velar por su cumplimiento.

El mito es una narración en la que los fenómenos naturales y sociales son explicados a partir de la intervención «caprichosa» (es decir, arbitraria, no necesaria) de los dioses y de hombres heroicos con características sobrehumanas.

Gene­ral­mente pretende narrar cosas que sucedieron en un remoto pasado. Pero lo que se narra en el mito, la aventura concreta, no es una simple narración de algo que ya pasó. El mito es un paradigma, una representa­ción ide­al ofrecida a los hombres como modelo de comportamiento de resonan­cias cósmicas. El relato es vivido como su­pratemporal; al colocarlo en un pasado remoto lo que se hace es quitarlo del flujo del tiempo.

El poe­ta no pretende con­tar algo que ya ha pa­sado (el tiempo en que se sitúa el relato es un falso tiem­po) y que recorda­mos pa­ra entretenernos, sino que pre­tende «recrear» algo que siempre «ha sido, es y será».

En cierto sentido, podríamos aventurarnos a decir que el mito es la forma prerracional de expre­sar lo ne­ce­sario, y que, por lo tanto, ya prefigura las explicacio­nes racionales.

El poeta también tiene una función distinta de la que tienen los poetas en nuestras sociedades ac­tuales. El poeta no se diferencia grandemente de un oráculo. Como él, es una especie de médium que conoce el destino (la moira). Esto es así por­que el mito pretende reflejar, como ya hemos dicho, no una situa­ción re­mo­ta, un pasado histórico ya fene­cido, sino algo que es intemporal, y que, como tal, forma parte del pasado, del presente, y del fu­turo (recrea una cierta forma de eternidad).

El poeta viene a ser, así, un portavoz, al que la diosa Memoria y sus hijas las musas hablan para que pueda contar lo que fue, es, y será. Al hacer­lo, impiden que esta realidad ar­que­típica caiga en el olvido (lethé). La mani­festación de ese fondo arquetípico es la pa­la­bra ver­dadera (alétheia). La verdad es con­cebida, así, como la manifestación de aquello que siem­pre ha sido, es, y será; se opone, por lo tanto, no a «men­tira», sino a «olvido» (también a «oculto»).

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La tra­gedia se ori­ginó en torno al culto a Dionisos, y, casi con toda seguridad, en relación con rituales mis­té­ricos celebra­dos en torno a este dios; de modo pareci­do a como el teatro europeo moderno evo­lu­cio­nó a partir de los «autos sa­cramentales» de la Edad Media.

Evolucionó a partir del ditirambo (can­to en honor de Dionisos in­ter­pretado por un coro de sátiros dirigidos por un cantor ‑co­rifeo‑ al que daban la réplica). Estos ditiram­bos fueron modificándose, hasta el punto de independizarse del cul­to a Dio­ni­sos, y adoptar una forma poética de la que sur­girá la tragedia.

En el siglo VI a. C. Tespis (un poeta ate­niense) sustituyó al corifeo por un actor que in­ter­pre­taba uno o varios personajes. Es­qui­lo (525‑456 a. C.), añadió a esto un segun­do actor; y Só­fo­cles (496/494‑406 a. C.), un tercero e in­trodujo el diá­lo­go entre los per­so­najes, con lo que la tragedia ad­quiere la forma clásica que nos es co­no­cida. Al mismo tiempo se sustituyen los sátiros del coro por per­sonajes re­laciona­dos con la acción, a la cual recal­can y comen­tan.
 
5. La filosofía

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Como ya hemos señalado al comienzo de esta entrada, veintiséis siglos después de la aparición de eso que aquí venimos denominando filosofía, esta ha llegado a ser un problema para sí misma. Empezando por el problema de aclarar qué se entiende por filosofía.

Aquí hemos comenzado asumiendo la hipótesis helénica: llamaremos filosofía a un tipo de saber que surge y se consolida en el mundo griego antiguo (al margen de que pueda llamarse filosofía a otros tipos de discursos), en el seno de la civilización griega cuya configuración histórica hemos descrito brevemente. Ahora trataremos de mostrar cómo surge esta peculiar disciplina y con qué especiales características.

Para ello vamos a dejar que sea la propia filosofía la que se explique. Esto es, vamos a los textos, a aquellos textos en los que, un determinado tipo de reflexión, comienza a denominarse, a sí mismo, filosofía. Y trataremos de encontrar en esos textos el significado de tal denominación. Veremos, siguiendo, sobre todo, las aportaciones de Xavier Zubiri y Felipe Martínez Marzoa, cómo el origen y significado del término filosofía aparece vinculado a los de sabiduría (σοφία) y teoría (θεωρία).

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Filosofía es la traducción castellana del griego φιλοσοφíα (philosophía). Este término aparece tardíamente, cuando eso que hoy denominamos filosofía llevaba siglo y medio de desarrollo; es decir, cuando ese nuevo «saber», esa nueva manera de enfrentarse con el mundo, de estar en el mundo, se había consolidado. Proceso lógico, por otra parte, pues solo cuando ya existe la cosa tiene sentido buscarle un nombre.

Antes de que dicho término fuese empleado aparecieron otros del mismo campo semántico. El primero de dichos términos fue φιλόσοφος (filósofo), que aparece en un fragmento de Heráclito.

Posteriormente aparece el término φιλοσοφέων (que puede ser traducido como «filosofando», o «por amor al saber»), que aparece en un pasaje del primero de Los nueve libros de historia, de Herodoto.

Finalmente, nos encontramos con el término φιλοσοφíα (philosophia = filosofía) en los textos platónicos. Dicho término surge de la fusión de dos lexemas, φιλος (philos = amigo, amante, perteneciente a), y σοφíα (sophia = sabiduría). Originalmente filosofía significa, por lo tanto, amor a la sabiduría (amistad por la sabiduría, pertenencia a la sabiduría).

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Tenemos, entonces, que la filosofía, como nos dice su propio nombre, es «amor a la sabiduría», remisión a la sabiduría. ¿Y qué es la sabiduría?

En la vida cotidiana de la Grecia antigua, en el lenguaje ordinario, por sabiduría se entiende la posesión de una habilidad, capacidad o destreza. El sabio, σοφóς, es el diestro en algo, el que entiende de algo. Es la sabiduría que puede poseer el artesano que domina su materia. Así, un zapatero, posee una cierta sabiduría que consiste en «entender de zapatos».

Sabiduría tiene también el sentido de entendido en las cosas del  universo y de la vida humana (privada o pública). A este respecto, los griegos de la época hablan de los «siete sabios» para referirse a una serie de personajes que destacaron de manera notable en el entendimiento de este tipo de cosas.

En el siglo V a. C., aparecen en Atenas los σοφιστής (sophistés = sofistas); palabra derivada de σοφóς (sophós = sabio), y que puede ser traducida como «los que ejercen de sabios», los «profesionales de la sabiduría». Los sofistas enseñaban cosas útiles para el triunfo social y el desenvolvimiento en la polis. Frecuentemente se calificaban a sí mismos como «maestros de virtud».

Contemporáneo de los sofistas es Sócrates, que descubre un nuevo tipo de saber: el «saber que no se sabe». Y precisamente en ese contexto -entre los discípulos de Sócrates-, es donde surge el término filosofía, que aparece recogido, por vez primera, en los escritos de Platón, el más importante discípulo de Sócrates.

En su diálogo Symposio o de la erótica (también conocido como El banquete) el propio Platón nos da una interpretación del sentido de este término, de en qué consiste este saber que él denomina filosofía.

La filosofía, nos dice, es algo distinto de la sabiduría y de la pura ignorancia. Los dioses son sabios, por ello no pueden ser filósofos. Los puros ignorantes, aquellos que «ignoran que ignoran», aquellos que no han alcanzado la sabiduría de «saber que no saben», tampoco son filósofos.

Entre la sabiduría y la pura ignorancia se sitúa la filosofía, que constituye un peculiar tipo de saber, el «saber que no se sabe», y, por ello, la filosofía es amor, aspiración, remisión, a eso que no se tiene y se echa en falta, a la sabiduría (igual que, en general, todo deseo es remisión a lo que se desea).

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Para acabar de comprender en qué consiste este nuevo saber, el saber filosófico, conviene aclarar que la noción de filosofía nace vinculada, también, a la de teoría.

En el pasaje de Herodoto, antes citado, el rey Creso recibe a Solón con el siguiente saludo: «Han llegado a nosotros muchas noticias sobre ti, tanto de tu sabiduría como de que por «amor al saber» (φιλοσοφέων), has recorrido muchos países para «examinarlos» (θεωρίης εϊνεχεν)». La filosofía (φιλοσοφέων), es puesta aquí en conexión directa con la teoría (θεωρίης εϊνεχεν).

En el mundo griego antiguo, con el término teoría (θεωρία) se designaba a la función que realiza el θεωρός (theorós). Se denominaba así al que era enviado de una polis a otra para realizar ciertas funciones, normalmente relacionadas con el culto (tales como realizar un rito, consultar a un oráculo). También se denominaba así a lo que hacía el que participaba como espectador en unos juegos o en una representación teatral.

Nos interesa destacar que esta función del theorós, la teoría, aparece vinculada a un distanciamiento con respecto a lo que se hace o aquello en lo que se está.

Efectivamente, cuando uno participa de una acción, de una fiesta, de un rito, de un espectáculo, uno queda absorbido por eso en lo que está participando. Cuando uno, desde fuera, es invitado a participar en una acción de este tipo -como representante de otro, como enviado de otro-, no queda absorbido por aquello en lo que participa. (Porque, al mismo tiempo, uno está inmerso en otra función, la de «representante de», la de observador). De modo que uno mantiene un grado de conciencia mayor acerca de lo que se está realizando.

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El significado de ese término sufrirá cambios notables. Nosotros empleamos el término teoría para referirnos a un saber contrapuesto al saber práctico. Así, de las ciencias decimos que son saberes teóricos. Con ello queremos decir que tratan de explicarnos cómo «es» el mundo. Por el contrario, de la ética o la tecnología decimos que son saberes prácticos. Con ello queremos decir que tratan de mostrarnos «qué hacer» o «cómo hacer». (Dejemos, de momento, la posible distinción entre saberes prácticos y saberes productivos o instrumentales).

Ahora bien, lo que hacen las ciencias no deja de ser también una actividad, una cierta praxis. El «conocimiento teórico» propio de las ciencias es una praxis orientada a obtener unos determinados resultados: conocer la estructura de la realidad.

Y frente a esa praxis científica podemos tomar distancia para analizar qué es la ciencia, qué es conocer, o, siguiendo con ese distanciamiento, qué significa que algo sea algo, o qué significa en absoluto que algo sea.

Ese tomar distancia para examinar las cosas es teoría en el sentido original que tenía ese término en Grecia.

Pues bien, cuando Sócrates, frente a los sofistas, asume su ignorancia, está tomando distancia frente a los «entendidos», una distancia que le permite examinar las cosas a un nivel más profundo. Así, frente a los especialistas en la justicia, Sócrates se pregunta ¿qué es lo justo?, frente a los profesionales del conocimiento, del saber, se pregunta ¿qué significa conocer?

Y a eso, a ese saber, que nace de tomar distancia frente a las cosas para preguntarse por su ser, por su sentido, se le denominó «filosofía».

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Rastreando los orígenes del término filosofía, nos hemos encontrado con que la filosofía puede ser entendida como un tipo de saber que nace de tomar distancia frente a lo dado, para examinarlo, para someterlo a consideración.

Pero ese tomar distancia que nace con la filosofía es un tomar distancia frente a la totalidad de lo dado. Por eso la filosofía, que nace de tomar distancia para someter a consideración lo dado, se convierte, inmediatamente, en una reflexión acerca de la totalidad.

Lo dado es la multitud de cosas que nos hacen frente, la totalidad de las cosas que se despliegan ante nuestra mirada (el mundus spectabilis). Tales cosas están surgiendo, brotando, naciendo, unas a partir de otras, permanentemente. Así, el calor surge del frío, y, con ello, oculta el frío (conforme el calor «es», el frío «no es»). Lo seco surge de lo húmedo, ocultando lo húmedo (lo seco llega a ser en la medida en que lo húmedo deja de ser). Etcétera.

Por eso, a esa totalidad de las cosas que están surgiendo, permanentemente, unas a partir de otras, le denominaron, los primeros filósofos, φύσις (physis), término que significa algo así como nacimiento, crecimiento. Physis será traducido posteriormente como naturaleza.

Pero si todo está surgiendo, brotando, permanentemente, esa consideración nos lleva a lo que permanece oculto, al principio, al origen, al substrato del que todo procede. Principio, origen se dice en griego αρχή (arkhé). La consideración de la physis, la reflexión sobre la totalidad de lo dado, nos ha lleva a desvelar, descubrir, desocultar, el principio u origen. Desocultar, desvelar, se dice en griego αλήθεια (alétheia), término que será traducido posteriormente por «verdad», «verdadero».

Tenemos, entonces, que la filosofía nace como consecuencia de un tomar distancia frente a lo dado, para examinarlo, para tomarlo en consideración. De ese tomar distancia, de ese tomar en consideración lo dado, de ese examinar lo dado, surge una experiencia del mundo distinta, trasmitida a través de un lenguaje distinto. A esa nueva manera de describir la realidad, de nombrarla, le denominan los griegos λέγειν, λόγος (légein, logos = decir, habla, posteriormente traducido por razón). Logos que se contrapone al mithos, al antiguo discurso, que nombra la antigua experiencia del mundo.

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Vamos, ahora, a llamar la atención sobre dos cosas.

La primera es que nunca pensamos a partir de cero, sino a partir de la situación en la que estamos instalados, a partir de nuestros prejuicios.

La segunda es que para pensar utilizamos un lenguaje. O, al menos, parece obvio que cierto tipo de pensamiento, aquel más claramente humano, más exclusivo del ser humano, se realiza por mediación del lenguaje.

Pues bien, la filosofía nace y se constituye como tipo especial de saber en la civilización griega de los siglos VI-V a. C., y nace hablando griego. Eso que los griegos han denominado filosofía y que podemos caracterizar como un saber que surge de tomar distancia frente a las cosas para examinarlas, para preguntarse por su ser o su sentido, nace en un determinado contexto, en el que, entre otras cosas, se habla griego y se piensa en griego.

Y del mismo modo que para autoidentificarse, para denominarse, la filosofía ha echado mano de la terminología con la que se ha encontrado en el lenguaje ordinario, también ha hecho lo mismo para elaborar su discurso o para caracterizar su objeto. A veces tomando esa terminología en su significado original, otras veces introduciendo en ella desviaciones de significado.

Entre los términos fundamentales con los que se ha constituido, inicialmente, el pensamiento filosófico, se encuentran los siguientes: φύσις (physis = naturaleza), αρχή (arkhé = principio, origen), λέγειν, λόγος (légein, logos = decir, habla, posteriormente razón), αλήθεια (alétheia = desvelamiento, descubrimiento, verdad), δίχη (dikhé = orden, armonía, justicia), νοΰς (nous = inteligencia, entendimiento), δόξα (doxa = opinión, parecer), άρετή (areté = excelencia, virtud), φυχή (psikhé = alma).
 
Bibliografía
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-Vernant, Jean-Pierre: Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Ariel. Barcelona, 1985.
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-Zubiri, Xavier: Cinco lecciones de filosofía. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1985.
-Zubiri, Xabier: Naturaleza, Historia, Dios. Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1987.
 
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